PUNTO MUERTO

 

 

BARRY PEROWNE. Ninguna información relativa a este autor hemos logrado. Lo sabemos contemporáneo; lo sos­pechamos inglés.

 

 

Annixter sintió por el hombrecillo un cariño de her­mano. Le puso un brazo sobre sus hombros, un poco por cariño y otro poco para no caerse.

Había estado bebiendo concienzudamente desde las siete de la tarde anterior. Era casi medianoche, y las cosas estaban algo confusas. En el vestíbulo no cabía el estruendo de la caliente música; dos escalones más abajo, había muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido. Annixter no tenía la menor idea de cómo se llamaba ese lugar, ni cuándo, ni cómo había ido. Desde las siete de la víspera había estado en tantos lugares...

—En un santiamén —dijo Annixter, apoyándose pe­sadamente en el hombrecillo—, una mujer nos da un puntapié, o el destino nos da un puntapié. En realidad, es la misma cosa: una mujer y el destino. ¿Y qué? Uno cree que todo se acabó, y sale y cavila. Se sienta, y bebe y cavila, y al final se encuentra con que ha estado in­cubando la mejor idea de su vida. Y así se empieza —dijo Annixter—, y esa es mi filosofía, ¡cuanto más fuerte le pegan al dramaturgo, tanto mejor trabaja!

Gesticulaba con tal vehemencia que se hubiera des­plomado si el hombrecillo no lo hubiera contenido. El hombrecillo era de fiarse, su puño era firme. Su boca también era firme: una línea recta, descolorida. Usaba anteojos hexagonales, sin aro, un sombrero duro de fieltro, un pulcro traje gris. Parecía pálido y relamido junto al congestionado Annixter.

Desde el mostrador, la muchacha del guardarropa los miraba indiferente.

—¿No le parece —dijo el hombrecillo—, que es hora de volver a su casa? Me enorgullece que usted me haya contado el argumento de su pieza, pero...

—¡Tenía que contárselo a alguien —dijo Annixter—, o me iba a estallar la cabeza! ¡Ah, muchacho, qué drama! ¿Qué asesinato, eh? Ese final...

Su plena y deslumbrante perfección lo asombró de nuevo. Se quedó serio, meditando, hamacándose, y de repente buscó a tientas la mano del hombrecillo, y la apretó calurosamente.

—Siento no poder quedarme —dijo Annixter—. Tengo que hacer.

Se puso el sombrero abollado, inició un movimiento un tanto elíptico a través del vestíbulo, embistió las puertas dobles, las abrió con las dos manos, y se sumió en  la noche.

Su imaginación exaltada la veía llena de luces, par­padeando y guiñando en la oscuridad. Cuarto Sellado de James Annixter. No. Cuarto Reservado de James... No, no. Cuarto Azul, de James Annixter...

Dio unos pasos, absorto, dejó la acera, y un taxi que doblaba hacia el lugar que él acababa de dejar, patinó con las ruedas trabadas y chirriantes en la húmeda calzada.

Annixter sintió un golpe violento en el pecho, y todas las luces que había estado viendo explotaron en su rostro.

Y ya no hubo más luces.

James Annixter, el dramaturgo, fue atropellado ano­che por un taxi, al salir de ''Casa Habana". Después de ser atendido en el hospital por conmoción cerebral y lesiones leves, se reintegró a su domicilio.

En el vestíbulo de "Casa Habana" no cabía el es­truendo de la cálida música; dos escalones más abajo, muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido. La muchacha del guardarropa miró a Annixter, asombrada, al parche de la frente, al brazo izquierdo en cabestrillo.

—¡Caramba! —dijo la muchacha—, ¡no esperaba verlo tan pronto por acá!

—¿Entonces se acuerda de mí? —dijo Annixter, son­riendo.

—A la fuerza —dijo la muchacha—. ¡Me dejó sin dormir toda la noche! Oí esas frenadas chirriantes justo al salir usted. ¡Luego una especie de choque! —Se estre­meció.— Y seguí oyéndolo toda la noche. Lo oigo toda­vía, después de una semana. ¡Es horrible!

—Es usted muy sensible —dijo Annixter.

—Tengo demasiada imaginación —concedió la mu­chacha del guardarropa—. Sabía que era usted antes de correr a la puerta y verlo allí tendido en la calle. El hombre que hablaba con usted estaba parado en la puerta. "¡Santo cielo!, le dije, ¿es su amigo?"

