“Habla
si vas a hablar o enmudece de una vez”
tempranamente se acoge esta máxima al querer silenciar cada palabra en
este escrito. ¿Por qué? Cándidamente,
porque el pensamiento increpa la intención de desempolvar la palabra, si
se quiere histórica, cuyo eco angustia, impugna y desconstruye la
sobriedad del discurso. Situación tentadora que compromete cualquier
existencia apacible. Antes de proseguir con este “y que ensayo
“se ha pensado en el lector. Las
posibilidades que este escrito culmine en la hoguera antes de que se
silencie, son todas. No obstante, se apelará por una opción extrema.
Usted se quedará en su sillón, un “tiempo” más.
Osadamente, la categoría tiempo, no aparece por casualidad. La distorsión
temporal, en este escenario permitirá desnudar las voces del pasado.
Puesto que no resulta conquistable, en estos tiempos de revolución
tecnocientífica, aproximarse a discursos retóricos sin que sus
corolarios delineen los contornos cotidianos de esta nueva era. La confesión
de una antigüedad, podría explicar algunos palabreos del presente.
Detrás de esta
confidencia, se encontrará que lo controlable y lo mudable de la palabra
en esta contemporaneidad viene, seguramente, dado por lo coyuntural. No es
nada nuevo asegurar que se habla, no sólo a través de emisiones de
sonidos, sino también a través de un lenguaje corpóreo, que se adapta,
rechaza o a medias tintas repela la especificidad de su contexto. Ojalá
que la ignorancia como aliada, atenúe cualquier aberración por lo que se
va a dictar: palabra y cuerpo forman una unidad, un todo indivisible, un
...., especulando, sería
algo así como una comunicación del ser (el con qué, para qué, o con quiénes se
relaciona el ser, por favor, cada uno respóndase a su antojo). Dado que
todo pensar (razón materializada en palabra) responde al llamado emblemático
del efecto. Un efecto visiblemente codificado por un actuar.
De resultar ciertas
esas premisas, la antigüedad hablará sin voz.
Todos
los inicios históricos guardan en sí una fascinación. Un comienzo podría
ser a partir de la obra de Sófocles: Edipo Rey. Un
descifrador de enigmas, que traicionado por un destino inexorable
(parricidio y el incesto) se arranca los ojos, luego de escuchar la
retoricidad del adivino, quién pronuncia palabra tras palabra, la suerte
que correrá el Rey. Lo bueno y lo justo desaparecen para dar paso
al infortunio, a la desesperación, al efecto.
Paralelo
a este producto literario, distorsionado el tiempo, se abre paso al
Cerco de Numancia, de Cervantes, en la cual todos los numantinos mueren de
hambre, por no doblegarse ante el despotismo del gobernador romano, quién
decide levantar un muro alrededor de la ciudad para impedir el paso
rebelde de los habitantes de Numancia a Roma. Interpretando este
hecho, se encuentra que es de nuevo la palabra la que gobierna, tiraniza,
arremete contra los desvalidos. Sentencia y aniquila vidas, en nombre de
una verdad. ¿Cuál verdad?. La del limitado animal, perdón, la del
llamado hombre. Se trataría, entonces, de una palabra que nombra la
justicia sin sentirla, que nombra la libertad para sacrificarla, que
nombra la voluntad para relativizarla al olvido.
Aunque
resultase muy apresurado hablar de fatalidad en estos textos. La
palabra ostenta el titulo de fatalidad, pues el hombre como artífice de
su destino se atemoriza ante las fuerzas que agitan su interior sumergiéndolo
en el desenfreno, en la inmoralidad, en la locura. Cada palabra
profetizada por los dioses encierra el misterio del dolor heredado
de antiguas culpas que arrastran al héroe a la desolación. Y si no
miremos un momento el caso de los hijos de Edipo, Eteócles y Polinice,
(en “Los Siete sobre Tebas”, de Esquilo), quiénes
terminarán en el fratricidio, por la salvaguarda de la ciudad-estado
Tebas. Un trozo de esta tragedia nos lo deja saber el espía, quién
comunica el mensaje que le manda Polinice a su hermano:
“...
que correrá a encontrarse contigo; y que te matará, aunque muera sobre
tu mismo cuerpo, o que si vives se ha de vengar de ti con un deshonroso
destierro como aquel con que tu le afrentaste” (p. 96).
Polinice
quiso desestabilizar el orden de su tierra, no lo logró, pero a
cambio encontró y sintió su propia “Moira” (destino): la
destrucción de sí mismo. Nació para sufrir y aunque no hubiera querido
morir, murió, y es este el sentimiento trágico de su vida, como lo diría
Unamuno (1913). No obstante, la muerte de este hombre viene a crear en
Tebas, perturbación. Se promulga un bando (por parte de Creonte), cuyo
discurso, pretende amenazar y controlar el sentir del
ciudadano. El cuerpo inerte no debe enterrase ni llorarse, debe sufrir la
expiación, el sacrilegio y servir como sabrosa presa a las aves de
rapiña.
