|
SAN
AGUSTÍN
La
ciudad de Dios,
libro XIX, caps. 11-13
Capítulo
11
Podemos, en consecuencia, decir de la paz lo que hemos dicho de la
vida eterna, que es el fin de nuestros bienes, ya que un salmo, hablando
de la ciudad objeto de esta laboriosa obra, se expresa así: Alaba al Señor,
Jerusalén; alaba, Sión, a tu Dios. Porque el que afianzó con fuertes
barras tus puertas y ha bendecido a tus hijos y moradores, ése ha
establecido la paz a tus fines. Una vez que los pestillos de sus puertas
fueren afianzados, ya no entrará ni saldrá nadie de ella. Por esos
fines de que habla el salmo debemos entender aquí la paz, que queremos
probar como final.
El nombre místico de esa ciudad, es decir, Jerusalén, significa
“visión de paz”, como ya hemos hecho notar. Mas, como el nombre de
paz es también corriente en las cosas mortales, donde no se da la vida
eterna, he preferido reservar este nombre de ‘vida eterna’, en vez
del de ‘paz’, para el fin en que la ciudad de Dios encontrará su
bien supremo y soberano. De este fin dice el Apóstol: Ahora, libres del
pecado y convertidos en siervos de Dios, tenéis por fruto vuestro la
santificación y por fin la vida eterna.
Mas, como también los no familiarizados con las Sagradas Escrituras
pueden entender por vida eterna la vida de los pecadores, bien, según
algunos filósofos, por la inmortalidad del alma, bien, según nuestra
fe, por las penas interminables de los impíos, que no serán
eternamente atormentados si no viven eternamente, debe llamarse fin de
esta ciudad en que gozará del sumo bien, o la paz en la vida eterna, o
la vida eterna en la paz. Así, todos pueden entenderlo con facilidad. Y
la paz es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas
no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en
excelencia. Abrigo la convicción de que, si me detuviera un poco a
hablar de él, no sería oneroso a los lectores, tanto por el fin de
esta ciudad de que tratamos como por la dulcedumbre de la paz, ansiada
por todos.
Capítulo
12
1. Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las
mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera
gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos
amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían
llegar guerreando a una paz gloriosa. Pues ¿qué es la victoria más
que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La
paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner
a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De
donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre,
con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun
los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían
cambiarla a su capricho.
No es que no quieran que haya paz, sino que la paz sea según su
voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no
ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz.
Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con
más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún
salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y
saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie
de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no pueda matar y a
quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con
su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se
deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le
obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige,
compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir
en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en
su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como deseaba que
le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón
en una caverna, sino que se engallaría a la vista de todos, pero con la
misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a
quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros
hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las
condiciones de su paz.
2. Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los
poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre
a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y
su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego kakós (malo). Sin
esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que
alegraran sus días, ni mayores a quienes mandar. No gozaba de la
conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más
feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo
semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y
cuanto podía y quería.
Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta,
siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin
molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz
con su cuerpo, y cuanto más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus
miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su
mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre,
que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba,
mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana
y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los
demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo,
ni se llamara malo, ni monstruo, ni semihombre. Y si las extrañas
formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó
a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal,
sino por necesidad de vivir.
Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo
pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco,
serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor
decir, este semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los
poetas. Porque aun las fieras más crueles —y éste participó también
de esa fiereza, se llamó semifiera —custodian la especie con cierta
paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a
pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como
las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino
como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre
hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no
los acaricie? ¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la
presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus
polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera,
como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el
hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los
hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte!
Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es
posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque
desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la
soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus
compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la
paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame
la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vicio tan contrario a la
naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma.
3. El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo
perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la
paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o
contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna
y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo
contrario, dejaría de ser.
Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación
del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está
invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe
estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por
eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por
su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las
dolencias, se separa, mientras subsista la trabazón de los miembros,
hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El
cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca
el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el
lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de
su paz natural, sea conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le
embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía
une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el
lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si
no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se establece un
combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto
de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y
retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones
no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que
gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños
nazcan del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por
ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación.
Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre
encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la
conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte
conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones
que hayan sufrido.
