BARRY
PEROWNE. Ninguna información relativa a este autor hemos logrado. Lo sabemos
contemporáneo; lo sospechamos inglés.
Annixter
sintió por el hombrecillo un cariño de hermano. Le puso un brazo sobre sus
hombros, un poco por cariño y otro poco para no caerse.
Había
estado bebiendo concienzudamente desde las siete de la tarde anterior. Era casi
medianoche, y las cosas estaban algo confusas. En el vestíbulo no cabía el
estruendo de la caliente música; dos escalones más abajo, había muchas mesas,
mucha gente, y mucho ruido. Annixter no tenía la menor idea de cómo se llamaba
ese lugar, ni cuándo, ni cómo había ido. Desde las siete de la víspera había
estado en tantos lugares...
—En
un santiamén —dijo Annixter, apoyándose pesadamente en el hombrecillo—,
una mujer nos da un puntapié, o el destino nos da un puntapié. En realidad, es
la misma cosa: una mujer y el destino. ¿Y qué? Uno cree que todo se acabó, y
sale y cavila. Se sienta, y bebe y cavila, y al final se encuentra con que ha
estado incubando la mejor idea de su vida. Y así se empieza —dijo
Annixter—, y esa es mi filosofía, ¡cuanto más fuerte le pegan al
dramaturgo, tanto mejor trabaja!
Gesticulaba
con tal vehemencia que se hubiera desplomado si el hombrecillo no lo hubiera
contenido. El hombrecillo era de fiarse, su puño era firme. Su boca también
era firme: una línea recta, descolorida. Usaba anteojos hexagonales, sin aro,
un sombrero duro de fieltro, un pulcro traje gris. Parecía pálido y relamido
junto al congestionado Annixter.
Desde
el mostrador, la muchacha del guardarropa los miraba indiferente.
—¿No
le parece —dijo el hombrecillo—, que es hora de volver a su casa? Me
enorgullece que usted me haya contado el argumento de su pieza, pero...
—¡Tenía
que contárselo a alguien —dijo Annixter—, o me iba a estallar la cabeza! ¡Ah,
muchacho, qué drama! ¿Qué asesinato, eh? Ese final...
Su
plena y deslumbrante perfección lo asombró de nuevo. Se quedó serio,
meditando, hamacándose, y de repente buscó a tientas la mano del hombrecillo,
y la apretó calurosamente.
—Siento
no poder quedarme —dijo Annixter—. Tengo que hacer.
Se
puso el sombrero abollado, inició un movimiento un tanto elíptico a través
del vestíbulo, embistió las puertas dobles, las abrió con las dos manos, y se
sumió en la noche.
Su
imaginación exaltada la veía llena de luces, parpadeando y guiñando en la
oscuridad. Cuarto Sellado de James Annixter. No. Cuarto Reservado de
James... No, no. Cuarto Azul, de James Annixter...
Dio
unos pasos, absorto, dejó la acera, y un taxi que doblaba hacia el lugar que él
acababa de dejar, patinó con las ruedas trabadas y chirriantes en la húmeda
calzada.
Annixter
sintió un golpe violento en el pecho, y todas las luces que había estado
viendo explotaron en su rostro.
Y
ya no hubo más luces.
James
Annixter, el dramaturgo, fue atropellado anoche por un taxi, al salir de
''Casa Habana". Después de ser atendido en el hospital por conmoción
cerebral y lesiones leves, se reintegró a su domicilio.
En
el vestíbulo de "Casa Habana" no cabía el estruendo de la cálida
música; dos escalones más abajo, muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido. La
muchacha del guardarropa miró a Annixter, asombrada, al parche de la frente, al
brazo izquierdo en cabestrillo.
—¡Caramba!
—dijo la muchacha—, ¡no esperaba verlo tan pronto por acá!
—¿Entonces
se acuerda de mí? —dijo Annixter, sonriendo.
—A
la fuerza —dijo la muchacha—. ¡Me dejó sin dormir toda la noche! Oí esas
frenadas chirriantes justo al salir usted. ¡Luego una especie de choque! —Se
estremeció.— Y seguí oyéndolo toda la noche. Lo oigo todavía, después
de una semana. ¡Es horrible!
—Es
usted muy sensible —dijo Annixter.
—Tengo
demasiada imaginación —concedió la muchacha del guardarropa—. Sabía que
era usted antes de correr a la puerta y verlo allí tendido en la calle. El
hombre que hablaba con usted estaba parado en la puerta. "¡Santo cielo!,
le dije, ¿es su amigo?"
