LA
VERDAD SOBRE EL CASO DE M. VALDEMAR
Edgar
Allan Poe, escritor
norteamericano. Nacido en Boston, en 1809; muerto en un hospital de Nueva York,
en 1849. Inventó el género policial; renovó el género fantástico; ha
influido en escritores tan diversos como Baudelaire y Chesterton, Conan Doyle y
Paul Valéry. Es
autor de: The Narrative of Arthur Gordon Pym (1838); Tales, of the
Grotesque and the Arabesque (1839); Tales (1845); The Raven and
other Poems (1845); Eureka (1848). Estas
obras han sido traducidas a casi todos los idiomas.
No
me sorprende que el caso extraordinario de M. Valdemar haya provocado discusión.
Lo contrario hubiera sido un milagro, en tales circunstancias. Nuestra resolución
de no divulgar el asunto hasta completar su examen ha dado lugar a rumores
exagerados o fragmentarios y ha suscitado, naturalmente, mucha incredulidad.
Es
necesario, ahora, que yo exponga los hechos hasta donde los entiendo.
Brevemente, son estos:
Hace
tres años que estudio los problemas del hipnotismo; hace nueve meses pensé
que en los experimentos realizados hasta ahora, había una omisión evidente e
inexplicable: Nadie había sido hipnotizado in articulo mortis. Faltaba
saber, primero, si en ese estado el paciente era susceptible a la influencia
hipnótica; segundo, si, en caso afirmativo, ese estado restringía o favorecía
la sensibilidad hipnótica; tercero, hasta qué grado y por cuánto tiempo el
hipnotismo podría detener el proceso de la muerte. Este último punto atrajo,
particularmente, mi curiosidad.
En
busca de un sujeto para el experimento, pensé en mi amigo M. Ernest Valdemar,
el conocido compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el pseudónimo
Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y de Gargantúa.
M.
Valdemar, que residía en Harlem (New York) desde 1839, es (o era) notorio por
su extremada flacura —las piernas se parecían mucho a las de John Randolph—
y por la blancura de las patillas, en oposición al pelo renegrido que muchos
tomaban por una peluca. Era, por su temperamento nervioso, un sujeto excelente
para los ejercicios hipnóticos. Dos o tres veces yo había logrado fácilmente
hacerlo dormir; pero no conseguí otros resultados que su temperamento me había
inducido a esperar. Su voluntad nunca estuvo plenamente sometida y, en lo que
se refiere a clarividencia, no logré nada. Atribuí siempre mi fracaso
al estado precario de su salud. Meses antes de que yo lo conociera, los médicos
lo habían encontrado tísico. Solía hablar con toda serenidad de su próximo
fin, como de algo que no podía evitarse ni lamentarse.
Cuando
se me ocurrieron las ideas que he mencionado, era muy natural que pensara en
M. Valdemar. Conocía demasiado bien la firme filosofía del hombre, para temer
escrúpulos de su parte; y no tenía parientes en América que pudieran
intervenir. Le hablé francamente del asunto; a mi sorpresa, manifestó vivo
interés. Digo a mi sorpresa, pues, aunque se había sometido espontáneamente
a mis experiencias, estas nunca lo habían interesado. La naturaleza del mal
permitía calcular con cierta precisión la fecha de la muerte; convinimos que
me avisaría veinticuatro horas antes del período que fijaran los médicos.
Hace
ya siete meses que recibí, de puño y letra de M. Valdemar, el siguiente
mensaje:
"Mi
querido Poe:
"Puede
venir ahora. D. y F. consideran que no pasaré de mañana a la
medianoche; me parece que su cálculo es justo.
Valdemar."
Quince
minutos después estaba en el dormitorio del moribundo. Hacía diez días que no
lo visitaba y su espantosa alteración me aterró. La cara parecía de plomo;
los ojos eran opacos y la extenuación era tan extrema que los pómulos habían
roto la piel. La expectoración era abundante; el pulso, débil. Conservaba, sin
embargo, su integridad mental y cierto vigor físico. Hablaba claramente; sin
ayuda ingirió un calmante y, cuando entré, se hallaba escribiendo unas notas
en su libreta. Estaba sentado en la cama, sostenido por almohadones. Lo cuidaban
los doctores D. y F.
