EL
CASO DEL DIFUNTO MISTER ELVESHAM
H.
G. Wells, novelista, cuentista,
enciclopedista. Nacido en Bromley, en 1866; muerto en Londres, en 1946. La
literatura fantástica le debe muchos ejercicios coherentes. En
esta disciplina, sus libros más admirables son: The Time Machine (1895);
The Island of Doctor Moreau (1896); The Plattner Story and Others (1897),
The Invisible Man (1897); Tales of Space and Time (1899), The
First Men in the Moon (1901), Twelve- Stories and a Dream (1903); The
Croquet Player (1936).
Mi
intención, al escribir este relato, no es precisamente la de ser creído,
sino la de evitar la caída de una próxima víctima. Quizá mi desdicha le
sirva de algo. Sé que mi caso es irreparable y estoy casi resignado a
afrontarlo.
Mi
nombre es Edward George Eden. Nací
en Trentham, en Staffordshire. Mi
padre era jardinero municipal. Perdí a mi madre cuando sólo tenía tres años
y a mi padre a los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptó. Era un hombre
soltero, autodidacta, y había logrado cierto renombre como periodista. Costeó
generosamente mis estudios y me infundió la voluntad de progresar en el
mundo. Cuando, murió, hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía
a unas quinientas libras, después de pagados los impuestos. Yo tenía entonces
dieciocho años. En el testamento me aconsejaba que empleara ese dinero en
completar mi educación. Yo había elegido la carrera de medicina; y gracias a
su generosidad póstuma y a mi buena suerte en un examen, pronto fui
estudiante de medicina en la Universidad de Londres. En el año del principio de
este relato yo me alojaba en una bohardilla, pobremente amueblada, atravesada
de corrientes de aire, que daba a los fondos de la Universidad. Una tarde le
llevé unos botines al remendón de Tottenham Court Road. Esta fue la primera
vez que encontré al viejito de la cara amarilla; al hombre con el cual mi vida
está insolublemente enredada. Al abrir la puerta de calle, vi que miraba, con
incertidumbre evidente, el número de la casa. Sus ojos, de un azul aguado y
rojos en el borde, tuvieron, al verme, una expresión de torpe amabilidad.
—No
puede aparecer más oportunamente —me dijo—. Había olvidado el número de
su casa. ¿Cómo le va Mr. Eden?
Me
sorprendió la familiaridad de su trato; yo nunca lo había visto. Me sentí un
poco molesto de que me hubiera sorprendido con los botines debajo del
brazo.
—Usted
se estará preguntando quién diablos soy —me dijo, notando mi escasa
cordialidad—. Permítame asegurarle que soy un amigo. Yo le he visto antes,
aunque usted no me reconozca. ¿Dónde podríamos hablar?
Vacilé.
No quería exponer la pobreza de mi cuarto a un desconocido.
—Quizá
podríamos conversar mientras caminamos —le dije.
Miró
a todos lados. Yo aproveché para deslizar los botines en el zaguán.
—Vea
—agregó—. Venga a almorzar conmigo, Mr. Eden. Yo soy muy viejo, y con el
ruido del tráfico no voy a conseguir que usted oiga mi voz.
Con
una mano persuasiva y escuálida me tocó el brazo. No sé por qué me sentí un
poco incómodo ante la invitación.
—Vamos
—exclamó—. Hágame el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.
Acepté
finalmente; fuimos al restaurante de Blavitski.
Tuve que andar con lentitud para acomodarme a su paso. Durante un excelente
almuerzo, en el que fracasaron todas mis preguntas, pude estudiar su cara. Era
afeitada, flaca y surcada de arrugas; los ajados labios caían sobre su
dentadura postiza; el pelo era escaso y blanco; tenía las espaldas agobiadas y
me pareció chico; casi todos los hombres me parecían chicos, entonces. Advertí
que él me examinaba también, con cierta incomprensible codicia.
—Y
ahora —dijo por fin— le explicaré la razón de mi visita. Debo decirle que
soy viejo, muy viejo, y que poseo mucho dinero que no sé a quién dejar.
Pensé
en el cuento del tío y resolví defender los restos de mis quinientas libras.
—He
cavilado sobre el mejor empleo que podría darle a mi dinero y he llegado a esta
conclusión: Trataré de encontrar a un joven ambicioso, pobre, sano de cuerpo y
alma, y le daré todo lo que tengo —me miró fijamente y repitió—: Todo lo
que tengo. Se verá libre, para siempre, de las preocupaciones de la pobreza y
podrá dirigir su vida como mejor le plazca.
Traté
de simular indiferencia.
