Locos por Dylan

 

El culto a Bob Dylan no parece disminuir con el paso de los años: recién ganó un Oscar y acaban de publicarse tres nuevas biografías en Estados Unidos. Sus fanáticos -como deja sentado en este texto el periodista español Benjamín Prado- le siguen los pasos a su ídolo por todo el mundo, y coleccionan cintas piratas y cualquier detalle absurdo. He aquí un recuento de los casos más extravagantes

No sé cómo les pasó a los demás, pero yo me volví loco una calurosa tarde del verano de 1975, sobre las 6:30 pm. Y es posible que les suene extravagante, pero créanme: antes de las 7:00 pm era otra persona y todos los hombres en los que había proyectado convertirme -el futbolista del Athletic de Bilbao, el científico, el ingeniero y el piloto- saltaron de mí como de un barco en llamas, se hundieron para siempre en las indescifrables arenas movedizas de los sueños perdidos. La cosa fue rápida e irreversible, una metamorfosis, tan evidente y difícil de explicar como la del libro de Kafka, sólo que al abrir los ojos yo no era un escarabajo, sino otro fan de Dylan.

Sí, otro fan. Otro de esos maníacos. Porque lo que había pasado es que tenía la radio encendida y pusieron la última obra maestra, por aquel entonces, de su bobdylanísima majestad, "Hurricane", aquella canción de ocho minutos sobre un boxeador encarcelado injustamente cuando estaba a punto de ganar la corona de los grandes pesos. Cuando le preguntaron a Dylan, muchos años después, qué había sentido la primera vez que oyó a Elvis Presley, dijo: "Fue como salir de una prisión". Bueno, pues eso es exactamente lo mismo que sentí yo al escuchar "Hurricane".

Naturalmente, lo primero que necesita un maníaco es encontrar una secta, algo contra lo que rebotar; pero ese es el tipo de cosa que no se te ocurre a los 13 años, cuando todo se encuentra tan lejos y nada parece estar ahí para que tú lo agarres. De modo que, al principio, todo se limitó a un placer solitario, a una paciente acumulación de discos que te llevaba de Blonde on blonde a Highway 61 revisited y Bringing it all back home; de John wesley harding a Blood on the tracks o Planet waves, y de ahí al resto de los elepés de Dylan. Pero eso, como digo, es sólo el principio. Un poco más tarde, empiezas a comprar los primeros libros de canciones, alguna biografía y luego otra, y otra, y otra más. Luego, ese líquido llamado Bob Dylan te anega, se hace tú, toma tu forma igual que el agua toma la del recipiente en el que la vertimos, y empiezas a soñar con verlo en directo. Y ahí es donde sucede. Ahí, en el campo de fútbol o la sala de conciertos en donde asistes, por primera vez, a una actuación de Bob, es donde te das cuenta de que no estás solo.

En los conciertos, a los fans de Dylan, algunos de los cuales le siguen, según su nivel económico, por media Europa o por medio mundo, les he visto hacer de todo. A Andrés Calamaro le he visto hacer algo increíble para cualquiera que le conozca un poco: en 1995, en el concierto de La Riviera, en Madrid, estuvo dos horas haciéndole gestos de devoción a Dylan hasta que, en un arrebato incontenible, se quitó la camiseta de la selección argentina que le había regalado Maradona y se la tiró al escenario a Bob. ¿Se dan cuenta de lo que les estoy diciendo? ¡La camiseta de Diego Armando Maradona! Es como si Margaret Thatcher se quitase los dientes postizos y se los arrojara a los pies a Pinochet.

