La anunciada realización en Rosario del III Congreso Internacional de la Lengua “Española” debería
actualizar a una figura clave de la generación de 1837, que también supo ser visionario en estos temas:


JUAN MARÍA GUTIÉRREZ CONTRA LA ACADEMIA

por Rodolfo Alonso


VOLVER

La escena ocurrió en el aula magna de una universidad argentina del interior pero, por suerte, no trascendió a los asistentes. Estábamos participando de una mesa redonda sobre problemas de la traducción y, durante su transcurso, la directora de un instituto terciario sentada a mi derecha se había referido varias veces “a la RAE”. Al concluir, le pregunté por lo bajo a qué aludía dicha sigla. Y me contestó: “la Real Academia Española”. Dado que se había manifestado favorable a la consulta de dicho organismo en temas relacionados con nuestro uso del lenguaje, intenté un leve rapto de humor aludiendo a la reacción que hubiera tenido al respecto Juan María Gutiérrez. Pero una mirada entre vacía y casi interrogante me trasmitió su desconocimiento.
Lo que no dejó de intranquilizarme. Si una especialista de ese nivel, que acababa de mostrar su soltura con respecto a muchos referentes extranjeros sobre cuestiones lingüísticas, no se mostraba enterada del asunto, la situación era mucho más grave de lo que suelo imaginarme. Porque si hay un hecho crucial en la historia de nuestra vida cultural, especialmente con respecto a las cuestiones relacionadas con el idioma nacional, fue sin duda el protagonizado por aquel singular y fecundo hombre de letras argentino.

Fechada en Buenos Aires el 30 de diciembre de 1875, es decir a sus sesenta y seis años, la carta que Juan María Gutiérrez (1809-1878) dirigió al secretario de la Real Academia Española devolviendo con suma gentileza y discreción, pero también con absoluta firmeza, el diploma de miembro de la misma que acababa de recibir (con el atraso comprensible para la época), representa a mi modesto entender uno de esos momentos clave de la vida intelectual argentina, uno de esos momentos cargados de sentido que luego se vuelven por derecho propio, por propia deriva de su ser, realmente simbólicos. Fue una decisión que en su momento, hace más de un siglo, provocó vivas discusiones e inclusive encendidas polémicas, en buena medida basadas en malentendidos que en algunos casos todavía me temo continúen.
Un hombre de pensamiento crítico como era Gutiérrez, acostumbrado a ejercer su raciocinio, supo ver con lucidez y hasta con anticipación no pocos aspectos de la cuestión. En primer lugar, la intención de predominio político-cultural, por no decir directamente de dominio, que se escondía detrás de la aparente preocupación de sólo cuidar, de preservar al idioma castellano. Pero también fue capaz de percibir claramente lo irrisorio de pretender legislar, definitivamente, sobre algo que estaba siempre en movimiento y expansión, como la vida misma. Nuestra forma de gobierno republicana y democrática, encarnada en las motivaciones e ideales de la Revolución de Mayo. no sólo casaba mal con el absolutismo todavía imperante en la península, sino que había dado lugar entre nosotros a un fecundo mestizaje de nacionalidades, de ideas y también lingüístico. El cosmopolitismo de nuestro oído había dejado paso a una “lengua nacional” (son sus palabras), a la cual resultaba imposible querer inmovilizar no sólo en su mero uso cotidiano sino también en los espacios más elevados del pensamiento, acostumbrados ya a beber en las más diversas fuentes. Así, decía Gutiérrez en su renuncia: “El pensamiento se abre por su propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan ni perfeccionan por obra de gramáticos, sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven.”
Con una referencia irónica y esclarecedora a las evidentes diferencias que él mismo -como cualquiera- había percibido en el castellano de naturales de los más diversos rincones de España, agrega la visionaria percepción del idioma como cosa orgánica, cuando se refiere a la imposibilidad de emparentar con el Manzanares (es decir, el río que corre por Madrid) a ese lenguaje “que se transforma, como cosa humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces”. Rechaza también al “doble ultramontanismo, social y religioso”, entonces agazapado detrás de esta cuestión aparentemente inofensiva, y enuncia más que claramente, en actitud francamente progresista: “No puedo convenir, por ejemplo, en que el lenguaje humano sea otra cosa que lo que la filología y la historia enseñan sobre su formación”.
Hubo quien consideró a esta actitud anti-española. y hasta puede que haya quien todavía lo entienda así. Pero lo que Gutiérrez rechazaba y cualquier argentino honrado debería rechazar también no era a España, por supuesto, sino al régimen y a la ideología que entonces oprimía, en primer lugar, al pueblo y al pensamiento español, y contra el cual se había alzado -qué duda cabe- nuestra Revolución de Mayo. Y fueron las democracias felizmente renacidas en España y Argentina las que vinieron a aclarar este aspecto de la cuestión.
Pero son todavía más, infinitamente ricas las resonancias que para mí aún conserva ese texto ejemplar de Juan María Gutiérrez. Él habla por allí, en sendos tramos, de “idioma nacional”, como dije, pero también de “lenguaje humano” y, al hacerlo, como habíamos visto antes, de algún modo roza, atisba, plantea la prodigiosa riqueza de esta cuestión. Porque el idioma que es peculiar de una región o de un estado, no deja por eso de ser también, y además, patrimonio común de todos los hombres. (Y, al mismo tiempo, al unísono, también herencia única, individual, de cada hombre, de cada individuo en particular, a la vez como persona, como ciudadano y también como miembro de la especie.) La supuesta maldición implícita en Babel es, en realidad, la riqueza y variedad de las lenguas del mundo. Una riqueza que es vida en sí misma, la misma vida, a la vez individual y colectiva, profundamente íntima e ineludiblemente social y, como toda vida siempre capaz de nacer y morir, de volver a renacer y de transformarse y de crecer y de multiplicarse.

