UNA NOCHE EN UNA TABERNA

 

 

LORD Dunsany, escritor irlandés, nacido en Londres, en 1878; muerto en Irlanda en 1957. Se ha batido en la guerra Boer y en la de 1914. Autor de: Time and the Gods (1906); The Sword of Welleran (1908); A Dreamer's Tales (1910); King Argimenes (1911); Unhappy, Far-off Things (1919); The Curse of the Wise Woman (1934); Patches of Sunlight (1938). Sus libros de recuerdos, de tiempos de la Segunda Guerra Mundial, son muy admira­bles. Hay versión española de A Dreamer's Tales; se titula Cuentos de un Soñador.

 

 

Dramatis Personae:

 

Guillermo Jones (Bill)

Alberto Tomas

Jacobo Smith (Sniggers)

3 sacerdotes

Klesh

Marineros


A. E. Scott Fortescue (el Niño): un caballero en decadencia


 


(Sniggers y Bill hablan; el Niño lee un diario; Albert está sentado más lejos.)

 

Sniggers. —Yo me pregunto ¿qué se propone?

Bill. —No sé.

Sniggers. —Y ¿por cuánto tiempo más nos tendrá aquí?

Bill. —Ya van tres días.

Sniggers. —Y no hemos visto un alma.

Bill. —Y nos costó unos buenos pesos de alquiler.

Sniggers. —¿Hasta cuándo alquiló la taberna?

Bill. —Con él nunca se sabe.

Sniggers. —Esto es bastante solitario.

Bill. —Niño, ¿hasta cuándo alquiló la taberna?

 

(El Niño sigue leyendo un diario de carreras; no hace caso de lo que dicen.)

 

Sniggers. —También es un Niño...

Bill. —Pero es vivo, no hay duda.

Sniggers. —Estos vivos son mandados a hacer para causar desastres. Sus planes son muy buenos, pero no trabajan y las cosas les salen peor que a ti y a mí.

Bill. —¡Ah!

Sniggers. —No me gusta este lugar.

Bill. —¿Por qué?

Sniggers. —No me gusta su aspecto.

Bill. —Nos tiene aquí para que esos negros no nos encuentren. Los tres sacerdotes que nos buscaban. Pero queremos irnos y vender el rubí.

Alberto. —Pero no hay razón.

Bill. —¿Por qué, Alberto?

Alberto. —Porque les di el esquinazo, a esos demo­nios, en Hull.

Bill. —¿Les diste el esquinazo, Alberto?

Alberto. —A los tres, a los individuos con las man­chas de oro en la frente. Tenía entonces el rubí y les di el esquinazo, en Hull.

Bill. —¿Cómo hiciste, Alberto?

Alberto. —Tenía el rubí y me estaban siguiendo.

Bill. —¿Quién les dijo que tenías el rubí? ¿No se lo mostraste?

Alberto. —No, pero ellos lo sabían.

Sniggers. —¿Lo sabían, Alberto?

Alberto. —Sí, saben si uno lo tiene. Bueno, me per­siguieron y se lo conté a un vigilante y me dijo que eran tres pobres negros y que no me harían nada. ¡Cuando pienso lo que le hicieron en Malta al pobre Jim!

Bill. —Sí, y a Jorge en Bombay, antes de embar­carnos; ¿por qué no los hiciste detener?

Alberto. —Te olvidas del rubí.

Bill. —¡Ah!

Alberto. —Bueno, hice algo mejor todavía. Me ca­mino Hull de una punta a otra. Camino bastante despacio. De pronto, doy vuelta en una esquina y corro. No paso una esquina sin dar vuelta; aunque de vez en cuando dejo una, para engañarlos. Disparo como una liebre, después me siento y espero. No los vi más.

Sniggers. —¿Cómo?

Alberto. —No hubo más demonios negros con man­chas doradas en la cara. Les di el esquinazo.

Bill. —Bien hecho, Alberto.