—¿Y
él, qué dijo? —preguntó Annixter.
—“No
es mi amigo, dijo. Es alguien que acabo de encontrar". Raro, ¿no?
Annixter
se humedeció los labios.
—¿Qué
quiere decir? Era alguien con quien acababa de encontrarse.
—Sí,
pero un hombre con el que habían bebido juntos —dijo la muchacha—, muerto
delante de él, porque él debió verlo; salió detrás suyo. Podía pensarse
que a lo menos se interesaría. Pero cuando el conductor del taxi empezó a
llamar testigos de su inocencia, miré por el hombre, ¡había desaparecido!
Annixter cambió una mirada con Ransome, su representante, que lo acompañaba. Una mirada ansiosa y perpleja. Pero sonrió luego a la muchacha del guardarropa.
—Muerto
delante de él —dijo Annixter—, no. Sólo un tanto vapuleado, eso es todo.
No
era necesario explicar cuan curioso, cuan extravagante, había sido el efecto
de aquel "vapuleo" en su mente.
—Si
se hubiera visto, ahí en el suelo iluminado con las luces del taxi.
—¡Ah,
de nuevo esa imaginación suya! —dijo Annixter. Titubeó un instante y luego
hizo la pregunta que había venido a hacer, la pregunta que tenía para él tan
profunda importancia.
—Ese
hombre con quien yo hablaba, ¿quién era?
La
encargada del guardarropa los miró y sacudió la cabeza.
—Nunca
lo había visto antes, y no he vuelto a verlo después.
Annixter
sintió como si le hubieran golpeado en la cara.
Había
esperado, esperado desesperadamente otra respuesta.
Ransome
le puso la mano en el brazo, conteniéndolo.
—Ya
que estamos aquí, beberemos algo.
Bajaron
dos gradas para entrar en la sala donde la banda trompeteaba. Un mozo los
condujo a una mesa y Ransome pidió algo.
—Es
inútil importunar a la muchacha —dijo Ransome—. No lo conoce al hombre,
es evidente. Mi consejo es: No te preocupes. Piensa en otra cosa. Date tiempo.
Después de todo no hace más que una semana desde...
—¡Una
semana! —dijo Annixter—. ¡Y lo que he hecho en una semana! Los dos primeros
actos, y el tercero justo hasta ese punto muerto. ¡La culminación del
asunto, la solución, la escena eje del drama! ¡Si la hubiera hecho, Bill, todo
el drama, lo mejor que he hecho de mi vida, estaría concluido en dos días, si
no hubiera sido por esto —se golpeó la frente—, ese punto muerto, esa
maldita jugarreta de la memoria!
—Tuviste
una buena sacudida.
—¿Eso?
—dijo Annixter despectivamente. Bajó la vista sobre el brazo en
cabestrillo—, ni siquiera lo sentí; ni me preocupó. Me desperté en la
ambulancia con mi pieza tan clara en la mente como en el momento en que el taxi
me atropello; más, tal vez, porque estaba completamente lúcido y sabía lo
que valía. Una fija ¡algo que no puede errar!
—Si
hubieras descansado —dijo Ransome—, como el médico dijo, en vez de sentarte
en cama a escribir día y noche.
—Tenía
que escribirlo. ¿Descansar? —dijo Annixter, con risa ronca—. No se descansa
cuando se tiene una cosa así. Se vive para eso, cuando uno es un autor dramático.
Eso es vivir. He vivido ocho vidas, en esos ocho personajes, en los últimos
cinco días. He vivido tan plenamente en ellos, Bill, que sólo al querer
escribir esa última escena comprendí lo que había perdido. ¡Todo mi drama!
¡Sólo eso! ¿Cómo Cynthia fue herida en ese cuarto sin ventanas en el que se
había encerrado con llave? ¿Cómo hizo el asesino para entrar? Docenas de
escritores, mejores que yo, han tratado el tema del cuarto cerrado y nunca tan
convincentemente; nunca lo han resuelto. Yo lo tenía, ¡ayúdame, Dios mío!,
lo tenía. Sencillo, perfecto, deslumbrantemente claro cuando se ha visto una
vez. ¡Y ese es el drama, el telón se levanta en ese cuarto hermético y cae en
él! ¡Esa era mi revelación! He pasado dos días y dos noches, Bill,
tratando de recuperar esa idea. No quiere volver. Soy un escritor experimentado;
conozco mi oficio, podría acabar mi pieza, pero sería como las demás ¡imperfecta,
falsa! ¡No sería mi pieza! Pero por ahí anda un hombrecillo, en
algún lugar de esta ciudad, un hombrecillo con lentes hexagonales, que posee
mi idea. Que la posee porque yo se la he contado. ¡Voy a buscar a ese
hombrecillo y a recuperar lo mío!
