Amigos de Fijando vértigos:
Me encuentro con el nombre de William Blake. Quizás, junto con Artaud, los primeros poetas que me impresionaron, y digo impresión en este caso para hablar de esa marca o señal, ahora recurro al diccionario de la Academia, que una cosa deja en otra apretándola, como la que deja la huella de los animales, el sello que estampa en un papel, etc. Y, también, ya en el terreno de lo figurado, movimiento que las cosas causan en el ánimo. Yo era, por ese entonces, papel muy sensible y la marca, la impresión, que ellos dejaron en mí fue indeleble. La vida es una sucesión compleja de conductos, una selva de galerías, pasajes y pasillos; no sé cómo ambos llegaron a mí, ni por quién o por qué, sólo sé que dejaron marca, huella. Quizás algún remoto planeta debió alinearse con otro en el fondo del universo para que un pálido y tímido aprendiz de poeta -que sigo siendo todavía- diese con sus nombres y voces. Si leo con la misma pasión acerca de pulsars, biomoléculas, cartografía y Valéry es porque, acaso, quiera desentrañar la relojería, la maquinaria que a todo mueve hacia el borde rojo del cosmos y, también, saber qué me hizo sediento de poesía y qué hizo que lo que me sucedió me llevara, iba a decir fatalmente pero esto no lo sé, a estos caminos y fronteras. A veces pienso que fue la señora amiga de mi madre que me regaló Alicia en el País de las Maravillas. A veces, que fue aquel primer arcoiris en el cielo sobre el patio de la casa de mis abuelos. A veces, que fueron aquellos atlas con sus raros países: Mozambique, Islandia, Madagascar... A veces, que fueron las violentas lluvias y vientos que parecían hacer volar los techos de la vieja casa de mi niñez. A veces, que fue mi invencible soledad. El hecho es que una tarde de la que tengo memoria me puse a escribir un poema acerca del mar, las olas, las olas del mar. No sé qué suerte corrió ese escrito -debo haberlo destruído apenas lo escribí- pero, desde entonces, no dejé de escribir poemas, ensayos, artículos, cartas, textos inclasificables, etc., y podría yo también decir, como Artaud, que en todos me reconozco, en todos y cada uno estoy. Mi sed abarca todo lugar posible. No sé, nunca lo supe de cotas, de líneas a partir de las cuales no es posible andar. Y eso se percibe en lo que escribo, uso todo, recurro a todo, echo mano a la óptica, la meteorología, el cine, la fotografía, la pintura, la filosofía, la mineralogía para elaborar una obra. Tiene razón Picasso cuando dice que una obra no se termina, se abandona. Algo, interior y poderoso me dice que no es posible seguir en cierta dirección. Abandono el escrito y comienzo uno nuevo que luego abandonaré a su vez. Me mueve una estética, la que Cocteau llamaba la estética del fracaso, saber que ya no puedo, que ya no es posible y que debo dejar lo con tanta fatiga y empeño construido a un costado del camino, expuesto al tiempo, el calor y el frío, la tempestad. Ahora, amigos, no sé muchas cosas, en realidad, sé bastante pocas. No sé, por ejemplo, en el dominio de la plástica, porque me atraen con la misma intensidad El Calvario de Mantegna, La Magdalena de la lamparilla de de La Tour, el Retrato de Mademoiselle Riviére de Ingres y La encajera de Vermeer como interior con berejenas de Matisse, Composición de Mondrian y muchas obras de Pollock, Bacon y Rotkho y, de pronto, siento emoción ante una pintura de un olvidado pompier o una anónima marina colgada en la pared de un almacén de barrio. Uno es uno y varios, como bien pensaba Rimbaud. Lo que escribo, entonces, no es monólogo o diálogo entre el lector y yo. Es polifonía. Blake tenía visiones. Un guitarrista de los 60,Peter Green, en su largo retiro, oía voces. No es fácil, todo lo contrario. No es tarea fácil ser poeta y a veces quisiera no serlo. Ser otra cosa, que no doliera tanto ni fatigara tanto. Blake, Peter Green: locos. No encajan, no calzan, no se adecuan, no se integran, son outsiders, excéntricos. Yo, amigos, nunca encajé, nunca fui pieza capaz de caber exactamente en el Gran Puzzle. El precio es alto. Pero, en el fondo, como última palabra, más allá de vestiduras, ropajes y ceremonias más o menos vanas, hay una frase, que me parece adecuado colofón, de Yves de Saint Laurent -aunque parezca extraño citarlo aquí y más extraño aún por sus intereses- : No hay nada más bello que un cuerpo desnudo. Gracias.

                                                     Carlos Barbarito ( Muñiz, Argentina)

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