Signal
Berlín, segundo número de octubre de 1941
número 20 del año 1941 [Sp 20]
páginas 6 y 34-35

A. E. Johann
¿Puede América dominar el mundo?

«Signal» ha expuesto en sus dos números anteriores la forma en que el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, ha tendido sobre toda la Tierra los tentáculos del imperialismo del dólar y lo que hizo para arrastrar el pueblo americano a una psicosis de guerra. En el tercer artículo, «Signal» describe por qué no será posible a los Estados Unidos dominar el mundo.

«Nosotros somos ahora ya los verdaderos dueños del mundo». El estudiante americano de Yale que pronunciara esta frase con juvenil despreocupación ante los alumnos del University-College y una docena de extranjeros en el Lower-Refectory de la Gowerstreet londinense consideraba un poco burlescamente a sus oyentes, en parte afectados y en parte sonrientes.

«Inglaterra es un bello país, un país re riqueza y tradición. Los americanos admiramos su historia. También nos suelen impresionar los grandes nombres que oímos aquí todos los días. Sin embargo –quisiera repetirlo–, somos ahora ya los verdaderos dueños del mundo, pues tenemos todo cuanto tienen los ingleses: We´ve got the men, we´ve got the ships, we,ve got the money too. ¡Tenemos los hombres, tenemos los barcos y tenemos también el dinero!

Han pasado casi diez años desde aquel discurso del estudiante de Yale. Lo que entonces quedara inadvertido entre silencia glacial de los ingleses y la enérgica protesta del algunos extranjeros, domina hoy la política de potencia mundial e incluso de hegemonía mundial de los Estados Unidos. Del mismo modo que aquel estudiante yanqui reclamara para los americanos la amenaza de los antiguos patrioteros británicos, así la política oficial norteamericana reclama hoy para su país las posiciones económicas e imperialistas, a las cuales la Gran Bretaña renuncia forzosamente, al objeto de incorporarlas de manera metódica a un amplio sistema de eliminación del Imperio y de extensión de su poder. Los imperialistas de Washington quisieran aceptar la herencia del Imperio inglés. ¿Pueden los Estados Unidos alcanzar este objetivo? ¿Están en situación de dominar el mundo, como antes lo hiciera Inglaterra?

Para poder responder a esta pregunta es preciso evocar el desarrollo del Imperio británico desde su auge hasta su decadencia.

El Imperio como ejemplo

La estructura interior del Imperio británico durante la época que podríamos llamar clásica de ejecución puede resumirse en una fórmula muy sencilla: Las posesiones extraeuropeas de Inglaterra producían materias primas agrícolas o industriales y las suministraban a la metrópoli; la Gran Bretaña las consumía por sí misma, dada su gran densidad de población, las transmitía al Continente europeo, también muy poblado, o las transformaba con su desarrollada industria en productos acabados y artículos de consumo de la naturaleza más diversa.

Las posesiones ultramarinas como productores y proveedores de materias primas, Inglaterra como su comprador y como fabricante y proveedor de las más variadas clases de manufacturas, pero al propio tiempo como su expedidor y asegurador, pero sobre todo como capitalista superior: según este orden interior se edificó el Imperio británico.

La propia agricultura de la metrópoli fue víctima de esta ordenación fundamental del Imperio. No podía subsistir con arreglo a las normas fundamentales de la política imperial, pues Inglaterra tenía que poseer gran capacidad de consumo para los productos agrícolas en masa de Ultramar: el trigo canadiense, la lana de Australia, la carne argentina y australiana, la mantequilla neocelandesa, las manzanas canadienses y sudafricanas y el algodón indio y egipcio. Por otra parte, tenía que desarrollar su industria mucho más de lo que exigían sus propias necesidades, para poder suministrar a todos estos países, en beneficioso intercambio con aquellas materias primas, artículos de la más variada naturaleza, para lo cual necesitaba otra vez las materias primas de Ultramar: estaño y caucho de los Estados malayos, yute de la India, oro de la Unión Sudafricana y Australia, cobre de África y Sudamérica, etc., pero también hierro de Suecia y de España, con lo cual incorporaba en parte estos países a su sistema.

