CAPITULO OCTAVO
EL AMOR DESTRUYE ATAVISMOS

Por cuanto hemos razonado en la filosofía sobre los vicios atávicos, resulta que son antiprogresistas: y el amor le está encomendado destruirlos.

Hay Naciones en las que el atavismo es proverbial y domina en tal forma, que los hijos se casan con quienes sus padres quieren y disponen.

De esto es Italia la más alta expresión; y por lo mismo también, en donde la mujer es más esclava y el marido un tirano, un déspota, y muy a menudo por eso se ven desobedecidos y abandonados los padres.

No hemos de negar que hay muchas y muy buenas excepciones; pero hasta hoy no han podido esas excepciones cambiar la generalidad.

En mi trato con todo el mundo, lo tengo también con familias italianas, y puedo decir que entre ellas hay muchas desgracias, porque sus padres impusieron el atavismo.

Puedo referir muchísimos casos: pero están alrededor de mí y no debo sonrojarlos de lo que ellos no son culpables, aunque sí responsables. Pero no dejaré de relatar alguno, que servirá de corolario, y en el cual callaré los nombres, substituyéndolos por letras.

Nos trasladamos a Sicilia. Hay dos familias: en una hay una hija, M. y en la otra un hijo, C. M y C. se aman. Pero los padres de M la han prometido a otro. M no lo ama y antes consiente fugarse y ser de C, creyendo que dando ese paso, tendrán que ceder sus padres, pero no sucede así. Es costumbre que no se divida un pequeño predio y no se dividirá: se casará M, heredará la mitad del predio con el heredero de la otra parte.

C, en vista de que a pesar de consumado el acto de tránsfuga, no quieren conceder permiso a la fugada M, emigra a América, donde vendrá M y unirán su existencia.

M, dado el paso anterior y en odio a sus tiranos atávicos, se emancipa a su riesgo y cae en los brazos de otro, a caso premeditando tener medios a cualquier costo, para correr cerca del emigrado C, lo que no consigue en tiempo breve. C está en Buenos Aires, donde han venido sus padres con toda la familia, y por azares de la vida, se ha casado con otra mujer, siendo un matrimonio desgraciado, aunque tienen dos hijitos.

Ha marchado a Sicilia uno de mis conocidos y casado allí por el mismo atavismo, teniendo que emigrar, abandonando a su esposa, y donde se hospeda F, sirve M, y conciertan su venida a América, donde encuentra a C padre de familia. Pero M respeta a F, y C respeta a F. Ha muerto F y C abandona su hogar, para correr tras de M. El drama está desarrollándose y quisiera ignorar el terrible epílogo que presiento; pues mis consejos a M son piedras tiradas al vacío; el objeto amado se impone, sin que valga el hogar formado fortuitamente y por imposición del atavismo de los padres de M.

Las leyes sociales, los códigos civiles y penales, son un mito ante los destinos implacables: pueden penar, extorsionar y cohibir a dos seres; pero no harán que retrasar un cumplimiento que sus espíritus saben y no pueden tener en cuenta esas conveniencias irracionales de las leyes sociales, tornillo despiadado de la plutocracia, que no quiere cejar a sus atávicas costumbres.

Ese drama es uno de los frutos del atavismo y lo podríamos enumerar por millones de millones.

Pero hay muchos valientes que rompen el atavismo y son la semilla redentora, que dará pronto frutos óptimos.

En mi “Código de Amor Universal”, en la primera parte, estudiando los matrimonios por la imposición y la conveniencia, hemos relatado casos de valor de mujeres de alta alcurnia por sus títulos, bajando la heredera opulenta de riquezas y títulos, a la categoría de las obreras; yendo con más gusto y plenamente satisfecha a llevar la comida en una cesta, al albañil, su marido, elegido y tomado por ella, que a los saraos y fiestas diarias que organizaban sus padres; encontró su amor, soñado entre los encajes de sus almohadas, en un honrado obrero albañil y entre sus manos callosas se posaban las suyas nacaradas; y aunque las otras mujeres le pedían que se dejase servir, que ya que ellas iban a la obra, le llevarían la comida, ella contestaba: ¿Y creéis, amigas de mi alma, que a mi marido, ni a mí, nos aprovecharía la comida? No, yo con vosotras, voy orgullosa; y la mujer, sirviéndole el plato a su querido esposo, le da ánimos y bríos para el trabajo; y allá va la valiente, con las mujeres del pueblo, y se sienta en el suelo a servir y a comer. En su camino encontró más de cuatro veces a las remilgadas visitas de su casa de Marquesa, y no es la valiente rompedora de atavismos la que se avergüenza: son las otras... Muñecas las que se sonrojan y bajan o vuelven las cabezas de biscuit.

Mencionado ese hecho, voy a referir otro, de no tanto valor, por ser el protagonista hombre, aunque Marqués y abogado; pero lo mismo ejemplar: los personales los conozco tanto, que hube de ayudarles, lo que pude personalmente, aquí en Buenos Aires, por el año 1906.