Sniggers (después de mirarlo con satisfacción), — ¿Por qué no nos contaste?

Alberto. —Porque no lo dejan a uno hablar. Tiene sus planes y cree que somos tontos. Las cosas deben hacerse como él quiere. Sin embargo, les di el esquinazo. A lo mejor le hubieran metido un cuchillo, hace tiempo pero yo les di el esquinazo.

Bill. —Bien hecho, Alberto.

Sniggers. —¿Oyó eso, Niño? Alberto les dio el es quinazo.

El Niño. —Sí, oigo.

Sniggers. —¿Y qué opina?

El  Niño. —¡Oh! Bien hecho, Alberto.

Alberto. —¿Y qué va a hacer?

El Niño. —Esperar.

Alberto. —Ni él sabe lo que espera.

Sniggers. —Es un lugar horrible.

Alberto. —Esto se está poniendo aburrido, Bill. La plata se nos acaba y queremos vender el rubí. Vayamos a una ciudad.

Bill. —Pero él no querrá venir.

Alberto. —Entonces, que se quede.

Sniggers. —Nos irá bien, si no nos acercamos a Hull.

Alberto. —Iremos a Londres.

Bill. —Pero tiene que recibir su parte.

Sniggers. —Muy bien. Pero tenemos que irnos. (Al Niño) Nos vamos. ¿Me oye?

El Niño. —Aquí lo tienen.

 

(Saca un  rubí del  bolsillo del chaleco y se lo en­trega; es del tamaño de un huevo chico de gallina. Sigue leyendo el diario.)

 

Alberto. —Vamos, Sniggers.

 

(Salen  Alberto y  Sniggers.)

 

Bill. —Adiós, viejo. Le daremos su parte, pero no hay nada que hacer aquí, no hay mujeres, no hay baile y tenemos que vender el rubí.

El Niño. —No soy tonto, Bill.

Bill. —No, es claro que no. Y nos ha ayudado mucho. Adiós. Díganos adiós.

El Niño. — Pero, sí. Adiós.

 

(Sigue leyendo el diario. Sale Bill. El Niño pone un revólver sobre la mesa y sigue con el diario.)

 

Sniggers (sin aliento). —Hemos vuelto, Niño.

El Niño. —Así es.

Alberto. —Niño, ¿cómo han llegado hasta aquí?

El Niño. —Caminando, naturalmente.

Alberto. —Pero hay ochenta millas.

Sniggers. —¿Sabía que estaban aquí, Niño?

El Niño. —Estaba esperándolos.

Alberto. —¡Ochenta millas!

Bill. —Viejo, ¿qué haremos?

El Niño. —Pregúntaselo a Alberto.

Bill. —Si pueden hacer cosas como esta, nadie nos puede salvar, sino usted, Niño. Siempre dije que era un vivo. No volveremos a ser tontos. Lo obedeceremos, Niño.

El Niño. —Ustedes son bastante valientes y bastante fuertes. No hay muchos capaces de robar un ojo de rubí de la cabeza de un ídolo, y un ídolo como ese, y en esa no­che. Eres bastante valiente, Bill. Pero los tres son tontos. Jim no quería oír mis planes. ¿Dónde está Jim? Y a Jorge, ¿qué le hicieron?

Sniggers. —Basta, Niño.

El Niño. —Bueno, la fuerza no les sirve. Necesitan inteligencia; si no, acabarán con ustedes como acabaron con Jorge y con Jim.

Todos. —¡Uy!

El Niño. —Esos sacerdotes negros nos van a seguir alrededor del mundo, en círculos. Año tras año, hasta que tengan el ojo de su ídolo. Si morimos van a perseguir a nuestros nietos. Ese zonzo cree que puede salvarse de hombres así, doblando un par de esquinas en Hull.

Alberto. —Usted tampoco se ha escapado de ellos, pues aquí están.

El Niño. —Así lo esperaba.

Alberto. —¿Lo esperaba?

