|
LA SANGRE DE UN POETA por Rodolfo Alonso El
cinco de junio de 2008 hubiera cumplido ciento diez años. Pero fue
asesinado por esbirros franquistas en 1936, al comienzo de la guerra civil
española, cuando sólo tenía treinta y ocho años de edad. A pesar de lo
que afirmara entonces en versos memorables nada menos que Antonio Machado
(y luego otros muchos que, como él, supieron vislumbrar en el calvario
del poeta la misma significación histórico-mítica que iba a alcanzar la
espontánea y ejemplar resistencia antifascista del pueblo español), el
crimen no fue en Granada, sino en el barranco de Viznar, y a consecuencia
de uno de los siniestros “paseos” parapoliciales que llegarían a
hacerse tristemente célebres. Esa muerte, entonces, y así, de uno de los
jóvenes poetas más brillantes de una generación sin duda
resplandeciente, se convertía también en paradigma involuntario de un
tiempo histórico que --como vimos-- llegaría a cobrar ribetes prácticamente
mitológicos. Pero, sin embargo, no fue por ese único hecho que la
personalidad y la voz de Federico García Lorca llegarían a volverse
proverbiales, ya que toda su entera existencia está entretejida de legítimo
duende y de auténtica gracia.
Ser de lenguaje vivo, vivo en su contagioso y límpido lenguaje, la
poesía de la escritura de Federico (que toda su literatura, sea lírica o
no, nunca es sino esencial poesía), se concreta en una feliz y jamás
premeditada aprehensión y elevación a símbolo de lo más orgánico de
la cultura y del pueblo en que nació, el de los gitanos andaluces, a los
cuales alza con mucho a su máximo nivel de expresión y de emotividad,
con un alcance no apenas hondamente situado en su precisa geografía, en
el sentido de que inviste y sublima un folklore legítimo hasta
convertirlo en otra joya deslumbrante, sino también en la circunstancia
de que consiga hacerlo al mismo tiempo a un nivel ya planetario, dando a
ese valor profundamente, raigalmente local una misteriosa pero evidente
--y envidiable-- dimensión universal.
Ese don de hecho milagroso, de
percepción y acumulación casi instantánea de los valores colectivos más
profundos y a veces más escondidos, no se dio tan sólo en Lorca con
relación a su propio pueblo. Una no demasiado prolongada estadía juvenil
en Santiago de Compostela, por ejemplo, le permitió al parecer percibir
en toda su clara gravedad, casi de un vistazo, lo esencial del drama y la
riqueza del pueblo gallego. Y sus Seis
poemas galegos, editados en
1936 por Anxo Casal (quien también iba a ser bárbaramente asesinado)
siguen siendo desde entonces una fuente de inagotable maravilla, por lo
certeramente que caló en el idioma, en el sonido pero también en el
sentido de un pueblo hecho de viejas heridas y de nuevos desgarramientos,
como el de la emigración.
Mientras que en la tocante Yerma,
aparecida en 1934, culmina y se concreta en un espléndido despliegue de
palabra y de acción todo el escueto tuétano, el hondo drama de un
problema humanísimo, el de la fecundidad, una cuestión que aquí se
vuelve de sangre en todo sentido al enhebrarse con los hontanares de una
Andalucía campesina y primitiva, allí donde entre música y pasión
desde el fondo del cante y la sabiduría y el folklore popular García
Lorca sabe erguir una tragedia enjuta y rotundísima, que llega
limpiamente al nivel de sus ancestros griegos --lo que no es poco decir--.
Pero a esa cumbre de su poesía
dramática es posible unir también un libro para muchos extraño cuando
no disonante en el conjunto de su obra, escrito en Norteamérica entre el
29 y el 30, que su autor no se decidió a publicar en vida, y que sólo al
darse a conocer póstumamente vino a quedar en cierto sentido como
testamento o etapa final de su labor creadora, como apertura incipiente de
su autor, muerto tan joven, a otros posibles mundos, a una literatura más
moderna, más cosmopolita.
Y sin embargo, no sólo es
Poeta en Nueva York un producto del medio de su vida, es decir no
final, sino que aún en él, y en la nueva visión que le proporcionan
otros horizontes, otros universos, es factible discernir bien a fondo a la
vez lo permanente del genio (verbal y mágico) de Lorca, y también la
absoluta capacidad de su ser y de su inteligencia para ahondar, casi con
mirada radiográfica, en lo raigalmente verdadero de un medio y de una
situación que no le eran afines. La Nueva York de 1929 --año clave si
los hubo-- no es por supuesto apenas descripta o narrada por Lorca, sino
que es revelada de acuerdo con lo que provocó en su espíritu y por medio
de su propio lenguaje, en su
lenguaje. Si a través de esas páginas pudo intuirse un cambio posible en
el futuro de la poética de Lorca para el hipotético caso de no haber
muerto tan pronto, pienso que sigue siendo por lo menos un pronóstico
dudoso. Y no sólo porque, como ya hemos visto, el hecho de ser póstumas
se debió a la voluntad del autor, que las había escrito seis o siete años
antes de su muerte. Lo que sí demuestran esas páginas es, no sólo la
capacidad moral y cultural de un artista completo para aprehender una
nueva realidad (como había hecho con el mundo gallego) y hacer de ella
obra, sino también la persistencia de su riqueza de lenguaje y de
inventiva.
Aunque su corazón, su sentir, su
manera de ser, derivaran hacia otras latitudes, no sólo geográficas.
Como se nota, especialmente en los últimos tramos del libro neoyorquino,
en su “huida” de la gran metrópoli “hacia la civilización” y en
su empatía abiertamente explícita con los ritmos afrocubanos (ya había
sido notable la percepción del universo negro norteamericano en aquel
libro) que evidencia el Son de
negros en Cuba. El Lorca andalucísimo, que pudo ser gallego como
nadie y que sintió en lo hondo el impacto de Nueva York y lo mucho y
complejo que ella representaba, revivía al son mestizo, hispano y
africano, de la Cuba latinoamericana.
Rodolfo
Alonso
Es una de las voces más reconocidas de la poesía argentina contemporánea.
|
||
fijando vértigos 2006 ® Todos los derechos reservados |