ALFARISMO, MASONERÍA Y ESTADO REPUBLICANO

 

Por Jorge Nuñez Sánchez,

Fundación Equinoccial.

 

Toda evaluación histórica del alfarismo debe necesariamente analizar el papel que la revolución liberal tuvo en la consolidación definitiva del Estado nacional.

 

Pero esto, a su vez, sería un ejercicio estéril si no se enmarcara dentro del proceso general de construcción del Estado republicano desarrollado a lo largo del siglo XIX, y en el que la Masonería y los masones tuvieron un rol fundamental.

 

La Masonería es una institución que estuvo hermanada a la historia de la nación ecuatoriana desde los matinales orígenes de ésta y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad estuvieron presentes en nuestra historia desde la época de Eugenio Espejo y su "Escuela de la Concordia" hasta los tiempos actuales.
 

De ahí que podamos afirmar que esta institución filosófica fue el principal agente difusor del pensamiento ilustrado, las ideas de independencia, los principios políticos republicanos y finalmente de muchos proyectos de reforma social aplicados en el país, contribuyendo con su acción a cimentar la vida pública y los derechos ciudadanos.

 

Desde fines del siglo XVIII, la Masonería aportó al país una alternativa de pensamiento libre frente al cerrado monopolio ideológico del sistema colonial.

 

Y desde los albores del siglo XIX le brindó a la sociedad un corpus de ideas útiles para su desarrollo social y cultural: independencia nacional, democracia republicana, libertad de pensamiento, libertad de prensa, tolerancia política y religiosa y Estado laico fueron algunas de las ideas-fuerza que la Masonería ecuatoriana aportó para el progreso de la república.

 

Así, pues, la objetividad histórica exige reconocer que sin el ideario de la Masonería, y las acciones y luchas concretas de los masones, la república no habría sido la misma y el pueblo ecuatoriano no hubiera alcanzado muchas de sus libertades públicas, o al menos no en el tiempo y con las características con que efectivamente las alcanzó.

 

A través de una labor silenciosa y constante, desarrollada en la reserva de sus logias, la Masonería formó moralmente a generaciones enteras de intelectuales y los impulsó hacia la conquista de un amplio horizonte de derechos ciudadanos.
 

En sus templos se forjaron espíritus combativos y libérrimos como los de José Antepara, José Joaquín Olmedo, Francisco María Roca, José de Lamar, Vicente Rocafuerte, Antonio Elizalde, José María Urbina, Francisco Robles, Juan Montalvo, Pedro Moncayo, Pedro Carbo, Luis Vargas Torres, Eloy Alfaro, José Peralta, Alfredo Baquerizo Moreno, José Vicente Trujillo, Luis Napoleón Dillon, Pío Jaramillo Alvarado, Jorge Carrera Andrade, José de la Cuadra, Benjamín Carrión, José y Alfonso Rumazo González, y Rafael Morán Valverde, quienes a su vez, por medio de su palabra y de su ejemplo, contribuyeron a educar a las nuevas generaciones

en una escuela de libertades y de amor a la Patria.

 

Es poco conocido, pero cada vez más estudiado, el papel que la masonería tuvo en la gestación y desarrollo del pensamiento ilustrado hispanoamericano.

 

En el caso del antiguo Virreinato de la Nueva Granada, fue trascendental el papel que cumplieron hombres como el santafereño Antonio Nariño y los quiteños Eugenio Espejo y Juan Pío Montúfar, quienes fundaron las primeras logias masónicas de Bogotá y Quito, respectivamente, y las convirtieron en centros de reflexión patriótica. En el caso particular de nuestro país, fue la logia masónica "Ley Natural", presidida por Montúfar, el núcleo espiritual en el que se gestó el llamado "Primer grito de la Independencia", en 1809, a consecuencia del cual se constituyó la "Junta Soberana de Quito", presidida por el mismo Montúfar e integrada por otros destacados miembros de esa organización.

 

 

Otro escenario privilegiado para la difusión del pensamiento liberal-masónico fueron las Cortes de Cádiz (1811-13), donde una amplia mayoría de diputados de ambos continentes pertenecía a las logias francmasónicas.

 

Así, en la Logia "Integridad Nº 7" de aquel puerto compartían ideas los diputados españoles y americanos, destacando entre estos últimos los diputados quiteños José Mejía, Juan José Matheu y José Joaquín Olmedo.1

 

Finalmente, cabe resaltar la notable contribución hecha a la independencia hispanoamericana por las logias lautarinas formadas por Francisco de Miranda, a partir de 1795, bajo autorización del Supremo Consejo de la Masonería Primitiva de Francia.

 

Esas logias, de carácter ultrasecreto, tuvieron como fin específico la preparación de la independencia hispanoamericana.