Capítulo
13
1. Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; y
la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del
alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción,
y la paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del
animal. La paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada
por la fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su
ordenada concordia. La paz de la casa es la ordenada concordia entre los
que mandan y los que obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la
ordenada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados.
La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima
para gozar de Dios y mutuamente en Dios. Y la paz de todas las cosas, la
tranquilidad del orden. Y el orden es la disposición que asigna a las
cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde.
Por tanto, como los miserables, en cuanto tales, no están en paz, no
gozan de la tranquilidad del orden, exenta de turbaciones; pero como son
merecida y justamente miserables, no pueden estar en su miseria fuera
del orden. No están unidos a los bienaventurados, sino separados de
ellos por la ley del orden. Éstos, cuando no están turbados, se
acoplan cuanto pueden a las cosas en que están. Hay, pues, en ellos
cierta tranquilidad en su orden, y, por tanto, tienen cierta paz. Pero
son miserables, porque, aunque están donde deben estar, no están donde
no se verían precisados a sufrir. Y son más miserables si no están en
paz con la ley que rige el orden natural. Cuando sufren, la paz se ve
turbada por ese flanco; pero subsiste por este otro en que ni el dolor
consume ni la unión se destruye. Del mismo modo que hay vida sin dolor
y no puede haber dolor sin vida, así hay cierta paz sin guerra, pero no
puede haber guerra sin paz. Y esto no por la guerra en sí, sino por los
agitadores de las guerras, que son naturalezas, y no lo fueran si la paz
no les diera subsistencia.
2. Existe una naturaleza en la que no hay ningún mal, en la que no
puede haber mal alguno. Mas no puede existir naturaleza alguna en la que
no se halle algún bien. Por tanto, ni la misma naturaleza del diablo,
en cuanto naturaleza, es un mal. La hace mala su perversidad. No se
mantuvo en la verdad, pero no escapó al juicio de la misma. No se
mantuvo en la tranquilidad del orden, pero no escapó a la potestad del
Ordenador. La bondad de Dios, que aparece en su naturaleza, no le
sustrae a la justicia de Dios, que le ordena a la pena. Dios no castiga
en él el bien por Él creado, sino el mal que él cometió. No priva a
la naturaleza de todo lo que le dio, sino que sustrae algo y deja algo,
a fin de que haya quien sufra la sustracción. El dolor es el mejor
testigo del bien sustraído y del bien dejado, porque, si no existiera
el bien dejado, no podría dolerse el bien quitado. El que peca es peor
si se alegra en el daño de la equidad, y el que es atormentado, si de
él no reporta bien alguno, sufre el daño de la salud. Y es que la
equidad y la salud son dos bienes, y de la misión del bien es preciso
dolerse, no alegrarse (si es que no hay una compensación en lo mejor, y
es mejor la equidad del ánimo que la salud del cuerpo).
Es más razonable, sin duda, el dolerse el pecador de sus suplicios que
el alegrarse de sus crímenes. Así como el alegrarse del bien
abandonado al pecar es una prueba de la voluntad mala, así el dolor del
bien perdido en el suplicio es testigo de la naturaleza buena. Quien
siente haber perdido la paz de su naturaleza, lo siente por ciertos
restos de paz que hacen que ame su naturaleza. Los inicuos e impíos
lloran en sus tormentos la pérdida de los bienes naturales y sienten a
Dios como justísimo robador de los mismos por haberle despreciado como
benignísimo dador. Dios, pues, Creador sapientísimo y Ordenar justísimo
de todas las naturalezas, que puso como remate y colofón de su obra
creadora en la tierra al hombre, nos dio ciertos bienes convenientes a
esta vida, a saber: la paz temporal según la capacidad de la vida
mortal para su conservación, incolumidad y sociabilidad. Nos dio además
todo lo necesario para conservar o recobrar esta paz; así como lo
propio y conveniente al sentido, la luz, la noche, las auras
respirables, las aguas potables y cuanto sirve para alimentar, cubrir,
curar y adornar el cuerpo. Todo esto nos lo dio bajo una condición, muy
justa por cierto: que el mortal que usara rectamente de tales bienes los
recibirá mayores y mejores. Recibirá una paz inmortal acompañada de
gloria y el honor propio de la vida eterna, para gozar de Dios y del prójimo
en Dios. Y el que los usara mal no recibirá aquellos y perderá éstos.
