Crítica y Elogio.

Consecuencias funestas de su mal empleo.

Abril 21 de 1939.

Os quiero hablar ahora del elogio que debéis hacer a vuestros hijos y del estímulo que debéis darles.

Por lo general, exageráis el elogio y exageráis también la censura, la crítica.

Hay muchos padres que por sistema lo critican todo y van formando en la mente del niño una idea de inferioridad. En esas condiciones el niño se siente cohibido porque sabe que todo lo que hace es objeto de crítica, de censura y a veces de burla. Hay padres así; vosotros habéis visto muchos de ellos.

Hay niños que se repliegan en sí mismos, que tienen miedo de expresar sus ideas, que están temerosos de actuar porque saben que todo lo que hacen o dicen cae mal.

En cambio, otros reciben un elogio exagerado; todo lo que hacen es alabado y se sienten llenos de jactancia y vanidad desde pequeños.

Encontrar el término justo es vuestra labor.

Pensad en que el estímulo que debéis dar a vuestros hijos es uno de los factores que determinan su éxito en la vida.

El niño debe ser estimulado siempre y animado; debe dársele valor a fin de que se sienta entusiasmado.

Los padres conscientes, inteligentes, discretos, deberán inculcar en él una ambición sana y noble; sabrán hacerle sobrellevar sus pequeños fracasos infundiéndole esperanza de que la próxima vez triunfará.

El niño vive de vosotros, de vuestras miradas, de vuestros pensamientos. Se enferma y como es parte de vuestro corazón, sentís que se enferma un pedazo de vuestra carne, y como es vuestra vida misma, os afligís demasiado; no recordáis que en la sabiduría del Padre está todo previsto y creéis que va a desencarnar, que lo vais a perder y ese pensamiento es tan intenso -aunque natural en vuestro grado de progreso- que obra directamente sobre la salud del niño, y cuántas veces vosotros mismos sois los culpables de que aquella enfermedad, sencilla, se haga grave.

Vuestro pensamiento es fuerte, la materia del niño delicada, sensitiva; ese temor vuestro hace que la enfermedad se exacerbe y llegue a ser grave.

Así como resiente esa materia delicada, más resiente el espíritu encerrado en ella; por eso debéis tratarlo con cariño, con inteligencia, con tino, estimulándolo en sus aptitudes y, en el caso de niños torpes, estudiad las causas, pero sin hacérselos ver jamás. No hagáis comparaciones que hieran su sensibilidad, porque *acarrea el mayor perjuicio al niño que se va desarrollando y se va considerando menos querido, porque se siente torpe, se cree tonto, inútil* el niño se apocará, se sentirá humillado, se considerará inferior; al contrario, hacedle ver que tiene las misma posibilidades que los demás.

Para la mayoría de vosotros el niño pequeño es sólo un juguete, un muñeco. Os preocupa mucho su vestido; las madres se desvelan por ese detalle.

Tal parece que la labor de la escuela en esos primeros años de su vida es sólo exhibirlos, exigir el sacrificio de la madre y aun del padre, para que le proporcionen los trajecitos que necesita en alguna fiesta en la que no hace nada, para la que se le viste ridículamente, como lo vemos nosotros desde el espacio, pero que causa gran satisfacción y jactancia en los padres.

¡Cuántas veces por cumplir esas exigencias, por llenar un compromiso social, os sacrificáis al grado de dar más de lo que os permite vuestra situación pecuniaria!

Hermanos míos: no hagáis eso. Acostumbrad a los niños a ser sencillos. Vestidlos con la ropa que requieren sus tiernos cuerpecitos, según la estación, adecuada a su tamaño, a su edad y a vuestras posibilidades; pero no los adornéis, el niño ni lo necesita, es bello porque tiene toda la pureza y el encanto que le da su edad, su tierna materia que se está formando, en la que todo es nuevo.

No os sacrifiqueis por ponerles encima trapos y cosas que no son de ninguna utilidad.

Vestidlos con sencillez.

Pensad más en darles otras enseñanzas y descuidad un poco la ostentación; no los exhibáis.

¡Cuántas veces el niño no sabe más que declamar, cantar, bailar! ¿Os ha preocupado que sepa otras cosas de trascendencia para su vida? ¿Habéis inculcado en él el amor a la verdad? ¿Le habéis hecho adquirir buenos hábitos que lo hagan fuerte, sano, que le den seguridad y confianza para seguir su camino por la vida?

La mayoría no pensáis en eso en los primeros años y sólo os preocupa traerlo bien vestido. ¡Cuánto os cuesta ese capricho! Es vanidad vuestra, pero siembra en él la jactancia, desarrolla la hipocresía y la ambición por cosas mundanas.

Cuando vuestra humanidad llegue al momento de la plena conciencia, cuando brille ya la luz del 7° día, veréis qué ridículas resultan esas cosas superficiales a las que ahora dais tanta importancia.

Estimulad a vuestros hijos en sus acciones, esas pequeñas acciones que serán las grandes acciones de mañana.

Ayudadlos en sus estudios, pasadles inadvertidas pequeñas faltas de que no son responsables; hacedles ver que tienen todas las posibilidades, que si hoy no lograron alcanzar en la escuela el lugar que deseaban, lo conseguirán mañana con un esfuerzo mayor, con más estudio; pero nunca los apoquéis, jamás les hagáis ver que son inferiores, porque eso influirá profundamente en su desarrollo físico, moral y espiritual.

Acordaos de que sois sus guías y sois los responsables de esos preciosos tesoros que se os han confiado; que sois los que tenéis en vuestras manos la preparación de los hombres de mañana, de esos soldados de la más noble de las causa, de esos valientes paladines de la luz, de esos continuadores de la Obra del Creador.

Así, hermanos míos, si están dentro de vuestra comprensión los consejos que os he dado en esta serie de pláticas, estudiadlos y aprovechadlos en beneficio de vuestros hijos.

¡Qué distinta será la familia terrestre cuando los juramentados que llegan ahora por legiones, ávidos, ansiosos de cumplir las altas misiones que se han impuesto, reciban de sus padres la ayuda en la forma que os he indicado! Deseando que sean de provecho mis palabras, que os proporcionen alguna ayuda en los momentos en que os sintáis llenos de responsabilidades, de amargura y aun de decepción por vuestros hijos, os dejo mi saludo amoroso.

José de Arimatea.

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