—Ah,
ya veo —dije con transparente hipocresía—. Usted desea mi ayuda, mi ayuda
profesional, para encontrar esa persona.
Me
miró con tranquila sorna a través del humo del cigarrillo y reí al verme
descubierto.
—Qué
brillante carrera la de un hombre en esas circunstancias —exclamó—; me da
envidia pensar que otro disfrutará de lo que durante tantos años he acumulado.
Pero —agregó— le impondré algunas condiciones, como usted imaginará.
Por ejemplo, ese individuo deberá tomar mi nombre. Quiero, además, enterarme
de todas las circunstancias de su vida, y de la vida de sus mayores, antes de
nombrarlo heredero.
Esto
enfrió un poco mi entusiasmo.
—Y
debo creer, entonces, que yo... que yo... —dije.
—Sí,
¡usted! —respondió, casi con brutalidad—. Usted, ¡usted!
No
contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en giros fantásticos.
Sin embargo, no sentí la menor gratitud. No sabía qué decir, ni cómo
decirlo.
—Pero,
¿por qué yo precisamente? —pregunté al fin.
Dijo
que el profesor Hasler le había hablado de mí, como de un joven sano y
honesto y que su propósito era dejar su dinero a una persona que reuniera
esas condiciones.
Así
acabó mi primer encuentro con el viejito.
Guardó
mucha reserva, no me dio su nombre y después de unas preguntas se despidió y
me dejó en la puerta de Blavitski. Noté que para pagar el almuerzo sacó del
bolsillo un puñado de monedas de oro. Me intrigó su insistencia sobre la salud
del posible heredero.
De
acuerdo con el arreglo que hicimos, al día siguiente me presenté a la Royal
Insurance Company para asegurar mi vida por una suma considerable. Durante una
semana los médicos de la compañía me sometieron a continuos exámenes. El
viejito no quedó satisfecho y pidió al famoso doctor Henderson un examen
adicional. Pasaron unos cuantos días sin que viera al anciano. Una noche a eso
de las nueve, se presentó en mi casa. Parecía más encorvado y sus mejillas se
habían hundido un poco más. Su voz temblaba cuando habló.
—Estuve
con el doctor Henderson. El examen ha resultado satisfactorio. Todo es
enteramente satisfactorio. Esta gran noche, usted cenará conmigo y festejaremos
su... —fue interrumpido por la tos—. Por lo demás usted no tendrá mucho
que esperar —añadió enjugando sus labios con el pañuelo—. Ciertamente, no
habrá mucho que esperar.
Salimos
a la calle y tomamos un coche. Durante el viaje me reveló su identidad. Era
nada menos que Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre me era familiar
desde la niñez. Fuimos a un restaurante lujosísimo. Me desconcertaron las
miradas despectivas que atrajo mi ropa gastada. Pronto renació mi confianza
gracias al fuego del champagne. Mientras yo comía y bebía, el filósofo me
observaba y en su expresión había alguna envidia.
—¡Cuánta
vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro de alivio, agregó:
—No
habrá que esperar mucho.
El
mozo trajo licores.
El
anciano había sacado de la cartera un paquetito.
—Esta
hora de la sobremesa —dijo— es la hora de las pequeñas cosas. He aquí una
partícula de mi sabiduría inédita.
Abrió
el paquetito y me dijo:
—Ponga
en el Kummel un poco de este polvo rosado y verá cómo mejora el gusto.
Sus
ojos grises me observaban con una inescrutable expresión. Me sorprendió que el
maestro dedicara su sabiduría a mejorar el gusto de los licores. Fingí, sin
embargo, un gran interés; estaba lo bastante borracho para esa adulación.
Repartió
el polvo en los dos vasos, y, bruscamente, levantándose con inesperada
dignidad, me presentó su copa. Lo imité; los vasos chocaron.
—Por
una pronta sucesión.
—No,
eso no —protesté—. Por una larga vida.
Bebimos,
mirándonos en los ojos. Al apurar el Kummel sentí una intensa, rarísima
sensación. La cabeza me dolió; imágenes de cosas semiolvidadas acudían y desaparecían.
No noté el gusto del licor ni el aroma, solamente veía la intensidad de la
mirada del profesor. Con un fuerte suspiro apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Y
bien? —preguntó.
—Es
delicioso —exclamé, aunque no había percibido el sabor.
Sentí
unas terribles puntadas en la cabeza, tuve que sentarme. Sin embargo, mi poder
de percepción había aumentado como si viera todas las cosas en un espejo cóncavo.
El anciano estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una ansiosa mirada.
—Las
once y diez —exclamó— y esta noche tengo que... y el tren sale a las once y
treinta de Waterloo. Tengo que irme enseguida.