Los países de Ultramar no podían tener industria

Inglaterra impidió por todos los medios, con absoluta consecuencia, que los Estados dependientes de ella organizasen una industria propia de artículos acabados. Así, la antigua y artística industria textil india fue sistemáticamente arruinada por Inglaterra con objeto de obligar a los indios a comprar los productos de Láncaster.

Inglaterra veía la garantía de este desconsiderado pero consecuente sistema de dominación en una flota de guerra superior a todas las demás, en una red muy ramificada y metódica de bases, que se extendía por toda la Tierra, pero también, lo que se ha tenido muy raramente en cuenta, en su aspiración de poseer la mayor y más poderosa flota mercante y la más fuerte y acreditada organización de seguros. Mediante el «Lloyd´s Register of Shipping», llevado en Inglaterra y reconocido por todo el mundo, se logró incluso un control continuo de todos los buques mercantes de la tierra. Si la escuadra aseguraba las demandas inglesas en caso de un conflicto armado, la flota mercante y los seguros, dirigidos ambos desde Londres, ponían en manos de los británicos la posibilidad de orientar, también durante la paz, el comercio y la economía de los países ultramarinos con arreglo a sus intereses.

La guerra mundial sepultó la posición de Inglaterra, que nunca, desde entonces, ha vuelto a ser lo que era antes. Su tentativa de impedir el auge de una Alemania con la cual, tanto antes de aquel conflicto como antes de la actual contienda, hubiera podido encontrar un equilibrio inteligente, le costó la destrucción de los únicos cimientos sobre los cuales estribaba segura su potencia. Casi todos los Estados dependientes de Inglaterra, oficialmente o no, fundaron durante la gran guerra, tras barreras arancelarias cada vez más altas, una industria propia; esto afectó sobre todo a los proveedores ingleses. En el Canadá, por ejemplo, se precipitó de tal manera este proceso que el sector industrial de la economía canadiense se aproxima en importancia al agrícola desde hace una larga serie de años. Lo mismo puede aplicarse a la Unión Sudafricana, Australia y casi todos los mayores Estados de Sudamérica.

La tendencia a la autarquía que después de la guerra mundial se hizo cada vez más perceptible en todas partes –que se reprochó a Alemania como un crimen y se declaró una de las causas de la conflagración actual– surgió en realidad como un ensayo de autarquía industrial entre los pueblos ultramarinos que eran originariamente productores de materias primas. Como el Reich encontró dificultades cada vez mayores para la salida de sus productos industriales, tampoco pudo obtener a cambio de ellos víveres en la misma proporción que antes. La necesidad, por tanto, le obligó a buscar una autarquía lo más amplia posible, tanto en el terreno de la alimentación como en el de las primeras materias industriales, y además a entablar relaciones comerciales sobre todo con los países dispuestos a entregarle materias primas a cambio de sus manufacturas.

Por consiguiente, no se trata en modo alguno de un malévolo ataque de Alemania contra el antiguo sistema económico mundial, que estaba dirigido en lo esencial por la central londinense, sino de una evolución general y forzada cuyas causas fueron creadas ya durante la guerra europea, bajo la presión de las circunstancias, y no ciertamente por el Reich –que hubiera sido completamente incapaz de hacerlo, pues se hallaba por completo aislado de Ultramar–, sino por Inglaterra, que pretendía destruir con toda su potencia al posible competidor alemán. La Gran Bretaña no podía advertir que sepultaba aon ello la base de su propia fuerza.

Durante la guerra mundial lo que menos pudo impedir Inglaterra para su propia desgracia, fue el rápido auge de los Estados Unidos. Incluso se vio obligada a apoyar por todos los medios este auge que amenazaba su posición de potencia mundial mucho más de lo que Alemania hubiera querido o podido hacerlo, ya que, en último término, sólo América podía prestar todavía a Inglaterra la ayuda decisiva contra la Alemania que se defendía tenazmente.