 

Se llamaron "Lautaro" Nº 1, "Caballeros Racionales" Nº 2 y "Unión Americana" Nº 3.2

Para el primer grado de iniciación en ella era preciso jurar trabajar por la independencia de América; y para el segundo,hacer profesión de fe democrática y republicana.

 

3 Estas logias vinieron luego a América y coordinaron las campañas libertadoras.

La "Lautaro" avanzó con el ejército de San Martín desde Buenos Aires a Chile y luego fue al Perú.También fue lautarina la logia "Estrella de Guayaquil", fundada hacia 1810 por José de Antepara, siguiendo instrucciones de Miranda.

 

Fue ella quien preparó y dirigió la independencia del puerto y organizó luego la Junta de Gobierno, presidida por José Joaquín Olmedo e integrada totalmente por masones, y que tomó como primeras medidas la abolición de la Inquisición, la fundación de escuelas públicas y el establecimiento efectivo de la libertad de imprenta.

 

Pero el accionar masónico no fue fácil, porque el aparecimiento del Estado Republicano generó choques con la otra gran institución histórica de Hispanoamérica, que fungía como única heredera del sistema colonial: la Iglesia, cuyas funciones traspasaban el campo estrictamente religioso para alcanzar otros ámbitos propios de la autoridad pública, tales como el juzgamiento de delitos, el cobro de tributos, el manejo de la educación y la colonización de territorios.

 

Siguiendo el ejemplo de la monarquía española, los líderes de Colombia impusieron el patronato estatal sobre la Iglesia, para marcar la absoluta soberanía y hegemonía del Estado republicano.

 

Además, eliminaron a las Comisarías de la Inquisición y prohibieron la censura eclesiástica a la publicación o importación de libros.  Colombia también dispuso la supresión de conventos menores; fijó en veinticinco años la edad mínima para profesar como religiosos; suspendió el nombramiento de prebendas eclesiásticas vacantes, en beneficio del erario nacional; liberó del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y plantaciones del país, y reguló el cobro de derechos eclesiásticos, en busca de eliminar abusos contra la ciudadanía.

 

Una vez disuelta la Gran Colombia y constituida la República del Ecuador, los masones ecuatorianos jugaron un importante papel en la conformación y afianzamiento institucional del naciente Ecuador, aunque no fue nada fácil la transición del sistema colonial al republicano, en razón del enorme peso que seguía teniendo la vieja estructura, que resistía a todos los esfuerzos

de reforma social.

 

Por el contrario, el Estado ecuatoriano pasó a ser manejado por la aristocracia terrateniente, que sustituyó el despotismo monárquico por un presidencialismo igualmente despótico. ¿Cómo cambiar esos malos hábitos o abiertas perversiones del sistema republicano?

 

¿Cómo estimular la formación de una verdadera ciudadanía, que fuera consciente de sus deberes y derechos y pudiera contrapesar, con su presencia y acción, al bloque de poder clerical-terrateniente?

 

 

Esas fueron las inquietudes que angustiaban a los masones y otros hombres ilustrados del naciente Ecuador.  Ellos aspiraban a consolidar una república igualitaria, justa, democrática y tolerante, donde los viejos fanatismos inquisitoriales de los curas y el espíritu aldeano de los hacendados fuera progresivamente sustituido por una cultura liberal, tolerante y abierta al progreso nacional.  Y no era que esos masones del Ecuador decimonónico fueran ateos y anduvieran empeñados en destruir a la religión católica y a la Iglesia, como afirmaba el clero fanatizado.

 

Todo muestra que, por el contrario, eran sinceros cristianos y gentes de recta moral, pero que defendían el derecho a pensar con su propia cabeza. Obviamente, la Iglesia católica resistió por muchos medios a la soberanía del poder republicano.

 

El conflicto político-religioso alrededor del Patronato Estatal cubriría prácticamente todo el siglo XIX y comienzos del siglo XX.  Y, en sus diversas etapas, los masones ecuatorianos actuarían siempre como defensores de la soberanía nacional y el interés público, que hallaban simbolizados en esta institución jurídica.

 

Así, el gobierno de Vicente Rocafuerte sostuvo con firmeza este principio y se respaldó en él para sancionar los excesos políticos de la Iglesia y para secularizar el antiguo colegio dominicano de San Fernando.

 

Posteriormente, en la Convención Nacional de 1845, volvió a debatirse este tema, actuando como defensor de los intereses eclesiásticos el diputado y canónigo cuencano Villamagán 4 y como defensor de la soberanía republicana el doctor Pedro Moncayo, diputado por Imbabura."5

Cuestión importante a reivindicar es que la Masonería, institución fundamentalmente educativa, le dio a la política republicana un horizonte ético y un cuerpo de principios ideológicos, superando así el ruin nivel impuesto por los apetitos oligárquicos y los intereses caudillistas.