Se
sabe que el discurso trágico era un elemento de acción sugestivo, puesto
que lograba que los espectadores compartieran el dolor de los actores,
padecieran con ellos y fueran osados y desdeñosos ante lo ininteligible
o inverosímil. Además, provocaba en ellos una liberación o catarsis
tanto de sus angustias como de sus pasiones. Así, la palabra se convierte
en un rito purificador que sana desgracias, que acude a la armonía y a la
no perturbación del ser. En este sentido, el lenguaje adquiere
dimensiones mágicas que colindan con el efecto, es decir, la acción
de cambio
Retomando
nuevamente la obra, surge lo siguiente: ¿Cómo evitar el desatino del
pueblo ante la disyuntiva de enterrar o no el cuerpo? O ¿cómo desafiar
la ley y escuchar la voz del afecto como en el caso de Antígona
(de Sófocles)? Estas y otros planteamientos surgirían sin parar. Si
analizamos, sincrónicamente la situación de esta hija de Edipo con La
Hojarasca de Gabriel García Márquez, se encontrará que el
suicidio del médico, es causa de repulsión por parte del pueblo, quién
no desea darle sepultura; esta realidad también incluye a la iglesia,
cuya instancia rechaza el entierro: el cadáver debe permanecer insepulto.
En
ambos casos, el conflicto es complejo. La situación política (leyes) se
ve entremezclada con lo afectivo. Se evidencia una suficiencia de
palabras. Se necesita algo más que un discurso retórico para oponerse al
deber ser, para quebrantar lo establecido, lo normado, para obstaculizar
lo permitido y dar paso a la confusión, al deseo sentido y amado. Se
reclama a la vida, entonces, una palabra que aflore los fundamentos legítimos
o no, de nuestra existencia. ¿Acaso la conoces?. Eres parte de ella. Se
le llama contradicción y al igual que el lenguaje es inseparable al mundo
del hombre. Esta idea conduce a otro sitio el discurso.
Dobles
razones: bien, mal; bello, feo; justo e injusto; verdadero falso; locura,
prudencia; ignorancia, saber, ciencia; virtud...y otras que se quieran
agregar forman parte del torneo humano. Siguen un curso impelido por el
sentido, significado, pero que constituyen un eslabón adicional en la
invención o construcción de las ideas de un discurso, sea hablado o
escrito, oponiendo juicios y aprovechando momento útiles, tal
y como lo hiciera Prótagoras, Gorgías, Polo, quiénes le
imprimieron su propio estilo al lenguaje.
Posiblemente, la
retórica como discurso permitió a los doctos, es decir, sofistas,
disciplinar la habilidad de enseñar al prójimo el lenguaje de la sabiduría.
Además, de enseñar la ciencia del buen consejo en los asuntos
privados u públicos, es decir, la virtud. Una virtud;
incrustada en la prudencia. Prudencia para disciplinar la pequeñez y la
grandilocuencia; prudencia para doblegar las pasiones humanas y prudencia
para equilibrar con ética, las tensiones entre la materia y el espíritu.
Sin embargo, el papel de la retórica no culmina allí. En nuestros días
hay retóricos por doquier, con titulo en mano o sin el, explayan sus
mejores argucias. Necesitan, al igual que los primeros retóricos,
fraguar espacios sociales y políticos medibles, subyugar el
comportamiento del ciudadano en la polis; persuadir, sin verdad, pero con
clase.
Es
fácil reconocerlos. Algunas veces hemos tenido sus diferentes mascaras en
el aula, en la calle, en el hogar. Ojalá podamos distinguirnos, algún día
no por nuestras palabras, sino por el compromiso con y para con los otros.
Tal vez sea esta nuestra salvedad cuando, finalmente, nos pongamos el
uniforme de madera.
Tenías
las palabras necesarias
las que exoneran,
las
reconciliantes,
las
que dan al misterio,
las que
horadan sin brillar,
las que
manan de una construida pobreza,
las
únicas que pueden quebrantar el desoir
Cadenas
Referencias
Biliográficas
Cervantes, M.
(s.f.) Obras Completas.
España.
Esquilo (1989) Tragedias
Completas. España: Biblioteca Edaf.
Márquez, G.
(s.f.). La Horajasca: Colombia.
Motta, J. (1958). Las
siete tragedias de Sófocles. Bogotá.
Obras Completas de
Platón (1973). Gorgias o de la Retórica.
España, Editorial
Aguilar.
Unamuno, M. (1913/1983).
Del sentimiento trágico de la vida. España,
Bruguera.
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o de discusión académica exclusivamente.
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