Después
de estrechar la mano de Valdemar, hablé con los médicos; me detallaron el
estado del enfermo. Hacía dieciocho meses que el pulmón izquierdo se hallaba
en un estado semióseo o cartilaginoso. La región superior del pulmón derecho
estaba, en parte, osificada; la región inferior era una masa de tubérculos
purulentos que se interpenetraban. Había algunas perforaciones profundas y, en
cierto punto, estaban adheridas las costillas. Estos fenómenos del lóbulo
derecho eran de aparición relativamente reciente. La osificación había
progresado con insólita rapidez. Un mes antes no se notaba ningún síntoma
y hacía pocos días que habían descubierto la adherencia. Además de la
tisis, los médicos temían un aneurisma de la aorta; los síntomas óseos no
permitían un diagnóstico exacto. Ambos médicos opinaban que M. Valdemar
moriría en la medianoche del día siguiente (domingo). Eran las siete de la
tarde del sábado.
Al
dejar al enfermo para conversar conmigo, los doctores D. y F. le dieron el último
adiós. No habían tenido el propósito de volver; pero, a mi ruego, prometieron
hacerlo el domingo, antes de medianoche.
Cuando
se fueron, hablé abiertamente con M. Valdemar de su próximo fin, y en
particular del experimento. Se mostró dispuesto, casi impaciente, y me conminó
a ensayarlo enseguida. Lo atendían un enfermero y una enfermera, temiendo un
accidente súbito; pero no me atreví a ejecutar un experimento tan grave sin
testigos más responsables que esas personas. Debí renunciar a la operación
hasta las ocho de la tarde siguiente, cuando llegó un estudiante de medicina,
el señor Teodoro L. Yo había tenido el propósito de esperar a los médicos;
pero las solicitaciones de M. Valdemar y mi convicción de que no había tiempo
que perder, me hicieron proceder inmediatamente.
El
señor L. accedió a tomar notas de cuanto sucediera; este informe compendia,
o transcribe literalmente, esas notas.
Poco
antes de las ocho, tomé la mano del enfermo y le pedí que formulara, lo más
claramente posible, su voluntad de que lo hipnotizaran en ese estado. Respondió
débilmente: Sí, quiero que me hipnoticen. Enseguida agregó: Temo que hayan
esperado demasiado.
Mientras
hablaba inicié los pases que en ocasiones anteriores había ejecutado con éxito.
El primer toque lateral de la mano sobre la frente fue notoriamente eficaz;
pero, a pesar de todas mis tentativas, no hubo adelanto alguno hasta las diez,
cuando llegaron los doctores D. y F. Brevemente les expliqué mi proyecto. No
se opusieron, y como declararon que el paciente ya estaba en agonía, procedí
sin demora, cambiando, sin embargo, los pases laterales por verticales y
concentrando mi mirada en el ojo derecho de Valdemar.
El
pulso era imperceptible; la respiración, estertórea, con intervalos de treinta
segundos. Esa condición duró un cuarto de hora. Después, el pecho del
moribundo exhaló un suspiro muy natural, pero profundísimo. Cesó la respiración
estertórea; no disminuyeron los intervalos. Las piernas y los brazos del
paciente estaban helados. A las once menos diez, advertí signos inequívocos de
la influencia magnética. La oscilación vidriosa del ojo se transformó en esa
expresión de penoso examen interno, que es privativo del sonámbulo. Bastaron
unos toques laterales para que temblaran los párpados como en el sueño
incipiente; pocos más, para que se cerraran los ojos. Esto no me satisfizo.
Repetí vigorosamente los pases y empeñé toda mi voluntad, hasta paralizar los
miembros del enfermo, después de colocarlos en una posición cómoda. Las
piernas estaban bien estiradas; los brazos, algo extendidos hacia afuera; la
cabeza, ligeramente elevada.
Ya
era la medianoche; pedí a los presentes que examinaran a M. Valdemar. Después
de revisarlo, reconocieron que se hallaba en un estado excepcionalmente
perfecto de trance magnético. Los dos médicos manifestaron gran interés. El
doctor D. resolvió quedarse toda la noche; el doctor F. prometió regresar al
alba. El señor L. y los enfermeros se quedaron.