En una república naciente, donde los únicos actores de la vida política eran las oligarquías regionales, se volvió urgente iniciar la educación del pueblo soberano, para que algún día éste pudiera reivindicar sus derechos y conocer debidamente sus deberes.

 

De ahí que la Masonería se preocupó por educar en sus templos a una nueva elite intelectual y política, que fuera capaz de consolidar el proyecto republicano y de llevar a la práctica sus ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. 

 

Y como parte esencial de esa tarea educativa, enseñó a sus adeptos el principio de que el ejercicio del poder no es un lucro ni una prebenda, sino un servicio público que debe ser ejercido con responsabilidad.

 

Buen ejemplo de ello fueron las admonitorias palabras con que José Joaquín Olmedo, Presidente de la Convención Nacional de 1835, entregó la banda presidencial a su hermano masón Vicente Rocafuerte, elegido Presidente de la República: "El poder público no es una propiedad que se adquiere, no es un fuero, no es un premio que la nación concede; es una carga honrosa y grave, es una confianza grande y terrible que lleva consigo grandes y terribles obligaciones..."

Otras enseñanzas inculcadas por la Masonería a sus adeptos, siguiendo los preceptos de su antigua tradición educativa, fueron las referidas a la tolerancia religiosa, la libertad de cultos y el libre pensamiento.

 

 

Particular empeño puso en sembrar en la sociedad la virtud de la tolerancia, rechazando toda afirmación dogmática y todo fanatismo, promoviendo el respeto a la opinión ajena y defendiendo la libertad de expresión, todo ello con miras a establecer una cultura de paz y entendimiento y a eliminar los prejuicios de toda índole.

 

Y para ello, la Masonería no dudó en enfrentarse a una Iglesia prepotente, que se veía a sí misma como el único referente moral de los pueblos, a los que concebía como masas inmaduras y peligrosas, siempre expuestas a la degradación moral y a la anarquía.

 

La Masonería se irguió entonces como abanderada de las nuevas ideas que sustentaban el poder republicano.  Frente a los viejos conceptos políticos que abanderizaba la Iglesia (poder de origen divino, necesidad de un orden estamental, intrínseca peligrosidad de las masas), la Masonería levantó y popularizó ideas tales como el "contrato social", la soberanía popular, la organización democrática del Estado y la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

 

Es más, inspirándose en las ideas de Rousseau, argumentó acerca de la intrínseca bondad del pueblo y de su capacidad de autorregulación moral, con lo cual la idea religiosa del "monstruo en calma" pasó a ser cotejada con el concepto liberal de "pueblo soberano".

 

Sobre tal piso conceptual, los masones ejercitaron desde la prensa, el parlamento, las instancias municipales o los foros académicos la crítica al viejo orden de ideas y reivindicaron el derecho de los ciudadanos al libre pensamiento, a la libertad de cultos, a la tolerancia religiosa y a la oposición civilizada frente a los abusos o excesos del poder.  Y el medio principal que los masones escogieron para ejercitar y promover la libre expresión de las ideas fue el uso de la imprenta, por lo cual promovieron la importación de imprentas y la consagración legal de la libertad de imprenta, que comenzó con la emisión de un "Reglamento de Imprenta" por la Junta de Gobierno de Guayaquil, en noviembre de 1821.

 

Obviamente, esa irrupción del pensamiento libre no podía ser aceptada sin resistencia por los sectores tradicionalistas y oscurantistas, como lo prueban persecución y masacre de los masones de "El Quiteño Libre" por parte del corrupto y brutal gobierno de Flores, o las excomuniones dictadas por vicarios y obispos contra periodistas, políticos o pensadores que

criticaban sus excesos o defendían libertades públicas.

 

En fin, otro espacio de acción de la Masonería fue la resolución de los grandes problemas sociales heredados de la colonia, tales como la esclavitud de los negros, el tributo de los indios y el concertaje que oprimía a los trabajadores agrícolas.

 

Pero enfrentar estas cuestiones significaba atacar la esencia de la estructura oligárquico-terrateniente, de la que la Iglesia formaba parte fundamental, en calidad de principal propietaria latifundista del país.

 

Así, esa estructura se opuso a los proyectos de reforma social del gobierno de Rocafuerte, a la manumisión de los esclavos decretada por Urbina y a la supresión del tributo de indios dictada por Robles. En este último caso, la oligarquía terrateniente apeló al recurso de las armas y al federalismo, desatando una guerra civil que casi liquidó al país. Cuando el país logró ser nuevamente reunificado, bajo el liderazgo de Gabriel García Moreno, se implantó un Estado Oligárquico en el que la Iglesia y la aristocracia terrateniente instituyeron una suerte de "teocracia" medieval, presidida por un tirano ilustrado, pero implacable y cruel.  En el ámbito de las libertades ciudadanas, fue sin duda la época más sombría de la República. Entonces, en medio el imperio del fanatismo, los masones salieron en defensa de los intereses nacionales y de los derechos ciudadanos.

