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Juan Larrea, 
dibujo de Juan Carlos Chuljak

MÁS ALLÁ

 

por Eugenia Cabral

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Desde el ábside de la Catedral de Chartres desciende un ave, las tijeras de sus alas recortan el cielo azul y las ramas de los árboles para abrirse paso. Un hombre delgado, de acento extranjero, se separa del grupo que está conversando en el jardín detrás del ábside y el ave llegada de lo alto se aproxima a él, se queda quieta y permite que la mire a los ojos. Es una tórtola. El hombre es un poeta español, Juan Larrea. Lleva el animalito consigo hasta su casa y su esposa, Marguerite, comienza a alimentar a la tórtola de sus propios labios. Marguerite está embarazada. Corre 1929.
Larrea ha abandonado la trágica España natal, el Bilbao de su origen y la Madrid de su primera juventud. Allí quedaron algunos amigos y todos sus parientes. En el desenlace de la tragedia, Picasso congelará las escenas finales en “Guernica”, las roturas del dolor hispano estarán allí. Más adelante Larrea también dejará atrás Europa para ir en pos de América, el continente que ya ha visitado en uno de los puntos culminantes de su antigua cultura: la fortaleza de Macchu Picchu. La tórtola, un día, emprende el vuelo hacia algún sitio sin despedirse de Juan ni de Guite y no regresa. Luego Europa arderá en el ensayo apocalíptico de la Segunda Guerra Mundial y el poeta proseguirá la ruta del Almirante Colón. Acaso también de la colomba, la tórtola. Hacia la tierra de José Martí, de Rubén Darío, de César Vallejo, que ya ha muerto en París. En la costa de La Coruña hay un cabo, el Finis Terre, considerado el punto más occidental de Europa; es el terrón que indicaba a los antiguos marinos el límite más allá del cual debían aventurarse en territorios extraños. Larrea sostiene que desde allí se debe partir en un segundo intento civilizador, esta vez, para toda la humanidad. América. Nuevo mundo. Acaso vuelva a reunirse con la tórtola.
Arribado a tierra americana, sucesivamente residirá en Méjico y Estados Unidos. Trabaja junto a otros exiliados españoles, escribe sobre la poesía de César Vallejo. Profetiza, razona, grita en la tormenta. La familia se desune, el dinero merma. De pronto es llamado desde un país austral, la Argentina, para dictar clases en una de las universidades de origen colonial en el Río de la Plata: Córdoba, antaño “de la Nueva Andalucía”, ciudad capital de la provincia del mismo nombre. Claustros académicos de cuño jesuítico luego advenidos a la cultura positivista y productores de un movimiento de repercusión continental denominado Reforma Universitaria, en 1918. Es 1956.
Larrea llega a un país que acaba de derrocar al gobierno del General Perón, el nacionalismo defensor de las condiciones económicas de los trabajadores pero en perpetua controversia con la intelectualidad independiente. Córdoba es una de las dos ciudades industriales del interior del país, la otra es Rosario, de cuño portuario fluvial y eminentemente inmigratoria en su composición poblacional. Rosario es tierra de gringos, sin tanto peso barroco de arquitectura colonial.
La nueva etapa conserva el progreso industrial pero admite con avidez a los creadores y pensadores originales, sean nacionales o extranjeros. Durante la década del cuarenta, Jorge Luis Borges y el grupo “Sur” sólo habían sido observados en su dimensión sociológica por la cultura oficial, Julio Cortázar se había exiliado en París y Agustín Oscar Larrauri, quien fuera promotor en los años cuarenta de un movimiento de traductores y un grupo de escritores e intelectuales en Córdoba, había elegido para exiliarse la misma ciudad que el autor de “Rayuela”. Los argentinos habían buscado su más allá en Europa. Juan venía a su encuentro en Argentina. Los poetas surrealistas de Buenos Aires celebran su llegada. 
