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JOSÉ ORTEGA Y GASSET
¿Qué es filosofía?
Lección X
(Una realidad nueva y una nueva idea de la
realidad.- El ser indigente.- Vivir es encontrarse en el mundo.- Vivir
es constantemente decidir lo que vamos a ser.)
En la lección anterior hemos encontrado como dato radical del Universo,
por tanto, como realidad primordial, algo completamente nuevo, distinto
del ser cósmico de que partían los antiguos y distinto del ser
subjetivo de que partían los modernos. Pero oír que hemos hallado una
realidad, un ser nuevo, ignorado antes, no llena del todo, al que me
escucha, el significado de estas palabras. Cree que, a lo sumo, se trata
de una cosa nueva, distinta de las ya conocidas, pero al fin y al cabo
“cosa” como las demás —que se trata de un ser o realidad distinto
de los seres y realidades ya notorios, pero que, a la postre, responde a
lo que significan desde siempre las palabras “realidad” y “ser”
—en suma, que de uno u otro tamaño el descubrimiento es del mismo género
que si se descubre en zoología un nuevo animal, el cual será nuevo,
pero no es más ni menos animal que los ya conocidos; por tanto, que
vale para él el concepto “animal”. Siento mucho tener que decir que
se trata de algo harto más importante y decisivo que todo esto. Hemos
hallado una realidad radical nueva —por tanto, algo radicalmente
distinto de lo conocido en filosofía— , por tanto, algo para la cual
los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven. Si, no
obstante, los usamos es porque antes de descubrirlo y al descubrirlo no
tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener
y ver algo novísimo. De donde resulta que el hallazgo es, además de
una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una
nueva ontología —de una nueva filosofía y, en la medida en que ésta
influye en la vida, de toda una nueva vida— vita
nova.
No es posible que ahora, de pronto, ni el más pintado se dé clara
cuenta de las proyecciones y perspectivas que este hallazgo contiene y
envolverá. Tampoco me urge. No es necesario que hoy se justiprecie la
importancia de lo dicho en la anterior lección —no tengo prisa alguna
porque se me dé la razón. La razón no es un tren que parte a hora
fija. Prisa la tiene sólo el enfermo y el ambicioso. Lo único que
deseo es que si, entre los muchachos que me escuchan, hay algunos con
alma profundamente varonil y, por lo tanto, muy sensible a aventuras de
intelecto, inscriban las palabras pronunciadas por mí el viernes pasado
en su fresca memoria, y, andando el tiempo, un día de entre los días,
generosos, las recuerden.
Para los antiguos, realidad, ser, significaba “cosa”; para los
modernos, ser significaba “intimidad, subjetividad”; para nosotros,
ser significa “vivir” —por tanto—, intimidad consigo y con las
cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto
porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida —el
“vivir”— hallamos que en él están conservadas, integradas una
con otra y superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel
más alto —estamos a nuestro nivel—, estamos a la altura de los
tiempos. El concepto de altura de los tiempos no es una frase —es una
realidad, según veremos muy pronto.
Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha conducido hasta
topar con el “vivir” como dato radical, como realidad primordial,
indubitable del Universo. La existencia de las cosas como existencia
independiente de mí es problemática; por consiguiente, abandonamos la
tesis realista de los antiguos. Es, en cambio, indudable que yo pienso
las cosas, que existe mi pensamiento y que, por tanto, la existencia de
las cosas es dependiente de mí, es mi pensarlas; ésta es la porción
firme de la tesis idealista. Por eso la aceptamos; pero, para aceptarla,
queremos entenderla bien y nos preguntamos: ¿En qué sentido y modo
dependen de mí las cosas cuando las pienso —qué son las cosas,
ellas, cuando digo que son sólo pensamientos míos? El idealismo
responde: las cosas dependen de mí, son pensamientos en el sentido de
que son contenidos de mi conciencia, de mi pensar, estados de mi yo.
