La palabra Némesis indica la justa fuerza compensadora de otra. Némesis es el nombre de una deidad griega que representa a la Justicia, Castigo, o Venganza.

Némesis (I). Estrellas

Lo primero que consiguió ver cuando recuperó el sentido fueron las estrellas. Estaba tendido boca arriba en alguna superficie áspera, irregular. No podía moverse, incluso parpadear le costaba un gran esfuerzo, así que concentró su mente en las estrellas. Un cielo desgarrado de nubes entre las que brillaban algunas estrellas. Y la luna, casi llena, preciosa.

Después sintió frío, mucho frío. Llegó a la conclusión de que era de noche y que estaba a la intemperie. Hacía mucho frío. Pero le alegró sentir el frío, porque eso significaba que todavía estaba vivo. Vivo.

Poco a poco fue sintiendo más cosas, incluso su cuerpo. Todo estaba más o menos en su sitio y más o menos operativo. El brazo derecho había conocido días mejores, desde la mano, seguramente con algún dedo roto, al hombro.

Alargó el brazo, el bueno, el izquierdo. Palpó, baldosas rotas, yeso, trozos de tejas, trozos de ladrillo, arena. La limpieza de aquel lugar dejaba mucho que desear. Alargó un poco más el brazo y rozó una mano humana, gélida.

Entonces lo recordó todo y la pena estalló dentro de el, una marea caliente y amarga desbordándose en su interior. No lo había logrado. Sus esfuerzos, el riesgo que había corrido al invocar aquel hechizo, había sido en vano. Estaba muerta.

Némesis (II) Amaneceres de ira y dolor

Apocalipsis 16:8

El cuarto ángel derramó su copa sobre el sol, y le fue dado quemar a los hombres con fuego.

Hay recuerdos que permanecen enterrados en lo más profundo de nuestra memoria y que solo recordamos a través de nuestras pesadillas. Aunque nos resistamos a olvidarnos, permanecen ahí, ocultos, con sus raíces firmemente ancladas al dolor ....

Despierto apenas recordaba algunos fragmentos inconexos de aquella mañana maldita. La suave claridad del alba, esa claridad tan dulce y tan bonita ... pero no la veía ... no podía percibirla. El dolor era demasiado intenso y como un velo de espinas le cegaba. Su voluntad de seguir adelante se había roto. Solo le quedaba la ira y una ciega determinación de acabar con todo de una vez. Punto y final. Dejar de sufrir. Dejar de huir. Dejar de pelear. Dejar de matar ...

Dejar de vivir ...

Sentía que sus esfuerzos eran vanos. Como intentar vaciar el mar a cubos. Imposible. Solo desperdiciaba la poca energía vital que le quedaba.

Recordaba sus manos crispadas en torno al volante de aquella vieja y destartalada furgoneta. Como en un sueño, dirigirse a su destino. Uno de esos barrios nuevos y caros donde le hubiera gustado vivir si fuera normal, si fuera un humano más, una persona normal y corriente ¿por qué no podía serlo? Simplemente vivir, buscar un lugar donde echar raíces y vivir, trabajar, ganarse la vida, quizás formar una familia. Pero no para él. No para los que eran como él.

Recordaba la ira bullendo en su interior, pugnando por escapar a su control. Ya quedaba poco. Apenas unos instantes. En un extremo de la calle, su objetivo. Un edificio aparentemente corriente. Salvo para los iniciados. O para alguien como él. Sabía lo que estaba ocurriendo en su interior, de espaldas al resto del mundo, que se ponía en marcha una mañana más y andaba camino del trabajo. Sabía las atrocidades que se habían cometido aquella noche bajo aquellas paredes. No le importaba. Iba a matarlos. No a todos, pero si a muchos.

Era sencillo. Bastaba con acelerar y empotrar la furgoneta contra los bajos del edificio. El impacto, a través de un interruptor de mercurio, activaría una pequeña carga explosiva. Apenas medio kilo de explosivo, de origen militar. Esperaba que fuera suficiente para, a su vez, hacer estallar los muchos sacos de fertilizante que abarrotaban la parte trasera de la furgoneta, junto con algunas bombonas de butano para reforzar el poder devastador del conjunto. La suma de todo, si sus cálculos eran correctos, bastaría para reducir a escombros la totalidad del edificio.

Entonces, sucedió. Detuvo la furgoneta ante un semáforo en rojo. Decenas de personas que aguardaban para cruzar la calle atravesaron el paso de peatones. Para él ya no existían. Podía verlos, pero sólo eran seres sin rostro ... Seres en blanco y negro ... salvo aquella niña ... Su madre tiraba de ella, vamos, es tarde. Parecía tan pequeña y tan frágil. Los rizos rubios le ocultaban parte del rostro. Giró la cabeza y le miró, apenas durante algunas décimas de segundo. A él se le antojaron horas. Aquellos pequeños ojos azules, llenos de vida, se clavaron en los suyos. Sintió que era transparente, al menos para ella.

Entonces despertó de su letargo. Levantó la vista y descubrió que en los bajos del edificio contra el que pretendía inmolarse había una guardería. Decenas de cachorros humanos se agolpaban en las inmediaciones. No, no .... Eso no ... el no era un asesino. Bueno, si que era un asesino, pero no así...

El semáforo cambió de rojo a verde, continuaba allí, rígido, aferrado al volante, sin acertar a comprender nada. El conductor del coche que tenía detrás comenzó a impacientarse y se lo transmitió con amables palabras y delicados toques de claxon. Bajó la ventanilla y le dedicó un corte de mangas y alguna palabra igualmente malsonante ... Metió primera y se alejó de allí. En el siguiente semáforo accionó el interruptor que desactivaba la bomba. No era capaz. No no, así no.

Némesis (III) Ésta noche dormiré en el infierno

Parte de su mente se concentraba en conducir aquella furgoneta, aquella especie de lavadora con ruedas de color blanco. Con toda la delicadeza de que era capaz, puesto que cualquier pequeño roce, quizás con un coche aparcado, podía provocar una masacre. El resto de su mente bullía de ira y dolor. Se dio cuenta de que estaba llorando, enormes lágrimas rodaban por sus mejillas, no le importaba. Sintió una ciega determinación que se abría paso en su interior, descartando el resto de pensamientos. Acarició la espada que, guardada en su vaina, descansaba en el asiento del copiloto. Morir matando. Si ... De forma más precisa que con una bomba. Evitando los "daños colaterales".