—¿Y él, qué dijo? —preguntó Annixter.

—“No es mi amigo, dijo. Es alguien que acabo de encontrar". Raro, ¿no?

Annixter se humedeció los labios.

—¿Qué quiere decir? Era alguien con quien acababa de encontrarse.

—Sí, pero un hombre con el que habían bebido jun­tos —dijo la muchacha—, muerto delante de él, porque él debió verlo; salió detrás suyo. Podía pensarse que a lo menos se interesaría. Pero cuando el conductor del taxi empezó a llamar testigos de su inocencia, miré por el hombre, ¡había desaparecido!

Annixter cambió una mirada con Ransome, su repre­sentante, que lo acompañaba. Una mirada ansiosa y per­pleja. Pero sonrió luego a la muchacha del guardarropa.

—Muerto delante de él —dijo Annixter—, no. Sólo un tanto vapuleado, eso es todo.

No era necesario explicar cuan curioso, cuan extra­vagante, había sido el efecto de aquel "vapuleo" en su mente.

—Si se hubiera visto, ahí en el suelo iluminado con las luces del taxi.

—¡Ah, de nuevo esa imaginación suya! —dijo Annix­ter. Titubeó un instante y luego hizo la pregunta que había venido a hacer, la pregunta que tenía para él tan profunda importancia.

—Ese hombre con quien yo hablaba, ¿quién era?

La encargada del guardarropa los miró y sacudió la cabeza.

—Nunca lo había visto antes, y no he vuelto a verlo después.

Annixter sintió como si le hubieran golpeado en la cara.

Había esperado, esperado desesperadamente otra res­puesta.

Ransome le puso la mano en el brazo, conteniéndolo.

—Ya que estamos aquí, beberemos algo.

Bajaron dos gradas para entrar en la sala donde la banda trompeteaba. Un mozo los condujo a una mesa y Ransome pidió algo.

—Es inútil importunar a la muchacha —dijo Ran­some—. No lo conoce al hombre, es evidente. Mi con­sejo es: No te preocupes. Piensa en otra cosa. Date tiempo. Después de todo no hace más que una se­mana desde...

—¡Una semana! —dijo Annixter—. ¡Y lo que he hecho en una semana! Los dos primeros actos, y el ter­cero justo hasta ese punto muerto. ¡La culminación del asunto, la solución, la escena eje del drama! ¡Si la hubiera hecho, Bill, todo el drama, lo mejor que he hecho de mi vida, estaría concluido en dos días, si no hubiera sido por esto —se golpeó la frente—, ese punto muerto, esa maldita jugarreta de la memoria!

—Tuviste una buena sacudida.

—¿Eso? —dijo Annixter despectivamente. Bajó la vista sobre el brazo en cabestrillo—, ni siquiera lo sentí; ni me preocupó. Me desperté en la ambulancia con mi pieza tan clara en la mente como en el momento en que el taxi me atropello; más, tal vez, porque estaba comple­tamente lúcido y sabía lo que valía. Una fija ¡algo que no puede errar!

—Si hubieras descansado —dijo Ransome—, como el médico dijo, en vez de sentarte en cama a escribir día y noche.

—Tenía que escribirlo. ¿Descansar? —dijo Annixter, con risa ronca—. No se descansa cuando se tiene una cosa así. Se vive para eso, cuando uno es un autor dra­mático. Eso es vivir. He vivido ocho vidas, en esos ocho personajes, en los últimos cinco días. He vivido tan plenamente en ellos, Bill, que sólo al querer escribir esa última escena comprendí lo que había perdido. ¡Todo mi drama! ¡Sólo eso! ¿Cómo Cynthia fue herida en ese cuarto sin ventanas en el que se había encerrado con llave? ¿Cómo hizo el asesino para entrar? Docenas de escritores, mejores que yo, han tratado el tema del cuarto cerrado y nunca tan convincentemente; nunca lo han resuelto. Yo lo tenía, ¡ayúdame, Dios mío!, lo tenía. Sencillo, perfecto, deslumbrantemente claro cuando se ha visto una vez. ¡Y ese es el drama, el telón se levanta en ese cuarto hermético y cae en él! ¡Esa era mi revela­ción! He pasado dos días y dos noches, Bill, tratando de recuperar esa idea. No quiere volver. Soy un escritor experimentado; conozco mi oficio, podría acabar mi pieza, pero sería como las demás ¡imperfecta, falsa! ¡No sería mi pieza! Pero por ahí anda un hombrecillo, en algún lugar de esta ciudad, un hombrecillo con lentes hexago­nales, que posee mi idea. Que la posee porque yo se la he contado. ¡Voy a buscar a ese hombrecillo y a recu­perar lo mío!