Dejamos
tranquilo a M. Valdemar hasta las tres de la mañana. Al acercarme lo hallé en
la misma condición que al irse el doctor F.; la posición era la misma; el
pulso, tenue; la respiración, suave (sólo perceptible por la aplicación de un
espejo a los labios). Los ojos estaban cerrados con naturalidad; los miembros
estaban rígidos y fríos como el mármol. Con todo, la apariencia general no
era la de un cadáver.
Me
acerqué a M. Valdemar y traté que su brazo derecho siguiera el movimiento
del mío, que evolucionaba suavemente sobre su cuerpo. Con M. Valdemar siempre
había fracasado ese experimento, y ahora no esperaba mejor resultado. Pero, a
mi asombro, su brazo fue siguiendo, aunque débilmente, las evoluciones del mío.
Resolví aventurar algunas palabras:
—Monsieur
Valdemar —pregunté—, ¿duerme usted?
No
contestó, pero percibí un temblor en los labios y repetí la interrogación
una y otra vez. A la tercera, una vibración ligerísima recorrió todo el
cuerpo; los párpados se abrieron hasta revelar una estría blanca; los labios
se movieron con lentitud y dieron paso a estas palabras apenas perceptibles:
—Sí,
ahora duermo. No me despierte, déjeme morir así.
Palpé
los miembros y comprobé que no habían perdido la rigidez. Como antes, el
brazo derecho seguía la dirección de mi mano. Volví a interrogar al sonámbulo:
—¿Sigue
con el dolor en el pecho, monsieur Valdemar?
La
contestación fue inmediata, apenas murmurada:
—¿Dolor?
no, estoy muriéndome.
No
me pareció razonable seguir molestándolo y nada más se hizo o se dijo hasta
que llegó el doctor F. al amanecer, y demostró un asombro sin límites al
encontrar con vida al paciente. Le tomó el pulso, le aplicó un espejo a los
labios, y luego me pidió que lo interrogara.
—¿Sigue
durmiendo usted, M. Valdemar?
Pasaron
algunos minutos sin que respondiera; durante el intervalo, el sonámbulo parecía
reunir sus fuerzas para hablar. A la cuarta repetición, dijo, débilmente, casi
imperceptiblemente:
—Sí,
duermo: estoy muriéndome.
Los
médicos aconsejaron que no se molestara a M. Valdemar hasta que sobreviniera
la muerte, hecho que, según ellos, tardaría pocos minutos. Resolví, sin embargo,
hablarle una vez más y repetí mi pregunta.
Mientras
hablaba hubo un cambio marcado en el rostro del sonámbulo. Los ojos giraron
lentamente en las órbitas, las pupilas desaparecieron hacia arriba; la piel tomó
un color cadavérico, menos parecido al pergamino que al papel blanco; y las
manchas febriles que había en el centro de las mejillas, de pronto se apagaron.
Uso esta palabra, porque su desaparición me recordó la brusca extinción
de una vela. Al mismo tiempo, el labio superior se apartó de los dientes, que
antes había tapado; la mandíbula cayó con un golpe seco, dejando bien abierta
la boca y descubriendo la lengua ennegrecida e hinchada. Ninguno de nosotros
ignoraba los horrores del lecho de muerte; pero el aspecto de M. Valdemar era
tan atroz, que todos retrocedimos.
Ahora
llego a la parte increíble de mi relato. Sin embargo, prosigo. Ya no quedaba en
M. Valdemar el más leve signo de vida; creyéndolo muerto, íbamos a confiarlo
a los enfermeros, cuando observamos en la lengua un fuerte movimiento
vibratorio. Esto duró un minuto, quizá. Luego, de las mandíbulas dilatadas e
inmóviles, surgió una voz, una voz que sería una locura intentar describir.
Es verdad que hay dos o tres adjetivos parcialmente aplicables: Podría decirse,
por ejemplo, que el sonido era áspero, y roto, y hueco; pero el horroroso
conjunto es indescriptible, por la simple razón de que en los oídos humanos no
ha rechinado nunca un acento igual.
Dos
particularidades, sin embargo, me parecieron (y aún me parecen) típicas de la
entonación; las enuncio porque pueden comunicar de algún modo su peculiaridad
inhumana. En primer lugar, la voz parecía venir de muy lejos, o de una caverna
profunda en el interior de la tierra. En segundo lugar, impresionaba al oído
(temo, en verdad, que es imposible hacerme entender) como las materias
gelatinosas o glutinosas impresionan al tacto.