Pero primero debía deshacerse de su mortífera carga. Mmmm, aquel era un barrio del extrarradio, seguro que no le costaba demasiado encontrar un lugar lo suficientemente vacío y apartado como para poder detonar los explosivos sin causar daño a nadie. Busco un sitio donde aparcar, se detuvo un instante junto a la acera, rebuscó en la mochila que había en el piso de la cabina, en el lugar destinado a los pies del copiloto. Sacó un mapa. Le costó un poco orientarse, estaba confuso, pero pronto supo dónde estaba. Si, hacia el norte las calles se acababan, un trocito de campo, quizás hubiera algún vertedero ilegal de escombros, podría valer. Se puso de nuevo en marcha, en la siguiente calle giró a la izquierda, hacia el norte. Su "brújula mental", como la llamaba Jordi Arcarons, varias veces subcampeón del Dakar en moto, volvía a funcionar. Un par de calles más allá se topó con una pizzería. ¡Que suerte! No es que tuviera hambre, además el local estaba cerrado, pero enfrente del local, sobre la acera, se alineaban una docena de ciclomotores, de los que utilizaban para repartir las pizzas. Detuvo la furgoneta y bajó de ella con la mochila al hombro. Comprobó que no había nadie en los alrededores, sacó una (sierra) radial pequeñita, que funcionaba con batería. No le llevó más de treinta segundos cortar el antirrobo que aseguraba uno de aquellos Peugeot Ludix a una farola.

-Si si, candado de alta seguridad, acero cementado, me paso yo por el forro el acero cementado ...- murmuró

Empujo la moto hasta la parte trasera de la furgoneta, abrió las puerta, entre los sacos de fertilizante y las bombonas de butano aun quedaba algo de espacio para la moto, pero tenía que subirla dentro y desde el suelo al borde de carga de la furgona había un trecho majo ... Vaya ... Pero que leches, era un barrio nuevo, en construcción, con un contenedor de escombros casi en cada esquina, si, justo allí, unos metros más adelante se su mirada se topó con uno de aquellos enormes contenedores metálicos. Cerró las puertas de la furgoneta y dejó la moto apoyada en la parte trasera, echó a andar con pasos rápidos y nerviosos. Como esperaba, en el contenedor había de todo, a parte de escombros, basura y todo tipo de trastos, pero también una tabla muy maja y muy larga, que seguramente habían utilizado en algún andamio. Perfecto. Con ayuda de aquél tablón, usándola a modo de rampa, en pocos minutos la moto descansaba en la parte trasera de la furgoneta.

Se puso en marcha de nuevo. El paisaje cambiaba poco a poco, cada vez menos edificios, aunque fuera en construcción y cada vez más solares vacíos y calles desiertas. Un poco más allá, el asfalto se convertía en una pista de tierra, rodeada de montañas de tierra y escombro. Avanzó un par de kilómetros, todo estaba bastante tranquilo, quieto ... si, era un buen lugar. Detuvo la furgoneta, abrió las puertas traseras y bajó la moto. Antes de nada forzó el contacto de la moto, le bastó con un destornillador y unos pocos segundos. Comprobó que arrancaba, con un par de patadas a la palanca de arranque el motor estaba en marcha. Perfecto. Rebuscó en el interior de la mochila, a parte de algo de herramienta, la radial, una pistola y otras cosas, varios detonadores que podían activarse por control remoto. Su mente trabajaba a toda velocidad y su cuerpo le obedecía con movimientos precisos, como si se tratara de un robot. Penetró en la furgoneta y llegó hasta la carga de explosivo militar. Con cuidado, con mucho cuidado, desconectó el interruptor de mercurio y lo sustituyó por un pequeño receptor de radiofrecuencia. Subió a la moto y se alejó aproximadamente un kilómetro, puede que más. Buscó la protección que le brindaban unas montañas de escombros. Comprobó que no había nadie en los alrededores. Se tumbó en el suelo de tierra, boca abajo. Sacó el mando a distancia de la mochila y pulsó un pequeño botón de color rojo. Un estruendo horrible, seco, hizo temblar el sueño. Se puso en pié, despacio. En el lugar que ocupaba la furgoneta hace unos instantes se elevaba una columna de humo. Sonrió, mientras subía en la moto. Uno por uno, acabaría con ellos. Mientras le quedara un solo aliento de vida. Mientras pudiera mantenerse en pie. Mientras su corazón continuara latiendo.

-Y esta noche, dormiré en el infierno-

Némesis (IV) Es hora de morir (parte 1)

En cuando alcanzó las primeras calles, una vez de nuevo sobre el asfalto, roscó el acelerador a fondo. Servía de poco, porque aquel trasto no pasaba de 50 por hora ni queriendo. Buscó el camino más corto en aquella maraña de calles sin nombre y edificios en construcción, hasta llegar a su objetivo. En el camino se deshizo de la mochila, tirándola a un contenedor de basura. Solo conservó la pistola y su espada, colgada a la espalda, en su vaina. Con eso le bastaba. Aunque ... Estaba a punto de subir a la moto cuando recordó algo, volvió sobre sus pasos, abrió el contenedor, cogió la mochila y rebuscó en su interior. En el fondo, encontró un diminuto catalejo, tan pequeño que podría guardarse en cualquier bolsillo un poco grande. Una preciosidad, una maravilla de la tecnología. Con él podía ver a grandes distancias, incluso de noche, ya que contaba con visión nocturna. Quien se lo había proporcionado aseguraba que era de uso común en diversos servicios de inteligencia. Le creía. Era una buena fuente, un buen proveedor.

Una manzana antes de su objetivo aparcó la moto sobre la acera y continuó a pie. Dio un pequeño rodeo para así poder ver, sin ser visto, al abrigo de una esquina. Sacó el diminuto catalejo de uno de sus bolsillos y echo un vistazo. En los bajos de uno de aquellos edificios se alzaba la puerta de lo que parecía un bar de copas o una discoteca. No llamaba mucho la atención, más bien todo lo contrario. Ni siquiera contaba con un luminoso de neón. Parecía recién acabado, como el resto del barrio. La puerta del local estaba en una especie de porche o soportal, o como diablos se dijera, aproximadamente un metro hacia dentro del edificio. Dos tipos la custodiaban, como esperaba. Impecablemente vestidos, traje, corbata ... A ojo calculó que medirían como 1.90 y no menos de 100 kilos de peso. Uff, estaban fuertes, si. Pero eso no era lo que más le preocupaba. Advirtió sospechosos bultos bajo las chaquetas. Sin duda iban armados y bien armados ... mmm, quizás un par de micro uzi, a esa distancia era imposible precisarlo.

Sacó la pistola que llevaba metida en la parte trasera del pantalón. Enseguida se dio cuenta de que eran un blanco demasiado difícil. Sus manos temblaban. El corazón le latía muy deprisa, mucho. Además aquella pistola no era el arma más adecuada para aquella distancia, unos doscientos o trescientos metros. Debía acercarse más. Guardó la pistola y comenzó a andar, intentando aparentar naturalidad. Una persona normal, camino del trabajo quizás. Buscaba con la mirada posibles lugares donde resguardarse, apuntar y disparar. Algunos coches aparcados, no muchos. Ninguno en la puerta del local, ya se habrían encargado de impedir que nadie aparcara allí. Por suerte el tráfico era escaso. Menos testigos, menos posibles daños colaterales. La guardería estaba en el extremo opuesto de la manzana. Podía escuchar sirenas, todavía lejanas. Aunque había escogido un lugar tranquilo y apartado, una explosión de ese calibre no era precisamente el colmo de la discreción, alguien habría oído el estruendo, y seguramente llamado a la policía. Debía apresurarse.