Si
el caballero que en la noche del 27 de enero, en la “Casa Habana”, escuchó
con tanta paciencia a un escritor que le refirió un argumento, quisiera
comunicarse con la dirección más abajo apuntada, oiría algo ventajoso para
él.
Un
hombrecillo que había dicho: "No es mi amigo: es alguien a quien acabo de
encontrar."
Un
hombrecillo que vio el accidente pero que no quiso esperar para servir de
testigo.
La
muchacha del guardarropa tenía razón. Había algo un poco raro en eso.
Los días siguientes, cuando el aviso no recibió respuesta, empezó a parecerle a Annixter más que un poco raro.
Su
brazo ya no estaba en cabestrillo, pero no podía trabajar. Una y otra vez, se
sentaba ante el manuscrito casi terminado, lo leía con prolija y torva atención,
pensando: ¡Debe volver otra
vez!, para encontrarse de nuevo ante ese punto muerto, ante ese muro, ante ese
lapsus de la memoria. Abandonaba su trabajo y rondaba las calles; se metía en
bares y cafés; andaba millas en ómnibus y subterráneos, especialmente en las
horas de más afluencia. Vio miles de caras, pero no la cara del hombrecillo de
lentes hexagonales.
Pensar
en él fue la obsesión de Annixter. Era injusto, era enfurecedor, era una
tortura el pensar que un pequeño y vulgar azar hacía que un ciudadano
anduviera tranquilamente por ahí con el último eslabón de la famosa pieza
de James Annixter, la mejor que había escrito, encerrada en su cabeza. Y sin
darse cuenta de su valor: sin la imaginación necesaria, probablemente, para
apreciar lo que tenía. ¡Y sin la menor idea, con toda seguridad, de lo que
esto significaba para Annixter! ¿O tenía alguna idea? ¿No era tal vez, tan
vulgar como le pareció? ¿Había visto esos anuncios? ¿Estaba urdiendo algo
para aplastar a Annixter?
Cuanto
más Annixter pensaba, más se convencía de que la muchacha del guardarropa tenía
razón. Había algo bastante raro en la actitud del hombrecillo, después del
accidente.
La
imaginación de Annixter giraba en torno del hombre que buscaba, tratando de
escudriñar su mente, de encontrar razones por su desaparición después del
accidente, por su descuido en responder los avisos.
Annixter
tenía una activa imaginación dramática.
El
hombrecillo que le pareció tan vulgar empezó a tomar una forma siniestra en la
mente de Annixter.
Pero
apenas se encontró con el hombrecillo, comprendió cuan absurdo era eso. Era
ridículo. El hombrecillo era tan decente; sus hombros tan derechos; su traje
gris tan pulcro; su fieltro negro tan bien colocado en la cabeza.
Las
puertas del tranvía subterráneo acababan de cerrarse, cuando Annixter lo vio
parado en la plataforma con una valijita en la mano, y un diario de la tarde
bajo el otro brazo. La luz del coche brilló en su cara pálida y estirada; los
lentes hexagonales resplandecieron. Se volvió hacia la salida mientras
Annixter, arremetiendo las puertas semicerradas del coche, se apretujó entre
ellas hasta la plataforma.
Estirando
la cabeza para mirar sobre el gentío, Annixter se abrió paso a codazos, subió
de dos en dos la escalera y puso la mano en el hombro del hombrecillo.
—Un
momento —dijo Annixter—. Lo he estado buscando.
El hombrecillo se detuvo en el acto, al sentir la mano de Annixter. Luego se dio vuelta y lo miró. Tras los lentes hexagonales sus ojos eran pálidos, de un gris pálido. La nuca era una línea recta, casi descolorida.
Annixter
sentía por el hombrecillo un cariño de hermano. El solo hecho de haberlo
encontrado era un alivio tan grande como si una nube negra se hubiera alejado de
su espíritu. Palmeó al hombrecillo cariñosamente.
—Tengo
que hablar con usted —le dijo Annixter—. Sólo un momento. Vamos a algún
lado.
—No
puedo imaginar de qué tiene que hablarme —dijo el hombrecillo.