El Niño. —Sí, aunque no está anunciado en las notas sociales. Pero he alquilado esta quinta especialmente para recibirlos. Hay bastante sitio, si uno cava; está agradablemente situada, y, lo que es más importante, está en un barrio muy tranquilo. Entonces, para ellos estoy en casa esta tarde.

Bill. —Usted es astuto.

El Niño. —Recuerden que está solamente mi ingenio, entre ustedes y la muerte; no quieran oponer sus planes a los de un caballero.

Alberto. —Si es un caballero, ¿por qué no anda entre caballeros y no con nosotros?

El Niño. —Porque fui demasiado inteligente para ellos, como soy demasiado inteligente para ustedes.

Alberto. —¿Demasiado inteligente para ellos?

El Niño. —Nunca perdí un partido de naipes, en mi vida.

Bill. —¡Nunca perdió un partido!

El Niño. —Cuando era por plata.

Bill. —Bueno, bueno.

El Niño. —¿Juguemos un partido de póker?

Todos. —No, gracias.

El Niño. —Entonces hagan lo que se les manda.

Bill. —Está bien, Niño.

Sniggers. —Acabo de ver algo. ¿No será mejor correr las cortinas?

El Niño. —No.

Sniggers. —¿Qué?

El Niño. —No corras las cortinas.

Sniggers.—Bueno, muy bien.

Bill. —Pero, Niño, pueden vernos. No se le debe permitir eso al enemigo. No veo por qué...

El Niño. —No, claro que no.

Bill. —Bueno, está bien, Niño.

 

(Todos empiezan a sacar revólveres.)

 

El Niño (guardando el suyo). —Nada de revólveres por favor.

Alberto. —¿Por qué no?

El Niño. —Porque no quiero ruido en mi fiesta. Podrían entrar comensales que no han sido invitados. Los cuchillos son otra cosa.

 

(Todos sacan sus cuchillos. El Niño les hace un signo para que no los saquen todavía; ya ha retomado el rubí.)

 

Bill. —Me parece que vienen, Niño.

El Niño. —Todavía no.

Alberto. —¿Cuándo vendrán?

El Niño. —Cuando esté listo para recibirlos; no antes.

Sniggers. —Me gustaría que esto se acabara de una vez.

El Niño. —¿Te gustaría? Bueno, los tendremos ahora.

Sniggers. —¿Ahora?

El Niño. —Sí, escúchenme. Hagan lo que me vean hacer. Finjan todos salir. Les voy a mostrar cómo. Yo tengo el rubí. Cuando me vean solo, vendrán a buscar el ojo de su ídolo.

Bill. —¿Cómo van a saber quién lo tiene?

El Niño. —Confieso que no me doy cuenta, pero lo saben.

Sniggers. —¿Qué va a hacer cuando entren?

El Niño. —Nada, nada.

Sniggers. —¿Cómo?

El Niño. —Se acercarán despacio y, de golpe, me atacarán por la espalda. Entonces mis amigos Sniggers, Bill y Alberto, que les dieron el esquinazo, harán lo que puedan.

Bill. —Muy bien, Niño. Confíe en nosotros.

El Niño. —Si tardan un poco, verán representarse el animado espectáculo que acompañó la muerte de Jim.

Sniggers. —No, Niño. Nos portaremos.

El Niño. —Muy bien. Ahora, obsérvenme.

 

(Va a la puerta de la derecha, pasando frente a la ventana. La abre hacia adentro; guarecido por la puerta abierta, se deja caer de rodillas y la cierra para hacer creer que ha salido. Hace una seña a los demás, que la entienden. Simulan entrar del mismo modo.)

 

El Niño. —Ahora voy a sentarme de espaldas a la puerta. Vayan saliendo uno por uno. Agáchense bien. No tienen que verlos por la ventana.

 

(Bill efectúa su simulacro de salida.)

 

El Niño. —Recuerden, no quiero revólveres. La po­licía tiene fama de curiosa.