A unos veinte metros de la puerta del local estaban instalando una de aquellas aberraciones que algunos llamaban mobiliario urbano. Al alcalde se le estaba yendo la olla, eso, o había recibido suculentas comisiones por cada uno de aquellos mamotretos amorfos. Le daba igual, porque aquella cosa negra de más de dos metros de alto por medio, quizás algo más, de ancho, era un parapeto perfecto. Se las ingenió para llegar hasta allí sin llamar la atención de los gorilas que custodiaban la puerta del local. Comprobó la munición de que disponía en aquella Beretta 92. Seis balas. Uff. Rápido y preciso. Complicado. Y estaba nervioso. Aquello no iba a salir bien. Pero ya no había vuelta atrás. Apenas asomó el cañón del arma, apuntó y disparó dos veces. Los disparos resultaron increíblemente ruidosos en la calma de aquel amanecer. Bingo, había dado en los blancos ... pero ¡todavía se movían! Aturdidos intentaban incorporarse, mientras buscaban sus armas. Llevaban chalecos antibalas, seguro. Salió de su parapeto y comenzó a correr, entrando en el campo visual de sus oponentes. Uno de ellos acertó a desenfundar su arma, pero pudo abatirle de un tiro en la cabeza. Entonces el otro disparó, una ráfaga de balas. Se tiró al suelo, rodando sobre si mismo, tal y como le habían enseñado. Las balas pasaron demasiado cerca, pudo notarlo. Dejó de rodar sobre si mismo cuando los disparos cesaron. Levantó la cabeza. La uzi se había encasquillado. Perfecto. De rodillas, disparó de nuevo. Bingo. A criar malvas.

Se puso de pié y recorrió deprisa los escasos metros que le separaban de la puerta. Apenas miró a los dos gorilas que yacían muertos en el suelo, estaban en el momento equivocado en el lugar equivocado, no era nada personal. Se hizo con el arma que aquel tipo no había logrado desenfundar y penetro en el local. Oscuridad. Y ruido. Música, muy alta. Cerro la puerta y permaneció unos instantes quieto, bajo aquél estruendo, mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. Escuchó, o percibió, mejor dicho, unos pasos acelerados que se acercaban. Buscó un lugar donde esconderse, en un rincón se topó con una especie de estatua, seguramente una imitación burda de alguna deidad griega o romana, era un buen lugar. Dejó el arma en el suelo y desenvainó la espada. El tacto de su empuñadura en sus manos le hizo sentir mejor. Confiado. Cuando los pasos llegaron a su altura, simplemente estiró la pierna derecha, y aquél tipo tropezó y se fue al suelo de cabeza. Por la espalda, a traición, de un solo tajo, lo decapitó. Uno menos. La cabeza rodó por el suelo con un sonido horrible. ¿Cómo podía escuchar aquel sonido con aquel ruido? Quizás no lo escuchaba, sino que lo percibía, como los pasos. Se dio cuenta de que era una mujer. En eso se había convertido. En alguien que asesinaba a una mujer, desarmada y por la espalda. Pero no tenía tiempo de pensar en lo que era o en lo que dejaba de ser. Cada minuto contaba. Cogió el arma. Con la espada en la mano diestra y el arma en la siniestra, se adentro en la penumbra.

Némesis (V) Es hora de morir (parte 2)

Una enorme discoteca o como se llamara ahora, sala de fiestas o lo que sea, se abría ante él. Con música ensordecedora y cientos de luces y láser que cortaban la penumbra. Un espectáculo inolvidable, pensó. En aquel lugar se agolpaba mucha gente, muchísima, calculó a bulto entre trescientas y cuatrocientas personas. Era un lugar amplio, desde luego, pero aun así se trataba de mucha gente. Todos bien vestidos, hombres y mujeres, de diversas edades, pero la mayoría jóvenes, insultantemente jóvenes, luciendo su belleza, bailando, gozando, entregados a la música. Mirando con más detenimiento pudo ver decenas de cuerpos inertes, en el suelo. Aquello le enfureció. Para ellos solo se trataba ... como decirlo ... de botellas o latas vacías después de haber apurado hasta la última gota de energía vital. Por eso danzaban al ritmo de la música, mecánicamente, ebrios, si, ebrios de energía vital. Sintió la ira desbordándose en su interior, una marea espesa y caliente que ascendía desde la boca del estómago. Lo pagarían.

Buscó el lugar destinado al disc jockey, si, allí, una pequeña cabina en un extremo de la sala. Con pasos rápidos llegó hasta aquel lugar. Pasaba entre ellos, que seguían bailando, pero no parecían verle. En el interior de la cabina encontró otro cuerpo inerte, era un hombre, un joven, no tendría mas de veinte años, muy guapo. Todavía tenía los cascos puestos, sentado en una pequeña banqueta, delante de los platos y la mesa de mezclas. Pero rígido. Muerto. Pobre ... sintió pena por él y la pena se sumó a su ira, incrementándola un poco más. Bajó un poco la música, con aquel ruido no podía pensar con claridad. Y subió un poco las luces, así podría ver mejor. Reconoció los acordes de la canción que comenzaba justo en aquel momento. Sonrió. Una buena banda sonora.

We are writing the year 1543 AD, the time the black plaque struck Agen, here Michael Nostradamus lived with his wife and two children. He confidently began to treat his fellow citizens, but - unfortunately – Was not able to save his family from his old enemy... This was also a time the holy cross was rising with unstoppable might. Again, a trace of tears and blood covered the land ...

Volvió sobre sus pasos y entonces se topó con una especie de podio, seguramente lo utilizaba alguno de aquellos bailarines ¿cómo los llamaban? ¿Gogos? Como esperaba, en aquel podio, otro cuerpo inerte. Una mujer. Dejó la espada y el arma en un extremo del podio. Era tan joven. Y tan bella. Cerró sus ojos verdes con las yemas de sus dedos enguantados. Tomó su cuerpo inerte en sus brazos ¡pesaba tan poco! y lo depositó delicadamente en el suelo. La ira seguía bullendo en su interior, a punto de desbocarse, a punto de estallar. Después se encaramó al podio. Empuñó el arma y disparó una ráfaga hacia el techo.

Todos dejaron de bailar, sorprendidos por aquel tremendo estruendo y le miraron.

-La fiesta ha terminado. Es hora de morir-

Dejó el arma en el podio, tomó la espada y de un salto ganó el suelo. Dejó que la ira se desbocara. Gritó con toda su alma. Dejó que la ira fluyera desde su interior hasta el filo de la espada. Sintió que aquella espada era, de nuevo, una prolongación de su cuerpo. Parte de su cuerpo. Con movimientos precisos, rápidos, casi automáticos, como si fuera un autómata. Un solo pensamiento ocupaba por completo su mente.

