–Narrativa

 

 

Ezequiel D’León Masís

 

 

La realidad según Boero

 

 

Gracias al peso de las coincidencias, en el paraninfo de una universidad pública de San Salvador, conocí al profesor Edmundo Boero, catedrático uruguayo de física atómica. Después de una tediosa lectura de poesía que ahí se había celebrado, Boero, insociable, permanecía en uno de los últimos asientos. Alguien insistió en presentármelo. Al final, accedí. Lo saludé; estreché su mano con displicencia. Entonces, fue él quien abrió el diálogo:

—Estos literatos me divierten. No les cuesta mucho confundir las palabras con las cosas —esbozó una sonrisa arrogante. Sus facciones desequilibradas me impacientaron. En él convergían los gestos movedizos del más imponderable Carlos Monsiváis y las complexiones paranoicas de un Woody Allen tropicalizado.

—A eso se le llama estética, ¿no? —señalé.

—Sí, sí. Eso es la estética —agregó con frialdad.

Esa reunión inicial con Boero, desde luego, fue transitoria y frívola, incluso descortés.

La segunda vez que lo topé, todo fue muy diferente. Me enteré que, en esos días, en el mismo paraninfo, Boero se encontraba desarrollando un ciclo de conferencias académicas sobre los principios del magnetismo molecular. Yo estaba hospedado en un hotel cercano a la universidad y, sin planearlo tanto, acabé asistiendo a la parte final de una de las conferencias. El auditorio se hallaba repleto de estudiantes. Cuando Boero terminó su disertación, la gente lo rodeó; cuando anunciaron que un brindis se ofrecía en el local contiguo, la gente lo abandonó sin más. En seguida, aproveché para abordarlo. Boero me reconoció como “el poeta de la otra noche”; no me molesté por eso.

Esta segunda vez, pese a que lo noté incomodado por mi tosquedad para discutir temas científicos, la plática con Boero fue efusiva y duró más de tres horas. Antes que la primera hora se cumpliera, él intentó describirme su teoría sobre la esfericidad de la realidad.

—He venido sospechando que la constitución de cada objeto que vemos o tocamos es redonda —me explicó Boero—. Nadie ignora que la unidad matriz de la materia no desintegrada, el átomo, es una esfera. Igual sucede a niveles superiores.

—¿En qué fundamentos se apoya? —le pregunté.

—La curvatura del universo, tan difundida por los estudios de Einstein, me da la razón. Si usted fuera uno de mis colegas, le hablaría con fórmulas cuánticas. Lamentablemente, no es el caso. Con usted tengo que recurrir al idioma y eso complica el asunto.

—Entiendo.

—Mire. Todo trozo de materia, incluidos usted y yo, se ubica linealmente en los fractales curvos que integran el universo. Cada fractal, por su parte, moldea lo que contiene dentro de sí. Al estar en lo interno del fractal, usted y yo somos seres redondos.

—O sea que la combadura del fractal hace las veces de una horma, un molde.

—Exacto. Así como nos parece que la sangre toma la forma del jarro en que se la vierta, nosotros y el resto de objetos nos apropiamos de la forma curva del universo.

—Me va a disculpar —aclaré yo, escéptico—. La práctica contradice en mucho esa presunción.

—Escuche. Mi tesis plantea que los sentidos, sean el tacto o la vista, nos transmiten formas irregulares que no equivalen al objeto real que observamos. El cerebro procesa de esa manera las formas esféricas, las transforma. Un escritorio, un edificio, un semáforo, un animal cuadrúpedo… todos son redondos. Los límites sensoriales llevan al individuo a ver cada cosa con forma propia y definida, tal y como el ojo misceláneo de una mosca la hace habitar realidades fragmentarias y plurales.

—Como quien dice, usted está desempolvando “la cosa en sí” de Kant.

—Probablemente sí —expresó; mientras los anteojos se le escurrían por la nariz—. En efecto, me propongo restaurar las proposiciones de Parménides sobre la preponderancia de las esferas.

—Las bolas de Parménides...

—Sí, sí...

—Lo que noto utópico y remoto es la comprobación de sus especulaciones.

—Amigo, la teoría no es especulativa. Yo parto de un conjunto de hechos y no de disparates.

—¡Insisto en la comprobación! —exclamé.