 

(Los otros dos siguen a Bill. Los tres están agacha­dos detrás de la puerta de la derecha. El Niño pone el rubí sobre la mesa y enciende un cigarrillo. La puerta de atrás se abre tan suavemente que es im­posible decir cuándo ha empezado el movimiento. El Niño toma el diario. Un hindú se desliza con lentitud, tratando de ocultarse detrás de las sillas. Se mueve hacia la izquierda del Niño. Los marineros están a su derecha. Sniggers y Alberto se inclinan hacia adelante. El brazo de Bill los retiene. El sacer­dote se acerca al Niño. Bill mira si no entra nin­gún otro. Salta descalzo y acuchilla al sacerdote. El sacerdote quiere gritar pero la mano izquierda de Bill le aprieta la boca. El Niño sigue leyendo el diario. No se da vuelta.)

 

Bill (sotto voce). —Hay uno solo, Niño. ¿Qué hace­mos?

El Niño (sin mover la cabeza). —¿Uno solo?

Bill. —Sí.

El Niño. —Un momento. Déjenme pensar. (Todavía leyendo el diario.) Ah, sí. Retrocede, Bill. Debemos atraer a otro huésped. ¿Estás listo?

Bill. —Sí.

El Niño. —Muy bien. Verán ahora mi muerte en mi residencia de Yorkshire. Ustedes tendrán que recibir en mi nombre las visitas. (Salta frente a la ventana. Agita los brazos y cae cerca del sacerdote muerto.) Estoy listo.

 

(Sus ojos se cierran. Una larga pausa. De nuevo la puerta se abre muy despacio. Como sacerdote se desliza dentro del cuarto. Tiene tres manchas de oro en la frente. Mira alrededor, se desliza hasta donde está su compañero, lo da vuelta y le revisa las manos cerradas. Se acerca al Niño. Bill se le echa en­cima y lo acuchilla. Con la mano izquierda le tapa la boca.)

 

Bill (sotto voce). —Tenemos dos, solamente, Niño.

El Niño. —Nos falta uno.

Bill. —¿Qué haremos?

El Niño (sentándose). —¡Hum!

Bill. —Este es, lejos, el mejor sistema.

El Niño. —Ni pensarlo. No hagas dos veces el mismo juego.

Bill. —¿Por qué, Niño?

El Niño. —No da resultado.

Bill. —¿Cuándo?

El Niño. —Ya está, Alberto. Ahora va a entrar. Ya te enseñé cómo había que hacerlo.

Alberto. —Sí.

El Niño. —Corre hasta aquí y pelea contra estos dos hombres en la ventana.

Alberto. —Pero si están...

El Niño. —Sí, están muertos, mi perspicaz Alberto. Pero Bill y yo vamos a resucitarlos.

 

(Bill recoge a un muerto.)

 

El Niño. —Está bien, Bill. (Hace lo mismo.) Sniggers, ven a ayudarnos. (Sniggers se acerca.) Qué­dense agachados, bien agachados; que Sniggers les mueva los brazos. No te dejes ver. Ahora, Alberto, al suelo. A nuestro Alberto lo han matado. Atrás, Bill. Atrás, Sniggers. Quieto, Alberto. No te muevas, cuando entre. Ni un músculo.

 

(Aparece una cara en la ventana, y se queda un rato. La puerta se abre y entra el tercer sacerdote mirando cautelosamente alrededor. Mira los cuerpos de sus compañeros y se da vuelta. Sospecha algo. Recoge uno de los cuchillos y con un cuchillo en cada mano hace espalda a la pared. Mira a izquierda y  derecha.)

 

El Niño.—Vamos, Bill.

 

(El sacerdote corre hacia la puerta. El Niño acuchilla por la espalda al último sacerdote.)

 

El Niño. —Una buena jornada, amigos míos.

Bill. —Bien hecho. Usted es un genio.

Alberto. —Un genio si los hay.

Sniggers. —¿No quedan más negros, Bill?

El Niño. —Ya no hay más en el mundo.