En todo lo cual, nuestro Juan María Gutiérrez, como escritor y como patriota, no hacía sino ser espléndidamente coherente. Ya desde muy joven, su aguda visión de la Revolución de Mayo tuvo un grado de profundidad y una dosis de persistencia acaso mayor que, siempre, conservó un límpido alcance continental, latinoamericano, y todos sus actos como intelectual estuvieron impregnados, ligados con un preciso significado político-cultural. Que se mezclaba con su vida misma.
Dentro de aquella sintomática generación de 1837, cobijada en el Salón Literario que Marcos Sastre supo instaurar en la trastienda de su librería, el joven Juan María Gutiérrez tuvo a su cargo uno de los discursos más medulares: Fisonomía del saber español: cual debe ser entre nosotros. Allí campean lúcidamente, ya desde entonces, las que siempre serían sus principales ideas básicas: independencia también intelectual con respecto a la metrópolis absolutista que entonces representaba España, autonomía (cuando no contraposición) frente a sus tradiciones ideológicas, y visionaria libertad en el uso del lenguaje común.
Poeta, se convirtió en el primer ensayista y el primer crítico literario de nuestras letras, acaso porque intuyó desde un principio la trascendencia liberadora de la reflexión y del pensamiento cuestionador. Así como no es casual que, siendo un intelectual pleno, en este mismo país que todavía cojea gravemente por su carencia de una cultura técnica, Juan María Gutiérrez haya sido el primer ingeniero argentino, al recibirse el 27 de diciembre de 1839. (Con lo cual no hizo sino anticiparse a las preocupaciones por la educación técnica de otro gran artista rioplatense, el uruguayo Pedro Figari.) Fue uno de sus brillantes compañeros de generación, Juan Bautista Alberdi, quien pudo visualizar, por aque- lla época y a su respecto, a la ingeniería como “carrera del día, en aquel país sin caminos, sin puentes, sin canales”. Pero el 19 de febrero de 1840, Rosas decreta la cesantía del “salvaje unitario” en su cargo de ingeniero 1° del Departamento Topográfico.
Temiendo por su vida, Juan María Gutiérrez se exilia en el Uruguay. Pero su destino iba a ser el de volverse siempre significativo. No sólo obtiene la medalla de oro en el Certamen Poético convocado por el gobernador de Montevideo, José Antuña, para el aniversario de Mayo en 1841, que recibe el mismo día 25, a las trece horas, mientras retumba el bombardeo sobre la ciudad asediada y él recita su poema A Mayo. Sino que, a raíz del prólogo escrito por Alberdi para su publicación, donde señala al texto como “nuestra primera poesía nacional”, se desata luego una polémica que resultará clave para nuestras letras, y donde los románticos se baten contra el neoclasicismo, defendido entre otros por el desdichado Florencio Varela.
En las mudanzas de su exilio, publica en Valparaíso, durante febrero de 1846, otro libro definitorio: América poética. No se trata simplemente de la primera antología de la poesía hispanoamericana sino que, por serlo, justamente, constituye asimismo la reivindicación del conjunto de nuestros países hermanos como una entidad cultural capaz de independencia política pero, también, de creación autónoma.
Diputado electo por Entre Ríos, en 1853 fue uno de los principales redactores de la que sería nuestra Constitución Nacional, en cuyo texto se descubre no pocas veces su espíritu. Tampoco es azoroso que haya sido él, finalmente, quien decide la primera edición de El matadero, obra con la cual comienza de hecho nuestra literatura nacional y que, misteriosamente, Esteban Echeverría se abstuvo de publicar durante su propio exilio en Montevideo, cuando cualquier antirosista daba a la imprenta hasta los más urgidos panfletos. Esa actitud constituye acaso otro de los enigmas de nuestra vida cultural, pero también se vuelve un hecho sintomático que haya sido precisamente Juan María Gutiérrez, como dijimos, quien lo hace publicar por primera vez, al preparar la edición de las obras completas de Echeverría entre 1870 y 1874.