Si el caballero que en la noche del 27 de enero, en la “Casa Habana”, escuchó con tanta paciencia a un es­critor que le refirió un argumento, quisiera comunicarse con la dirección más abajo apuntada, oiría algo venta­joso para él.

Un hombrecillo que había dicho: "No es mi amigo: es alguien a quien acabo de encontrar."

Un hombrecillo que vio el accidente pero que no quiso esperar para servir de testigo.

La muchacha del guardarropa tenía razón. Había algo un poco raro en eso.

Los días siguientes, cuando el aviso no recibió res­puesta, empezó a parecerle a Annixter más que un poco raro.

Su brazo ya no estaba en cabestrillo, pero no podía trabajar. Una y otra vez, se sentaba ante el manuscrito casi terminado, lo leía con prolija y torva atención, pensando:  ¡Debe volver otra vez!, para encontrarse de nuevo ante ese punto muerto, ante ese muro, ante ese lapsus de la memoria. Abandonaba su trabajo y rondaba las calles; se metía en bares y cafés; andaba millas en ómnibus y subterráneos, especialmente en las horas de más afluencia. Vio miles de caras, pero no la cara del hombrecillo de lentes hexagonales.

Pensar en él fue la obsesión de Annixter. Era injusto, era enfurecedor, era una tortura el pensar que un pequeño y vulgar azar hacía que un ciudadano anduviera tran­quilamente por ahí con el último eslabón de la famosa pieza de James Annixter, la mejor que había escrito, encerrada en su cabeza. Y sin darse cuenta de su valor: sin la imaginación necesaria, probablemente, para apreciar lo que tenía. ¡Y sin la menor idea, con toda seguridad, de lo que esto significaba para Annixter! ¿O tenía alguna idea? ¿No era tal vez, tan vulgar como le pare­ció? ¿Había visto esos anuncios? ¿Estaba urdiendo algo para aplastar a Annixter?

Cuanto más Annixter pensaba, más se convencía de que la muchacha del guardarropa tenía razón. Había algo bastante raro en la actitud del hombrecillo, después del accidente.

La imaginación de Annixter giraba en torno del hom­bre que buscaba, tratando de escudriñar su mente, de encontrar razones por su desaparición después del acci­dente, por su descuido en responder los avisos.

Annixter tenía una activa imaginación dramática.

El hombrecillo que le pareció tan vulgar empezó a tomar una forma siniestra en la mente de Annixter.

Pero apenas se encontró con el hombrecillo, comprendió cuan absurdo era eso. Era ridículo. El hombrecillo era tan decente; sus hombros tan derechos; su traje gris tan pulcro; su fieltro negro tan bien colocado en la cabeza.

Las puertas del tranvía subterráneo acababan de ce­rrarse, cuando Annixter lo vio parado en la plataforma con una valijita en la mano, y un diario de la tarde bajo el otro brazo. La luz del coche brilló en su cara pálida y estirada; los lentes hexagonales resplandecieron. Se volvió hacia la salida mientras Annixter, arremetiendo las puertas semicerradas del coche, se apretujó entre ellas hasta la plataforma.

Estirando la cabeza para mirar sobre el gentío, Annixter se abrió paso a codazos, subió de dos en dos la escalera y puso la mano en el hombro del hombrecillo.

—Un momento —dijo Annixter—. Lo he estado bus­cando.

El hombrecillo se detuvo en el acto, al sentir la mano de Annixter. Luego se dio vuelta y lo miró. Tras los lentes hexagonales sus ojos eran pálidos, de un gris pálido. La nuca era una línea recta, casi descolorida.

Annixter sentía por el hombrecillo un cariño de her­mano. El solo hecho de haberlo encontrado era un alivio tan grande como si una nube negra se hubiera alejado de su espíritu. Palmeó al hombrecillo cariñosamente.

—Tengo que hablar con usted —le dijo Annixter—. Sólo un momento. Vamos a algún lado.

—No puedo imaginar de qué tiene que hablarme —dijo el hombrecillo.