 

Uno de ellos fue el doctor Pedro Carbo,6 quien denunció ante la opinión pública el Concordato firmado con la Santa Sede, instrumento que contenía disposiciones contrarias a la soberanía nacional, atentatorias contra la Constitución del Estado y peligrosas para la libertad y dignidad humanas. Juan Montalvo, por su parte, usó su pluma para ejercitar una prédica moral laica, con miras a formar éticamente a la juventud y prepararla para el derrocamiento de la tiranía garciana.

 

La respuesta dictatorial fue la emisión de la tristemente famosa "Carta Negra", llamada así por su siniestro contenido, conculcatorio de las libertades ciudadanas.

 

En ella se impuso como primer requisito de ciudadanía el ser católico (art. 10).  Igualmente, se estableció como causal de suspensión de los derechos de ciudadanía el hecho de "pertenecer a las sociedades prohibidas por la Iglesia" (art. 11), lo cual implicaba poner fuera de ley a la Masonería y a cualquier otra organización filosófica, política o religiosa que desagradara al clero o al poder.

 

 

LA REVOLUCIÓN ALFARISTA

 

Es sobre ese mar de fondo que debe entenderse la Revolución Alfarista de 1895, por medio de la cual las fuerzas progresistas del Ecuador decimonónico ejecutaron las tareas pendientes de la reforma liberal. Esa revolución fue también la culminación de la larga lucha de los masones

ecuatorianos por consolidar el Estado Republicano.  Y no podía ser de otra manera, puesto que la mayoría de los grandes actores del proceso revolucionario eran masones y compartían el ideario republicano levantado por sus antecesores en la Orden, que lideraran en su hora la lucha por un Estado laico: Vicente Rocafuerte, Pedro Moncayo, Antonio Elizalde, José M. Urbina, Juan Montalvo, Pedro Carbo y Luis Vargas Torres.

 

Una vez iniciada la revolución, fue la jerarquía eclesiástica quien levantó la bandera contrarrevolucionaria.  El obispo Schumacher, de Manabí, organizó a las fuerzas católicas para la guerra civil, mientras el Arzobispo de Quito incitaba a las masas católicas de la Sierra a la "guerra santa".  Por su parte, los obispos de Riobamba y Loja atizaban el fuego del conflicto en sus jurisdicciones.  La entrada de Alfaro en Quito en medio de los aplausos de la multitud, el 4

de septiembre de 1895,  no marcó el fin de la guerra civil ecuatoriana sino el inicio de su segunda fase, que habría de durar varios años más, a través de continuos alzamientos armados de los conservadores y el clero, quienes incluso llegaron a retomar Cuenca el 5 de julio de 1896 y a invadir reiteradamente al Ecuador desde Colombia, siendo finalmente vencidos por el

ejército radical.

 

La toma del poder por el radicalismo fue solo el comienzo de un amplio esfuerzo de renovación y modernización de la sociedad ecuatoriana. En cuanto al programa revolucionario, su mejor definición fue quizá el "Decálogo Liberal" publicado en el periódico "El Pichincha" bajo el seudónimo "Somatén", que planteaba:

 

 1º.- Decreto de manos muertas.

 2º.- Supresión de conventos.

 3º.- Supresión de monasterios.

 4º.- Enseñanza laica y obligatoria.

 5º.- Libertad de los Indios.

 6º.- Abolición del Concordato.

 7º.- Secularización eclesiástica.

 8º.- Expulsión del clero extranjero.

 9º.- Ejército fuerte y bien remunerado.

10º.- Ferrocarriles al Pacífico."

 

En síntesis, se trataba de una revolución de carácter laico y con fuerte acento anticlerical, que se proponía separar radicalmente al Estado de la Iglesia, refrenar toda intromisión clerical en la política, nacionalizar y secularizar al clero, nacionalizar los bienes de manos muertas y extirpar

del país a las órdenes religiosas, por considerarlas instituciones socialmente parasitarias y económicamente acaparadoras de bienes ajenos.

 

Paralelamente, por medio de la educación laica se buscaba democratizar la acción del Estado, limitar la influencia ideológica de la Iglesia y los sectores conservadores, y crear una nueva conciencia ciudadana, proclive al libre pensamiento y a la tolerancia.

 

Adicionalmente, contando, como contaba, con el decidido respaldo de unos pocos sacerdotes revolucionarios, que actuaban junto al pueblo y contra los mandatos de su jerarquía, la revolución pretendía estimular el desarrollo de una "iglesia nacional y popular", que se levantara como una alternativa frente a la iglesia oligárquica existente, dominada en buena medida por obispos y sacerdotes extranjeros.