Culminó su vida como rector de la Universidad de Buenos Aires (la misma que fundara Rivadavia), cargo para el cual fue designado el 1° de abril de 1861, y donde realizó una gestión ejemplar. Tanto que, de su Proyecto de Ley Orgánica de la Instrucción Pública, redactado en 1872, se desprenden con claridad principios democráticos y progresistas similares a los que postularía más tarde la bienvenida Reforma Universitaria de 1918, cuyos lineamientos fundamentales son anticipados por Gutiérrez: gratuidad de la enseñanza superior, autonomía de la Universidad “con arreglo a sus leyes internas”, libertad de cátedra y organización democrática.
Pero, finalmente, y ya por entonces en su alta edad, el singular episodio de su renuncia a aceptar la designación como miembro de la Real Academia Española, resplandece -aunque se intente sumergirlo en el olvido- como un momento de primera magnitud para nuestra cultura nacional. La cosa estalló cuando, el 5 de enero de 1876, se da a conocer en la prensa la mencionada renuncia. Como solía ocurrirle, ello dio lugar a un encendido intercambio polémico epistolar, también público, entre un hispanófilo ofendido, el periodista Juan Martínez Villergas, que en realidad defendía al colonialismo político y cultural, y el auténtico anti-colonialista que siempre fue nuestro Juan María Gutiérrez. Por su parte, la polémica consistió en sus Diez cartas de un porteño, luego reunidas en libro, que publicó en el diario “La Libertad”, desde el 22 de enero hasta el 8 de febrero de 1876. En el transcurso de las mismas, puso muchas veces explícitamente y bien en claro su luminoso criterio: “Convenga usted en que la cuestión que ventilamos no es simplemente gramatical ni de Academias; es cuestión social...” 
Y no mucho tiempo después, el 24 de octubre de 1899, una figura central de la españolísima “generación del 98”, nada menos que Miguel de Unamuno, iba a darle la razón desde las páginas del periódico porteño “El Sol” cuando afirmó: “Hay que levantar voz y bandera contra el purismo casticista, que apareciendo cual simple empeño de conservar la castidad de la lengua castellana, es en realidad solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual, y lo que es peor aún, de reacción solapada y verdadera.”
Aunque los tiempos han cambiado, por supuesto, y la situación ya no sea exactamente la misma, quizá no esté de más, ahora que se va a celebrar aquí entre galas y festejos posmodernos un III Congreso Internacional de la Lengua “Española”, recordar a Juan María Gutiérrez y mantener, por lo menos, una inteligencia vigilante. La cuestión (que resulta a la vez, ineludiblemente, social e íntima) sigue siendo crucial: el uso de la palabra.

Rodolfo Alonso. Argentino. Poeta, traductor, ensayista, ex editor. Premio Nacional de Poesía. A fines de 2002 recibió en Venezuela la Orden Alejo Zuloaga. Premio Konex de Poesía. Sus últimos libros publicados son El arte de callar (Alción, Córdoba, 2003); La otra vida, antología (común Presencia, Bogotá, 2003); Antologia pessoal, bilingüe (Thesaurus, Brasilia, 2003); A favor del viento, poesía reunida 1952-1956 (Argonauta, Buenos Aires, 2004). Sus traducciones más recientes: Estrella de la vida entera, antología bilingüe de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003); El banquero anarquista, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2003); Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Común Presencia, Bogotá, Buenos Aires); Mensaje, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2004); Cartas sobre la poesía, de Stéphane Mallarmé (Ediciones del Copista, Córdoba, en prensa.)

Nota de la Dirección: Si bien el III Congreso Internacional de la Lengua Española se realizó en Rosario, Argentina, entre el 17 y 19 de noviembre pasado, consideramos vigente este artículo e imprescindible su publicación.

VOLVER

 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1