Esta es la segunda parte de la tesis idealista y ésta es la que no
aceptamos. Y no la aceptamos porque es un contrasentido; conste, pues,
no porque no es verdad, sino por algo más elemental. Una frase, para no
ser verdad, tiene que tener sentido: de su sentido inteligible decimos
que no es verdad —porque entendemos que 2 y 2 son 5 decimos que no es
verdad. Pero esa segunda parte de la tesis idealista no tiene sentido,
es un contrasentido, como el “cuadrado redondo”. Mientras este
teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de mi yo. Mi yo no es
extenso ni es azul y este teatro es extenso y azul. Lo que yo contengo y
soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o ver mi estrella,
pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el pensar y sus
objetos no puede ser, como pretendía el idealismo, un tenerlos en mí,
como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como distintos y
fuera de mí, ante mí. Es falso, pues, que la conciencia sea algo
cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su
interior. Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo,
me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces, de lo que me
doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque unidas la una a
la otra: yo, que veo la estrella, y la estrella, que es vista por mí.
Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idealismo
no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo
verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade:
existe sólo pensamiento, sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto
existe inseparablemente objeto, y viceversa. Si existo yo que pienso,
existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la
coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir
—es ver yo algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las
cosas.
El modo de dependencia en que las cosas están de mí no es, pues, la
dependencia unilateral que el idealismo creyó hallar, no es sólo que
ellas sean mi pensar y sentir, sino también la dependencia inversa,
también yo dependo de ellas, del mundo. Se trata, pues, de una
interdependencia, de una correlación, en suma, de coexistencia.
¿Por qué el idealismo, que tuvo una intuición tan enérgica y clara
del hecho “pensamiento”, lo concibió tan mal, lo falsificó? Por la
sencilla razón de que aceptó sin discutirlo el sentido tradicional del
concepto ser y existir. Según este sentido inveteradísimo, ser,
existir, quiere decir lo independiente —por eso, para el pretérito
filosófico el único ser que verdaderamente es es el Ser Absoluto, que
representa el superlativo de la independencia ontológica. Descartes,
con más claridad que nadie antes de él, formula casi clínicamente
esta idea del ser cuando define la sustancia —como ya dije— diciendo
que es un quod nihil aliud
indigeat ad existendum. El ser que para ser no necesita ningún otro
—nihil indigeat. El ser substancial es el ser suficiente
—independiente. Al toparse con el hecho evidentísimo de que la
realidad radical e indubitable es yo que pienso y la cosa en que pienso
—por tanto, una dualidad y una correlación—, no se atreve a
concebirla imparcialmente, sino que dice: puesto que hallo estas dos
cosas unidas, —el sujeto y el objeto, por tanto en dependencia—,
tengo que decidir cuál de las dos es independiente, cuál no necesita
del otro, cuál es el suficiente. Pero nosotros no hallamos fundamento
alguno indubitable a esa suposición de que ser sólo puede significar
“ser suficiente”. Al contrario, resulta que el único ser
indubitable que hallamos es la interdependencia del yo y las cosas
—las cosas son lo que son para mí, y yo soy el que sufre de las
cosas— por tanto, que el ser indubitable es, por lo pronto, no el
suficiente, sino “el ser indigente”. Ser es necesitar lo uno de lo
otro.
La modificación es de exuberante importancia, pero es tan poco
profunda, tan superficial, tan evidente, tan clara, tan sencilla que
casi da vergüenza. ¿Ven ustedes cómo la filosofía es una crónica
voluntad de superficialidad? ¿Un jugar volviendo las cartas para que
las vea nuestro contrario?
El dato radical, decíamos, es una coexistencia de mí con las cosas.