Capítulo
14
El uso de las cosas temporales dice relación, en la ciudad terrenal, al
logro de la paz terrenal, y en la ciudad celestial, al logro de la paz
celestial. Por eso, si fuéramos animales irracionales no apeteceríamos
más que la ordenada complexión de las partes del cuerpo y la quietud
de las apetencias. No apeteceríamos, por consiguiente, nada fuera de
eso. La paz del cuerpo redundará en provecho de la paz del alma. Porque
la paz del alma irracional es imposible sin la paz del cuerpo, pues sin
ella no puede lograr la quietud de sus apetencias. Pero ambos se ayudan
a esa paz que tienen entre sí el alma y el cuerpo, paz de vida ordenada
y de salud. Así como los animales muestran que aman la paz del cuerpo
cuando esquivan el dolor, y la paz del alma cuando, para colmar sus
necesidades, siguen la voz de sus apetencias, así, huyendo la muerte,
indican a las claras cuánto aman la paz que aúna el alma y el cuerpo.
Pero el hombre, dotado de alma racional, somete a la paz de esta alma
cuanto tiene de común con las bestias, con el fin de contemplar algo
con la mente y según ese algo obrar de suerte que haya en él una
ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, en que consiste,
como hemos dicho, la paz del alma racional.
A esto debe enderezar su querer, a que el dolor no la atormente, ni el
deseo la inquiete, ni la muerte la separe para conocer algo útil, y según
ese conocimiento componer su vida y sus costumbres. Mas, como su espíritu
es débil, para que el afán de conocer no le precipite en error alguno,
tiene la necesidad del magisterio divino, para conocer con certeza, y de
su ayuda, para obrar con libertad. Y como, mientras mora en este cuerpo
mortal, anda lejos de Dios y camina por la fe y no por la especie, por
eso es preciso que relacione tanto la paz del cuerpo con la del alma,
como la de los dos juntos, a aquella paz que existe entre el hombre
mortal y el Dios inmortal, dando así margen a la obediencia ordenada
por la fe bajo la ley eterna. Y puesto que el divino Maestro enseña dos
preceptos principales, a saber: el amor de Dios y el amor del prójimo,
en los cuales el hombre descubre tres seres como objeto de su amor:
Dios, él mismo y el prójimo, y el que ama a Dios no peca amándose a sí
mismo, es lógico que cada cual lleve a amar a Dios al prójimo, que se
le manda amar como a sí mismo. Así debe hacer con la esposa, con los
hijos, con los domésticos y con los demás hombres que pudiere, como
quiere que el prójimo mire por él, si por ventura lo necesitare. Y así
tendrá paz con todos en cuanto de él dependa, esa paz de los hombres
que es la ordenada concordia.
El orden que se ha de seguir es éste: primero, no hacer mal a nadie, y
segundo, hacer bien a quien pueda. En primer lugar debe comenzar el
cuidado por los suyos, porque la naturaleza y la sociedad humana le dan
acceso más fácil y medios más oportunos. Por eso dice el Apóstol:
Quien no provee a los suyos, mayormente si son familiares, niega la fe y
es peor que un infiel. De aquí nace también la paz doméstica, es
decir, la ordenada concordia entre el que manda y los que obedecen en
casa. Mandan los que cuidan, como el varón a la mujer, los padres a los
hijos, los amos a los criados. Y obedecen quienes son objeto de cuidado,
como las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, los criados a
los amos. Pero en casa del justo, que vive la fe y peregrina aún lejos
de la ciudad celestial, sirven también los que mandan a aquellos que
parecen dominar. La razón es que no mandan por deseo de dominio, sino
por deber de caridad; no por orgullo de reinar, sino por bondad de
ayudar.
Capítulo
15
Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre.
Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo
reptil que se mueve sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional,
hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre
al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo de que los
primeros justos hayan sido pastores y no reyes. Dios, con esto,
manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué exige el castigo
de los pecados. El yugo de la servidumbre se impuso con justicia al
pecador. Por eso en las Escrituras no vemos empleada la palabra siervo
antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su
hijo. Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza. La
palabra siervo, en la etimología latina, designa a los prisioneros, a
quienes los vencedores conservaban la vida, aunque podían matarlos por
derecho de guerra. Y se hacían siervos, palabra derivada de servir.