Acaso la tórtola, invisible, condujo a Larrea hacia esa Córdoba que entonces era de riqueza libresca tanto como económica. Antes de la Colonia, en sus proximidades estaba marcado el último hito del Camino Real del Imperio Incaico; más allá comenzaba el sur de los ranqueles, de los pampas y de otras tribus exterminadas durante el siglo diecinueve por el ejército liberal, la llanura húmeda previa a la extensa agonía de las mesetas patagónicas. La ciudad quedó ubicada entre el maíz incaico del norte y el trigo pampeano, a orillas del río que los aborígenes llamaban Suquía. Hacia el oeste, de norte a sur, las montañas de formación secundaria y hasta primaria. Los bosques y los valles, los lagos naturales. Las culturas de las deshermanadas regiones argentinas fueron concurriendo - en distintas medidas, maneras, tiempos- hacia la urbe del centro geográfico del país, hacia su mediterraneidad ajena a las fluencias marítimas del puerto de Buenos Aires. Industrias, artes, ciencias, idearios a menudo disidentes con los de la capital federal. Larrea ancla a más de ochocientos kilómetros de la costa marítima, lejos de cualquier Finis Terre. Enseña, predica, aúlla como los ángeles bíblicos acerca de la poesía de Vallejo y calla acerca de la propia. Pasan los años y la virulencia de la nueva etapa política coincide con los planteos de otros países de Latinoamérica, de Hispanoamérica. Virulencia que penetra en el movimiento estudiantil y culmina en 1969 en el levantamiento popular, el “Cordobazo”. Los estudiantes no entienden las teorías culturales y políticas de Larrea. Tampoco consiguen distinguir la calidad de sus razonamientos de sus resultados pragmáticos y políticos. Lo cuestionan, lo aguijonean con sarcasmos y chicanas propias de torpes muchachos que, como dice Nadège en “Los amantes taciturnos”, de Michel Tournier, confundían “la toma del poder con la toma de la palabra”. Pero el poeta Larrea ya no es un muchacho, no puede excusar diplomáticamente a los que no saben lo que hacen. El dolor ha hecho presa de su corazón: Lucienne, su hija, está ausente de la existencia terrenal. Quizás, mediante un misterioso vuelo haya regresado con aquella tórtola que acompañó a su madre durante la gestación. El accidente de aviación que tronchó su vida y la de su esposo fue en 1961.
Durante la década del setenta, junto al poeta sólo van quedando los pretendientes a heredar su singularidad teórica y ser parte de su leyenda. Y un niño, Vicente, el hijo de Lucienne, creciendo entre la grandeza del arte y la cortedad de la vida. En su residencia de Jardín Espinosa permanecen los testimonios de la amistad con los mayores poetas y artistas de su tiempo. Cartas, pinturas, esculturas, Picasso, Juan Gris, Lipchitz. Los mejores discípulos locales -Gustavo Roldán, Armando Zárate, María Luisa “Malicha” Cresta de Leguizamón, Alfredo J. Paiva- han partido hacia otras ciudades, otros continentes, convocados por oportunidades académicas o por realidades insoslayables.
La República Española, aquella por la que Larrea y sus compatriotas lucharon, gimieron y murieron, renace a fines de los setenta sobre nuevos presupuestos de equilibrio político y social. Pero Juan vuelve sólo de paso aunque triunfalmente a esa tierra que ahora representa un más allá que ayer había soñado, del más allá que debía estar en esta América de las profecías. Su obra poética por entonces ya se ha publicado en España e Italia. Sin embargo, hace mucho que Juan ha aceptado el extraño designio americano. Ya casi nadie visita su casa. El maestro no recoge seguidores. Sobre su codiciada herencia revolotea el carancho. Apenas si su joven nieto, Vicente Luy Larrea, llena de voces la austeridad de su vida.
Dicen que en un día del Año de Niebla de 1980, el 9 de julio -fecha patria argentina- de aquel invierno, la tórtola volvió del trayecto de las profecías. Regresó para transportarlo nuevamente hacia el día en que Juan Larrea divisó un ave que buscaba su cabeza como asiento, luego lo acompañó hasta su hogar, besó los labios de su mujer encinta y finalmente huyó, para inspirarlo a imitar el viaje. Más allá del Finis Terre, con la mirada en el nuevo mundo, ese Nuevo Mundo, “Sans limites”, “...au dehors de la nuite...”, Siempre vigente en el deseo de los hombres. 

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El presente texto forma parte de “Un poeta español en la Argentina: Juan Larrea”, charla de la escritora cordobesa Eugenia Cabral (1954), realizada el 27 de marzo de 2005 en Centro Cultural Paseo Quinta Trabucco, Florida, Provincia de Buenos Aires.
 
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