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Los efectos del bullying duran décadas
Cientos de niños y adolescentes sufren diariamente el acoso de sus compañeros de clase, un trauma sicológico que tarda años, aun décadas en quedar atrás. En este testimonio, y entrevista, damos un vistazo en el cual hay que ser optimistas en la forma de erradicarlo
ENERO, 2011. Aunque se considera que el
bullying, o agresiones en los planteles educativos, son asunto nuevo, lo cierto es que, como señala Rafael, "tu puedes tener más de 40 años, ser casado, tener hijos y esos fantasmas aún te pueden angustiar aunque hayan transcurrido 25 años o más". Rafael actualmente administra una pequeña empresa de computación pero asegura, "detrás de este tipo medio canoso y bigote que ves existe un adolescente que alguna vez fue aterrorizado en un salón de clases, no solo por alumnos sino en ocasiones por los maestros mismos. Quizá esto último lo hicieron de forma
inconciente o porque cuando yo pasé por la secundaria nadie hablaba del bullying".
De hecho esta actividad era hasta hace poco vista como "parte del" pasar por una escuela. "He hablado con gente de mi edad que tuvo el mismo problema, se lo denunciaban a sus padres y éstos lo tomaban muy ligeramente, algo así como 'vamos, ya te acostumbrarás' o el clásico 'no les hagas caso'". (Ver la entrevista más abajo).
Este es el relato de Rafael, íntegro y transcrito con mínimas correcciones en el estilo y palabras redundantes.
Aunque ya han pasado más de tres décadas que pasé por la escuela primaria y secundaria, las secuelas por haber sido víctima de bullying se manifiestan inesperadamente. Aún me es difícil abrir conversación con desconocidos y cualquier reacción que amenace con romper la tranquilidad aún me produce preocupación. Y, sobre todo, cuando camino cerca de un grupo de muchachillos a los que doblo la edad, suspiro aliviado, en silencioso gozo, por haber escapado de esa etapa infernal. Yo también pensé en el suicidio en más de una ocasión, y lo habría consumado a los 14 años de no haber sido interrumpido por una llamada telefónica cuando ya sentía el olor del insecticida sobre mis fosas nasales. La persona que habló, y de quien omitiré su nombre y señas, es la razón que me permitió comprender que iba a cometer una estupidez por lo que hoy veo como una tontería. No era así en su momento.
El primer acoso lo tuve en primero de primaria por parte de un niño de apellido árabe. Mis padres me advertían que "no le hiciera caso" pero ello solo aumentó sus burlas que iban desde la forma en que me vestía hasta el modo en que me peinaba y más tarde lo que llamábamos zapes, o golpes en la cabeza. Meses después el director y mis padres tuvimos una junta con aquel niño cuya cara era idéntica a la de Khadafi aunque en versión infantil. Al siguiente año y cuando más o menos habían disminuido sus ataques mis padres me cambiaron súbitamente a otro colegio.
En cuarto de primaria lo que luego sería llamado bullying resurgió ferozmente. Era una escuela religiosa administrada por monjas quienes no sabían y quizá ni estaban enteradas que existía ese problema. Ese año entró un niño, Jesús, más corto de estatura que yo. Tras una relación tibiamente cordial de repente comenzó a echar lo que en México llamamos "carrilla" hasta que me puso el apodo de "borracho cantinero" todo porque una vez de descompuso la cremallera del pantalón y quedó abierta, de manera que luego todos los del salón me decían "borracho". Una vez que la maestra, una monja, entró al aula y me escuchó decir palabrotas comentó "por eso le dicen borracho, por usar ese vocabulario". Salí al baño y me encerré a llorar de rabia.
Al apodo de "borracho" se sumaron otros alumnos a quienes hasta entonces pensaba eran mis amigos. Recuerdo vivamente los domingos por la noche cuando en la garganta se me formaba un nudo de coraje y frustración en el estómago por tener que ir a ese colegio la mañana siguiente. Sentía una tristeza profunda y leía cuentos, cómics o algo que me distrajera del horror que me esperaba cada lunes temprano. Y en efecto, al pasar por la puerta de entrada a la escuela los compañeros de clase sentados me esperaban y a coro emitían un "¡borrachooo!"
Solo hasta que entró al colegio un tal Lucas el bullying cesó una vez que éste se agarró a golpes con Juan, la mugre de la uña de Jesús. "No te preocupes, yo te protegeré", me dijo Lucas, quien para su edad estaba bastante alto y por ello se imponía entre los demás. Nos sentábamos juntos en una de las bancas del fondo; la boca le olía horrible pero al menos sentía estar seguro. Había amigos como Roberto o Julián, también golpeados por el bullying. El primero era fornido y se parecía a Gorilón, el de los cuentos de Archi. Solo una vez lo vi agarrarse a golpes y con eso se dio a respetar. Julián era más filosófico: "Si no eres borracho, ¿de qué te preocupas? Cuando crezcan ellos serán los borrachos..", me dijo, recuerdo como si lo dijera ayer, aunque aquello fue en una mañana marzo de 1975.