Esto es también merecimiento del pecado. Pues, aunque se libre una
guerra justa, la parte contraria guerrea por el pecado. Y toda victoria,
aun la conseguida por los malos, humilla a los vencidos, por juicio
divino, o corrigiendo los pecados o castigándolos. Testigo es de ello
Daniel, ese hombre que en la cautividad confiesa a Dios sus pecados y
los pecados de su pueblo y reconoce, con piadoso dolor, que ésta es la
razón de aquel cautiverio.
La primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado, que somete un
hombre a otro con el vínculo de la posición social. Esto es efecto del
juicio de Dios, que es incapaz de injusticia y sabe imponer penas según
los merecimientos de los delincuentes. El Señor supremo dice: Todo
aquel que comete pecado es esclavo del pecado. Y por eso, muchos hombres
piadosos sirven a amos inicuos, pero no libres, porque quien es vencido
por otro, queda esclavo de quien lo venció.
A la verdad que es preferible ser esclavo de un hombre que de una pasión,
pues vemos lo tiránicamente que ejerce su dominio sobre el corazón de
los mortales la pasión de dominar, por ejemplo. Mas en ese orden de paz
que somete unos hombres a otros, la humildad es tan ventajosa al esclavo
como nociva la soberbia al dominador. Sin embargo, por naturaleza, tal
como Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni
del pecado. Empero, la esclavitud penal está regida y ordenada por
aquella ley que manda conservar el orden natural y prohibe perturbarlo.
Si no se obrara nada contra esta ley, no habría que castigar nada con
esa esclavitud. Por eso, el Apóstol aconseja a los siervos el estar
sometidos a sus amos y servirles de corazón y de buen grado. De modo
que, si sus dueños no les dan libertad, tornen ellos, en cierta manera,
libre su servidumbre, no sirviendo con temor falso, sino con amor fiel
hasta que pase la iniquidad y se aniquilen el principado y la potestad
humana y sea Dios todo en todas las cosas.
Capítulo
16
Así vemos que nuestros patriarcas, aunque tenían esclavos,
administraban la paz doméstica distinguiendo a los hijos de los
esclavos solamente en lo relativo a los bienes temporales. En lo
referente al culto a Dios, del que se deben esperar los bienes eternos,
miraban con igual amor a todos los miembros de su casa. Y esto es tan
conforme con el orden natural, que el nombre de padre de familia trae
aquí su origen, y está tan divulgado, que aun los señores injustos se
precian de él. Los auténticos padres de familia miran a todos los
miembros de su familia como a hijos en lo tocante al culto y honra de
Dios. Y desean y anhelan llegar a la casa celestial, donde no sea
necesario mandar a los hombres, porque en la inmortalidad no será
preciso subvenir a necesidad alguna. Hasta allí deben tolerar más los
señores, que mandan, que los siervos, que sirven. Si alguno en casa
turba la paz doméstica por desobediencia, es corregido para su utilidad
con la palabra, con el palo o con cualquier otro género de pena justa y
lícita admitido por la sociedad humana para acoplarle a la paz de que
se había apartado.
Como no es bienhechor el que viene en ayuda de otro para hacerle perder
un bien, así no es inocente el que permite, perdonando, que se incurra
en un mal más grave. La inocencia exige, pues, no solamente no hacer
mal a nadie, sino retraer al prójimo del pecado o castigar el pecado. Y
esto con el fin de que el castigado se corrija en cabeza propia y otros
escarmienten en la ajena. La casa debe ser el principio y el fundamento
de la ciudad.
Todo principio dice relación a su fin, y toda parte a su todo. Por eso
es claro y lógico que la paz doméstica debe redundar en provecho de la
paz cívica; es decir, que la ordenada concordia entre los que mandan y
los que obedecen en casa debe relacionarse con la ordenada concordia
entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen. De donde se sigue
que el padre de familia debe guiar su casa por las leyes de la ciudad,
de tal forma que se acomode a la paz de la misma.