Pero apenas hemos dicho esto nos percatamos de que denominar
“coexistencia” al modo de existir yo con el mundo, a esa realidad
primaria, a la vez unitaria y doble, a ese magnífico hecho de esencial
dualidad, es cometer una incorrección. Porque coexistencia no significa
más que estar una cosa junto a la otra, que ser la una y la otra. El
carácter estático, yacente, del existir y del ser, de estos dos viejos
conceptos, falsifica lo que queremos expresar. Porque no es el mundo por
sí junto a mí y yo por mi lado aquí, junto a él —sino que el mundo
es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y
yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y
lo ama o lo detesta. El ser estático queda declarado cesante —ya
veremos cuál es su subalterno papel— y ha de ser sustituido por un
ser actuante. El ser del mundo ante mí es —diríamos— un funcionar
sobre mí, y, parejamente, el mío sobre él. Pero esto —una realidad
que consiste en que un yo vea un mundo, lo piense, lo toque, lo ame o
deteste, le entusiasme o le acongoje, lo transforme y aguante y sufra,
es lo que desde siempre se llama “vivir”, “mi vida”, “nuestra
vida”, la de cada cual. Retorceremos, pues, el pescuezo a los
venerables y consagrados vocablos existir, coexistir y ser, para, en vez
de ellos, decir: lo primario que hay en el Universo es “mi vivir” y
todo lo demás lo hay, o no lo hay, en mi vida, dentro de ella. Ahora no
resulta inconveniente decir que las cosas, que el Universo , que Dios
mismo son contenidos de mi vida —porque “mi vida” no soy yo solo,
yo sujeto, sino que vivir es también mundo. Hemos superado el
subjetivismo de tres siglos —el yo se ha libertado de su prisión íntima,
ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que es unicidad,
con la cual tomamos en contacto un día anterior. Nos hemos evadido de
la reclusión hacia dentro en que vivíamos como modernos, reclusión
tenebrosa, sin luz, sin luz de mundo y sin espacios donde holgar las
alas del afán y el apetito. Estamos fuera del confinado recinto yoísta,
cuarto hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían
desesperadamente nuestro propio perfil —estamos fuera, al aire libre,
abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al
vuelo, el corazón apuntando a lo amable. El mundo de nuevo es horizonte
vital que, como la línea del mar, encorva en torno nuestro su magnífica
comba de ballesta y hace que nuestro corazón sienta afanes de flecha,
él que ya por sí mismo cruento, es siempre herida de dolor o de
delicia. Salvémonos en el mundo —“salvémonos en las cosas”. Esta
última expresión escribía yo, como programa de vida, cuando tenía
veintidós años y estudiaba en la Meca del idealismo y me estremecía
ya anticipando oscuramente la vendimia de una futura madurez. E
quindi uscimmo a riveder le stelle.
Pero antes necesitamos averiguar qué es, en su peculiaridad, ese
verdadero y primario ser que es el “vivir”. No nos sirven los
conceptos y categorías de la filosofía tradicional —de ninguna de
ellas. Lo que vemos ahora es nuevo: tenemos, pues, que concebir lo que
vemos con conceptos novicios. Señores, nos cabe la suerte de estrenar
conceptos. Por eso, desde nuestra presente situación, comprendemos muy
bien la delicia que debieron sentir los griegos. Son los primeros
hombres que descubren el pensar científico, la teoría —esa especialísima
e ingeniosa caricia que hace la mente a las cosas amoldándose a ellas
en una idea exacta. No tenían un pasado científico a su espalda, no
habían recibido conceptos ya hechos, palabras técnicas consagradas.
Tenían delante el ser que habían descubierto y a la mano sólo el
lenguaje usual —“el román paladino en que habla cada cual con su
vecino”— y de pronto, una de las humildes palabras cotidianas
resultaba encajar prodigiosamente en aquella importantísima realidad
que tenían delante. La palabra humilde ascendía, como por levitación,
del plano vulgar de la locuela, de la charla, y se engreía noblemente
en término técnico, se enorgullecía como un palafrén del peso de
soberana idea que oprimía su espalda. Cuando se descubre un nuevo mundo
las palabras menesterosas corren buenas fortunas. Nosotros, herederos de
un profundo pasado, parecemos condenados a no manejar en ciencia más
que términos hieratizados, solemnes, rígidos, con quienes de puro
respeto hemos perdido toda confianza. ¡Qué placer debió de ser para
aquellos hombres de Grecia asistir al momento en que sobre el vocablo
trivial descendía, como una llama sublime, el pentecostés de la idea
científica! ¡Piensen ustedes lo duro, rígido, inerte, frío como un
metal, que es a la oreja del niño, la primera vez que la oye, la
palabra hipotenusa! Pues un buen día, allá junto al mar de Grecia,
unos musicantes inteligentes, cosa que no suelen ser los musicantes,
unos músicos geniales llamados pitagóricos, descubrieron que, en el
arpa, el tamaño de la cuerda más larga estaba en una proporción con
el tamaño de la cuerda más corta análoga al que había entre el
sonido de aquélla y el de ésta. El arpa era un triángulo cerrado por
una cuerda, “la más larga, la más tendida” —hipotenusa, nada más.
¿Quién no puede hoy sentir en ese horrible vocablo con cara de dómine
aquel nombre tan sencillo y tan dulce, “la más larga”, que recuerda
el título de la valse de
Debussy La plus que lente
—“la más que lenta”?