Se hizo un poco a un lado, para dar paso a una mujer. El gentío disminuía, pero todavía había gente que subía y bajaba las escaleras. El hombrecillo miró a Annixter, interrogativamente cortés.

—Claro que no —dijo Annixter—, es algo tan es­túpido. Se trata de aquel argumento.

—¿Argumento?

Annixter tuvo un débil sobresalto.

—Mire —dijo—, yo estaba borracho esa noche, ¡muy borracho! Pero recordando, tengo la impresión de que usted estaba completamente fresco. ¿No es así?

—Jamás en mi vida he estado borracho.

—¡Gracias a Dios! —dijo Annixter—. Entonces no tendrá dificultad en recordar el pequeño punto que quiero que recuerde.

—No entiendo —dijo el hombrecillo—. Estoy seguro de que usted me toma por otro. No tengo la menor idea de lo que me dice. No lo he visto jamás en mi vida. Disculpe. Buenas noches.

Se dio vuelta y empezó a subir la escalera. Annixter lo contempló azorado. No podía creer a sus oídos. Por un instante se quedó absorto, luego una oleada de ira y de sospecha barrió su asombro. Subió la escalera y agarró al hombrecillo por un brazo.

—Un momento —dijo Annixter—. Podía estar ebrio, pero...

—Me parece evidente —dijo el hombrecillo—. ¿Quiere quitarme la mano de encima?

Annixter se dominó.

—Disculpe —dijo—. Déjeme arreglar esto; dice que jamás me ha visto. Entonces, ¿entonces no estaba usted en "Casa Habana" el 27, entre las diez y las doce de la noche? ¿No bebió conmigo un par de copas, y escuchó el argumento de un drama que se me acababa de ocurrir?

El hombrecillo miró a Annixter fijamente.

—Jamás lo he visto; ya se lo he dicho.

—¿No vio que un taxi me atropelló? —prosiguió luciendo Annixter, ansioso—. ¿No le dijo a la muchacha del guardarropa: "No es un amigo, es alguien con quien me acabo de encontrar"?

—No sé de qué me habla —dijo el hombrecillo lacó­nicamente.

Se dispuso a retirarse, pero Annixter volvió a pren­dérsele del brazo.

—No sé —dijo Annixter entre dientes— nada de sus asuntos personales, ni quiero saber. Puede tener algún motivo para no desear servir de testigo en un accidente de tráfico. Puede tener algún motivo para proceder de ese modo. Ni lo sé ni me importa. Pero es un hecho. ¡Usted es el hombre a quien relaté mi drama! Quiero que me diga como yo se lo dije: tengo motivos, motivos personales, que me conciernen, solamente a mí. Quiero que me devuelva mi cuento, es todo lo que quiero. No quiero saber quién es usted, ni nada de usted, lo único que quiero es que me cuente ese cuento.

—Pide un imposible —dijo el hombrecillo—, un imposible, porque nunca lo he oído.

—¿Se trata de dinero? Dígame cuánto quiere; se lo daré. ¡Ayúdeme, llegaré hasta a darle una participación en el drama! Eso significa dinero. Lo sé, porque conozco mi oficio. Y tal vez, tal vez —dijo Annixter, asaltado por una idea súbita—, usted también lo conoce, ¿eh?

—Usted está loco o borracho —dijo el hombrecillo. Con un brusco movimiento liberó su brazo, y corrió por la escalera. Abajo se sentía retumbar un coche. La gente se atropellaba. El hombrecillo se metió entre la gente y se perdió con asombrosa celeridad.

Era pequeño, liviano y Annixter era pesado. Cuando éste llegó a la calle, no había rastros del hombrecillo.

Había desaparecido.

 

¿Tendría la idea, pensaba Annixter, de robarle el ar­gumento? ¿Por alguna extraña casualidad, alimentaba el hombrecillo la ambición fantástica de ser dramaturgo? ¿Había tal vez pregonado sus preciosos manuscritos, en vano, por todas las empresas? ¿Se le había aparecido el argumento de Annixter como un resplandor enloque­cedor en la oscuridad del desengaño y del fracaso, como algo que podía robar impunemente porque le había parecido la inspiración casual de un borracho, que a la mañana siguiente olvidaría que había incubado algo más que un pasatiempo?