He
hablado de sonido y de voz. Quiero decir que el sonido era de nítida,
de terrible silabación. M. Valdemar habló, en evidente respuesta a la
pregunta que yo le había formulado, minutos antes. Le había preguntado, se
recordará, si dormía. Ahora dijo:
—Sí;
no, he estado durmiendo, y ahora, ahora estoy muerto.
Ninguno
de los presentes negó, o trató de ocultar el inefable, tembloroso horror que
esas pocas palabras, y esa voz, fueron capaces de infundir. El señor L. (el
estudiante) se desmayó. Los enfermeros dejaron inmediatamente la pieza y no
se logró que volvieran. No trataré de comunicar al lector lo que en ese
momento sentí. Durante una hora nos dedicamos, en silencio, a reanimar a L.
Cuando volvió en sí, reanudamos la investigación del estado de M. Valdemar.
Ese
estado era el mismo, salvo que el espejo no se empañaba al ser aplicado a los
labios. Falló una tentativa de sacarle sangre del brazo. Mencionaré, también,
que ese miembro ya no estaba sujeto a mi voluntad. Ensayé inútilmente que
siguiera la dirección de mi mano. La única indicación del influjo magnético
era el movimiento vibratorio de la lengua, cada vez que lo interrogábamos.
Parecía esforzarse por contestar, pero su volición era insuficiente. Si le
hablaban los otros, parecía del todo insensible, aunque traté de colocarlos en
relación magnética con él. Creo haber referido lo necesario para que se
comprenda el estado del sonámbulo en esa época. Conseguimos otros
enfermeros, y a las diez salí de la casa con los dos médicos y con el señor
L. Volvimos a la tarde. El estado de M. Valdemar era el mismo. Discutimos la
posibilidad y conveniencia de despertarlo; pero no tardamos en rechazar ese propósito.
Era innegable que el proceso magnético había detenido la muerte: lo que en
general se llama muerte. Nos pareció evidente que despertar a M. Valdemar sería
apresurar su instantánea, o por lo menos inmediata, extinción.
Desde
esa tarde hasta el final de la semana pasada —un intervalo de cerca de
siete meses— seguimos visitando diariamente a M. Valdemar acompañados por
médicos, o por otros amigos. Durante ese largo intervalo el estado del sonámbulo
no cambió. La vigilancia de los enfermeros era continua.
El
viernes último resolvimos hacer lo posible para despertarlo. Recurrí a los
pases acostumbrados. Estos, durante un tiempo, fueron inútiles.
El
primer síntoma de la vuelta a la vida, fue un parcial descenso del iris.
Inmediatamente después, desbordó por las mejillas un líquido seroso y
amarillento, de olor acre y muy repulsivo.
Me
sugirieron que tratara de influir en el brazo del paciente. Hice la tentativa y
fallé. El doctor F. me aconsejó que lo interrogara. Lo hice, de esta manera:
—Monsieur
Valdemar, ¿puede explicarme qué sensaciones y deseos tiene ahora?
Reaparecieron
las manchas febriles de las mejillas; tembló la lengua, o más bien giró con
violencia en la boca (aunque perduró la rigidez de los labios y de las mandíbulas)
y, finalmente, irrumpió la voz horrorosa que ya he descrito:
—Por
el amor de Dios, pronto-pronto-hágame morir; o, pronto, despiérteme. ¡Le
digo que estoy muerto!
Perdí
el aplomo y durante un momento no supe qué hacer. Primero traté de apaciguar
al sonámbulo; pero mi descompuesta voluntad me hizo fracasar; entonces, intenté
despertarlo. Vi que esa tentativa sería feliz y creo que todos se prepararon
para asistir al despertar.
Para
lo que de veras ocurrió, es imposible que un ser humano se
preparara.
Mientras
ejecuté los pases magnéticos entre gritos de ¡Muerto! ¡Muerto! que
explotaban de la lengua y no de los labios de Valdemar, todo su cuerpo se encogió
—en el término de un minuto o aun menos—, se desmenuzó y se pudrió debajo
de mis manos. Sobre la cama, frente a todos nosotros, quedó una masa casi líquida,
de inmunda, de abominable putrefacción.
Edgar
Allan Poe: Tales
(1845).