Los Estados Unidos como país colonial

Los Estados Unidos fueron hasta la gran guerra a pesar de su independencia a tan alto precio lograda, un país de carácter colonial tanto económica como culturalmente. Suministraban materias primas y recibían –sobre todo de Inglaterra– manufacturas e inversiones de capital. Hasta la guerra mundial, continuaron siendo económicamente en conjunto, un país colonial, lo que se reflejaba, como siempre, en que estaban muy empeñados con el extranjero y especialmente con la Gran Bretaña.

Esta situación se invirtió por completo durante la guerra europea. Los Estados Unidos se transformaron de país deudor en la mayor nación acreedora de la Tierra. Toda su industria había crecido enormemente y la unión figuraba en primera fila entre los grandes Estados industriales. Pero al propio tiempo, también su producción de materias primas agrícolas e industriales adquirió nivel insospechado. Los Estados Unidos surgieron de la guerra convertidos en la más fuerte potencia capitalista del mundo. Inglaterra, que había realizado esta guerra para excluir al Reich de la participación en el dominio de la Tierra, tuvo que aceptar a Norteamérica como un compañero mucho más peligroso. Ya durante la gran guerra sonaron en los Estados Unidos voces que exigían para América la dirección del mundo. Desde entonces no se han aquietado.

El objetivo de Roosevelt y sus dificultades

Una ola de confianza incierta y esperanza desesperada llevó a Roosevelt a su puesto cuando la depresión económica había alcanzado su punto más bajo y estaba el país ante las puertas del caos. Tampoco Roosevelt ha conseguido, a pesar de muchas embestidas, pasar de una solución provisional de las dificultades políticas y económicas interiores. El fracaso del «New Deal» fue disimulado mediante continuos gastos en gran escala.

Mientras anteriores gobiernos americanos habían tomado las dificultades interiores como exhortación y motivo para mantenerse libres en lo posible de complicaciones exteriores, de acuerdo con la doctrina de Monroe, creyó Roosevelt tener que emplear el principio inverso: cuanto más desesperadamente encallaba su política interior, con tanto mayor ímpetu seguía el derrotero de los grandes entrometidos de la historia del mundo extraamericano. Cuando fracasó el «New Deal» en la política interior, acaso un «New Deal» en la exterior prometiese éxito y salvación también para las dificultades interiores. Roosevelt realiza ya desde hace años, paso a paso, una política cuyo objetivo, confesado cada vez más abiertamente, es la dominación del mundo por los Estados Unidos de Norteamérica. Otros factores muy diferentes de la voluntad y el deseo del Presidente americano decidirán si este objetivo será alcanzado alguna vez. Y aquí se suscita el problema fundamental de si América está en condiciones de suceder a la Gran Bretaña en la dominación del mundo.

Inglaterra como Imperio ha perdido ya esta guerra y puede continuarla sólo porque América la ha señalado el papel de ser frente oriental de su imperialismo y le apoya tanto moral como materialmente. La Gran Bretaña ha tenido que ceder ya a los Estados Unidos la mayor parte de sus intereses capitalistas ultramarinos. Además, políticamente ya es un mero apéndice, un protectorado de los Estados Unidos. Pero si Norteamérica quiere heredar las posiciones y derechos de Inglaterra en todo el mundo tendrá que asumir también los deberes de Inglaterra. Pero los Estados Unidos no están en condiciones de hacerlo y su aspiración a la hegemonía mundial se estrellará por fin en este obstáculo.

Europa para sí, ¿Los «coloniales» para sí?