Matar.

Le miraban, incrédulos, diría que sin verle, no se movían, quietos cual estatuas, mientras la espada subía y bajaba sin cesar, cercenando cabezas en una orgía de sangre. Sonreía. Al principio no oponían resistencia. Después parecieron despertar lentamente de su letargo y comenzaban a moverse, muy despacio, confusos, intentaban escapar, o defenderse. Mejor, así era más divertido. Pronto perdió la cuenta de los oponentes abatidos. Pero ... percibió algo. Los que aun estaban vivos, comenzaron a formar un círculo en torno a él. Lentamente, sentía que su energía vital le era arrebatada, tal y como esperaba. Estaba cansado. Sus movimientos eran cada vez más lentos y abatir al siguiente oponente le costaba un esfuerzo el doble de intenso que el anterior. Sus sentidos empezaban a embotarse. Ya no escuchaba la música. Le costaba coordinar sus movimientos. Su energía vital se agotaba. Pronto sus brazos, cubiertos de sangre hasta los codos dejaron de obedecerle. Dejó caer la espada. Instantes después se desplomó en el suelo inundado de sangre. Entonces se acordó de ella. Y los ojos se le llenaron de lágrimas. Esperaba que ella estuviera en un lugar mejor, si, seguro, lo esperaba, lo deseaba. Pero ya no le daba tiempo a nada. Su corazón latía cada vez más despacio. El círculo mágico se estrechaba. Era el final. Ya no sentía nada. La oscuridad se abatía sobre él. Era el final. Le costaba hilvanar sus pensamientos, sus recuerdos. Entones, no supo por qué, recordó algo, unas frases, quizás el diálogo de una película, no estaba seguro.

Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais...

atacar naves en llamas más allá de Orión,

he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir.

Roy Batty (Blade Runer, 1982)

Supo que iba a morir. Por fin. Descansar. Dejar de sufrir. Pero ... con los últimos hilos de conciencia todavía acertó a percibir algo. El hechizo se había detenido bruscamente. Aunque ya era demasiado tarde. Percibió una energía enorme, desconocida, cada vez más cerca. Durante una décima de segundo sintió miedo, mucho miedo. Entonces todo se volvió oscuro. Y ya no sintió nada.

Pd: las frases que recuerda pertenecen a la película Blade Runner.

Némesis (VI) Latidos

La tierra se abrió bajo sus pies y le engulló. El vacío. La oscuridad. Caer, caer, quizás tan solo durante unos pocos segundos, pero a él se le antojó una eternidad. Mientras caía estiraba los brazos intentando buscar algo a lo que aferrarse, sin encontrar nada. Desesperante. Después golpeó algo duro con su muñeca derecha -eso dolió mucho- y más tarde con el hombro izquierdo -eso dolió todavía más-. Décimas de segundo después, la caída se detuvo. Sus piernas y más tarde el resto de su cuerpo chocaron contra el suelo, con un impacto brutal. Y el dolor lo inundó todo. Y esa sensación aterradora de notar como la vida se le escapaba a borbotones.

Estaba jugando al fútbol con otros chicos. Lo recordaba perfectamente. Fue hace mucho tiempo. Tendría diez, quizás once años. En un pequeño campo de fútbol, con piso de tierra. Alguien le dio una patada tremenda al balón y salió disparado fuera del campo. Voló por encima de una tapia de ladrillo, bastante alta y desapareció. Uno de los chicos con los que jugaba trepó hasta lo alto de la tapia. Él estaba de portero, en la otra punta del campo, cuando notó que algo andaba mal. Una sensación amarga y húmeda en la tripa. Atravesó el campo corriendo, en dirección a la tapia. Sin saber como encontró un punto donde era más baja y pudo encaramarse a ella. Al otro lado, solo ruinas. Y escombros. Antes había un edificio allí y se vino abajo o quizás lo demolieron. El chico que había ido a por el balón lo estaba buscando entre los escombros.

-¡No te muevas de ahí! ¡Es peligroso!-

-Lo que pasa es que tienes miedo. Eres un gallina... -

-No es eso... -

La sensación amarga y húmeda seguía creciendo en su tripa. Algo andaba mal. Muy mal. Bajó de la tapia y llegó hasta el sueño lleno de escombros. Avanzó unos pocos pasos, teniendo cuidado de donde ponía los pies, hasta que sucedió. El suelo se hundió bajo sus pies. Y cayó por lo que fue el hueco del ascensor. Hasta el fondo. La altura equivalente a tres pisos.

El dolor lo inundaba todo, no podía moverse, ni hablar. Escuchaba lejanamente como aquel chico le llamaba a gritos desde arriba, pero no podía contestarle. Pensó que era el final... pero entonces... olvidó todo lo demás e hizo caso de su instinto. Se concentró en seguir respirando. Despacio. Escuchaba los latidos de su corazón, podía sentirlos. Despacio. Una sensación cálida y agradable comenzó a inundar su cuerpo. El dolor se hizo un poco más soportable. Sonrió, con los ojos cerrados, los párpados fuertemente apretados y la cara llena de sangre. Después vino el sueño.

Cuando los bomberos llegaron para rescatarle de aquel lugar se asustaron mucho, porque no se movía ni contestaba a sus gritos. Pero estaba vivo. Se rompió las dos piernas, la clavícula izquierda y la muñeca derecha. Eso no fue lo peor. Al chocar contra el suelo, le reventó el bazo. Sangraba mucho dentro de su cuerpo. Los médicos lo llamaban con unas palabras muy raras hemorragia interna. No sabían como podía haber sobrevivido. Pero estaba vivo.Vivo.

Vivo. Su corazón seguía latiendo. ¿Cómo era posible? Sin embargo era incapaz de percibir nada más, a parte de los latidos de su corazón. A cada instante le llegaban a la cabeza recuerdos inconexos de cosas que habían pasado hace mucho tiempo. Pero estaba vivo. Vivo ¿Cómo podía ser eso?

Némesis (VII) Emboscada

No podía moverse, ni sentir otra cosa que los latidos de su corazón. Pausados. Bombeando sangre, vida. Pero ... podía recordar cosas. A cada instante le asaltaban recuerdos inconexos ...

.. estaba a punto de empezar a llover. Podía sentirlo. El cielo estaba completamente cubierto por nubes grises y amenazadoras. El suelo estaba húmedo. Seguramente por la noche había llovido. Avanzaba muy despacito sobre una moto, por aquel céntrico y pequeño parque. Una isla de paz y de silencio en aquella maraña de edificios. Oficinas, en su mayoría. Sabía que no debía hacer eso, ir en moto por un parque, estaba prohibido, pero tenía prisa. Y la pena era demasiado grande. Estaba cansado, muy cansado. Y además el parque estaba desierto. Casi. Silvia estaba allí, en medio del parque, junto a una fuente con estatuas de piedra y pequeños chorros de agua. De pie. Quieta. Con un paraguas en la mano derecha. Avanzó, muy despacito, hasta llegar a su altura. Paró el motor, se quito los guantes y después el casco.