Se
hizo un poco a un lado, para dar paso a una mujer. El gentío disminuía, pero
todavía había gente que subía y bajaba las escaleras. El hombrecillo miró a
Annixter, interrogativamente cortés.
—Claro
que no —dijo Annixter—, es algo tan estúpido. Se trata de aquel
argumento.
—¿Argumento?
Annixter
tuvo un débil sobresalto.
—Mire
—dijo—, yo estaba borracho esa noche, ¡muy borracho! Pero recordando, tengo
la impresión de que usted estaba completamente fresco. ¿No es así?
—Jamás
en mi vida he estado borracho.
—¡Gracias
a Dios! —dijo Annixter—. Entonces no tendrá dificultad en recordar el pequeño
punto que quiero que recuerde.
—No
entiendo —dijo el hombrecillo—. Estoy seguro de que usted me toma por otro.
No tengo la menor idea de lo que me dice. No lo he visto jamás en mi vida.
Disculpe. Buenas noches.
Se dio vuelta y empezó a subir la escalera. Annixter lo contempló azorado. No podía creer a sus oídos. Por un instante se quedó absorto, luego una oleada de ira y de sospecha barrió su asombro. Subió la escalera y agarró al hombrecillo por un brazo.
—Un
momento —dijo Annixter—. Podía estar ebrio, pero...
—Me
parece evidente —dijo el hombrecillo—. ¿Quiere quitarme la mano de encima?
Annixter
se dominó.
—Disculpe
—dijo—. Déjeme arreglar esto; dice que jamás me ha visto. Entonces, ¿entonces
no estaba usted en "Casa Habana" el 27, entre las diez y las doce de
la noche? ¿No bebió conmigo un par de copas, y escuchó el argumento de un
drama que se me acababa de ocurrir?
El
hombrecillo miró a Annixter fijamente.
—Jamás
lo he visto; ya se lo he dicho.
—¿No
vio que un taxi me atropelló? —prosiguió luciendo Annixter, ansioso—. ¿No
le dijo a la muchacha del guardarropa: "No es un amigo, es alguien con
quien me acabo de encontrar"?
—No
sé de qué me habla —dijo el hombrecillo lacónicamente.
Se
dispuso a retirarse, pero Annixter volvió a prendérsele del brazo.
—No
sé —dijo Annixter entre dientes— nada de sus asuntos personales, ni quiero
saber. Puede tener algún motivo para no desear servir de testigo en un
accidente de tráfico. Puede tener algún motivo para proceder de ese modo. Ni
lo sé ni me importa. Pero es un hecho. ¡Usted es el hombre a quien relaté mi
drama! Quiero que me diga como yo se lo dije: tengo motivos, motivos personales,
que me conciernen, solamente a mí. Quiero que me devuelva mi cuento, es todo lo
que quiero. No quiero saber quién es usted, ni nada de usted, lo único que
quiero es que me cuente ese cuento.
—Pide
un imposible —dijo el hombrecillo—, un imposible, porque nunca lo he oído.
—¿Se
trata de dinero? Dígame cuánto quiere; se lo daré. ¡Ayúdeme, llegaré hasta
a darle una participación en el drama! Eso significa dinero. Lo sé, porque
conozco mi oficio. Y tal vez, tal vez —dijo Annixter, asaltado por una idea súbita—,
usted también lo conoce, ¿eh?
—Usted
está loco o borracho —dijo el hombrecillo. Con un brusco movimiento liberó
su brazo, y corrió por la escalera. Abajo se sentía retumbar un coche. La
gente se atropellaba. El hombrecillo se metió entre la gente y se perdió con
asombrosa celeridad.
Era
pequeño, liviano y Annixter era pesado. Cuando éste llegó a la calle, no había
rastros del hombrecillo.
Había
desaparecido.
¿Tendría
la idea, pensaba Annixter, de robarle el argumento? ¿Por alguna extraña
casualidad, alimentaba el hombrecillo la ambición fantástica de ser
dramaturgo? ¿Había tal vez pregonado sus preciosos manuscritos, en vano, por
todas las empresas? ¿Se le había aparecido el argumento de Annixter como un
resplandor enloquecedor en la oscuridad del desengaño y del fracaso, como
algo que podía robar impunemente porque le había parecido la inspiración
casual de un borracho, que a la mañana siguiente olvidaría que había incubado
algo más que un pasatiempo?
Bebió
otra copa. Ya iban quince desde que el hombrecillo con los lentes hexagonales
se le escapó, y ya iba llegando al grado en que perdía la cuenta de los
lugares en que había bebido. Era el grado en que empezaba a mejorar y su
mente a trabajar.
