UN ADIOS (PROVISORIO) 
A NICANDRO PEREYRA (1914-2001)


por Rodolfo Alonso


 

El jueves primero de marzo, a la una y media de la madrugada, se nos murió en su casa porteña un legendario argentino del Norte, Nicandro Pereyra. Había nacido en la entrañable Santiago del Estero, el mismo año fatídico en que se abatió sobre Europa la primera guerra mundial. 
Pero se radicó desde muy pequeño en Tucumán (“He sido niño en Tucumán, y ahí me hice hombre”, decía en un reportaje de 1967), y aunque nunca dejó de sentirse raigalmente ligado al terruño donde vio la luz, no es menos cierto que en Tucumán lo alcanzaron los acontecimientos fundacionales de su vida. Allí lanzó en mayo de 1943 el primer número de su hoja literaria Tuco, que de algún modo se entrevera para él (según la misma entrevista), con el nacimiento, un año después, de aquel hondo y fecundo movimiento de La Carpa, que iba a despertar las potencialidades hasta ese momento acaso amodorradas de la poesía y la cultura toda de nuestro Noroeste.
En esos tiempos de siembra y de aventura, junto a personalidades luego tan relevantes como María Adela Agudo, Raúl Galán, Manuel J. Castilla, Julio Ardiles Gray, Raúl Aráoz Anzoátegui, y otros amigos como Sara San Martín, Omar Estrella, Eduardo Joubin Colombres, Julio Víctor Posse o su recordada Alba Marina Manzolillo, entre otros, su domicilio tucumano de Suipacha 484 fue uno de los distintos puntos de encuentro en “que intercambiamos ideas y vidas”. ¿Cómo asombrarse entonces de que Tucumán aparezca explícitamente aludida en varios de sus títulos: Primera zafra (1949), Coplas del cañaveral (1952), ¡Tucumán, Tucumán! (1981)? ¿Pero cómo olvidar, tampoco, y siempre al mismo tiempo, que el último libro publicado, ¡en el año 2000!, por quien ya había sabido presentarse cabalmente (“¿ Por qué seré tucumano/ siendo que soy santiagueño”? ), fuera nada menos que La Mama Antula, esa silipiqueña memorable, singular figura colonial que todavía perdura en el imaginario de sus comprovincianos?
Tal vez con fingida inocencia, Borges se preguntaba alguna vez: “¿Qué morirá conmigo?”. Para contestarse de inmediato, como al pasar, tras otras dos bellas enumeraciones de momentos imborrables: “la voz de Macedonio Fernández”. Junto con la memoría viva de Nicandro Pereyra se han ido, sin duda, momentos esenciales del arte y la cultura nacional y regional. Pero nos queda su palabra. Y es allí donde podemos sentirlo renacer y, con él, renacernos. 
La primera impresión (inusitada en estos tiempos) que hoy produce releer su poesía, es bien de gozo. No sólo por reencontrarnos allí con el viejo don de lenguas, con un oído capaz de convertir a su lenguaje en instrumento flexible y armonioso, de buena ley. Sino también porque lo que Nicandro Pereyra manifiesta a lo largo de primeros pasos, es un legítimo señorío del lenguaje, la presencia -latente, tocante- de una palabra encarnada, hecha evidencia, vigente, donde alientan a la vez los altos dominios que alcanzó nuestro idioma en los gloriosos tiempos del Siglo de Oro español (“ Que tibia vienes, sombría” ), junto con los veneros más límpidos y activos de nuestras tradiciones populares argentinas.
Allí relumbran, dentro de una corriente por lo general sostenida con honradez, esos cabales momentos en que cada lector capaz vendrá a sentirse íntimamente, personalmente convocado. Para mi gusto, si se me permite, no es tal el caso de las piezas más ambiciosas, más programáticas diría, sino precisamente el tramo corto, aquel que aparenta fluir de improviso, al paso, allí donde el decir se cuaja en su instante preciso, el más revelador y el más intenso, no por casualidad ligado en forma sentida con las más arraigadas experiencias (de infancia y suelo, por ejemplo) del autor. Son piezas donde, lo que tampoco ha de ser casual, el lenguaje se vuelve inescindiblemente uno con su decir -tonada incluida- y lo que dice, con su belleza y con el acontecer que tal vez le dio origen, que fue su desencadenante, pero todo sublimado en la carne viva del poema logrado, palpable. Y que no necesita, claro que sólo en apariencia, ni complicaciones ni alambicamientos para alcanzar al mismo tiempo la gravedad y la gracia. Como en esas cristalinas Coplas del mocito, a la vez leves e indelebles: “Cuando el lapacho venga / rosa y rosado / me hallarás en el río / con mi caballo. // Cuando la zafra Ilegue / con las vidalas, / verdes serán tus ojos / como las cañas. // Al galope, al galope, / viene el mocito / con la guitarra negra / y el pañuelito.”
Suntuosidad de lo ineludiblemente imprescindible, lujos de algún recato, sensualidad bien asentada en un pudor, esta riqueza -que no es sólo verbal- sabe de dónde viene (el mismo autor lo dice, claramente: “Verlaine, Heine, Gil Vicente, Antonio Machado, Lorca”. Y también sabe qué la sustenta: “ una ley de candor” . Cuando no, y bien flagrante:“la inocencia de los olvidados” , si es que no el puro furor a que obliga la injusticia. ¿Qué más necesita “quien se alumbra de lluvias”? ¿Qué más, aquel que supo sentirse, y decirse, tan milagrosamente hecho verbo a la vez en su lengua y en su medio, nada menos que “orillitas del temblor” ?
Cuando figuras de este porte resultan silenciadas o, lo que aún es peor, ninguneadas en su propio contexto, lo que anda mal no son ellos, que han dejado abiertos y disponibles todos sus tesoros, sino la sociedad en que se insertan. Y cuyo olímpico, progresivo desprecio por los más altos valores de la cultura y del espíritu, no es más que el síntoma flagrante de su propia decadencia. Pero voces como la de Nicandro Pereyra seguirán estando siempre allí, ofrecidas, nutrientes, generosas, para cuando las sociedades se despierten.