NO TE VI LOS OJOS. Eso sí, Andrés recuperaría mucho más que la camiseta en 1999, cuando actuó de telonero en la mayor parte de gira de Dylan por España, en abril de ese año, y le encanta contar cómo, al tercer o cuarto día, conoció por fin a Dios Nuestro Señor: "Vino hacia mí y hablamos un poco. Me dijo que le gustaba mi versión de 'Can't help falling in love'. Le contesté que era idéntica a la que él había grabado en los años 70 y me preguntó en qué disco había hecho eso. Es increíble, pero ninguno de los dos nos acordábamos. Luego se fue al camerino a 100 por hora, él siempre tiene prisa, nunca se para; cuando hablas con él es andando, yendo de aquí para allá. Pero de pronto volvió, me puso una toalla por encima de la cabeza y así, casi tocándonos la cara, me dijo: 'Espera, no te vi los ojos'. Yo le regalé mi CD Honestidad brutal". Sin duda, a Dylan debió agradarle el disco de Andrés, porque le hizo dos cariñosas dedicatorias públicas en Málaga y Granada: "¡Un aplauso para mi amigo Andrés Calamaro, el hombre del ritmo!". Desde luego, tanto afecto es toda una rareza en un hombre poco dado a las efusiones. En el concierto de Málaga, con el pase de artista de Andrés en la mano, me fui detrás de las tablas para verle salir a escena, como había hecho otros días, y esta vez, al pasar a mi lado por la escalera, le dije: "Buena suerte, señor Dylan". Me miró extrañadísimo y contestó: "¿Para qué?".

Antes de esa noche, yo ya había estado con Dylan en 1992, en Sevilla; habíamos hablado de poesía y le había contado que estaba escribiendo un libro llamado Cobijo contra la tormenta. "Es el título de una canción suya, traducido al español, ´Shelter from the storm", le conté. "¿Usted entiende algo de español? "No. Bueno, casi nada, quizás algunas palabras". Mientras me hablaba, se puso a boxear con uno de los guardaespaldas que estaban con él, en la parte de atrás del escenario de La Cartuja. Dylan lanzaba golpes y el otro se los paraba con las palmas de las manos. "¿Por qué le vas a poner ese título?". "Creo que es una buena definición de la poesía, un cobijo contra la tormenta". "Ah -dijo Dylan-, me parece bien. Nunca lo había pensado de esa manera. Te deseo suerte. Si lo traduces al inglés, mándame una copia".

FANS PEREGRINOS. En España también hay muchos dylanomaniacos que siguen a su ídolo por medio continente y, siempre que les es posible, adaptan el resto de su vida a las giras más o menos cercanas del maestro. Digamos que en los conciertos de Bob hay una especie de aristocracia formada por los aficionados más pertinaces, los que han visto más actuaciones, los que han escrito más artículos o los que tienen más discos piratas o los que más lo que sea. Desde luego, entre esos fieles hay gente de toda clase. Hay un seguidor de Zaragoza que se dedica a organizarle la banda a Dylan, que no para un minuto de hacerle gestos a sus músicos para que no entren tarde a un solo o pierdan el ritmo, y, cuando la cosa acaba, sale convencido de que, gracias a él, el ¿show? ha sido un éxito. Hay otro que, a la segunda o tercera canción, siempre grita: "¡Ya me ha mirado! ¿Lo habéis visto? ¡Ya me ha mirado!".

Otro, llamado Quino Castro, se subió al escenario de La Riviera, en Madrid, y le dio a Dylan unaestampita de Jesucristo. Otro, un navarro muy simpático llamado Emilio Sola, siempre hay un momento de los conciertos en el que le grita a Dylan, presa del entusiasmo: "¡Viva la Virgen de la Vega!". Y también vienen por aquí, siempre que hay un concierto, lo que algunos amigos llamamos las Brigadas Internacionales: un joven alemán con los brazos y la espalda cubiertos de tatuajes con la cara de Dylan; un tipo que siempre le tira un sombrero de piel de leopardo a Bob cuando canta, cómo no, "Leopard-skin pill-box hat" (o sea, sombrero de copa de piel de leopardo); una italiana pesadísima que pertenece al interminable grupo de los que interpretan todo lo que hace Dylan y ven intenciones ocultas en cada letra, en cada movimiento y en cada gesto. Ron Wood dice que eso es lo que peor lleva Bob Dylan, que es su gran cruz en la Tierra. "Pobre Bob, cada vez que pide que le pasen una cucharilla, todo el mundo le mira como diciendo: ´¿Se referirá realmente a esa pequeña cosa plateada con la que removemos el café?".

