La
ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es
culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de
servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es
culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un
defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para
servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere
aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la
divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado
desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter
maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida,
debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros
erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro
que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico
que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del
propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro
tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres
(y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el
paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se
han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia.
Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas
criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están
metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar
solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de
algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos
accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo
ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de
edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición.
Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento,
porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la
persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas:
instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus
dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se
desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de
alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo
del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin
embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo,
siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En
efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí
mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos,
después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán
el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación
que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular
que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo,
estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando
algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la
sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan
por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público
puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución
sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión
interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la
verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios
que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la
masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto,
la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la
libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier
dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no
razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no
razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que
queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues,
encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la
ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi
respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único
que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en
cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se
obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo
por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en
cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores.
Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre
dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien,
en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son
necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus
miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que,
mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines
públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos.
Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se
necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la
considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad
cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante
escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre
todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son
asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy
peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a
argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o
inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede
prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los
defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público.
El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados,
tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba
pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar
resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del
deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas
acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma
manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su
comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido
admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena
libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas
—cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los
defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las
proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas
a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en
él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su
función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de
enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque
se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de
una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para
lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá
todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él
mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a
exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte
cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la
religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su
función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que
renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la
comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo
constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la
misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta
una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante
escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote
gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad
para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En
efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales)
sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar
en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia,
es decir, una classis de
reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso
comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así
a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y,
mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse?
Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría
para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí
mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder
supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se
puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de
que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy
urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración.
Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria
consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente
justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo
incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede
decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría
imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así
decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo,
una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo
tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de
doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente,
es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución.
Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos
asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal
modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar
ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían
unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos
propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que
quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto,
pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente
prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente
no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que
dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período
del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose,
incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia
persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una
ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con
relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la
posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la
humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo
podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad
legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo.
Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto
perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los
súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación
de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará
mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con
toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de
dicha salvación. Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en
estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que
los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo
hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo
cual se prestaría al reproche Caesar
non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo
suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de
algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada?
responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía
falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición,
sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del
propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo,
ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa
meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de
una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros
indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época
de la ilustración o “el siglo de Federico”.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como
deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino
que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre
de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la
posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue
el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a
cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que
concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos
—sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo,
en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones
que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún
mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este
espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando
incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de
un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un
claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe
haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la
comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por
propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en
esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por
el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en
la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que
dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de
sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la
que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de
pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más
lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso
permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y
expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción
más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica
a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún
monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo
tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza
a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito
en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis,
pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las
cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria,
todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería
ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le
fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura
espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la
Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida
con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre
pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del
pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad
de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como
provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más
que una máquina.
Emmanuel
Kant
Filosofía de la Historia.
Ed. Nova. Buenos Aires.