Tenemos derechos, tenemos deberes. Exigimos
y se nos exige. Para algunos la vida es un continuo intercambio entre
ambas condiciones esenciales, características. Asumiendo lo ético
como el entronque entre principios y bienestar (no en tanto excluyentes),
sostenemos la no existencia de derecho alguno de por sí inalienable
e incuestionable, con excepción del derecho de cada quien a elegir
sus propios derechos, esto es, que el ser humano, en tanto ente individual
y social, decida, de suyo qué tipo de derechos está en
condiciones de exigir, creyendo que debe recibir y que desea recibir.
En tal sentido, se llega a afirmar: "Todo el mundo tiene derecho
a una educación". Pero, cabe preguntarse: ¿Qué
tipo di educación? ¿Acaso será la que nos exija
el momento, lo ocurrente espacial y temporalmente definido y que, como
tal, la oriente y la justifique? O, ¿acaso su razón de
ser responda a criterios universales, legítimos, en tanto en
cuanto identifican al hombre, a lo hombres, en su perenne reflexionar,
en su obrar manifiesto y acuciante? Aún podemos plantearnos una
tercera opción ¿Estaremos hablando de una educación
fundada en una síntesis necesaria entre las exigencias de lo
inmediato y las aspiraciones teleologizantes del obrar natural y práctico
humano, vistos como momentos distintos, aunque continuos, no escindidos,
sin interconexos, del "aquí" y del "ahora",
conjuntamente con el "siempre" humano?.
Dar cabida a tales interrogantes y a sus debidas respuestas está
en las bases de toda la discusión contemporánea acerca
de la Educación, de su definición y transformación.
Determinada como hechura genuina del pensar y del obrar humano, la Educación
-como cualquier otro producto de la condición humana- debe, por
así decirlo, transparentarse a la vida no ocultarla, mucho menos
mistificarla, sino, a lo sumo develarla, clarificarla, desmontarla,
para luego -y sobre todo- transformarla, revolucionarla. La educación
considerada, pues cormo praxis no afirmante, sino superadora y, por
todo ello liberadora. ¿Cual instancia ha de ser liberada? Frankfurtianamente
diremos: No el sujeto individual empírico (Kant, dixit), si por
tal entendemos no tanto al objeto cuanto al sujeto del conocimiento
(y su función), sino al sujeto social.
Ampliemos: el sujeto empírico, su razón, las leyes que
la regulan, todo cuanto acontece en definitiva, ocurres en el proceso
vivo de la sociedad y es su producto. En consecuencia, es la praxis
social lo decisorio y definitivo en la consideración de lo verdadero
y lo falso.
La educación es una manifestación, una prueba, de dicha
praxis (en el sentido técnico que Aristóteles le adjudicaba
a tal noción "Teoría de la conducta y en el dominio
genérico: la "acción humana") y, como tal se
dirige a parcelas propias al pensar y al obrar del ser humano. Uno de
esos niveles lo constituye la Moral, es decir uno de los rostros de
la razón práctica (conjuntamente con el derecho, la política
y la religión) que se sobreponen a los designios excluyentes
y pretendientemente hegemónicos, de la razón pura y técnica.
Podríamos decir que así como "todo el mundo tiene
derecho a ser educado", igualmente, "todo el mundo tiene derecho
a un desarrollo moral pleno"
Ahora bien, asistimos hoy en día a una situación signada
por el no acuerdo ( ni tácito, ni sugerido) entre las exigencias
devenidas de nuestro derecho a ser morales y a ser educados, y los intereses
particulares de quienes administran y ejecutan -desde distintas instancias
de poder político y jurídico- tanto la salud física
y material, como la salud psíquica y moral del individuo social.
Antes bien, quienes -como ellos- sostienen no con demagogia, que el
susodicho bienestar es el objetivo prioritario de todo organismo social
y de todo sistema jurídico, no pueden dejar de reconocer el derecho
que a todos nos asiste de disponer y disfrutar de los medios socales
y recreacionales suficientes para así poder acceder a la vida
moral en su mayor grado.
Kant, punto de referencia de toda la ratio occidental, así corno
de toda Filosofía Moral Moderna, comprendió, como ningún
otro, la discusión anterior. En su Crítica de la Razón
Práctica, sobre todo, estableció el distingo entre "moralidad"
y "legalidad". Para él, el hombre puede conducirse
"legalmente" en la medida en que no entre en conflicto con
las leyes y, sin embargo, ser un "canalla" que únicamente
omite la violación de la ley en vista de las amenazas de sanción
jurídicamente establecidas. En otras palabras: Tal hombre signe
sus propios "apetitos" y no su moralidad. Al contrario, cuando
existe "moralidad", las amenazas de sanción y penalización
han de provocar que las leyes sean comprendidas, al menos previsivamente.
Pues bien, hoy en día, el individuo se ve en la obligación
de actuar social y culturalmente en concordancia con sus propias reflexiones
morales, dado que es asesorado, ambientado insuficientemente por un
orden administrativo y jurídico reducido a exigencias mínimas,
limitantes y, lo que es peor, en un marco referencial rebozante de inmoralidad
latente.
De allí la importancia y necesidad de una educación que
no sólo enseñe aprender a dudar, sino que, también
enseñe a aprender a vivir, que no es otra cosa que aprender a
convivir. Una Educación Moral, en suma, considerada como un deber
y como un derecho -es decir, como medio para exigir el derecho a ser
morales- y que ha de ser vista como uno de los derechos fundamentales
del hombre y, ¡Cuidado! si no, el derecho humano por excelencia.