Tuvo razón Julián: soy abstemio, no tengo "barriga cervecera" y jamás he chocado por estar briago. Muchos de quienes me llamaban "borracho" terminaron siendo alcohólicos.
Y cuando más o menos me sentía integrado mis padres me cambiaron nuevamente de secundaria. En el salón estaban tres alumnos, Javier, Abdala y Samir. Bien pronto los tres se confubularon y comenzaron un bullying todavía más despiadado. De "borracho" pasé a ser "Borolas". Abdala era lo que llamamos un "burro" pues estaba en segundo de secundaria a los 17 años mientras Samir, cuyos anteojos eran grandes y oscuros, en cierta ocasión platicó conmigo y yo, para congraciarme con él, comencé a expresarme mal del maestro de matemáticas y le dije que se parecía al "Simpatías", un personaje que en la tele encarnaba el cómico Alejandro Suárez. Samir se alejó entre risas, pero solo para ir a decirle a ese maestro lo que había dicho de él. Fue un golpe durísimo pues aquel profesor me había dado clases particulares a domicilio.
Cuando le dije a Abdala que detuviera su agresión y le sugerí que "cambiara de canal" éste cinícamente respondió "¡no, no, ese canal me gusta mucho!". De parte de Javier la "carrilla" era interminable, que "Borolas" para acá y "Borolas" para allá. Cuando su hermano mayor se enteró le pidió que le calmara a la "carrilla". Meses después entró Esteban, procedente de una federal. Nuestra relación fue buena hasta que comenzó a juntarse con Abdala. Entonces la cuarteta se dirigió hacia mí. Un día me le enfrenté a Esteban y lo dejé en ridículo. A la salida me siguió y me dijo, amenazante "no te parto tu madre nada más porque me das lástima". Varios años más tarde coincidimos a la entrada del cine con nuestras novias y bromeamos como si el incidente nunca hubiera ocurrido. Es una sensación agradable cuando arreglas una relación deteriorada aunque hayan pasado tantos años.
El ambiente en esa secundaria era horrible. Había una niña, Lidia quien, quizá no por casualidad, vivía exactamente atrás de la casa de Javier. Era insoportable y me llamaba "mongol". El bullying de las mujeres suele ser peor pues si uno responde resulta que está "abusando" y si no haces nada entonces eres un "dejado"; cuando le respondí a sus burlas ella se quejó con el director quien me dijo "debería darte vergüenza que te insulte una niña" pero al mismo tiempo advirtió que "nunca le debes faltar el respeto... si Lidia me llega con otra queja te expulso". ¿Qué opción se me estaba dando, pues? Fue por ese tiempo cuando intenté terminar con todo ingiriendo insecticida y cuando ocurrió la llamada telefónica que me salvó.
(Quiero añadir que años después conocí por otro lado a Susana quien insospechadamente resultó ser la hermana menor de Lidia. Nos hicimos novios y quien por un tiempo fue mi "cuñada" se disculpó, apenada, "era una inmadura, perdóname si te ofendí". Lo último que supe de ambas fue que Susana se casó y Lidia llevaba, hasta mi último recuento, dos divorcios).
Varios años más tarde Esteban y yo coincidimos a la entrada del cine con nuestras novias y bromeamos como si el incidente nunca hubiera ocurrido. Es una sensación agradable cuando arreglas una relación deteriorada aunque hayan pasado tantos años. Pero lo cierto es que a esas edad las heridas emocionales tardan mucho más en sanar que las físicas.
Llegó un nuevo cambio de colegio pues el director y los maestros de su equipo se fueron a otro plantel, el cual hasta hace poco había sido un hospital y aun tenía una enorme lámpara quirúrgica en el salón del fondo. Alguien me dijo después que ahí había sido una clínica donde se realizaban abortos clandestinos . Atrás habían quedado Javier, Abdala y Samín. Recuerdo que el ambiente era menos tenso aunque ahí estaba Rubén, otro que se estaba fosilizando en secundaria. Como vivíamos en la misma calle me regresaba con él en camión y luego cuando mi padre pasaba por mí lo que era una invitación pasó a ser obligación. Solo hasta que hablé con mi padre ya no dejó que Rubén se "colara" en el viaje. En ocasiones antes del recreo me preguntaba cuánto traía y decía "préstame una lana pa'comprar una soda". Cuando le reclamé ese dinero lo negó rotundamente, "y si me los prestaste es tu bronca, por pendejo..." En otra ocasión le ofrecí una mordida de mi sandwich, lo tomó y se lo comió entero; "qué chingones prepara tu jefa los sandwiches", comentó, con descaro.