Imaginaba
cómo se había sentido el hombrecillo al oír el argumento entre su hipo y cómo
gradualmente lo había ido comprendiendo.
—¡Dios
mío! —había pensado el hombrecillo—. Tengo que apropiármelo. Está ebrio
o borracho como una cuba. ¡Mañana no recordará una palabra! Adelante,
adelante, señor. ¡Siga hablando!
También
era ridícula la idea de que Annixter olvidara su pieza a la mañana
siguiente; Annixter olvidaba otras cosas y hasta cosas importantes, pero nunca
en su vida había olvidado el menor detalle dramático.
Salvo
una vez porque un taxímetro lo había derribado. Annixter bebió otra copa. Le
hacía falta. Ahora estaba en lo suyo. No había ningún hombrecillo de lentes
hexagonales para iluminar ese punto oscuro. Tenía que hacerlo. ¡De algún
modo!
Tomó
otra copa. Ya había bebido muchas más. El bar estaba repleto y ruidoso, pero
él no notaba el ruido, hasta que alguien le golpeó en el hombro. Era Ransome.
Annixter
se levantó, apoyándose con los nudillos en la mesa.
—Mira,
Bill —dijo Annixter—. ¿Qué te parece? Un hombre olvida una idea, ¿ves?
Quiere recuperarla, ¡la recupera! La idea viene de adentro, para afuera, ¿verdad?
Sale afuera, vuelve adentro. ¿Cómo es eso?
Se
tambaleó, observando a Ransome.
—Mejor
será que tomes un traguito —dijo Ransome—. Tengo que considerar bien eso.
—Yo
—dijo Annixter—, ¡ya lo he considerado! —Se encajó el sombrero deformado
en la cabeza. —Hasta pronto, Bill. ¡Tengo mucho que hacer!
Salió
haciendo eses en busca de la puerta y de su departamento. Fue José, su
servidor, quien le abrió la puerta del departamento, unos veinte minutos después.
José abrió la puerta mientras Annixter describía círculos infructuosamente
alrededor de la cerradura.
—Buenas
noches, señor —dijo José.
Annixter
se quedó mirándolo.
—No
le he dicho que se quede esta noche.
—No
tenía, motivos para salir, señor —explicó José.
Ayudó
a Annixter a quitarse el abrigo.
—Me
gusta una velada tranquila de vez en cuando. Tiene que irse de aquí —dijo
Annixter.
—Gracias,
señor —dijo José—. Pondré algunas cosas en una valija.
Annixter
entró en su gran biblioteca, y se sirvió una copa.
El
manuscrito de su drama estaba sobre el escritorio. Annixter, tambaleándose un
poco, con el vaso en la mano, se detuvo mirando incómodo a la descuidada pila
de papel amarillo, pero no empezó su lectura. Esperó hasta oír girar la llave
de José que salía, cerrando tras él la puerta de calle, y entonces recogió
su manuscrito, la jarra y el vaso y la cigarrera. Cargado con esto entró en el hall,
y lo atravesó hasta la puerta del cuarto de José.
Por
dentro, la puerta tenía un pasador, y el cuarto era el único sin ventana en el
departamento: cosas que lo hacían el único posible para sus fines.
Con
la mano encendió la luz.
Era
un cuartito sencillo, pero Annixter notó, con una sonrisa, que la colcha y el
almohadón en la usada silla de paja eran azules. Cuarto Azul, de James
Annixter.
Era
evidente que José había estado acostado en la cama, leyendo el diario de la
tarde; el diario estaba sobre la colcha arrugada, y la almohada estaba hundida
en parte. Junto a la cabecera de la cama, frente a la puerta, había una mesita
cubierta de cepillos y de lienzos.
Annixter
los tiró al suelo. Colocó encima de la mesa su manuscrito, la jarra, el vaso y
los cigarrillos, y se dirigió a la puerta y le echó el cerrojo. Acercó la
silla de paja a la mesa, se sentó y encendió un cigarrillo.
Se
recostó en la silla fumando; dejando la mente tranquila en el ambiente
deseado, el ambiente espiritual de Cynthia, la mujer de su drama, la mujer tan
asustada que se había encerrado completamente, en un cuarto sin ventanas, un
cuarto hermético.
—Así
se sentó —se dijo Annixter—, justo como estoy sentado yo: en un cuarto sin
ventanas, con la puerta cerrada con un pasador. Sin embargo, él la alcanzó. La
alcanzó con un cuchillo, en un cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada con
pasador. ¿Cómo lo hizo?