 

Pero el alfarismo no solo tuvo que enfrentar a sus enemigos del bando clerical-conservador, sino también a muchos liberales de la vieja escuela, que actuaban como lastre e impedían el ascenso político de la revolución. Esas resistencias externas y contradicciones internas explican las limitaciones que tuvo en la práctica la reforma liberal, vista a la luz de sus propias aspiraciones iniciales o de las metas proclamadas por sus sectores más radicales.

 

Sin embargo, sus medidas de laicización del Estado y la sociedad ecuatorianos abarcaron una cantidad de aspectos y contribuyeron a democratizar la vida social.

Esas medidas fueron básicamente las siguientes:

 

1.- La separación del Estado y la Iglesia.

En la Convención Nacional de 1896-1897, el grupo radical buscó consagrar en la nueva Constitución el principio de la más amplia libertad de cultos, mientras que el bando liberal defendió el reconocimiento de la religión católica como la oficial de la república.

 

Lo más que consiguieron los radicales fue que entre las garantías constitucionales se hiciera constar ésta: "El Estado respeta las creencias religiosas de los habitantes del Ecuador y hará respetar las manifestaciones de aquellas.

 

Las creencias religiosas no obstan para el ejercicio de los derechos políticos y civiles".  Luego, tras tensas y duras negociaciones con el Vaticano, el gobierno alfarista promulgó la Ley de Patronato, por la que el Estado -siguiendo las huellas de la monarquía española- impuso su soberanía sobre la Iglesia, aunque no rompió el vínculo entre ambas entidades.

 

Posteriormente, durante el gobierno de Plaza se aprobaron y pusieron en ejecución algunas avanzadas medidas anticlericales, que fijaron definitivamente la separación del Estado y la Iglesia en el Ecuador.

 

Una de ellas fue la creación, en 1900, del "Registro Civil" de las personas, que vino a sustituir al registro de actos eclesiásticos que la Iglesia había mantenido tradicionalmente en sus parroquias y en el que se anotaban el bautizo, matrimonio y defunción de los fieles.

 

Otra fue la Ley de Matrimonio Civil, expedida el 3 de octubre de 1902, que puso bajo control del Estado la unión matrimonial de las personas y su separación legal, cuestiones hasta entonces controladas por la Iglesia y colocadas bajo el Derecho Canónico.

 

Otra fue la Ley de Cultos, expedida el 12 de octubre de 1904; por la que se permitió el ejercicio de todo culto religioso que no fuese contrario a las instituciones o a la moral, se prohibió que las autoridades eclesiásticas ejercieran cargos de elección popular, se prohibió la inmigración y creación de comunidades religiosas, se sometió a conventos y monasterios al control de las Juntas de Sanidad e Higiene, se estableció que solo los ecuatorianos por nacimiento podían ejercer altas prelaturas eclesiásticas o presidir órdenes religiosas y se fijaron disposiciones de control estatal sobre los bienes y rentas eclesiásticos.

 

Desde luego, todo ello provocó la airada reacción de la jerarquía eclesiástica, que acusó al Estado de haber instituido el "concubinato público", de haber legalizado las herejías y falsas doctrinas religiosas y de pretender aherrojar a la Iglesia bajo la férula de la masonería.

 

Durante la segunda administración del general Alfaro, una nueva Asamblea Constituyente dictó la avanzada Constitución de 1906, en la que se consagró el verdadero espíritu de la revolución liberal:  Separación absoluta del Estado y la Iglesia y supresión de la religión oficial.

Libertad de enseñanza.

 

Educación pública laica y gratuita, obligatoria en el nivel primario. Absoluta libertad de conciencia y amplias garantías individuales. Prohibición de ser electos legisladores los ministros de cualquier culto.

 

2.- La educación "pública, laica y gratuita".-

Como herencia del régimen garciano, todo el sistema educacional público estaba controlado por la Iglesia.

 

Por ello, el Estado liberal se abocó a la creación de un sistema educativo nacional y democrático.   La Ley de Instrucción Pública (1897), estableció la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, que más tarde fue perfeccionada.

 

Luego se crearon el Instituto Nacional Mejía, de Quito, las escuelas normales de Quito y Guayaquil, para la formación de los nuevos maestros laicos.  A partir del segundo gobierno de Alfaro, se consagró la educación pública laica y gratuita, obligatoria en el nivel primario.

Y esto tocó el punto más sensible de la ideología religiosa, cual es el control de las mentes y los espíritus humanos a través de la educación.

 

3.- La supresión del diezmo eclesiástico.-

Otra radical medida del alfarismo fue la supresión del "diezmo", tributo religioso por el cual todos los productores y casi todas las producciones de la República estaban obligados a aportar a la Iglesia el diez por ciento de su producto anual o un valor equivalente.