Había otro alumno, Juan José, quien me hizo ver que era posible escapar del infierno bullying. Juan José, quien venía de Monterrey y comenzó a soltar apodos antes que se los pusieran a él, y milagrosamente, logré escapar de convertirme en blanco suyo. Era hijo único y vivía solo con su madre. Rápido entablamos amistad y por las tardes iba a su casa a ver videos de MTV y, bueno, a asomarnos a unas revistas pornográficas que guardaba celosamente como Biff Tannen protegía su Almanaque de Resultados en Back to the Future II. Me asinceré y le dije que estaba harto de ser el centro de las burlas de los demás alumnos. "Tienes que atacar primero antes que te peguen a ti", respondió Juan José, "y éntrale a los chingazos cuando sea necesario".
Poco después armamos la estrategia para "pegarle" a un alumno al que Juan José le puso el apodo de "Tontín". Me daba algo de sentimiento porque con él había llevado una relación amistosa pero, pensé, "tengo que hacerlo, si no va a pasar lo mismo que en otros colegios". Luego seguimos con otro alumno, Damián, a quien apodamos "El Picapiedra" y con el que también había sido amigo mío. De ser víctima del bulliyng pasé al otro extremo, el de los agresores. Tuve un par de peleas, incluida una con Rubén, quien en venganza dijo que iría por unos "compas" y me "partiría el hocico" pues ya sabía donde vivía. Pero de ahí en adelante ya no volví a sufrir bullying en ese plantel.
Volví a cambiar de secundaria y en ésta, aleccionado por Juan José, esperé el momento para poner apodos a quien se dejara. El ambiente ahí era distinto, más relajado y había compañeros de clase más sinceros, la mayoría fiesteros y quienes ya comenzaban a tener sus novias. A uno de ellos le apodaban "El Tío", un tipo agradabilísimo y con un carisma que desde entonces he visto pocas veces. Había una niña a la que
le gustaba y ella sola se me acercó a sacarme plática. Pensé que finalmente mis padres habían tomado la mejor decisión. El único problema lo tuve con un alumno que comenzó a provocarme y enfrente de todos lo bauticé con el apodo de "El Comanche". Me sentí mal porque con él había tenido una relación cordial hasta entonces. En el salón me daban palmadas en el hombro y decían "tu eres de los nuestros", pero "El Comanche" era alguien de extracción baja que estudiaba en un instituto privado, con enormes sacrificio por parte de sus padres. Me sentí apenado por haberlo tratado así; varias veces me he preguntado desde entonces si otros que ejercen bullying sobre los demás lo hacen como lo hice yo y como lo hizo Juan José, como un mecanismo de defensa donde el que pega el primer trancazo lo hace por duplicado.
Por lo que me he enterado, el bullying es hoy más cruel, más despiadado. Herramientas como el Facebook ha hecho que la humillación vaya más allá de un simple salón de clase. Me ha tocado ver videos de bullying en You Tube y en ellos puedo sentir, como si fuera yo, la angustia de la víctima. Rara vez sufrí agresión física pero, como ya mencioné, la agresión emocional es mucho más longeva y en ocasiones más dolorosa. ¿Habría soportado el que se me hubiera expuesto en estos medios de haber existido a principios de los 80? No lo sé, aunque estoy cierto que la razón que me hizo querer ingerir insecticida fue mucho menor; después de todo en esa oficina solo estábamos el director y yo. ¿Habría soportado que gente desconocida se riera por verme en un video o en un post cibernético? No lo creo.
Gracias a los consejos de Juan José, yo logré sobreponerme, pero muchos no lo logran. Muchos quisieran volver a vivir sus años de niñez y adolescencia. Agradezco que ello no sea posible. Haber pasado por esa edad y haber sufrido bullying. Y ahora que yo tengo hijos que están entrando a la adolescencia, trato de estar al pendiente de que sean abiertos conmigo y me digan si están siendo objeto de bullying; seria terrible que pasaran por lo mismo que yo y sin que haya estado ahí para ayudarlos..."
Entrevista
Tras leer el relato de Rafael, la sicóloga
Verónica Celis expresa su opinión. "Tiene razón, las heridas emocionales son las que tardan más tiempo en sanar, y las más difíciles de denunciar pues las físicas ahí están, a la vista de todos" y agrega, "desde entonces, los años setenta, el problema del
bullying se ha agravado... es incuantificable la cantidad de víctimas silenciosas en todo este tiempo". |