Bill. —Estos son todos. Sólo había tres en el templo. Tres sacerdotes y su ídolo inmundo.

Alberto. —¿Cuánto valdrá, Niño? ¿Mil libras ester­linas?

El Niño. —Vale todo el dinero que hay. Vale cuanto querramos pedir. Podemos pedir lo que querramos, por él.

Alberto. —Entonces somos millonarios.

El Niño. —Sí, y lo que es mejor, ya no tenemos herederos.

Bill. —Ahora tendremos que venderlo.

Alberto. —No será tan fácil. Es una lástima que sea tan grande y que no tengamos media docena. ¿No tenía otros, el ídolo?

Bill. —No. Era todo de jade verde, y tenía este único ojo. Lo tenía en el medio de la frente y era el espectáculo más  horroroso.

Sniggers. —Debemos estar muy agradecidos al Niño.

Bill. —Claro que sí.

Alberto. —Si no hubiera sido por él...

Bill. —Claro, si no hubiera sido por el Niño...

Sniggers. —Es muy vivo.

El Niño. —Yo tengo el don de adivinar las cosas.

Sniggers. —Ya la creo.

Bill. —Creo que no puede suceder nada que el Niño no adivine. ¿No es verdad, Niño?

El Niño. —Sí, a mí también me parece difícil.

Bill. —Para el Niño la vida es como un partido de naipes.

El Niño. —Bueno, a este partido lo hemos ganado.

Sniggers (mirando por la ventana). —No conven­dría que nos vieran.

El Niño. —No hay peligro. Estamos solos en el pá­ramo.

Bill. —¿Dónde los metemos?

El Niño. —Entiérrenlos en la bodega; pero no hay apuro.

Bill. —¿Y después, Niño?

El Niño. —Después iremos a Londres y trastornare­mos el mercado de rubíes. Esto nos ha salido muy bien.

Bill. —Lo primero que debemos hacer es ofrecerle un banquete al Niño. A los tipos, los enterraremos esta noche.

Alberto. —De acuerdo.

Sniggers. —Muy bien.

Bill. —Y todos beberemos a su salud.

Alberto. —¡Viva el Niño!

Sniggers. —Debería ser general o primer ministro.

 

(Sacan botellas del aparador, etc.)

 

El Niño. —Bueno, nos hemos ganado la comida.

Bill (vaso en mano). —A la salud del Niño, que adi­vinó todo.

Alberto y Sniggers. —¡Viva el Niño!

Bill. —El Niño que nos salvó la vida y nos hizo ricos.

Alberto y Sniggers. —Bravo, bravo.

El Niño. —Y a la salud de Bill, que me salvó dos veces esta noche.

Bill. —Pude hacerlo por tu viveza, Niño.

Sniggers. —Bravo, bravo, bravo.

Alberto. —Adivina todo.

Bill. —Un discurso, Niño. Un discurso de nuestro general.

Todos. —Sí, un discurso.

Sniggers. —Un discurso.

El Niño. —Bueno, tráiganme un poco de agua. Este whisky se me va a la cabeza y tengo que mantenerla clara, hasta que nuestros amigos estén guardados en el sótano.

Bill. —Agua. Claro que sí. Tráele un poco de agua, Sniggers.

Sniggers. —Aquí no usamos agua. ¿Dónde habrá?

Bill. —En el jardín.

 

(Sale Sniggers.)

 

Alberto. —Brindo por nuestra buena suerte.

 

(Todos beben.)

 

Bill. —Brindo por el señor don Alberto Thomas.

 

(Bebe.)

 

El Niño. —Por el señor don Alberto Thomas.

Alberto. —Por el señor don Guillermo Jones.

El Niño. —Por el señor don Guillermo Jones.

 

(El Niño y Alberto beben. Entra Sniggers, ate­rrado.)

 

El Niño. —Aquí está de vuelta el señor don Jacobo Smith, Juez de Paz, alias Sniggers.