Minutos
más tarde nos despedíamos: Él en el interior de un coche y yo afuera con esa
absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y aun sentir a través de un
telescopio invertido.
—No
debí darle esa bebida —dijo el viejito—. Mañana le va a doler la cabeza.
—Esperó un momento. Me dio un sobrecito abultado.— Tómelo con agua antes
de acostarse; esto le despejará la cabeza. Otro apretón de manos. Prosperidad.
Ante
la triste y vaga mirada que me dirigió, lo supuse bajo el influjo de la
bebida.
Luego,
con sobresalto, recordó algo. Urgó en el bolsillo y sacó un paquete cilíndrico,
del tamaño de un jabón de afeitar. Era blanco y tenía dos sellos rojos.
—Casi
me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero tómelo ahora.
—Era muy pesado.— Muy bien —dije, mientras se alejaba el coche. Lo guardé
en el bolsillo y eché a andar hacia mi hospedaje.
Recuerdo
vívidamente mis sensaciones. Al bajar por Regent Street, estaba extrañamente
convencido de que esa era la estación Waterloo. Casi entré al Politécnico
como quien toma un tren. Me froté los ojos y la calle volvió a ser Regent
Street. En ese instante me asaltaron varias reminiscencias fantásticas. Es aquí
—pensé— donde hace treinta años vi por última vez a mi hermano. Me reí:
Hace treinta años no existía, y nunca tuve hermanos. Sin embargo, el
recuerdo angustioso de ese hermano seguía entristeciéndome. En Portland
Road, se modificó mi locura. Empecé a recordar negocios desaparecidos y a
comparar el aspecto pretérito de la calle con la actual. Pasó un ómnibus y el
ruido era exactamente igual al de un tren. Me sobraban y me faltaban
recuerdos. Ante la vidriera de Stevens, el embalsamador, traté vanamente de
recordar qué nos vinculaba. Es claro —dije al rato—, Stevens me prometió
dos ranas para mañana.
Con
dificultad llegué a mi casa. Mientras subía a mi cuarto procuré serenarme
recordando los detalles de la cena; no pude evocar la figura del viejo, veía
solamente sus manos; tenía, en cambio, visión total de mí mismo, sentado a la
mesa, arrebatado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.
Tengo
que tomar esos otros polvos, pensé, esto se está poniendo imposible.
Busqué
los fósforos y el candelero, justamente en el lado en que no estaban y dudé de
si mi cuarto quedaría a la izquierda o a la derecha. Estoy borracho, me dije
tambaleando superfluamente para corroborar esa afirmación.
Mi
cuarto, a primera vista, me pareció desconocido. Sin embargo, ahí estaban los
libros de anatomía y el espejo de siempre. Pero el cuarto era un poco irreal.
Tuve la sensación de estar en un tren y de mirar por la ventanilla una estación
desierta. Es un caso de clarividencia, pensé. Debo comunicarlo a la Psychical
Research Society.
Puse
el paquete sobre la mesa de luz y, sentado en la cama, empecé a sacarme los
botines. La pieza me pareció transparente; entreví unas cortinas pesadas y un
espejo espeso. Era como si a un tiempo estuviera en dos lugares distintos. Medio
desvestido ya, derramé el polvo en el vaso con agua y lo tomé. Me tranquilicé
y me dormí.
Desperté
sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños. Sentí un gusto raro en
la boca, las piernas cansadas y una especie de incomodidad. Esperé que las
sensaciones de la pesadilla se disiparan. Parecían aumentar. El cuarto estaba
casi en tinieblas. Al principio, no pude distinguir nada y quedé inmóvil
tratando de acostumbrar mi vista a la oscuridad. Entonces creí percibir algo
raro en las formas oscuras de los muebles. ¿Había cambiado de lugar la cama?
Enfrente debían estar los libros pero en su lugar se levantaba algo pálido,
algo que no quería parecerse a los libros. Era demasiado grande para ser mi
camisa tirada en la silla.
Sobreponiéndome
a un terror infantil, arrojé a un lado las cobijas y quise poner un pie fuera
de la cama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo alcanzó el borde del colchón.
Di otro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. A la derecha,
sobre la silla rota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la
mano; no había nada. Al retirar el brazo tropecé con una colgadura blanda y
pesada; le di un tirón. Parecía una cortina colgada del techo de la cama.
Ya
estaba plenamente despierto. Empecé a comprender que me hallaba en una pieza
extraña. No supe cómo había penetrado ahí.
