LYOTARD Y LA POSTMODERNIDAD

 

La muerte de Jean Francois Lyotard, el "padre de la postmodernidad," ha puesto

una vez más sobre el candelero el término y la discusión sobre el significado y la

duración de lo que con esta plababra se quiere significarPostmodernidad

y religión

 

 

José Benigno Zilli Manica

 

La muerte de Jean Francois Lyotard, el "padre de la postmodernidad," ha puesto

una vez más sobre el candelero el término y ha avivado la discusión sobre el

significado de la palabra y sobre la duración de lo que con ella se quiere

significar.

Para algunos autores se trata de una moda, o de algo efímero y pasajero como

todas las modas. Un artículo cuya fecha de caducidad está muy a la vista. Y su

descrédito vendría desde la etiqueta, porque a falta de una denominación precisa

y bien definida se le ha rotulado con el nombre glorioso de la época que intenta

sustituir: la modernidad o la época moderna. El "post" que se le añade sería

algo tan vago e inasible que prácticamente no significaría nada. Otros, en

cambio, señalan que ese "post" en realidad es un eufemismo por "anti," porque

lo que se dice que llega a partir de la modernidad, o después de la modernidad,

es su negación o rechazo. Los autores no están de acuerdo y sólo el tiempo dirá

si en verdad estamos ante una nueva etapa de la historia o ante modas y devaneos

sin mucha consistencia.

Lo que sí está claro es que ya era hora de replantear las grandes cuestiones de

la modernidad. Lyotard, Vattimo, Baudrillard, Lipovetsky y otros tendrían la

misma función, o serían homólogos de Giovanni Andrea, el bibliotecario

pontificio, que en 1469 distinguió, el primero entre varios, a "los antiguos de

la Edad Media, de los modernos de nuestro tiempo", con lo que creó el término y

la noción de Medioevo y de época moderna. Se trata, pues, de personas de gran

sensibilidad, o de antenas muy finas, que captan el momento en que se dobla una

encrucijada en el camino de la humanidad. Dure o no dure el término, el hecho es

que algo nuevo está sucediendo.

Lo nuevo, como se ha dicho, tiene que ver con la repulsa de la modernidad. Y de

ésta última sí hay una noción más o menos consensuada entre los autores. Para

algunos la modernidad se definiría, también ella, a partir de un rechazo, o sea,

de la negación de la Edad Media en cuanto simbiosis de fe y de razón que tenía

diez largos siglos de permanencia. Otros señalan, sin más, al triunfo de la

razón en todos los órdenes de la vida, pero especialmente en el dominio de la

naturaleza, por medio de las ciencias. Modernidad, ciencia y razón valdrían casi

como sinónimos. A nuestro juicio habría que caracterizar a la modernidad por sus

rasgos positivos y su empresa más alta, que en el fondo equivalía a la antigua

síntesis del Medioevo: la simbiosis de razón o ciencia y de organización de la

vida social, o política, para dar a toda la humanidad un futuro de paz y de

felicidad. Ciencias duras, o ciencias de la naturaleza, se habrían unido a las

ciencias del hombre, o ciencias sociales, para configurar un proyecto de vida

que era el sustituto del reino de Dios, o del cielo, de la antigua fe religiosa.

Tal era la promesa del positivismo y más todavía del marxismo con toda su

cientificidad.

La postmodernidad se definiría, según eso, por una doble caída: la de las

ciencias y la del compromiso social. En los ambientes de vanguardia todo mundo

te habla hoy contra la razón y contra la lógica. No hay explicación racional, no

hay ciencia que valga, dicen. Sobre todo, se rechaza cualquier sistematización

que pretenda englobar una totalidad, o cualquier fundamentación de tipo

teorético. Lo único que cuenta es la literatura o el arte. Todo es lúdico. En la

vida social se insiste en la "diversidad," que en el fondo viene a significar

que cada quien, y cada grupo humano, viva como le parezca conveniente. No habría

reglas. No habría metas de una perfección humana que fuera deseable para todos.

El santón de la postmodernidad en filosofía parece ser Federico Nietzsche, y la

actitud fundamental es la que llaman de la hermenéutica. Pero una hermenéutica

que está lejos de la profundidad o grandeza de los clásicos de esta disciplina.

Aquí lo que se quiere decir es que uno puede interpretar cualquier cosa a su

manera. Todo es interpretación. Todo se vale. En realidad, no habría realidad. O

dicho de manera más culta, no hay ya sintaxis y no hay ya semántica. Todo es

pura pragmática.

Todas estas cosas, como se ha dicho, se estilan en los ambientes de la

vanguardia, mientras nosotros trabajosamente nos dirigimos hacia la modernidad

que siempre se nos escapa. Ha sido nuestro amor imposible. Y son muy amplias las

capas de nuestro pueblo que viven en una situación pre-moderna, o sea, de tipo

medieval, o casi primitiva. Pero con estas vueltas y revueltas ahora resulta que

su situación es envidiable, porque habrían alcanzado lo que los europeos buscan,

que es vivir al día como ellos viven, sin ninguna preocupación por el futuro, y

sin complicaciones reflexivas o teoréticas. Habrían llegado antes, por no

haberse movido de su sitio, dado que la cultura en realidad habría dado la

vuelta sobre sí misma.

Pero cualquiera entiende que aquí hay algo que no está bien. La molestia por el

hartazgo de los ricos no se puede equiparar al hambre de los pobres. Quizá lo

que se tiene que ver es qué hubo de mal en el camino de la modernidad en los

pueblos que reniegan de ella, y no dudamos que el punto está en la

autosuficiencia del hombre y en la negación de lo divino. Debe haber una manera

de ser moderno sin dejar de ser religioso. O de otro modo, el reino de Dios no

es la negación de los mejores valores de la vida del hombre. Y la fidelidad a la

tierra, y su cuidado, no están reñidos con el culto del creador y la

preocupación por la vida futura a la que, por gracia, uno se sabe llamado.

 

 

 

 


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