Bebió otra copa. Ya iban quince desde que el hom­brecillo con los lentes hexagonales se le escapó, y ya iba llegando al grado en que perdía la cuenta de los lugares en que había bebido. Era el grado en que em­pezaba a mejorar y su mente a trabajar.

Imaginaba cómo se había sentido el hombrecillo al oír el argumento entre su hipo y cómo gradualmente lo había ido comprendiendo.

—¡Dios mío! —había pensado el hombrecillo—. Tengo que apropiármelo. Está ebrio o borracho como una cuba. ¡Mañana no recordará una palabra! Adelante, adelante, señor. ¡Siga hablando!

También era ridícula la idea de que Annixter olvi­dara su pieza a la mañana siguiente; Annixter olvidaba otras cosas y hasta cosas importantes, pero nunca en su vida había olvidado el menor detalle dramático.

Salvo una vez porque un taxímetro lo había derribado. Annixter bebió otra copa. Le hacía falta. Ahora estaba en lo suyo. No había ningún hombrecillo de lentes hexa­gonales para iluminar ese punto oscuro. Tenía que hacerlo. ¡De algún modo!

Tomó otra copa. Ya había bebido muchas más. El bar estaba repleto y ruidoso, pero él no notaba el ruido, hasta que alguien le golpeó en el hombro. Era Ransome.

Annixter se levantó, apoyándose con los nudillos en la mesa.

—Mira, Bill —dijo Annixter—. ¿Qué te parece? Un hombre olvida una idea, ¿ves? Quiere recuperarla, ¡la recupera! La idea viene de adentro, para afuera, ¿verdad? Sale afuera, vuelve adentro. ¿Cómo es eso?

Se tambaleó, observando a Ransome.

—Mejor será que tomes un traguito —dijo Ranso­me—. Tengo que considerar bien eso.

—Yo —dijo Annixter—, ¡ya lo he considerado! —Se encajó el sombrero deformado en la cabeza. —Hasta pronto, Bill. ¡Tengo mucho que hacer!

Salió haciendo eses en busca de la puerta y de su departamento. Fue José, su servidor, quien le abrió la puerta del departamento, unos veinte minutos des­pués. José abrió la puerta mientras Annixter describía círculos infructuosamente alrededor de la cerradura.

—Buenas noches, señor —dijo José.

Annixter se quedó mirándolo.

—No le he dicho que se quede esta noche.

—No tenía, motivos para salir, señor —explicó José.

Ayudó a Annixter a quitarse el abrigo.

—Me gusta una velada tranquila de vez en cuando. Tiene que irse de aquí —dijo Annixter.

—Gracias, señor —dijo José—. Pondré algunas cosas en una valija.

Annixter entró en su gran biblioteca, y se sirvió una copa.

El manuscrito de su drama estaba sobre el escritorio. Annixter, tambaleándose un poco, con el vaso en la mano, se detuvo mirando incómodo a la descuidada pila de papel amarillo, pero no empezó su lectura. Esperó hasta oír girar la llave de José que salía, cerrando tras él la puerta de calle, y entonces recogió su manuscrito, la jarra y el vaso y la cigarrera. Cargado con esto entró en el hall, y lo atravesó hasta la puerta del cuarto de José.

Por dentro, la puerta tenía un pasador, y el cuarto era el único sin ventana en el departamento: cosas que lo hacían el único posible para sus fines.

Con la mano encendió la luz.

Era un cuartito sencillo, pero Annixter notó, con una sonrisa, que la colcha y el almohadón en la usada silla de paja eran azules. Cuarto Azul, de James Annixter.

Era evidente que José había estado acostado en la cama, leyendo el diario de la tarde; el diario estaba sobre la colcha arrugada, y la almohada estaba hundida en parte. Junto a la cabecera de la cama, frente a la puerta, había una mesita cubierta de cepillos y de lienzos.

Annixter los tiró al suelo. Colocó encima de la mesa su manuscrito, la jarra, el vaso y los cigarrillos, y se di­rigió a la puerta y le echó el cerrojo. Acercó la silla de paja a la mesa, se sentó y encendió un cigarrillo.

Se recostó en la silla fumando; dejando la mente tran­quila en el ambiente deseado, el ambiente espiritual de Cynthia, la mujer de su drama, la mujer tan asustada que se había encerrado completamente, en un cuarto sin ventanas, un cuarto hermético.