Rodolfo Alonso (Buenos Aires, 4 de octubre de 1934) fue el miembro más joven del grupo nucleado alrededor de la legendaria revista argentina de vanguardia "Poesía Buenos Aires” (1950-1960). Publicó: Salud o nada , (1954) Buenos vientos (1956) El músico en la máquina (1958) Duro mundo (1959) El jardín de aclimatación, (1959) Gran Bebé (1960) Entre dientes (1963) Hablar claro (1964) Hago el amor (1969) Guitarrón (1975)Señora Vida (1979) Sol o sombra ( 1981) Alrededores (1983) Jazmín del país (1988) Música concreta (1994); más de 25 libros propios, la mayoría de poemas pero también de ensayo y narrativa. Fue el primer traductor al castellano de los cuatro heterónimos de Fernando Pessoa (1961); difundió ampliamente a los modernistas brasileños en América Latina y España. Tradujo también a numerosos autores de otros idiomas: Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese, Marguerite Duras, Gillo Dorfles, Paul Eluard, Eugenio Montale, etc. Antologías de su obra poética fueron publicadas en Bélgica, España, México, Colombia y Francia. Entre otras distinciones nacionales e internacionales, en 1997 obtuvo el Premio Nacional de Poesía por su obra “Música concreta”. Sus últimos libros publicados son “Antología poética” (Fondo Nacional de las Artes, 1996) y los ensayos de “Defensa de la poesía” (Editorial Vinciguerra, 1997). Este mismo sello publicó al año siguiente “Los demonios del amor”, de Guillaume Apollinaire, cuya traducción y prólogo le pertenecen. La editorial francesa L´Harmattan publicó a fines de 1999 en París su antología bilingüe “Elle, soudain”, con selección, traducción y prólogo de Fernand Verhesen.

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