QUIETUD Y ESENCIA





Un gato
que así se escurre
por los techos amanecidos
con pisadas de nadie, 
                                       rítmico gris
turbador apenas del nácar
que deshoja el cielo en cornisas,
medianeras, balcones,
excrecencias de cinc,
                                        si alcanzas a verlo, es
una ocurrencia póstuma de la noche,
una intriga del aire, sí,
no es
más verdad, te dices,
que el residuo de sueño
bajo el súbito párpado aniquilado
después de mirar de veras.

La identidad del gato,
con todo, no es cuestionable
más que la tuya propia
cuando a miles de ausencias de ti te aduermes,
mecido por los negocios,
la indolencia, la tontería,
la avidez, pero hay esto, digamos:
                                          mientras
aquel gordo asiático en trance de flor del cielo,
el de cuerpo compacto, voz modulada,
el de muerte
como un perfume,
te resulta una enormidad
de otra fauna, ¿qué asombro entonces
te induce a pensar que el gato
sólo es
si lo ves mullido,
una esfinge en broma en el patio,
bajo tiernos azules y oros de otoño?

Y en verdad, una que otra vez en el día
él es el,
pero siempre entonces
asiste impasible al juego,
con su edredón echado junto al abismo
donde pugnan el no y el sí;
él es
cuando así se carga
con sísmicas vibraciones
-concentración, asanas, relajación,
respiración de devas-
de la vida que le han menguado

el maquinal, estulto acecho, el desplante
de la cola erecta al volverse,
el estupor que pasa y le encorva el lomo,
el capricho furtivo
de la zarpa en sedas y tules,
el desdeñoso ayuno, la correría.

El es él,
inmortal fugaz cuando absorbe
rendidamente ese asedio,
los embates, cercos, vaivenes de la irreal
realidad. Y si mira entonces
sin mirar, está claro:
                                   nada hay afuera
que dentro no esté; es la tarde
con el sol y las moscas en las macetas,
el aliento de la cocina a recién lavado,
el rincón verdinoso de la rejilla
que traga con ruido, es
en las patas del banco el mundo
de la araña en trajín, y es las azucenas
que en silencio transcurren,
y es el rápido cielo que arriba sigue,
la raíz sin edad de aquel árbol donde
despertó como un rayo el príncipe de los
[ Sakyas
y no vio su reino. Es lo mismo
que a sí mismo se mira así,
sin división.

                                 En una
musical, doméstica, frágil ecuación, pasa
que al gato así descuidado
por el tiempo en el patio
                                  todo
sin cesar lo sostiene, y él
todo tiene asomado al ojo infinito.


JORGE ANDRÉS PAITA (1931)



 

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