—Así se sentó —se dijo Annixter—, justo como estoy sentado yo: en un cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada con un pasador. Sin embargo, él la alcanzó. La alcanzó con un cuchillo, en un cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada con pasador. ¿Cómo lo hizo?

Había una manera de hacerlo. Él, Annixter, había pen­sado en ese medio, lo había concebido, lo había inven­tado y olvidado. Su idea había creado las circunstancias. Ahora, deliberadamente reproducía las circunstancias, para recuperar la idea. Había puesto su persona en la posición de la víctima, para que su mente pudiera recuperar el procedimiento perdido. Todo estaba tran­quilo: ni un sonido en el cuarto ni en el departamento. Annixter estuvo inmóvil por largo rato. Así quedó hasta que la intensidad de su concentración comenzó a flaquear. Se oprimió la frente con las palmas de las manos, y luego agarró la jarra. Se echó un buen trago. Casi había recobrado lo que buscaba, lo sentía cerca, casi al borde.

—Calma —se dijo—, tómalo con calma, descansa. Afloja. Ensaya de nuevo un instante.

Miró a su alrededor buscando algo que lo distrajera y tomó el diario de José.

A las primeras palabras que cayeron bajo su vista se le detuvo el corazón.

La mujer en cuyo cuerpo descubrieron tres puñaladas, las tres mortales, yacía en un cuarto sin ventana, cuya única puerta estaba cerrada por dentro con llave y pa­sador. Estas precauciones excesivas parece que le eran habituales, y no hay duda de que temía constantemente por su vida, pues la policía la sabía chantajista, contumaz y despiadada.

Al singular problema de las circunstancias del cuarto herméticamente cerrado se añade el problema de cómo el crimen puede haber estado oculto durante tanto tiempo, pues el médico estima, según las condiciones del cadáver, que debió cometerse hace doce o catorce días.

Hace doce o catorce días.

Annixter volvió a leer el resto de la historia; luego dejó caer el diario en el suelo. Le latían las sienes con fuerza. Tenía el rostro lívido. ¿Doce o catorce días? Podía ser exacto. Hacia trece noches justas que él estuvo en “Casa Habana” y contó a un hombrecillo de lentes hexagonales cómo matar a una mujer en un cuarto cerrado.

Annixter quedó sin moverse un instante. Luego llenó un vaso. Era grande y le hacía falta. Sintió una curiosa sensación de asombro, de espanto. Él y el hombrecillo estaban en idéntico aprieto hace trece noches. Ambos ultrajados por una mujer. Como resultado, uno había concebido un drama de crimen. El otro había llevado el drama a la realidad.

—¡Y yo, esta noche, le ofrecía una participación! —pensó Annixter—. Le hablé de dinero en efectivo.

Se oyó una carcajada. Todo el dinero del mundo no haría confesar al hombrecillo que había visto alguna vez a Annixter, ese Annixter que le había contado el argumento de un drama en el que se mataba a una mujer en un cuarto cerrado. Porque él era la única persona en el mundo que podía denunciarlo. Aun si no podía decirles, porque lo había olvidado, de qué manera el hombrecillo había cometido el crimen, podía poner sobre su pista a la policía, podía dar sus señas, para que lo localizaran. Y una vez sobre su pista, la policía bus­caría los vínculos, casi inevitablemente, con el crimen.

Idea rara, que él, Annixter era probablemente la única amenaza, el único peligro, para el pulcro, pálido hombrecillo de lentes hexagonales. La única amenaza y, por supuesto, el hombrecillo lo sabía muy bien. Un pe­ligro mortal desde el descubrimiento del asesinato en el cuarto cerrado. Ese descubrimiento se acababa de pu­blicar esta noche y el hombrecillo pudo haber tomado la suya, la pista de Annixter.

Annixter había despachado a José. El criminal estaría por caer sobre Annixter, solo en el departamento, solo en el cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada por dentro con llave y pasador, a sus espaldas.

Annixter sintió un súbito terror, salvaje, glacial.

Medio se levantó, pero demasiado tarde.

Demasiado tarde, porque en ese instante se deslizó la hoja del puñal, fina, penetrante y delicada, en sus pulmones, entre las costillas.

La cabeza de Annixter fue inclinándose lentamente hacia adelante hasta que su mejilla descansó sobre el ma­nuscrito del drama. Sólo se oyó un sonido, un sonido raro, confuso, algo parecido a una risa.

Annixter, de pronto, había recordado.

Barry Perowne.

 

 

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