Había
una manera de hacerlo. Él, Annixter, había pensado en ese medio, lo había
concebido, lo había inventado y olvidado. Su idea había creado las
circunstancias. Ahora, deliberadamente reproducía las circunstancias, para
recuperar la idea. Había puesto su persona en la posición de la víctima, para
que su mente pudiera recuperar el procedimiento perdido. Todo estaba tranquilo:
ni un sonido en el cuarto ni en el departamento.
Annixter
estuvo inmóvil por largo rato. Así quedó hasta que la intensidad de su
concentración comenzó a flaquear. Se oprimió la frente con las palmas de las
manos, y luego agarró la jarra. Se echó un buen trago. Casi había recobrado
lo que buscaba, lo sentía cerca, casi al borde.
—Calma
—se dijo—, tómalo con calma, descansa. Afloja. Ensaya de nuevo un instante.
Miró
a su alrededor buscando algo que lo distrajera y tomó el diario de José.
A
las primeras palabras que cayeron bajo su vista se le detuvo el corazón.
La
mujer en cuyo cuerpo descubrieron tres puñaladas, las tres mortales, yacía en
un cuarto sin ventana, cuya única puerta estaba cerrada por dentro con llave y
pasador. Estas precauciones excesivas parece que le eran habituales, y no hay
duda de que temía constantemente por su vida, pues la policía la sabía
chantajista, contumaz y despiadada.
Al
singular problema de las circunstancias del cuarto herméticamente cerrado se añade
el problema de cómo el crimen puede haber estado oculto durante tanto tiempo,
pues el médico estima, según las condiciones del cadáver, que debió
cometerse hace doce o catorce días.
Hace
doce o catorce días.
Annixter
volvió a leer el resto de la historia; luego dejó caer el diario en el suelo.
Le latían las sienes con fuerza. Tenía el rostro lívido. ¿Doce o catorce días?
Podía ser exacto. Hacia trece noches justas que él estuvo en “Casa
Habana” y contó a un hombrecillo de lentes hexagonales cómo matar a una
mujer en un cuarto cerrado.
Annixter
quedó sin moverse un instante. Luego llenó un vaso. Era grande y le hacía
falta. Sintió una curiosa sensación de asombro, de espanto. Él y el
hombrecillo estaban en idéntico aprieto hace trece noches. Ambos ultrajados por
una mujer. Como resultado, uno había concebido un drama de crimen. El otro había
llevado el drama a la realidad.
—¡Y
yo, esta noche, le ofrecía una participación!
—pensó Annixter—. Le hablé de dinero en efectivo.
Se
oyó una carcajada. Todo el dinero del mundo no haría confesar al hombrecillo
que había visto alguna vez a Annixter, ese Annixter que le había contado el
argumento de un drama en el que se mataba a una mujer en un cuarto cerrado.
Porque él era la única persona en el mundo que podía denunciarlo. Aun si no
podía decirles, porque lo había olvidado, de qué manera el hombrecillo había
cometido el crimen, podía poner sobre su pista a la policía, podía dar sus señas,
para que lo localizaran. Y una vez sobre su pista, la policía buscaría los vínculos,
casi inevitablemente, con el crimen.
Idea
rara, que él, Annixter era probablemente la única amenaza, el único peligro,
para el pulcro, pálido hombrecillo de lentes hexagonales. La única amenaza y,
por supuesto, el hombrecillo lo sabía muy bien. Un peligro mortal desde el
descubrimiento del asesinato en el cuarto cerrado. Ese descubrimiento se acababa
de publicar esta noche y el hombrecillo pudo haber tomado la suya, la pista de
Annixter.
Annixter
había despachado a José. El criminal estaría por caer sobre Annixter, solo en
el departamento, solo en el cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada por
dentro con llave y pasador, a sus espaldas.
Annixter
sintió un súbito terror, salvaje, glacial.
Medio
se levantó, pero demasiado tarde.
Demasiado
tarde, porque en ese instante se deslizó la hoja del puñal, fina, penetrante y
delicada, en sus pulmones, entre las costillas.
La
cabeza de Annixter fue inclinándose lentamente hacia adelante hasta que su
mejilla descansó sobre el manuscrito del drama. Sólo se oyó un sonido, un
sonido raro, confuso, algo parecido a una risa.
Annixter,
de pronto, había recordado.
Barry
Perowne.