Capítulo
17
Mas los hombres que no viven de la fe buscan la paz terrena en los
bienes y comodidades de esta vida. En cambio, los hombres que viven de
la fe esperan en los bienes futuros y eternos, según la promesa. Y usan
de los bienes terrenos y temporales como viajeros. Éstos no los prenden
ni los desvían del camino que lleva a Dios, sino que los sustentan para
tolerar con más facilidad y no aumentar las cargas del cuerpo
corruptible, que apesga al alma. Por tanto, el uso de los bienes
necesarios a esta vida mortal es común a las dos clases de hombres y a
las dos casas; pero, en el uso, cada uno tiene un fin propio y un pensar
muy diverso del otro.
Así, la ciudad terrena, que no vive de la fe, apetece la paz terrena y
fija la concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen en
que sus quereres estén acordes de algún modo en lo concerniente a la
vida mortal. Empero, la ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que
peregrina en este valle y vive de la fe, usa de esta paz por necesidad,
hasta que pase la mortalidad, que precisa de tal paz. Y por eso,
mientras que ella está como viajero cautivo en la ciudad terrena,
habiendo recibido ya la promesa de su redención y el don espiritual
como prenda de ella, no duda en obedecer las leyes de la ciudad terrenal
que reglamentan las cosas necesarias y el mandamiento de la vida mortal.
Y como ésta es común, entre las dos ciudades hay concordia con relación
a esas cosas. Pero resulta que la ciudad terrena tuvo ciertos sabios
condenados por la doctrina de Dios, que, o por sospechas o por engaño
de los demonios, dijeron que debían amistar muchos dioses con las cosas
humanas. Y encomendaron a su tutela diversos seres, a uno el cuerpo, a
otro el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro la cerviz;
y de las demás partes, a cada uno la suya. Y de igual modo en el alma:
a uno encomendaron el ingenio, a otro la doctrina, a otro la ira, a otro
la concupiscencia; y en las cosas necesarias de la vida, a uno el
ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro las
selvas, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y
las victorias, a otros los matrimonios, a otro los partos y la
fecundidad, y a otros los otros seres.
La ciudad celestial, en cambio, conoce a un solo Dios, único, al que
debe el culto y esa servidumbre, que en griego se dice latreia, y que
piensa con piedad fiel que no se debe más que a Dios. Estas diferencias
han motivado el que esta ciudad no pueda tener comunes con la ciudad
terrena las leyes religiosas. Y por éstas se ve en la precisión de
disentir de ella y ser una carga para los que sentían en contra y
soportar sus iras, sus odios y sus violentas persecuciones, a menos de
refrenar alguna vez los ánimos de sus enemigos con el terror de su
multitud y siempre con la ayuda de Dios. La ciudad celestial, durante su
peregrinación, va llamando ciudadanos por todas las naciones y formando
de todas las lenguas una sociedad viajera. No se preocupa de la
diversidad de las leyes, las costumbres o institutos, con que se busca o
mantiene la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada, antes bien lo
conserva y acepta, y ese conjunto, aunque diverso en las diferentes
naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la paz terrena,
si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios único,
sumo y verdadero. La ciudad celestial usa también en su viaje de la paz
terrena y de las cosas necesariamente relacionadas con la condición
actual de los hombres. Protege y desea el acuerdo de quereres entre los
hombres cuanto es posible, dejando a salvo la piedad y la religión, y
supedita la paz terrena a la paz celestial. Esta última es la paz
verdadera, la única digna de ser y de decirse paz de la criatura
racional, a saber, la unión ordenadísima y concordísima para gozar de
Dios y mutuamente en Dios. En llegando a esta meta, la vida ya no será
mortal, sino plenamente vital. Y el cuerpo ya no será animal, que,
mientras se corrompe, apesga al alma, sino espiritual, sin ninguna
necesidad, sometido de lleno a la voluntad. Posee esta paz aquí por la
fe, y de esta fe vive justamente cuando refiere a la consecución de la
paz verdadera todas las buenas obras que hace para con Dios y con el prójimo,
porque la vida de la ciudad es una vida social.
San Agustín: La ciudad de Dios. B.A.C., Madrid.
|