Amelia Biagioni

 

 

LEÓN

No importa si la pálida mujer
que en su torre escribe
amontona palabras tibias.

Cuando duerme
de un rojo salto
la arrebato y enciendo
la llevo a su selva
le infundo mi dinastía
y la obligo a reinar,
a avanzar segura y espléndida
a apresar bravamente
las palabras amantes o guerreras
y a desdeñar las otras.

                    De Las Cacerías



Nuestra gran Amelia Biagioni ha muerto: una reina desconocida, plena de gracia, humor, modestia y altivez. La más cósmica en toda la poesía argentina de esta generación, la más rebelde en su falta de obediencia a las modas y modelos imperantes, la más lúcida y solitaria en su lucidez, la más atrevidamente musical entre nosotros ha partido -un domingo, como ella misma, a la manera de Vallejo, lo profetizó- quizá en señal de desacuerdo con tanta confusión y mediocridad como la que nos rodea... Quizá nadie haya descripto mejor ni más profundamente el mensaje poético de Biagioni que Enrique Pezzoni, cuando dice, en el artículo más brillante, penetrante y entusiasta que acaso haya escrito, hablando de Las Cacderías, que “su ritual celebra el encuentro del fragmento con el todo, de la cercanía con la distancia; son las nupcias de lo irreconciliable consigo mismo. Los versos oscilan así, entre el himno y la fórmula mágica que ilumina sin cesar la creación, mostrándola inclusive en sus aspectos más feroces: a través de la muerte, todo está en marcha hacia sí mismo.” Y añade: “ Hay en estos versos algo semejante a la sonrisa en el rostro de los rostros que pululan en algunos templos de la India”... “pocos poetas han visto como ella la grandiosidad de ese monólogo múltiple que es el existir como busca, la asunción del cambio como testimonio único de lo inmutable”...
Entre nosotros quedan y permanecen, afortunadamente, algunos grandes poetas, pocos pero verdaderos. Pero Biagioni pertenece a una raza aún más rara y singular; aquella de los poetas que son torres de Dios. A esa misma raza pertenece alguna vez Borges, pertenece también nuestra gran Olga Orozco, pertenece, de modo negativo pero no menos evidente, la trágica Alejandra Pizarnik y algunos otros, pero muy pocos más. Cada vez que una de estas torres se desploma, se produce súbitamente algo así como un enorme vacío, un baldío de silencio estremecedor, dentro de nosotros mismos y a nuestro alrededor. A pesar de su ocultamiento, Biagioni era una gran torre de luz, más necesaria aún en esta hora de tinieblas que nos acecha.

                                                              Ivonne Bordelois (La Nación 3/12/2000)

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