-Creí que ya vendrías-

-Pero estoy aquí, Silvia-

-Y me alegro por ello.-

El se quedó en silencio, todavía sobre la moto, el pie derecho firmemente apoyado sobre el sueño empedrado del parque y la mirada clavada en el cuadro de relojes de la moto. Una mirada ausente, perdida

-Siento mucho la pérdida de Paula. Todos lo sentimos. Y me han encargado de que te transmita nuestras más sinceras condolencias. Es una tragedia ... Era una mujer maravillosa. Y una maga excelente-

-No es una tragedia, fue algo deliberado, fue un asesinato, han roto las reglas, las han roto, y volverán a hacerlo-

-¿Qué quieres decir?

-Lo que oyes. Se ha acabado la partida. Han roto las reglas y pagarán por ello-

-No puedes hacer eso. Cualquier acción violenta podría ser malinterpretada. Comprendo que estés apenado por la pérdida de Paula ...-

-¿Apenado? ¿Apenado? No te puedes ni imaginar cómo me siento. Este dolor no me deja vivir ... No puedo vivir sin ella, no puedo, no puedo.-

Rompió a llorar desconsoladamente. Silvia intento acercarse un poco más a él y consolarle, pero él extendió el brazo derecho.

-Claro que se como te sientes... Soy como tu ¿lo has olvidado? Te enseñé a canalizar tu intuición. A potenciarla. De la misma forma que me lo enseñaron a mí. Deja que te de un abrazo. Te sentirás mejor. Lo sabes.-

-No. Si he venido hasta aquí, ha sido para decirte que lo dejo. Punto final. Podéis olvidaros de mi.-

-No puedes dejarnos. Somos tu familia. Somos tu vida.-

-Una familia se enfrenta unida a las adversidades. Como uno solo.-

-¿Enfrentarse... ? No has escuchado nada de lo que te he dicho, no podemos ¿Me estás escuchando? ¿Entiendes lo que te digo?-

Tenía la mirada perdida, los ojos muy abiertos. Respiraba deprisa como si acabara de hacer un gran esfuerzo. Comenzó a ponerse el casco. Le costó mucho trabajo abrochárselo, sus manos temblaban.

-¡Es una trampa! ¡Sabían que vendría! No se como pero lo sabían, es una trampa, me cago en la puta, lo sabían... -

-¿Qué dices? Creo que estás perdiendo el juicio... -

-¡Cállate! Calla y siente ¿has olvidado lo que me enseñaste? ... –

Ella se dio la vuelta, despacio, muy despacio. Comenzó a desplegar sus sentidos. Lentamente. Como una tela de araña. Como el haz de un radar, barriendo a impulsos rítmicos el espacio que les rodeaba. Ella también podía percibirlo. Esa sensación amarga en el estómago. Esa extraña vibración en el aire. Ese sonido chirriante, aunque muy débil, pero tremendamente desagradable. Sintió miedo. Mucho miedo

-Siento haberte hablado así... -

-No te disculpes... creo que... tienes... razón-

Acabó de ponerse los guantes. Giró la llave de contacto y pulsó el botón de arranque. Nada. El motor giraba, pero no se ponía en marcha. Tiró del aire y volvió a intentarlo.

-Muerda... Tenemos que irnos de aquí. Ahora-

-¿Irnos? ¿A dónde?-

Levanto la vista. Silvia estaba pálida. Mucho.Y temblaba

-¿Estás bien?-

-No... ¡vete! ¡Márchate mientras puedas! ¡Corre!-

-Me voy pero te vienes conmigo, vamos, sube- le dijo señalando la parte trasera del asiento de la moto. Volvió a pulsar el botón de arranque. Quitó el aire y probó a acelerar un poco...

-Por tus muertos arranca. - murmuró

El propulsor monocilíndrico de 650cc se puso en marcha por fín, con un sonido que daba gloria escucharlo. Pero .... algo estaba mal. Volvió la cabeza. Silvia estaba tendida en el suelo, sin sentido. Con los ojos muy abiertos y la boca crispada en una mueca de dolor. Quiso bajarse de la moto la moto. Tenía que ayudarla. No podía dejarla allí. Pero su cuerpo no le respondía. Un extraño hormigueo se adueñaba de sus piernas, de sus brazos, de sus manos. No podía sentirlos. Y esa sensación de terror. Su instinto le gritaba que saliera cagando leches de ahí, mientras pudiera. No entendía nada. Haciendo un gran esfuerzo logró apretar la maneta del embrague, poner la primera y dar un poco de gas. Se sentía tan débil... Girar el puño de gas le costaba un esfuerzo tremendo. Sus manos parecían de plomo. Muy despacito se alejó de allí. Un metro, y otro y otro. Por los espejos retrovisores podía ver a Silvia, tirada en el suelo empedrado, quieta. Muerta. Lo supo. Estaba muerta. Siguió muy despacito avanzando y con cada metro pudo recuperar el control de su cuerpo. El hormigueo cesó y volvió a ser dueño de sus manos. Aceleró un poco más. Al llegar a un extremo del parque, cogió el embrague y pisó el freno de atrás a fondo. La rueda se bloqueó, la moto culeó un poco hasta que se detuvo. Giró la cabeza y vio una silueta junto a Silvia. Una mujer. Vestida de negro. Muy elegante. Abrigo caro, traje de chaqueta, botas de piel. Pelo castaño y rizado. Guantes negros. Ni muy alta ni muy baja. Piel morena. Desde donde estaba no acertaba a distinguir el color de sus ojos. Pero si acertaba a entrever su sonrisa. Sonreía. Estaba disfrutando con aquello. Allí, de pie. Desafiante

Sintió la ira desbocándose en su interior, colmándolo todo, arrasando el miedo. Inclinó un poco la moto, cogió el freno delantero soltó el embrague despacio, y dio gas bruscamente. La rueda de atrás patinó un poco sobre el empedrado húmedo, inclinó más la moto y así pudo girar 180º en muy poco tiempo. En cuanto tuvo la rueda delantera encarada hacia donde quería, puso la moto recta y soltó el freno delantero. Más gas, picó embrague y la moto se encabritó, como un caballo, la rueda delantera buscó el cielo por unos instantes, para luego regresar al suelo. Segunda, más gas. La mujer seguía sin moverse. Calculó que les separaban apenas cien metros, quizá menos. Entonces ella se dio la vuelta y comenzó a correr, en dirección a la verja que delimitaba el parque.