 

Su producto se destinaba al sostenimiento del aparato eclesiástico y al enriquecimiento de la Iglesia Católica, que por este y otros medios acumulaba ingentes riquezas.  Con estos antecedentes, la Asamblea Nacional Constituyente de 1897 decretó la supresión del diezmo, privando de su base de sustentación económica del poder clerical, que con las armas en la mano seguía combatiendo al régimen liberal.

 

Durante el gobierno del general Leonidas Plaza, se ratificó la prohibición del cobro del diezmo y se prohibió el cobro de primicias, derechos mortuorios y otras gabelas religiosas.

 

4.- La nacionalización de los "bienes de manos muertas".

La idea de la nacionalización de los bienes de manos muertas fue planteada ya por los liberales españoles del siglo XVIII y discutida a fondo en las Cortes

Constitucionales de Cádiz, en 1812.

 

En esencia, se consideraba que eran bienes obtenidos ilegítimamente por la Iglesia, mediante coacción moral a enfermos o moribundos, y que además no entraban al mercado de bienes raíces. Sobre esos argumentos del liberalismo europeo, los liberales hispanoamericanos los nacionalizaron en varios países, siendo el primero de ellos el mariscal Sucre, en su calidad de Presidente de Bolivia.

 

Los alfaristas hicieron lo propio en 1908, asignando esos bienes fueron a la recién creada Beneficencia Pública, para el sostenimiento de casas de protección de menores, hospitales y asilos de ancianos.

 

LA ACCIÓN INTERNACIONAL DE ALFARO

 

Si vemos a la revolución del 95 en perspectiva continental, nos hallaremos con que ella formó parte de un esfuerzo coordinado de varios líderes liberales latinoamericanos, todos ellos unidos por la fraternidad masónica, para transformar sus países y establecer en ellos regímenes laicos,

democráticos y cabalmente republicanos.

 

Y quizá la mayor expresión de ese esfuerzo común fue el intento de crear una "Internacional revolucionaria",  que tuvo sus mayores gestores en los ecuatorianos Eloy y Marcos Alfaro y el nicaragüense José Santos Zelaya. Ese esfuerzo se concretó finalmente en el famoso "Pacto de Amapala", suscrito en 1894 por los presidentes Zelaya, de Nicaragua, Bonilla, de Honduras, y Gutiérrez, de El Salvador, junto el ecuatoriano Eloy Alfaro, los colombianos Rafael Uribe Uribe y Juan de Dios Uribe, y el venezolano Joaquín Crespo, pacto al que se unieron los cubanos José Martí y Antonio Maceo, el peruano Nicolás de Piérola y el panameño Belisario Porras.

 

De este modo, liberales revolucionarios de varias nacionalidades se comprometieron a prestarse ayuda mutua en los campos militar, político y financiero, con miras a conquistar un abanico de objetivos que incluían: la independencia de Cuba y Puerto Rico, la aplicación de la reforma liberal en los países centroamericanos y andinos, y la reconstitución de la Gran Colombia y la República Centroamericana, como punto de partida para un nuevo proyecto de unidad latinoamericana.

 

Una simple revisión de la cronología política de esos años muestra la seriedad con que los firmantes tomaron su compromiso y el modo coordinado con que ejecutaron sus acciones.

Crespo tomó el poder en Venezuela en 1892, entrando en Caracas de modo triunfal, el 6 de octubre de ese año. 

 

Zelaya tomó el poder en Nicaragua en julio de 1893, derrocando al conservador Roberto Sacasa.  Bonilla depuso del poder al conservador Domingo Vásquez en Honduras y asumió el mando en 1893.

 

Piérola logró coordinar a las montoneras peruanas desde 1893 y alcanzó el gobierno tras una guerra civil de dos años,en la que sus montoneros derrotaron al ejército regular.  Los liberales colombianos se alzaron en armas en enero de 1895 contra el gobierno conservador, que les había cerrado las puertas de las participación electoral, y capitularon tras una breve campaña se sesenta días.

 

Por su parte, los liberales cubanos se lanzaron en febrero de 1895 a una nueva campaña por la independencia de su país.  Alfaro, llamado por el pueblo ecuatoriano, asumió la Jefatura Suprema del país en junio de 1895 y entró triunfalmente en Quito el 4 de septiembre de ese mismo año, tras derrotar a las fuerzas conservadoras en una breve pero durísima guerra civil.

Y los liberales colombianos tomaron nuevamente las armas en octubre de 1899 e iniciaron la "Guerra de los Mil Días", ganada luego por los conservadores.