Hijo de Marqueses y abogado (lo llamaremos F), traba relaciones con la hija de un honrado obrero, lo que no quita para que fuese una gran belleza y de porte aristocrático; llamémosla L. En un principio, acaso predominó el amor estético; pero por unidad de sentimientos, dominó en F. el amor verdadero.

En España no es el hombre mayor de edad hasta los 25 años, ni la mujer hasta los 22, y F y L se veían contradichos, por causas opuestas: el uno por los atavismos de familia y sociedad; la otra por temor de sus padres de que aquello sólo fuera un devaneo, un amor de verano, un amor por la belleza y las formas.

No fue así empero, para la desesperación de los aristócratas y satisfacción más tarde de los obreros padres de L.
El abogado vendió su bufete y con su importe cargó con su amada, y en pobre estado, arribaron a estas playas.

Una mujer que sirviera en otro tiempo a los marqueses como lavandera y planchadora, les dio la primera ayuda; me fueron presentados en ocasión de enfermarse L, a la que F, Marqués y abogado, cuidaba, sirviéndole de enfermero, de cocinero, de lavandero y de todo, contento y ejemplarmente, solicitando socorro donde podía.

El abogado no podía ejercer sin reválida y no lo podía hacer sin recursos; le ofrecieron una colocación de administrador de una oficina de mensajeros y la desempeñó; luego consiguió entrar de corrector de un diario; más tarde, de vendedor en una gran casa de fonógrafos, y así corrió desenvolviéndose y viviendo en una pobre pieza con su amada L, la que no vaciló del amor de F., y en cuanto pudo, entró de vendedora en una casa de las grandes fantasías y retoques femeninos, levantándose poco a poco, con el noble propósito de traerse a su lado a sus padres obreros L, hasta que lo consiguieron, constituyendo una alegre familia, donde el antiguo Marqués y abogado, hecho un obrero, no tiene nostalgia de las comodidades, caballos de silla y servidumbre de librea del palacio de sus padres en Madrid, renunciando a títulos y herencia, porque tiene bastante con amar y ser amado.

¿Veis cómo el amor destruye los atavismos? Estos casos son una semilla que arraiga fácil y hoy hay muchísimos que demuestran a la vetusta Aristocracia su inconsistencia, a pesar del esfuerzo de la religión Católica y de todas las religiones, por conservar esas falacias. ¿Quién será capaz de detener la marcha del progreso?

Si F no se hubiera revelado a las costumbres atávicas, habría sido el señor, que haría esclavos a muchos semejantes y corrompido a muchas hijas del pueblo y sería el hombre de los gacetilleros ruines y serviles, no importando sus crímenes e inmoralidades. ¡Era el señor marqués!...

Como abogado, habría condenado a muchos por la influencia de la casta; y su remota conciencia y miles de seres lo maldecirían; pero estaría en el boato y candelero fantástico.

Todo esto se lo evitó el amor y su valentía de seguir sus impulsos honrados, y como obrero, vive ignorado con las mismas penurias que todos los obreros; pero satisfecho con su amor.

¿Lo han maldecido sus padres? Doloroso es. ¿Pero que importa? El hijo, ante ninguna ley natural, ni social, ni civil, ni divina, no los ha deshonrado, porque su hijo no cometió ningún delito penado por la conciencia y la moral, y está probado en que, aun a pesar de que sus padres hicieran contra el hijo todo lo que pudieron y lo llamara la policía para reconvenirlo, pudo más la razón y la honradez que las intrigas, y F no fue molestado más.

Ahora bien, ¿El atavismo en un vicio, o una virtud? Seguramente es un vicio que llega a constituir una pasión, que llamamos conservadora; que lucha siempre como titán para detener el progreso, pero que siempre es vencida por el mismo progreso, engendrado por el amor innato y por la afinización de las almas en su continuada fusión y metamorfosis con las otras almas, consiguiéndolo únicamente por la promiscuidad de los sexos.

Si no fuera por la fuerza e influencia del amor, los atavismos serían los que triunfarían siempre, especialmente en lo que respecta a las castas y razas, y el mundo no podría progresar en la unidad de ideas, y por tanto la fraternidad humana sería un sueño, y la paz jamás podría asentarse.

¡Pero la ley dominadora es tan sabia, que aun de esos mismo atavismos se sirve para la fusión de las naciones y por ende de las razas, aunque conservarán las castas y las clases, pero abordeneadas, cuyos frutos no darán semillas germinativas, y pronto desaparecerá la casta y la clase, que se quiere conservar a través de la fusión de las naciones y razas!
Nos referimos, en este punto, al empeño atávico de que los hijos de una familia real se hayan de casar también con miembros de una familia real, y aquí sabe imponerse la ley dominadora, del modo más sencillo y culminante.