Por haber, en los conciertos de Dylan hay hasta un grupo que juega a apostar sobre el repertorio: ponen un dinero, y gana el que adivina más canciones. Pero, en general, el público más constante del compositor, el que le sigue de ciudad en ciudad y de disco pirata en disco pirata, no se toma el asunto como un juego, sino como una religión. Aunque los hay también más tranquilos, modelo iceberg. Alberto Marzal, por ejemplo, es por fuera una persona pacífica, reposada, que trabaja en un banco y tiene pinta de cualquier cosa menos de hooligan dylaniano. Y, sin embargo, lo es: colecciona discos, libros, singles raros y fotos; tiene en casa un despacho-dylanoteca forrado de pósters; está suscrito a algunas de las revistas sobre Dylan que hay en el mercado, y sigue al cantante por toda España y hasta Bruselas, Londres, Milán... Lo mismo puede decirse de Antonio J. Iriarte, que es como tres personas en una: funcionario de un ministerio, traductor de M. P. Shiell para la editorial Reino de Redonda, de Javier Marías, y, por encima de todo, seguidor de Bob Dylan. Antonio, que suele hacer coincidir sus vacaciones con las giras de Dylan, ha visto más de 40 actuaciones del cantante, tiene más de 400 discos suyos, es coautor de la traducción del libro Del huracán a la tierras altas, que reúne las canciones editadas por Dylan entre 1975 y 1997, y escribe sobre su ídolo en varias publicaciones especializadas.

DISCOS PIRATAS. Además de ir a sus actuaciones siempre que podemos y de coleccionar cientos de discos suyos, a los fans de Dylan nos gusta hablar de Dylan durante horas, contarnos rumores o noticias, tomar unas cervezas para celebrar que le hayan dado unos cuantos premios Grammy, un Globo de Oro o un Oscar -todo eso ha sucedido recientemente- y, sobre todo, cambiarnos grabaciones: alguien conoce a alguien que tiene el único concierto del año 2000 en que interpretó, por primera y única vez en su vida, "10.000 men" o "We better talk this over"; alguien nos va a pasar el show en el que Dylan actuó junto a Bruce Springsteen y Neil Young... Hace poco, alguien me ha llamado asegurándome que le han prometido una cinta en la que Dylan y Michael Jackson cantan una canción a dúo durante el cumpleaños de Elizabeth Taylor.

Y hay, de hecho, quien busca casi exclusivamente piratas únicos, que no hayan sido difundidos, y quien ha pagado pequeñas fortunas por poseer en exclusiva la única copia de algún concierto. Y hay quien ofrece 130 o 160 dólares por una entrada de un concierto en el que no estuvo, porque justo ésa le falta en su museo personal de localidades... En resumen, hay de todo, lo cual podrá comprobar, sin salir de casa, cualquiera que se dé una vuelta por internet: hay miles de páginas sobre Bob Dylan en la Red, miles de personas analizando desde el contenido cristiano de sus temas hasta sus claves judías.

Hay, incluso, un tipo llamado Glen Dundas que se dedica a registrar el número de veces que interpreta cada canción a lo largo de su larguísima carrera: en enero del año 2001, el récord se lo lleva "All along the watchtower", con 1.125 pases, seguida de "Like a rolling stone" con 1.008... Y, sin embargo, aunque parezca contradictorio con todo ese arsenal de discos, libros y diversos fetiches que buscan los fieles de san Bob, la dylanología es, por encima de todo, un estado mental. "Soy fan de Bob Dylan" no significa que te gusta una clase de música: significa que eres miembro de una congregación, que eres ciudadano de otro planeta.

Cada Año Nuevo, después de la cena, las uvas, los brindis y todo eso, lo primero que hago es escuchar "Hurricane". Tal vez es que no he avanzado mucho desde 1975, aunque, eso sí, le he ido añadiendo capítulos a mi militancia dylanita, le he sacado en la portada de dos de mis libros y, dejándome guiar a partes iguales por el agradecimiento y por la superstición, en todas mis novelas lo menciono por lo menos una vez. Y, lo mejor de todo, tengo una hija a la que le he puesto su nombre. Suena bien, ¿verdad?: Dylan Prado, Dylan Prado, Dylan Prado... Dentro de poco, Bob va a venir otra vez a Europa. La última vez que le vi actuar fue en Dublín; llevé conmigo a mi hijo mayor, Benjamín, y lo pasamos excelente: el muchacho tiene 11 años y lo voy ganando lentamente para la causa. De manera que, ya lo ven, ésta es la vida de un dylanita, en esto consiste la dylanomanía. Supongo que soy otro de esos casos perdidos, pero no me importa. No me importa en absoluto. Las cosas más tristes son las cosas que tienen remedio.

 

Hosted by www.Geocities.ws

1