 

A más de la coordinación de sus cronogramas de acción, la fraternidad masónica que unía a todos estos revolucionarios liberales se expresó también en formas directas de colaboración político-militar, en las que Eloy Alfaro destacó notoriamente, tanto a través de sus iniciativas

políticas como de sus giras continentales.

 

En efecto, cabe precisar que el "Pacto de Amapala" tuvo como antecedentes las conversaciones mantenidas en Lima por Alfaro con el líder peruano Nicolás de Piérola (1887) y con el caudillo venezolano Joaquín Crespo (1889), donde se trató la idea de formar en el futuro una Confederaciòn de Estados Sudamericanos, que contrapesara la influencia continental de los Estados Unidos, y donde también se trató la idea de una alianza revolucionaria latinoamericana.

 

Luego, tras el triunfo de Crespo en Venezuela, Alfaro realizaría su primera gira política continental, que lo llevó primero a Chile, donde coordinó acciones con sus hermanos y coidearios del Partido Radical; luego a Buenos Aires, donde hizo lo propio con Mitre y los radicales argentinos; posteriormente a Montevideo, más tarde a Río de Janeiro y finalmente a

Caracas, a donde llegó en busca de reajustar con el gobernante venezolano sus planes políticos comunes.

 

Luego, con el apoyo financiero de Crespo, Alfaro emprendería de inmediato su segunda gira de agitador revolucionario, que lo llevaría a Estados Unidos, a México y finalmente a Nicaragua, país en el que fue acogido fraternalmente por el presidente José Santos Zelaya. Alfaro conoció ahí a un joven y brillante masón nicaraguense llamado Rubén Darío.

 

En la culminación de su esfuerzo, Alfaro promovió la celebración de un Congreso Centroamericano de Plenipotenciarios, que se reunió en 1890, en Acajutla (El Salvador), para tratar la reconstitución de la República Centroamericana.

 

Resulta obvio que esa influencia política de Alfaro estaba determinada tanto por su capacidad personal como por su condición masónica, que, en este caso, traía aparejado el hecho de que Alfaro se había iniciado masón en una logia de Costa Rica y guardaba muy estrecha fraternidad con dirigentes políticos de ese país y toda América Central.

 

Tras ello, inmediatamente retomó su acción de agitador revolucionario, viajando a Estados Unidos, Costa Rica y Panamá.  En San José de Costa Rica coordinó acciones con el gobierno liberal que presidía José Joaquín Rodríguez y tuvo tratativas fraternales con los revolucionarios cubanos José Martí y Antonio Maceo, masones como él.  Luego fue a Panamá, para concretar planes político-militares con los liberales de Belisario Porras.

 

La acción de esa internacional revolucionaria no se redujo a conversaciones y planes políticos.

Pasando de las palabras a los hechos, el presidente venezolano Joaquín Crespo entregó fondos para promover las acciones revolucionarias.

 

Lo propio lo hizo el gobernante nicaragüense José Santos Zelaya, quien entregó para la causa recursos financieros, armas y un barco, el "Momotombo", que quedó en manos de Alfaro.

 

Hubo también otras contribuciones para la causa común, de las que se conoce poco o casi nada, en razón del secreto con que se manejaron. Y no faltaron contribuciones específicas para tal o cual proceso nacional, tales como el aporte personal de mil pesos que Antonio Maceo hizo a Alfaro para la revolución ecuatoriana.

 

Los participantes del "Pacto de Amapala" habían acordado previamente que esos recursos serían usados en el país donde más próxima estuviera la revolución.

 

El barco, las armas y los recursos acopiados fueron canalizados hacia Colombia, donde los liberales se habían lanzado a una guerra revolucionaria con más voluntad que recursos y sin contar con el armamento y recursos indispensables para una larga campaña.

 

Para entonces, las fuerzas conservadoras del área coordinaban también sus acciones, en especial los gobiernos de Bogotá y Quito, que mantenían una estrecha colaboración mutua.

 

Fue así que Eloy Alfaro, identificado ya como el jefe de esa internacional revolucionaria, fue expulsado de Panamá por el gobierno colombiano de Rafael Núñez, a petición del gobierno ecuatoriano de Antonio Flores Jijón.

 

Nuestro personaje pasó entonces a Costa Rica y desde ahí emprendió una nueva gira política que lo llevó a Nueva York, a San Francisco de California, a México, a El Salvador y finalmente a Nicaragua.

 

Aquí lo esperaba un honroso decreto de la Asamblea Nacional nicaragüense, por el cual "en atención a sus altos merecimientos personales" y a "los grandes servicios prestados por él a la causa de la democracia en América Latina" se le otorgaba el grado de "General de División del Ejército de la República". Ese decreto tenía fecha del 12 de enero de 1895.