Esos matrimonios son generalmente impuestos por las leyes de sucesión y aun las sálicas, excluyendo a las hembras y sus descendientes; por lo cual se ha procurado unirlas a otros príncipes herederos, para conservar, por lo menos, la casta y la clase.

Pero como no es general que haya en la misma familia una princesa conveniente para hacerla Reina consorte, acuden a buscarla a reino extraño, y quieran que no, tratando de conservar los atavismos plutócratas, funden dos razas en aquella unión.

Si tal es el arraigo de la ley de una Nación, que se obligue al príncipe a casarse con una de su misma familia y sangre, ésta, que no recibe la savia de un nuevo ingerto, da hijos famélicos, débiles o cretinos, y acaba la familia por consunción.

Lo mismo sucede cuando por los atavismos hereditarios, se aferran en casar a descendientes de la misma sangre, que a la tercera generación ya no son hombres los que nacen sino en la figura, pero degenerados.
Por todo lo expuesto, que los fisiólogos y biólogos no han podido menos que estudiar y dar reglas para evitar la degeneración de la especie humana, son concordes en recomendar el matrimonio fuera de lazos consanguíneos; y por lo tanto, se requiere que será el amor el que unirá a dos seres que no llevan la misma masa en su sangre.

Unidos dos seres de diferente sangre y diferentes atavismos por consiguiente, el fruto que darán no puede ser que herede de uno solo de sus progenitores, y por lo tanto, habrá metamorfoseado los atavismos de los dos y no puede ser (en general) que sea con retroceso.

Ya el mismo amor de los cónyuges deja de lado las costumbres atávicas de ambas familias, porque el esposo no debe imponer los suyos a los de su esposa, salvo en el caso difícil e improbable, que coincidan en los mismo atavismos.

Si esto ocurre, no busquéis en aquel hogar puntos para el progreso, desde que son incorregibles conservadores, aunque tengan y sean de ideas liberales, que si lo son de éstos últimos, más bien serán exaltados y temerarios; y sólo siendo muy morales y sabios, podrá ser provechosa su labor a la sociedad.

A menudo oiréis decir a esos conservadores: “Sigo las costumbres de mis padres”; “Así lo manda la religión”; o “Así lo quieren las costumbres sociales”. Son tangentes acomodaticias que revelan el miedo al progreso: no tienen disposición a incomodarse por nada, ni por nadie; son egoístas interesados, pero se creen con derecho al progreso que otros que mataron los atavismos traen.

Les retrucáis a éstos que: tu padre no anduvo en tren, ni en tranvía, ni en automóvil, ni usó la luz eléctrica. ¿Porqué la usa usted si no las usaron las que V. no quiere aventajar? -¡Oh!... eso es cosa del progreso del tiempo, de la evolución de los hombres y de la sociedad a la que pertenezco. -Sí, es de la evolución de los hombres; pero V. no ha evolucionado en las ideas y el progreso es a causa de la evolución de las ideas. V. debe cabalgar en carreta, como sus padres; vestir a su usanza burda y privarse de la celeridad de la locomoción y de la comodidad de la fuerza y luz eléctrica; esperar un año a recibir las noticias de otro continente; no puede usar el telégrafo y el teléfono, ni operar en los Bancos, guardando sus pesos en sus arcones, que lo obligarían, como a sus padres, a darles curso en obras y labores, y en fin, V. no puede participar de la higiene y confort de la ciudad y la casa, con baño, aguas corrientes, ascensor, etc., etc., porque todo eso es solamente hecho por los que han matado los atavismos, contra los que V. predica, porque han roto el patrón estrecho de sus padres... -Tengo derecho, porque lo pago, os contestará el conservador. Y ahí tenéis reducida toda su moral y sentimientos; el dinero le da derecho a consumir lo que no produjo y obstaculizó, descubierta o tácitamente; pero no le ocurre pensar que si no se hubieran sacrificado otros venciendo sus atavismos por su descubierta razón de progreso, no podría comprar con todo su dinero la comodidad que no existiría. Lo que prueba que el dinero no crea; compra lo creado; y como por la demanda se encarecen los artículos, resulta en juicio lógico, no una compra, sino un robo, aunque sea legal por leyes antipopulares, y por lo tanto injustas, ya que el autor de esos progresos, el productor de todas las cosas es el pueblo y el pueblo trabajador no las puede tener y disfrutar creándolas. ¿Quién opondrá un juicio racional a este juicio Ético?

Mas a pesar de todos esos miles de inconvenientes de los conservadores, he ahí al amor ciudadano ensanchándose en la religión, federando ciudades y aunando sus esfuerzos; metamorfoseando su idiosincrasia y olvidando los atavismos de cada familia y ciudad, para formar una idiosincrasia y etnicismo regional, bajo un gobierno que no puede tener en cuenta los atavismos de cada individuo, sino una sola mira: el bienestar general; lo cual hace al amor regional más perfecto que al ciudadano y, a la vez, esto prueba hasta la evidencia que: “El Amor destruye los atavismos”.

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