Al llegar a la altura del cuerpo de Silvia, detuvo la moto, la dejó sobre la pata de cabra, en punto muerto, bajó de ella y se arrodilló junto a Silvia. Sus ojos, sus preciosos ojos canela estaban desmesuradamente abiertos. La boca crispada en una mueca de dolor. Le buscó el pulso en el cuello. Nada. Estaba muerta. Le cerró los ojos con las yemas de los dedos enguantadas y acarició sus mejillas. Había rechazado su abrazo, sin saber que era el último. Un abrazo. Aquel gesto cálido y cómplice con el que se habían saludado tantas veces...

-Pagará por ello, la encontraré, aunque sea lo último que haga, pagará por ello, te lo juro. La encontraré y la mataré, todavía no se como, pero encontraré la forma, aunque tenga que buscarla en el averno.-

Subió de nuevo a la moto y salió del parque. Con la mirada y con su intuición buscaba a aquella mujer vestida de negro, no podía estar muy lejos, si, allí, un poco más adelante, en la calle, junto a la acera, pudo ver un Audi A3 rojo, aparcado en un lugar donde estaba prohibido. Ella estaba abriendo la puerta del conductor, pero antes de entrar en el coche, giró la cabeza, como la mujer de Lot y le miró. Desafiante ...

Némesis (VIII) Ratones suicidas

Aquella mujer desapareció en el interior del coche y cerro la puerta. El motor arrancó de forma suave y silenciosa, igualito que su moto, un trasto que de tercera mano y con casi diez años en su chasis. Comprobó con un leve vistazo que podía incorporarse al tráfico sin que nadie le llevara por delante, se puso de pie sobre las estriberas, golpe de gas y tirón del manillar para salvar el bordillo en una rueda. El A3 ya se había puesto en marcha, cruzando los 3 carriles de la calle de golpe para girar a la izquierda en el siguiente cruce, al menos tres coches y una furgoneta de reparto estuvieron a punto de chocar con el Audi. Y él detrás. El asfalto estaba húmedo, para pocas bromas. Y las ruedas de su moto, mixtas campo - carretera, digamos que no eran lo más adecuados para hacer el cabra en esas condiciones. Pronto tuvo el primer susto, al abrir gas demasiado fuerte sobre un paso de cebra, la moto protestó con un seco latigazo. Confiaba en que pudiera atrapar a aquella mujer, por mucho Audi que llevara, él iba en moto y, coño, que estaban en Madrid, la capital mundial del atasco.

Pero la suerte no estaba de su parte. Ella escogía las avenidas más amplias y más despejadas, donde poder hundir el pie derecho sin contemplaciones. Y se pasaba por el forro la mayor parte de normas de tráfico, semáforos, pasos de cebra, límites de velocidad, ceda el paso, todo le daba igual.

Y él detrás. Se la estaba jugando. Los espejos y las carrocerías de los coches pasaban muy cerca de los extremos del manillar de su moto. Y de sus codos. Apuraba las marchas hasta la línea roja, frenaba muy tarde. Una parte de su cabeza le recomendaba ir más despacio o de lo contrario se iba a calzar una hostia como un piano. Pero la ira podía mas. Inundaba su ser. Lo pagaría. Si. Y la ira llegaba hasta su puño derecho que roscaba el gas sin compasión. Sentía de nuevo que el y su moto eran uno. Un organismo mitad mecánico mitad humano. O quizás, un ratón. Un ratón enloquecido, suicida, que en lugar de dar media vuelta y poner tierra de por medio, se dedicaba a perseguir al gato. Un gato fiero, poderoso, que en cualquier momento podía volverse y darle un zarpazo terrible en la cara. Sus sentidos estaban alerta, siempre alerta, la sentía, aunque les separaran unos cuantos metros, sentía su magia, su poder, su energía, poderosa, desbocada, le asustaba pero la ira vencía a la razón, a su propio instinto de supervivencia.

Cuando quiso darse cuenta ya no rodaban rápido, demasiado rápido, por amplias y céntricas avenidas, sino por uno de esos barrios nuevos, del extrarradio, todavía a medio hacer y casi desiertos. Y entonces sucedió. Llegó a una rotonda demasiado rápido, en cuarta a fondo a más de cien por hora. Frenó fuerte, se ayudó con el motor bajando un par de marchas, pero era imposible, no entraba en la rotonda ni de coña. Al final, no muy deprisa por fortuna, bloqueó la rueda delantera y se fue al suelo. Se deslizó unos metros por el asfalto mojado y acabo por detenerse, junto a su moto, junto al bordillo que delimitaba el centro de la rotonda. Casi inmediatamente se puso en pie y levantó la moto, como pesaba la puñetera. Al ir a buscar el punto muerto se dio cuenta de que la maneta del embrague estaba rota. Entonces levantó la vista y vio el Audi parado a la salida de la rotonda, esperándole, desafiante. Esto le desconcentró completamente, el manillar se le escurrió de las manos y la moto acabó de nuevo en contacto íntimo con el asfalto. Apretó los puños. El Audi se puso en marcha y , lentamente, desapareció de su vista. Su primera intención fue intentar seguirle, pero sin maneta del embrague complicado, lo único que conseguiría sería cargarse el cambio. Así que empujó su moto fuera de la rotonda, la subió a la acera y la dejó atada a una farola con un candado tipo "U". No fueran a llevársela, que todo podía ser. Se quitó el casco. Revisó de nuevo visualmente la moto. Uno de los intermitentes estaba roto, colgando del cable. El carenado tenía un par de arañazos bastante majos. A parte de eso y de la maneta rota del embrague, parecía estar bien. Después comprobó su propio estado. Los vaqueros empapados de agua, le dolía un poco la mano izquierda pero nada más. Respiró despacio. Se dio cuenta de que tenía hambre. Bastante. Coño, ni había desayunado. Se despidió mentalmente de su moto y comenzó a andar. Sin rumbo aparente. Buscando las zonas más habitadas, menos en construcción. Anda, si tenía un centro comercial y todo. Con un burger. Entro y pidió una súper hamburguesa con extra de patatas y refresco grande. Con el estómago lleno cualquier pena parecía más pequeña. Después sus preocupaciones se centraron en su moto. Entró en el hipermercado que tenía el centro comercial y compró un tubo de pegamento rápido, de esos que prometían pegarlo todo en segundos. A la salida del centro comercial había una boca de metro, perfecto. Otra vez de vuelta al centro de la ciudad. A su tienda de recambios de moto de confianza. Como esperaba el recambio original Honda era bastante caro, por decirlo de forma diplomática, así que compró una maneta entera, con soporte y todo, de una marca que no le sonaba de nada pero tenía buena pinta, larga y robusta. Volvió junto a su moto, montó la maneta y pegó el intermitente, no fueran a multarle los hombres de verde. Y volvió a las calles.

