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Eduardo Rosenzvaig Nací
en un verano. Los pájaros se habían volado hacia los ríos,
donde crecía la achicoria. A las pocas noches, como no refrescaba,
me llevaron en tren desde Tucumán al Gran Buenos Aires, a un barrio
húmedo que traía, al atardecer, nubes de mosquitos recién
amanecidos,
Vivi dieciocho veranos en esos barrios entre puentes ferrocarrileros de
hierro, los Talleres de Escalada y una laguna de petróleo de locomotoras
a la que, una vez al año, incendiaban. Fueron tantos veranos con
la maquinita de flit y los espirales, que me enamoré del invierno
tucumano, de una muchacha con un casete mediterráneo y de una estudiantina
universitaria que me dejó vagar con la misma camisa de polyester
verde loro, empujándome todavia a cazar mariposas africanas con
la boca abierta.
Maravillado por la multiplicidad fornicante de la selva, todos con todos
entre todos contra todos, empecé a escribir como historiador, seguí
como antropólogo, pasé a la novela, incluyo una serie de
cuentos. Cada vez soy menos especialista y más asombrado. Publiqué
veinte libros, unos doscientos artículos y dos hijos. Los libros
tuvieron suerte diversa, los hijos la tendrán.
Viví en Salamanca donde me doctoré, sólo para comprobar
aquello de lo que natura non da. Viajé, peleé, amo. Aunque
nunca todo lo que hubiera querido. Puedo comer un kilo de dulce de leche
de una sentada. Gané el Premio Casa de las Américas en Cuba,
el Premio Internacional de novela Luis Berenguer en España, y el
Premio Jorge Sábato del Conicet sin pertenecer al Conicet.
Enseño en una Facultad de Artes a chicos que vienen a romper la
vara severa y poderosa de la mediocridad. Algún febrero de éstos,
voy a pintar un no de índigo para hacerlo más azul. Mi sueño
es subir a la muralla china a tomar unos mates mirando el cielo.
Moriré un verano, después del aguacero.
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