—Como ejemplo le voy a dar un hecho —se detuvo por cinco segundos, secó el sudor en su frente y prosiguió—. ¿Por qué los videos de los astronautas nos enseñan una Tierra redondeada? Sencillo: porque la Tierra está captada desde el diámetro de su fractal. Y está captada, además, en el vacío, donde los sentidos no perturban la proyección terrestre en su estado puro, en su estado verdadero. Reflexione usted… si la Tierra estuviera encerrada en otra Tierra, la veríamos cuadrada o achatada.

—Pero la comprobación que yo le reclamo es experimental —protesté.

Boero caviló como para tomar una determinación grave y feliz:

—Mi hipótesis tiene por aspiración final el afinamiento de una etapa práctica. En ese proyecto trabajo en la actualidad. He instalado cerca de aquí un salón provisional de experimentos. Si es su deseo, lo invito a presenciar demostraciones parciales de lo que le he dicho.

—Como quiera —dije yo.

Salimos del paraninfo. Boero me encaminó en una travesía de pasillos, persianas, aulas desocupadas y paredes sin pintar. Íbamos apresurados. Por cortesía, creo, confesó que le interesaba mi opinión literaria del asunto. Yo no pude más que citar dos o tres autores que referían ideas afines o —rectifico— citar un autor que refería a otros autores que referían ideas afines: con su fenomenología de lo redondo, Gaston Bachelard precedía los nombres de Jules Michelet, Rainer Maria Rilke y Karl Jaspers. Mi aporte no podía ser mayor que ese: cuatro apellidos, cuatro alusiones textuales. Boero fingió asombro respecto de lo que me había oído decir. Me solicitó que volviera a citar a Jaspers.

—Lo que él afirmó es que “toda existencia es en sí redonda”.

—Claro. “Jedes Dasein scheint in sich rund” —redundó Boero, trasladando la cita a su idioma original.

Nos aproximamos al portón de una bodega desvencijada. Boero destrabó el candado con una llave que sacó de su pantalón y prendió dos reflectores para iluminar el cuartucho. Distinguí una larga mesa cubierta por toldos grises; Boero la destapó y sobre ella colocó una caja de cartón de la que extrajo una consola de metal. Conectó la consola a unos cables que a lo ancho atravesaban el embaldosado.

—Esto que puse aquí es un diafragmador de globulosidad —tocó la consola—. La lámina que se abulta en este costado del diafragmador funciona como pantalla de refracción. Acérquese más.

Me acerqué a la mesa. La lámina de la consola, que antes era una pizarra vidriosa, se oscureció.

—¿Es normal que se nuble? —interpelé al profesor.

—Es normal —aseguró; me entregó una estatuilla de yeso—. Colóquela frente a la pantalla —dijo.

La figura de la estatuilla rebotó encima de la lámina hasta teñirse de un azul renegrido. De pronto, ese reflejo azul se condensó, produciendo una circunferencia turbia.

—Esa es la dimensión discoidal del universo —especificó—. El aro nebuloso que se deja ver allí es una visión borrosa de la esfericidad del muñeco de yeso. Si usted cambia de ubicación al muñeco, el aro se mueve.

Hasta el cansancio, repetimos ese procedimiento con una tasa de porcelana, un ventilador, un bloque de hierro, un reloj. Pudimos reflejar circunferencias de variadas proporciones, siempre simétricas y azuladas.

Boero, cauteloso, guardó la consola dentro de la caja de cartón. Luego, tapó la mesa. Nos despedimos por medio de señas, ninguno habló. Recorrí las calles pensativo y regresé al hotel con un repertorio de ideas atormentándome la paciencia.

Lo anterior aconteció hace escasos años.

No volví a saber del uruguayo sino sólo hasta ayer, por la mañana, cuando recibí la correspondencia del correo postal. Se trata de una misiva que el profesor Edmundo Boero me dirige, escuetamente, desde Montevideo:

 

Respetado amigo:

Tal vez, el envío de esta carta lo hará extrañarse de algún modo. Es propósito mío informarle que mis conjeturas sobre la redondez han tenido un giro considerable. Vía experimentación, he averiguado que es otra la forma geométrica que está en juego (suerte de plano cuadriforme con ángulos desordenados). Esto ha forzado la reformulación general de mi teoría. Lo esférico no es contundente.

Hoy me preocupa más la paralelepipeidad de los objetos, del universo en sí. Estoy seguro que usted disfrutaría del nuevo diafragmador de cuadrantes que he construido, ya me figuro la cara de sorpresa que pondría al verlo funcionar.

Cordiales saludos.

Atte.: E. Boero.

 

Posdata: por favor, acúseme recibo.

 

Mayo, 2004.

 

 

 

 

 

 

 

 

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