Pues bien, nos encontramos en similar situación. Buscamos los conceptos
y categorías que digan, que expresen el “vivir” en su exclusiva
peculiaridad, y necesitamos hundir la mano en el vocabulario trivial y
sorprendernos de que, súbitamente, una palabra sin rango, sin pasado
científico, una pobre voz vernacular se incendia por dentro de la luz
de una idea científica y se convierte en término técnico. Esto es un
síntoma más de que la suerte nos ha favorecido y llegamos primerizos y
nuevos a una costa intacta.
El vocablo “vivir” no hace sino aproximarnos al sencillo abismo, al
abismo sin frases, sin patéticos anuncios que enmascarado se oculta
bajo ella. Es preciso que con algún valor pongamos el pie en él aunque
sepamos que nos espera una grave inmersión en profundidades pavorosas.
Hay abismos benéficos que de puro ser insondables nos devuelven al
sobrehaz de la existencia restaurados, robustecidos, iluminados. Hay
hechos fundamentales con los que conviene de cuando en cuando
enfrontarse y tomar contacto, precisamente porque son abismáticos,
precisamente porque en ellos nos perdemos. Jesús lo decía divinamente:
“Sólo el que se pierde se encontrará”. Ahora, si ustedes me acompañan
con un esfuerzo de atención, vamos a perdernos un rato. Vamos a
sumergirnos, buzos de nuestra propia existencia, para tornar luego a la
superficie, como el pescador de Coromandel que vuelve del fondo del mar
con la perla entre los dientes, por lo tanto, sonriendo.
¿Qué es nuestra vida, mi vida? Sería inocente y una incongruencia
responder a esta pregunta con definiciones de la biología y hablar de células,
de funciones somáticas, de digestión, de sistema nervioso, etc. Todas
estas cosas son realidades hipotéticas construidas con buen fundamento,
pero construidas por la ciencia biológica, la cual es una actividad de
mi vida cuando la estudio o me dedico a sus investigaciones. Mi vida no
es lo que pasa en mis células como no lo es lo que pasa en mis astros,
en esos puntitos de oro que veo en mi mundo nocturno. Mi cuerpo mismo no
es más que un detalle del mundo que encuentro en mí —detalle que,
por muchos motivos, me es de excepcional importancia, pero que no le
quita el carácter de ser tan sólo un ingrediente entre innumerables
que hallo en el mundo ante mí. Cuanto se me diga, pues, sobre mi
organismo corporal y cuanto se me añada sobre mi organismo psíquico
mediante la psicología se refiere ya a particularidades secundarias que
suponen el hecho de que yo viva y al vivir encuentre, vea, analice,
investigue las cosas-cuerpos y las cosas-almas. Por consiguiente,
respuestas de ese orden no tangentean siquiera la realidad primordial
que ahora intentamos definir.
¿Qué es, pues, vida? No busquen ustedes lejos, no traten de recordar
sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales. Las que es preciso
ir a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades
particulares, localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida
es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más
próxima a cada cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar
como un ave mansa.
Si hace un momento, al dirigirse ustedes aquí, alguien les preguntó dónde
iban, ustedes habrán dicho: vamos a escuchar una lección de filosofía.
Y, en efecto, aquí están ustedes oyéndome. La cosa no tiene
importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora constituye su vida. Yo
lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a decir que la vida de
ustedes, su ahora, consiste en una cosa de minúscula importancia. Mas
si somos sinceros reconoceremos que la mayor porción de nuestra
existencia está hecha de parejas insignificancias: vamos, venimos,
hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no queremos, etc. De cuando
en cuando nuestra vida parece cobrar súbita tensión, como
encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran dolor, un gran afán
que nos llama: nos pasan, decimos, cosas de importancia. Pero noten
ustedes que para nuestra vida esta variedad de acentos, este tener o no
tener importancia es indiferente, puesto que la hora culminante y frenética
no es más vida que la plebe de nuestros minutos habituales.
Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida en esta
pesquisa de su esencia pura que emprendemos es el conjunto de actos y
sucesos que la van, por decirlo así, amueblando.
Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos
de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos hacia
los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a su
centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie
introgrediente de definiciones de la vida, cada una de las cuales
conserva y ahonda las antecedentes.
Y, así, lo primero que hallamos es esto:
Vivir es lo que hacemos y nos pasa —desde pensar o soñar o
conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien
entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos
cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos:
vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de
existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse
existiendo —donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría
especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida
tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de
muelas no nos dolería.