Era
el alba. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros era una ventana;
contra la celosía distinguí el óvalo de un espejo. De pie, me sorprendió una
misteriosa debilidad. Extendiendo manos temblorosas, caminé despacio hacia
la ventana. Me lastimé la pierna contra una silla. Busqué alrededor del
espejo; encontré una borla, tiré, y, con brusco ruido metálico, la persiana
se abrió. Yo estaba ante un paisaje desconocido. Bajo el cielo lluvioso había
remotas y borrosas colinas, árboles como manchas de tinta y, al pie de la
ventana, un esquema de renegridos canteros y de senderos grises. Toqué la
mesa de vestir; era de madera pulida; había algunos objetos encima; entre
ellos, uno de forma de herradura, anguloso y liso; no encontré ni candelero
ni fósforos.
Miré
de nuevo el cuarto; vagos espectros de los muebles emergían de las tinieblas.
Había una enorme cama encortinada y en la chimenea se veía un resplandor de mármoles.
Apoyándome contra la mesa de vestir, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. Todo era demasiado real para ser un sueño. Imaginé que había un hiato en los recuerdos producido por la extraña bebida; que había recibido mi herencia y que esa brusca felicidad me había privado de la memoria. Quizás esperando un poco, las cosas se aclararan para mí. Pero la cena con el viejo Elvesham aparecía detallada y vívida. El champagne, los mozos, el polvo rosado, los licores, yo juraría que todo eso era muy reciente. Entonces ocurrió algo trivial y al mismo tiempo tan horrible que tiemblo al recordarlo: dije en voz alta: "¿Cómo he llegado aquí?" y la voz no era mía. No era mía: era cascada, vieja, débil. Para darme valor, junté las manos y sentí arrugas de piel floja y nudos huesosos. "Sin duda" dije con esa horrible voz que de algún modo se había establecido en mi garganta, "sin duda esto es un sueño". Casi inmediatamente llevé los dedos a la boca. Habían desaparecido mis dientes. Sólo había encías encogidas. Sentí un apasionado deseo de verme, de comprobar en todo su horror la transformación increíble. Fui hacia la chimenea, y busqué, tanteando, unos fósforos. Me agitó un acceso de tos; al encorvarme descubrí que mi cuerpo estaba envuelto en un grueso camisón de franela. No encontré fósforos. Sentí un intolerable frío en las piernas. Tosiendo y jadeando, lloriqueando acaso, me refugié en la cama. Estoy soñando, gemí, estoy soñando. Era una repetición senil. Me tapé los hombros con las cobijas, me tapé los oídos, puse la seca mano bajo la almohada y resolví dormir. Cerré los ojos, respiré con irregularidad y encontrándome desvelado repetí lentamente la tabla de multiplicar.
Pero
no venía el sueño. Inexorablemente crecía la certidumbre de la realidad de mi
cambio. Me encontré con los ojos bien abiertos, la tabla de multiplicar olvidada
y los flacos dedos en las arrugadas encías. Realmente, yo era un viejo. Había
caído de algún modo al fondo de mis años; me habían robado de algún modo el
amor, la lucha, la fuerza y la esperanza. Imperceptiblemente, firmemente, iba
clareando el alba. Me incorporé, miré a mi alrededor. Ahora, en la fría
penumbra, podía ver el cuarto. Era espacioso y bien amueblado, mejor que todos
los demás de mi vida. Distinguí un candelabro y unos fósforos en la repisa.
Tiritando con el frío del alba, aunque era verano, me levanté y prendí la
luz. La acerqué al espejo: vi la cara de Elvesham. Lo presentía; pero
la impresión fue terrible. Elvesham siempre me había parecido físicamente débil
y lastimoso; pero ahora, apenas cubierto por un camisón de franela, que
revelaba el descarnado pescuezo, ahora, visto como mi propio cuerpo, su
decrepitud era atroz. Las mejillas hundidas, los sucios mechones de pelo gris,
los vagos ojos nublados, los labios temblorosos y esas horribles encías
negras...
Quedé
aturdido; el sol había entrado en mi pieza, cuando empecé a reflexionar. Fui
comprendiendo la astucia demoníaca de Elvesham. Me pareció evidente que si yo
estaba en posesión de su cuerpo, él lo estaba del mío: es decir, de mi vigor
y de mi futuro. Pero, ¿cómo probarlo? ¿La vida entera no sería una alucinación?
¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿No había yo soñado con Eden? ¿Existía
Eden? Pero, si yo era Elvesham debería recordar lo que sucedió antes del sueño.
"Llegaré a la locura", grité con mi odiosa voz.