El gran espacio económico europeo, tal como ahora empieza a esbozarse, no puede ser derribado ya ni por el más impenetrable bloqueo a distancia anglo-americano. Después de las dificultades iniciales, este espacio será capaz de una vida propia, autónoma y equilibrada. Aunque Inglaterra continúe subsistiendo en su situación actual no desempeñará papel de importancia como consumidor ni como productor. Todas las partes del mundo que hasta el comienzo de esta guerra dependían económicamente de la Gran Bretaña (que era mucho más de lo comprendido en el Imperio) estarán reducidas después a los Estados Unidos como único contratante posible. Con otras palabras: Formarán un grupo los «coloniales» (prescindiendo del Extremo Oriente como escenario de una evolución aún confusa). Pero no pueden existir formando un grupo y contando sólo con sus recursos. Los Estados Unidos navegan con todas las velas desplegadas hacia una situación, que en modo alguno podrán dominar si la logran.

Países como el Brasil, Canadá o Australia viven especialmente de la venta de sus materias primas. Es preciso no dejarse engañar por el febril rearme actual de los Estados Unidos; representa en último término un estado interino y considerado económicamente una enorme saturación de las reservas norteamericanas, que alguna vez se alcanzará.

Norteamérica no puede adquirir ya todo el trigo canadiense y australiano ni el algodón brasileño, indio o egipcio porque produce enormes excedentes de todos estos productos. Como de muchos otros. No puede asumir económicamente el papel que antes desempeñaba la metrópoli inglesa porque no es un país que se complemente con los «coloniales». Sino que representa para ellos un competidor en el mercado de materias primas.

Peligros de la abundancia

Ya antes de esta guerra, la industria americana se había extendido desesperadamente para los tiempos de paz. El rearme actual la impulsa todavía más. Cuando vuelva a reinar la paz sobre la Tierra, surgirá para los americanos la necesidad de exportar con intensidad nunca registrada hasta ahora. Pero entonces chocarán con la industria joven de otros países «coloniales», que podrán renunciar tanto menos a ella cuanto menor sea la parte de su superproducción agrícola que puedan ceder a los Estados Unidos.

Los americanos salen ahora del paso comprando en todas partes cosechas que no pueden consumir ni siquiera acarrear, pues faltan para esto no sólo los barcos, sino también –desde hace tiempo– los almacenes. Hoy se advierte ya que los territorios extraeuropeos dependientes de Angloamérica no pueden vivir sin la masa de consumidores de la metrópoli británica y de la Europa continental. Del mismo modo que no puede continuar adquiriendo ilimitadamente cosechas ultramarinas, tampoco es capaz América de mantener a flote su agricultura, a la larga, con primas para trigos invendibles de otro modo o acaso hasta sin sembrar.

¿Qué debería hacer América?

En la primera parte de este artículo se expuso tan extensamente el desarrollo de Inglaterra para hacer ahora evidente que América no puede recoger su herencia. Tendría que decidirse a una política económica tan consecuente como la realizada en su tiempo por la Gran Bretaña: Tendría que destruir radicalmente su propia agricultura para poder consumir los inmensos productos agrarios de los otros países ultramarinos y tendría que destruir las jóvenes industrias del Canadá, Brasil, Australia, la Unión Sudafricana y la Argentina para obligarles a adquirir sus manufacturas.

Ambas cosas son imposibles por múltiples razones de las cuales se citan ejemplos más adelante. América cree ahora poder salvar mediante empréstitos las dificultades que se acumulan por doquier; en realidad, no hace más que agudizarlas a la larga, pues los países deudores tendrán que vender aún más, para pagar intereses y amortizaciones, sus excedentes de productos, que sin ello no encontraban ya salidas. Acaso el rearme americano puede velar todavía, en el momento actual, esta dependencia, pero dentro de poco evidenciará aún más claramente la contradicción interior de la aspiración americana de hegemonía.

Teóricamente sería aún posible que los Estados Unidos obligasen a los demás productores de materias primas agrícolas a restringir o suprimir esta producción. Persiguen evidentemente este objetivo los planes mundiales de cultivo que América publica ahora para el trigo, el algodón, etc. Pero tampoco esto ofrece una salida practicable, pues los Estados cortarían con ello de su propia carne, pues cuanto menos algodón produzca y venda Australia, por ejemplo, menos autos y radios podrá comprar.