La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma, como para
todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una
revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que se es,
un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros
mismos y del mundo en derredor. Ahora vamos con la explicación y el título
jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir “nuestra
vida”; es nuestra porque, además de ser ella, nos damos cuenta de que
es y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión
de nosotros, y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este
asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir
de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no
hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación
primigenia en que la vida consiste.
Para buscar una imagen que fije un poco el recuerdo de esta idea
traigamos aquella de la mitología egipcíaca donde Osiris muere e Isis,
la amante, quiere que resucite y, entonces, le hace tragarse el ojo del
gavilán Horus. Desde entonces el ojo aparece en todos los dibujos hieráticos
de la civilización egipcia representando el primer atributo de la vida:
el verse a sí mismo. Y ese ojo, andando por todo el Mediterráneo,
llenando de su influencia el Oriente, ha venido a ser lo que todas las
demás religiones han dibujado como primer atributo de la providencia:
el verse a sí mismo, atributo esencial y primero de la vida misma.
Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da
posesión de ella, que la hace “mía” es la que falta al demente. La
vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que sea el
hecho más desazonador que existe ver a un loco. Porque en él aparece
perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras la
cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos
como ante una máscara; es la máscara esencial, definitiva. El loco, al
no saberse a sí mismo, no se pertenece, se ha expropiado, y expropiación,
pasar a posesión ajena, es lo que significan los viejos nombres de la
locura: enajenación, alienado, decimos —está fuera de sí, está
“ido”, se entiende de sí mismo; es un poseído, se entiende poseído
por otro. La vida es saberse —es evidencial.
Está bien que se diga: primero es vivir y luego filosofar —en un
sentido muy riguroso es, como ustedes están viendo, el principio de
toda mi filosofía—; está bien, pues, que se diga eso —pero
advirtiendo que el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un
saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en
un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta
¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo galanamente responder: vida
es lo que hacemos —claro— porque vivir es saber lo que hacemos, es
—en suma— encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las
cosas y seres del mundo.
(Estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora
palabras técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse largamente
de cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que esta definición:
“vivir es encontrarse en un mundo”, como todas las principales ideas
de estas conferencias, están ya en mi obra publicada. Me importa
advertirlo, sobre todo, acerca de la idea de la existencia, para la cual
reclamo la prioridad cronológica. Por eso mismo me complazco en
reconocer que, en el análisis de la vida, quien ha llegado más adentro
es el nuevo filósofo alemán Martin Heidegger).
Aquí es preciso aguzar un poco la visión porque arribamos a costas más
ásperas.
Vivir es encontrarse en el mundo… Heidegger, en un recentísimo y
genial libro, nos ha hecho notar todo el enorme significado de esas
palabras… No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo
entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o
espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría
el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los
unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se
sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos
encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y
benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o
no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos
amenazan y nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es
sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva —por
tanto, no es sino algo adverso y favorable. Mundo es sensu
stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo
en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo,
la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay
vivir sino es en un orbe lleno de cosas, sean objetos o criaturas; es
ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo
vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es
convivir con una circunstancia.
Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de ella
forma parte nuestro mundo: ella —nuestra vida— consiste en que la
persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que
nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo
que sea nuestro mundo. [Por eso podemos representar “nuestra vida”
como un arco que une el mundo y yo; pero no es primero yo y luego el
mundo, sino ambos a la vez]. Ni nos es más próximo el uno que el otro
término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno,
sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al
mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus
problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al
componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de
nosotros. Nacemos juntos con él y son vitalmente persona y mundo como
esas parejas de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y
vivían juntas: los Dioscuros, por ejemplo, parejas de dioses que solían
denominarse dii consentes, los dioses unánimes.
Vivimos aquí, ahora —es decir, que nos encontramos en un lugar del
mundo y nos parece que hemos venido a este lugar libérrimamente. La
vida, en efecto, deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero
no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora. Cabe
renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se
vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático.
Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor,
como se elige el teatro después de cenar —sino que es encontrarse de
pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo
incanjeable, en este de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua
sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos, en un orbe
impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos la
encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil
esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los
bastidores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es
lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué
es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en un situación difícil
sin saber cómo ni por qué, en una peripecia: la situación difícil
consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el
público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas
radicales, la vida es siempre imprevista. No nos ha anunciado antes de
entrar en ella —en su escenario, que es siempre uno concreto y
determinado—; no nos han preparado.
Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida. Fuera muy
otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de entrar en ella. Ya
decía Dante que “la flecha prevista viene más despacio”. Pero la
vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de
pistoletazo que nos es disparado a quemarropa.
Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del
vivir. La vida nos es dada —mejor dicho, no es arrojada o somos
arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que
necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de
especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos y
apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han
tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta
forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros
mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo.
Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia; sea
lo uno o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de
resolver el problema de sí misma.
Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su
trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería,
y si a esta trayectoria llamábamos su vida la bala sería un simple
espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha
disparado a sí misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo a ese
modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca
prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana,
lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático
atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es
en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver
sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no
es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos
como forzados a elegir entre varias posibilidades. [Si no nos es dado
escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida —y ésta es su
dimensión de fatalidad— nos encontramos con un cierto margen, con un
horizonte vital de posibilidades —y ésta es su dimensión de
libertad—; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad
en la libertad]. ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en
nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que
hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de
otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más
—pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que
necesitamos decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser;
por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo
“llevarse a sí mismo en vilo, sostener el propio ser”. No hay
descanso ni pausa porque el sueño, que es una forma del vivir biológico,
no existe para la vida en el sentido radical con que usamos esta
palabra. En el sueño no vivimos, sino que al despertar y reanudar la
vida la hallamos aumentada con el recuerdo volátil de lo soñado.
Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las
leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya
en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como
sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas
—digo— van encapsuladas instituciones perfectas de los fenómenos más
fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una
“pesadumbre”, de que nos hallamos en una situación “grave”.
Pesadumbre, gravedad son metafóricamente transpuestas del peso físico,
del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo.
Y es que, en efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un
llevarse y soportarse y conducirse a sí mismo. Sólo que nada embota
como el hábito y de ordinario nos olvidamos de ese peso constante que
arrastramos y somos —pero cuando una ocasión menos sólita se
presenta, volvemos a sentir el gravamen. Mientras el astro gravita hacia
otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el que vive es a un tiempo peso
que pondera y mano que sostiene. Parejamente, la palabra “alegría”
viene acaso de “aligerar”, que es hacer perder peso. El hombre
apesadumbrado va a la taberna buscando alegría —suelta el lastre y el
pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente.
Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical,
en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde
ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir
lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir, como al
principio: vida es lo que hacemos, es el conjunto de nuestras
ocupaciones con las cosas del mundo, porque hemos advertido que todo ese
hacer y esas ocupaciones no nos vienen automáticamente, mecánicamente
impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, sino que son
decididas por nosotros; que este ser decididas es lo que tienen de vida;
la ejecución es, en gran parte, mecánica.
El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto
está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo
que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja que esto
encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a
ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática
paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así es en
rigurosa verdad.
Pero acaso piensan algunos de ustedes esto: “¡De cuándo acá vivir
va a ser eso —decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos
aquí escuchándole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué duda
cabe!, viviendo”. A lo que yo respondería: “Señores míos, durante
este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que
iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más
condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y, sin
embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba:
mientras me escuchaban, algunos de ustedes han vacilado más de una vez
entre dejar de atenderme y vacar a sus propias meditaciones o seguir
generosamente escuchando alertas cuanto yo decía. Se han decidido o por
lo uno o por lo otro —por ser atentos o por ser distraídos, por
pensar en este tema o en otro—, y eso, pensar ahora sobre la vida o
sobre otra cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que
no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el
fin. Momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa
resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras
decisiones, aun las más firmes, tienen que recibir constante
corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta
donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas.
Al entrar ustedes por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a
ser: oyentes, y luego han reiterado muchas veces su propósito —de
otro modo se me hubieran ustedes poco a poco escapado de entre las manos
crueles de orador”.
Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si
nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que
en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo
que vamos a ser —por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora,
una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que
nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja.
No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una
actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se
descubre después, en relajación con ese futuro. La vida es futurición,
es lo que aún no es.
J. Ortega y Gasset: ¿Qué es
filosofía?
Obras completas, VII. Alianza Editorial-Revista de Occidente,
Madrid.
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