Desplegó sus sentidos, lentamente, como una tela de araña, como el radar de un caza acechando aviones enemigos. Patrulló las calles. Arriba y abajo. Despacio esta vez. Sin rumbo. Como una fiera tras una presa. Buscando su rastro. Pero era como encontrar una aguja en un pajar. Estaba a punto de darse por vencido y volver a casa para poder dormir y llorar a gusto cuando lo percibió. Una energía poderosa. Si. Era ella, sin duda. El rastro le condujo al interior de un aparcamiento subterráneo público. Culebreó entre los coches aparcados hasta que se topó con ella. Les separaban apenas treinta o cuarenta metros. Allí, de pie, desafiante. Mirándole. Sentía su poder. Tenía miedo. Sobre la moto, con la primera engranada y el embrague apretado. Un golpe de gas, soltar el embrague y sería el fin. Le bastaba con avanzar unos pocos metros y todo acabaría. El saco de dolor. No más lágrimas.

Entonces la vio. Paula. No podía ser. Estaba muerta. Él había llevado su cuerpo inerte en sus brazos. Él la había enterrado al amanecer en un olivar sin nombre, entre la niebla. Estaba muerta pero a la vez estaba allí delante de él, vestida con algo blanco y vaporoso una especie de túnica. Cerro los ojos, sacudió la cabeza y cuando volvió a abrirlos ya no estaba allí. Pero escuchó su voz susurrando un nombre, tan claro como el ronroneo del motor de su moto latiendo entre sus piernas.

AIRIN*

Si estaba vivo, vivo, era por algo. No podía dejarse matar así. No.

Rompió a llorar, maniobró torpemente la moto en parado, y se alejó de allí.

La echaba tanto de menos.

*es como suena "Irene" si lo pronuncias en inglés.

Némesis (IX) Paso a nivel sin barreras

-¿Sabes montar a caballo?-

Sonó el móvil, estaba durmiendo, soñando, pero la melodía (el Nessun dorma de Turandot) y la vibración del aparato el despertaron casi de inmediato. Y al otro lado de la línea estaba Sofía, con su voz ligeramente quebrada y preciosa.

-¿Montar a caballo?-

-Si, montar a caballo-

-Bueno yo ...-

-Contesta un si o un no, si es necesario te enseñaré-

-No hace falta. Claro que sé montar a caballo, lo único es que hace más de diez años que no monto. Aunque supongo que me acordaré-

-Eso lo veremos pronto. Te recojo en media hora-

-Y tu ¿sabes montar a caballo?-

-Por supuesto. Soy toda una señorita de buena familia. Me educaron en los mejores colegios ... institutos ... universidades ... En realidad de alguno incluso estuvieron a punto de expulsarme. Y desde muy pequeña recibí clases de equitación. Los caballos me fascinaron ... hasta que descubrí otro tipo de caballos. Mecánicos. Y si son más de 200, mejor.-

Cuando quiso darse cuenta estaban en la Carretera de la Coruña a bordo de un Range Rover plateado, con suspensión neumática, navegador y todo tipo de sofisticaciones. Y un V8 de casi 300 cv latiendo bajo el capó, capaz de impulsarle a velocidades bastante ilegales.

El picadero estaba cerca de las montañas, en medio de un paisaje precioso. Cuando llegaron un empleado les estaba esperando, les indicó donde podían aparcar el coche y les condujo a las cuadras, enormes. Sofía se encargo de elegir personalmente dos preciosos ejemplares. Tras cambiarse de ropa, pronto traspasaban los límites del picadero, cada uno a lomos de un caballo. Lentamente, al paso, al principio.

-Para llevar diez años sin montar a caballo no lo haces nada mal-

-El mérito no es mío, sino de ella- Acariciaba las crines de la yegua mientras hablaba –En realidad, no montas a caballo, sino que el caballo deja que vayas sobre su lomo. Para hacer cosas más complicadas, como los saltos, si que necesitas mucho aprendizaje, por supuesto. Pero para dar un paseo, basta con entender un poquito al caballo. Son unos animales preciosos. Tan nobles ... Si todos los humanos fueran la mitad de nobles que un caballo, el mundo sería un lugar infinitamente mejor-

Se alejaron del picadero por una pista de tierra que serpenteaba a lo largo de una ladera cubierta de abetos. El paisaje era precioso. Casi de cuento. La luz del otoño, aquel lugar, dos preciosos caballos ...

Pero Sergio estaba callado, serio. Con los ojos muy abiertos y una mueca triste en el rostro.

-¿Qué té pasa? Te veo ... no sé ¿preocupado? ¿Triste?-

-Cuando estemos camino de casa, en el coche, te lo diré. Ahora no es el momento-

Entonces llegaron al paso a nivel. Sin barreras. Una sola vía, de ancho ibérico, sin electrificar. Tras un recodo de la pista, la cicatriz de la vía cortaba el bosque. Y el camino atravesaba los raíles, allí unos gruesos maderos, probablemente antiguas traviesas, igualaban el piso.

-No me gustan los pasos a nivel-

-No es para tanto. He pasado cientos de veces por aquí. No hay mucha visibilidad pero al tren se le escucha desde uno o dos kilómetros antes. Y además tocan la bocina. Hay que estar sordo o ser gilipollas para meterse en las vías cuando viene el tren-

-O tener mala suerte-

-No sabía que fueras supersticioso-

-No lo soy. Pero la fatalidad existe. Espero que nunca te toque, ni siquiera te roce la piel. Lo espero y lo deseo, pero con eso no basta. Y no quiero hablar más de ello-

-Como quieras-

Se quedaron un rato en silencio, al borde de las vías, escuchando. Cuando hubieron comprobado que ningún tren se acercaba, las atravesaron.

-No me gusta este lugar-

-¿Es otra de esas corazonadas tuyas? ¿Por eso apenas has dicho nada desde que salimos del picadero?-

-Algo así ...-

Siguieron adelante, subieron, subieron y subieron, hasta que se acabaron los árboles y llegaron a la cima de la montaña. El paisaje cortaba la respiración. La ciudad parecía a mil años luz de allí, aunque solo les separaban unas pocas decenas de kilómetros del asfalto.

Desandaron el camino, despacio, casi sin hablar. Disfrutando del paisaje y de los caballos. Siempre al paso. No había prisa

Cuando les faltaban dos o tres kilómetros para volver a cruzar el paso a nivel sucedió. Otra vez. Lo sintió. Esa extraña vibración en el aire. Ese sonido agudo, y desagradable. Como si se tratara de uno de esos silbatos para perros. Uno muy especial, que solo los que eran como él podía escuchar. Se quedó quieto, tieso como un palo a lomos de aquella preciosa yegua blanca. Con los ojos muy abiertos, y respirando despacio.

-¿Qué pasa? Me estas asustando ...-

No la escucho. Estaba hablando con la yegua, susurrándole algo mientras le acariciaba las crines. Tenemos que correr, mucho, todo lo que puedas, preciosa, sé que eres muy rápida, yo no sé si estaré a la altura pero me sujetaré fuerte para no caer. Vamos, pequeña, hazlo por mí.