Pero aunque lograse Norteamérica gobernar el mundo extraeuropeo con la punta de sus bayonetas, este mundo tendría que pagarlo con una devastación todavía imposible de prever en sus actividades industriales y en su agricultura. América no puede gobernarlo porque jamás será complemento y contratante natural de los países «coloniales»; esta tarea puede cumplirse sólo por la Europa y el Asia Oriental. La lucha que los anglosajones libran contra Europa, se vuelve en realidad contra ellos mismos y contra las partes del mundo sometidas económicamente a su tutela.

Ejemplos que confirman el desarrollo

Algunos ejemplos tomados al azar probarán que el proceso ha sido certeramente descrito.

Los Estados Unidos, como país acreedor, hubiera tenido que velar porque fuese pasivo su balance comercial, lo cual significa cubrir con mercancías y servicios los compromisos financieros con el extranjero. En lugar de ello han forzado por todos los medios su exportación. El superávit de su comercio exterior se elevó desde 480 millones de dólares en 1934 a 850 en 1939; es decir, ¡a casi el doble! Según principios estrictamente capitalistas, una política completamente errónea para un país acreedor.

En el transcurso de un año y medio se ha reducido más de un millón de balas mensuales a 72.000 la exportación americana de algodón. Con objeto de descongestionarla y excluir del negocio al algodón sudamericano se abonaron elevadas subvenciones a las destinadas al Canadá.

A pesar de que produciendo sensatamente, tendría América que hacer todo lo posible para mantener abierto su mercado a la admisión de productos textiles naturales, propios o extranjeros (lana, seda, algodón, etc.), desarrolla lo más posible su industria de la seda artificial (en el transcurso de un año –de 1939 a 1940– la producción americana de seda artificial pasó de 330 a 390 millones de libras).

La exportación de carnes de Nueva Zelanda ha descendido desde que empezó desde que empezó la guerra de 350.000 a 180.000 toneladas anuales. Los Estados Unidos no pueden intervenir como compradores.

Antes de la guerra, los países centro y sudamericanos vendían a Europa, el 65% de su excedente de materias primas; lo Estados Unidos no pueden adquirir esta cantidad, ni siquiera en la alta coyuntura de su rearme.

El Gobierno argentino ha tenido que comprar en bloque la cosecha de maíz obtenida este año y el anterior por sus agricultores, porque en ninguna parte, y menos en Norteamérica, había posibilidades de salida.

También en el Paraguay ha tenido el Estado que comprar la cosecha de tabaco de dos años.

Más de la mitad de los 250 millones de reses ovinas en los cinco países productores de lana más importantes se ha hecho superflua después de la pérdida de Europa como comprador, pues ya no hay para su lana la menor posibilidad de salida.

Los excedentes de los cuatro primeros países productores de trigo se calcula como mínimo en 1.000 millones de bushels; en tiempos de paz, debe venderse cuando menos la mitad. ¿Qué pueden hacer los Estados Unidos?

En Nueva Zelanda y Australia se ha declarado ya por parte oficial que no puede esperarse de Norteamérica una ayuda eficaz a los países ultramarinos cuyos productos no encuentran mercado.

Los excedentes de trigo existentes hoy en Ultramar son capaces de cubrir durante dos años, incluso en paz, la necesidad de importación de todo el mundo. ¿Cómo quieren los Estados –prescindiendo de «puentes»– intervenir aquí como auxiliares?

El número de ejemplos podría aumentar a voluntad. Todos prueban lo mismo: Preséntese como se quiera el problema, la contradicción interior de la aspiración norteamericana de dominar económicamente, y políticamente, por lo tanto, el mundo, conduce a dificultades insuperables. El intento ha de fracasar porque le faltan todos los requisitos previos naturales. La parte del mundo controlada por América sólo puede vivir a la larga si los Estados Unidos renuncian a la estéril guerra de destrucción contra la Nueva Europa y permiten encontrar al mundo un nuevo orden natural.