Desesperado
metí la cabeza en una palangana de agua fría, luego me sequé y probé otra
vez. Era inútil. Yo sentía, fuera de toda duda, que era Eden, no Elvesham,
pero Eden en el cuerpo de Elvesham.
Ansiosamente
me vestí con la ropa que recogí del piso y sólo después me di cuenta de que
me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el ropero y saqué un pantalón
gris y una robe de chambre. Serían las seis de la mañana. La casa
estaba silenciosa, las ventanas cerradas. El pasillo era amplio. La alfombrada
escalera se perdía en la oscuridad del hall. Por una puerta entreví una gran
mesa de trabajo, una biblioteca giratoria, la espalda de un sillón y una pared
con filas y filas de libros. Mi biblioteca, murmuré, y el sonido de mi voz me
trajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la
facilidad que da la costumbre. Así estoy mejor, dije rechinándola y volví al
escritorio. Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. No había
rastros de las llaves ni tampoco las encontré en los bolsillos. Registré la
ropa del dormitorio. No había llaves, ni monedas, ni papeles, salvo la cuenta
del restaurante. Sentí un extraño cansancio. La sagacidad de los planes de mi
enemigo era verdaderamente infinita; comprendí que mi situación era
desesperada. Me levanté con un esfuerzo y volví al escritorio.
En
la escalera había una doncella, que abría los postigos: Se sobresaltó,
creo, al ver mi expresión. Cerré la puerta detrás de mí. Con un atizador
intenté abrir a golpes el escritorio. Fue así como me encontraron. La tabla
del escritorio quedó llena de rajaduras; la cerradura, aplastada; las cartas,
diseminadas por la alfombra. En mi furor senil tiré la regla y las lapiceras, y
volqué la tinta. No encontré ni talonario de cheques ni dinero, ni la menor
indicación de cómo proceder para recuperar mi cuerpo. Golpeaba frenéticamente
los cajones, cuando el mayordomo, respaldado por las doncellas, me contuvo.
Tal
es la historia de mi transformación. Nadie me cree. Me tratan como un demente
y, aún ahora, me tienen bajo vigilancia. Pero estoy cuerdo, absolutamente
cuerdo; para demostrarlo, escribo lo que me ha sucedido. Soy un hombre joven,
secuestrado en el cuerpo de un viejo. Naturalmente, parezco loco a quienes no me
creen. Naturalmente, ignoro los nombres de mis secretarios y de los médicos que
vienen a verme; de los sirvientes de mi casa; del pueblo en que estoy. Naturalmente,
me pierdo en mi propia casa. Naturalmente, lloro y grito y tengo paroxismos de
desesperación. No tengo ni dinero ni talonario de cheques. El banco no reconoce
mi firma, pues, aunque mis músculos están débiles, mi letra es todavía la de
Eden.
Soy
un viejo furioso, desesperado, temido, que merodea por una lujosa casa
interminable y a quien todos evitan. Y en Londres está Elvesham, con la sabiduría
acumulada de setenta años y con el joven cuerpo que me ha robado.
No
comprendo bien lo que ha sucedido. En la biblioteca hay muchos volúmenes que
se refieren a la psicología del recuerdo y otros con cifras y símbolos que
no entiendo.
Estoy
por ensayar un experimento desesperado y último. Esta mañana, con el auxilio
de un cuchillo que pude sustraer durante el almuerzo, logré forzar la cerradura
de un evidente cajoncito secreto del escritorio. No había más que un frasco de
vidrio verde, con el rótulo: Liberación. Contiene, seguramente, veneno. Si no
hubiera estado tan escondido, creería que Elvesham lo habría puesto a mi
alcance para desembarazarse del único testigo de su crimen. Ahora vivirá en
mi cuerpo hasta que éste envejezca y luego, rechazándolo, se pondrá la fuerza
y la juventud de otra víctima. ¿Desde cuándo viene saltando de un cuerpo a
otro? El polvo del frasco se disuelve en el agua. El gusto no es desagradable.
Aquí
termina el manuscrito que se encontró en la biblioteca de Mr. Elvesham. El cadáver
fue hallado entre la mesa de trabajo y la silla. El relato estaba escrito a lápiz.
La escritura no parecía de Mr. Elvesham. Indiscutiblemente, existió alguna
relación entre Eden y Elvesham, pues la propiedad del último había sido
transferida al joven, aunque éste nunca heredó. Cuando Elvesham se suicidó,
Eden ya estaba muerto. Veinticuatro horas antes, en la intersección de Gower
Street y Euston Road, murió atropellado por un carruaje. El único hombre
capaz de proyectar alguna luz sobre este relato fantástico, ha desaparecido.
H.
G. Wells: The Plattner Story (1897).