Sniggers. —Estuve pensando en lo que me toca por el rubí. No lo quiero, no lo quiero.

El Niño. —¡Qué absurdo, Sniggers, qué absurdo!

Sniggers. —Usted lo tendrá, Niño, usted lo tendrá; pero diga que a Sniggers no le toca nada por el rubí. Dígalo, Niño, dígalo.

Bill. —¿Vas a dedicarte a la delación, Sniggers?

Sniggers. —No, no. Pero no quiero el rubí, Niño.

El Niño. —Basta de disparates, Sniggers. Todos es­tamos metidos en este asunto. Si ahorcan a uno, ahorcan a todos. Pero a mí no van a embromarme. Además, no es cuestión de horca: ellos tenían cuchillos.

Sniggers. —Niño, Niño, siempre me porté bien con usted, Niño. Yo siempre he dicho: Nadie como el Niño. Pero que me dejen devolver mi parte, Niño.

El Niño. —¿Qué andas buscando? ¿Qué sucede?

Sniggers. —Acéptela, Niño.

El Niño. —Contéstame, ¿qué andas tramando?

Sniggers. —Yo no quiero mi parte.

Bill. —¿Has visto a la policía?

 

(Alberto saca el cuchillo.)

 

El Niño. —No, cuchillos no, Alberto.

Alberto. —Entonces, ¿qué?

El Niño. —La pura verdad en el tribunal, sin contar el rubí. Nos agredieron.

Sniggers. —No se trata de policía.

El Niño. —¿Entonces, qué es?

Bill. —Que hable, que hable.

Sniggers — Juro por Dios...

Alberto. —¿Y?

El Niño. —No interrumpas.

Sniggers. —Juro que he visto algo que no me gusta.

El Niño. —¿Qué no te gusta?

Sniggers (llorando). —¡Oh, Niño, Niño. Acepte mi parte! ¡Diga que la acepta!

El Niño. —¿Qué habrá visto?

 

(Silencio sólo interrumpido por los sollozos de Sniggers. Se oyen pasos de piedra. Entra un ídolo atroz. Está ciego. Se dirige a tientas hacia el rubí. Lo recoge y se lo atornilla en la frente. Sniggers sigue llorando. Los otros miran horrorizados. El ídolo sale con aplomo. Ahora ve. Sus pasos se alejan y luego  se detienen)

 

El Niño. —Dios mío.

Alberto (con voz infantil y quejosa). —¿Qué era eso, Niño?

Bill. —Es el horrible ídolo que ha venido de la India.

Alberto. —Se ha ido

Bill. —Se ha llevado el ojo.

Sniggers. —Estamos salvados.

Una Voz (afuera con acento extranjero). —Señor don Guillermo Jones, marinero.

 

(El Niño, inmóvil y mudo, mira estúpidamente, con horror.)

 

Bill. —Alberto, ¿qué es esto?

 

(Se levanta y sale. Se oye un quejido. Sniggers mira por la ventana. Retrocede, deshecho)

 

Alberto (murmura).—¿Qué ha sucedido?

Sniggers. —Lo he visto. Lo he visto.

 

(Vuelve a la mesa.)

 

El Niño (tomando suavemente el brazo de Sniggers).— ¿Qué era, Sniggers?

Sniggers. —Lo he visto.

Alberto. —¿Qué?

Sniggers. —¡Ah!

La Voz. —Señor don Alberto Thomas, marinero.

Alberto —¿Debo salir, Niño, debo salir?

Sniggers (agarrándolo). —No te muevas.

Alberto (saliendo). —Niño, Niño...

 

(Sale.)

 

La Voz. —El señor don Jacobo Smith, marinero.

Sniggers. —No puedo salir. Niño, no puedo, no puedo.

 

(Sale.)

 

La Voz. —El señor Arnold Everett Scott-Fortescue, marinero.

El Niño. —Esto no lo preví.

 

(Sale.)

 

TELÓN

Lord Dunsany

 

 

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