 

Cinco meses después, Alfaro recibía el aviso de que había sido proclamado Jefe Supremo de la República del Ecuador, por lo que regresó de inmediato a su país.  Una vez en el poder, Alfaro se empeñó en cumplir con las obligaciones que le imponía el "Pacto de Amapala", particularmente respecto de la guerra cubana de independencia y la revolución liberal colombiana.  Es conocido su frustrado intento de enviar tropas ecuatorianas a pelear por la independencia de Cuba, así como sus gestiones políticas ante el gobierno español.

 

También es conocido su apoyo a la lucha de los liberales colombianos, que, por desgracia, no lograron vencer a las fuerzas de contención que los conservadores habían colocado en la frontera sur, con lo cual perdieron la posibilidad de beneficiarse en mayor medida del apoyo alfarista.

 

Y tras ello se instaló en el Ecuador el gobierno de Leonidas Plaza Gutiérrez, que continuó la reforma liberal en el interior pero negó todo apoyo a la revolución colombiana. En general, los liberales colombianos sufrieron sucesivos reveses estratégicos y perdieron la guerra, lo que frustró definitivamente los planes alfaristas de unión grancolombiana y confederación sudamericana, y constituyó un fuerte golpe para esa internacional liberal, que también fue duramente golpeada por la muerte de Martí, la intervención norteamericana en Cuba y la frustración de la independencia antillana.

 

Más tarde, esa confederación revolucionaria fue afectada por nuevos sucesos de orden local, tales como la derrota y fracaso de los radicales ecuatorianos en la guerra civil de 1912, el agotamiento del pierolismo y el ascenso de los civilistas peruanos (1904) y las nuevas crisis políticas que estallaron enAmérica Central.

 

Sin embargo, el golpe de muerte se lo propinó la emergencia del imperialismo, cuyas tenazas se apretaron contra toda resistencia nacional o proyecto autonómico surgido por esos años en América Latina, como lo prueban la agresión militar anglo-ítalo-alemana a la Venezuela de Cipriano Castro, en 1902, exigiendo el pago de la deuda externa, o la artificial cesión de Panamá, ejecutada por los EE. UU.

 

para construir el canal interoceánico, o, en fin, las sucesivas agresiones norteamericanas a Nicaragua y los países del área del Caribe. Ahí terminó la historia de la masonería revolucionaria en América Latina y comenzó para la Orden masónica una época de dominación neocolonial.  En adelante, nuestras Grandes Logias nacionales pasarían a estar estrechamente controladas por la Gran Logia Unida de Inglaterra, primero, y más tarde por la Confederación Masónica Interamericana (CMI), dirigida desde los Estados Unidos.

 

Como resultado de ello, la masonería latinoamericana renunciaría a toda operatividad (es decir, a todo compromiso político) y adoptaría para sí el modelo norteamericano de labor masónica, centrado en labores de beneficencia.

 

 

1 Mejía testificó en 1810 el matrimonio de Matheu con María Felipa Carondelet, junto con el general Francisco Javier Castaños, tío de la novia.  (Eric Beerman: "XV Barón de Carondelet, Gobernador de la Luisiana y la Florida", en Hidalguía, Madrid, 1978, pp.12-13).

 

Rocafuerte se inició masón en París, en 1805, en la misma logia a la que pertenecían Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez y otros jóvenes liberales hispanoamericanos, y su iniciación ocurrió por la misma época en que Simón Bolívar fue elevado en ese taller al grado de Caballero Compañero.

 

Olmedo se inició en la Logia Integridad Nº 7 de Cádiz, en 1812, en su época de diputado a las Cortes Constitucionales de Cádiz, siendo guiado en ello por Mejía y Matheu. Pero luego se afilió paralelamente a la logia lautarina "Caballeros Racionales", por entonces radicada en Cádiz.

 

2 Según el testimonio del general peruano Rivadeneira, la logia "Caballeros Racionales" Nº 4 había sido fundada originalmente en Madrid por Pablo de Olavide, trasladándose luego a Cádiz. ("San Martín y la Masonería", estudio de la logia simbólica "San Martín" Nº 384 de la República Argentina, compilado porAlberto Levy y publicado por la revista internacional "El Heraldo Masónico" Nº 10, de abril de 1999.)

 

3 Luis Alberto Sánchez, "Historia General de América", Ercilla, Santiago,

1970, novena edición, p. 557.

 

4 Este sacerdote fue uno de los pretendidos inquisidores a los que reprendió el presidente Rocafuerte en 1835.

 

5 "Pensamiento de Pedro Moncayo", Enrique Ayala Mora editor, Corporación Editora Nacional, Quito, 1993, p. 115.

 

6 Este destacado masón había sido Vicepresidente de la Convención Nacional de 1850, reunida en Quito, y era para entonces uno de los más prestigiosos dirigentes del liberalismo ecuatoriano..

 

 

 

 

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