La yegua pareció comprenderle e inició un galope rapidísimo. Sofía les vio partir, perpleja, salió detrás de ellos, pese a ser una gran amazona le costaba seguirles. En muy poco tiempo llegaron al paso a nivel. Sergio detuvo a la yegua a unos cien metros de la vía. Desmontó y ató las riendas a una cerca. Después se quedó quieto, rígido, en medio del camino, con los ojos clavados en la vía.

-No puede ser-

En ese momento llegó Sofía. También desmontó y ató las riendas de su caballo a la misma cerca.

-¿No puede ser el qué?-

Entonces, lentamente, una furgoneta blanca apareció por la pista, al otro lado de las vías. Casi a cámara lenta. Se detuvo un instante antes de cruzar las vías y por fin avanzó. En medio del paso a nivel el motor se paró de repente.

-No va a arrancar. Dios, lo sabía, lo sabía.-

Sergio corrió hasta la furgoneta. Escuchaba como intentaban poner el motor en marcha, pero sin duda la batería había conocido días mejores. El motor de arranque giraba con un sonido agónico para detenerse unos momentos después. Cuando llegó a la altura del vehículo, una Nissan Vanette Cargo combi, escuchó, percibió algo que le heló la sangre. El tren.

Al volante de la Nissan estaba una mujer de unos cuarenta años, con el pelo castaño y rizado. Y en el asiento de atrás tres niños, pequeños pero no mucho, nueve, diez años.

-Fuera fuera fuera. Deprisa, todos abajo, viene el tren-

Sofía le ayudó a bajar a los niños de la furgoneta y alejarles de la vía. Pero la mujer no quería bajar. Discutieron durante casi medio minuto. Y el tren seguía acercándose.

-Esta bien, intentaremos empujarla, punto muerto, embrague pisando a fondo y la dirección recta-

Los dos empujaron como bestias. Fue más fácil de lo que creían. En unos segundos sacaron la furgoneta del paso a nivel, a pesar de que pesaba cerca de tonelada y media y era enorme. La fuerza de la desesperación, seguramente. 20 segundos después llegó el tren. Una enorme locomotora amarilla y negra y muchos vagones de mercancías.

La mujer les dio las gracias muchas veces, parecía asustada. Bajó de la nissan y abrazó a los niños, eran sus hijos. Iban al pueblo, a hacer la compra. Ese era el camino más corto, por la pista, en lugar de por la carretera, que tenía un hermoso y sólido puente sobre la vía, pero daba más vuelta.

-Muchísimas gracias otra vez. Esta mierda de furgoneta... no sé que le pasa. Y ahora ¿qué hago? ¿Llamara la grúa?-

-Aquí no va a venir ninguna grúa. Esto no es una carretera. Sofía, supongo que en el picadero tendrán algún todo terreno o algo así como vehículo de servicio-

-Claro, tienen varias pick-up's-

No tardaron más de veinte minutos en bajar al picadero y volver a subir, esta vez al volante de una Mitsubishi L200 de doble cabina. Y con una buena caja de herramientas. Sergio abrió el capó de la Nissan, comprobó que los bornes de la batería estaban sulfatados y además poco apretados, los limpió, los cubrió con vaselina y los apretó bien. Además le añadió un poco de agua destilada, estaba baja de nivel. Comprobó visualmente el cableado y luego intentó arrancarla con unas pinzas, ayudándose de la batería de la pick-up. Arranco a la primera.

-Dese una buena vuelta para que cargue la batería. Si al salir del supermercado no arranca, llame a la grúa.-

Sergio apenas dijo nada más hasta que estuvieron de nuevo en el interior del Range Rover, de vuelta a Madrid. Esta vez, más despacio. A la velocidad que imponían insistentemente las señales y los paneles luminosos.

-¿Me contarás que te pasó en un paso a nivel? Tuvo que ser horrible ...-

-Lo fue. Pero a mi no me pasó nada. Fue a mis padres. Tenían una casita en el campo, en la sierra, más al norte, pero el lugar era muy parecido a este. Era una casa bastante antigua, estaba sola, para llegar al pueblo no había carretera, solo un camino, pero no estaba mal, además entonces teníamos un todo terreno, un nissan patrol. Al lado de la casa había otra casa, igual de sola, eran amigos de mi padre y tenían un pequeño cercado con dos caballos. Así aprendí a montar a caballo. A mi padre le encantaban los caballos, pero son tan caros ...

Una tarde de invierno, yo estaba en la cama, con gripe, me pasé casi todo el día durmiendo. Me desperté empapado en sudor, una pesadilla pensé. Llamé a mi madre pero no me contestó nadie, vi una nota, habían bajado al pueblo a comprar. Entonces, no me digas como, lo supe. Ni siquiera me vestí. Solo me puse unas zapatillas, salí de la casa, fui al cercado de los vecinos, lo salté y me subí en uno de los caballos, a pelo. No me digas como salté el cercado, no lo sé. Todo lo rápido que podía el caballo fui por la pista, en dirección al pueblo. Antes de llegar, como un kilómetro antes del pueblo, había un paso a nivel, sin barreras, como el de hoy. Me faltó un minuto, Dios, un minuto, solo un minuto, cuando llegué el tren estaba parado en la siguiente recta, y el patrol destrozado al borde de la vía, como una lata de coca-cola, hecho pedazos. Los bomberos tardaron dos horas en sacar los cuerpos de mis padres del coche. Muertos. Muertos. Un minuto, solo un minuto. Me falto un minuto. Si me hubiera despertado un minuto antes, estarían vivos. Lo sé. Y tendré que vivir con ello toda mi vida ...

Tenía los ojos llenos de lágrimas. No volvio a abrir la boca en todo el trayecto. Sofía le tomo la mano izquierda con su derecha, la otra estaba en el volante. Y se la apretó fuerte fuerte.

Mientras él se acordaba de las palabras de Silvia ...

Nunca podrás controlar tu don al 100%. Ni siquiera lo intentes. Podrías hacerte mucho daño. Perder el juicio. Ha ocurrido en el pasado, y, por desgracia, supongo que seguirá ocurriendo en el futuro.

Algunas veces, tu don te parecerá una bendición. Pero más tarde te darás cuenta de que puedes protegerte a si mismo, aunque no eres infalible, pero con una probablidad bastante alta puedes ponerte a salvo en casi cualquier situación. Pero no puedes proteger a la gente que te importa. Y entonces, tu don se convertirá en una maldición, porque estás condenado a ver morir a gente que quieres, sin poder evitarlo.

Seguramente ahora no enterderás lo que acabo de decirte, es complicado. Pero, dentro de unos años, lo descubriás por ti mismo. Es la lección más dificil que puedo enseñarte. La más dolorosa de aprender.

Pero el ya había aprendido esa lección. Y cargaba con aquel saco de dolor y de culpa.

Némesis (X) Airin (Irene) Parte 1 VERSIÓN 2.2

Mil gracias a Dreamer por su paciencia y por sus correcciones. Son cambios pequeños, pero importantes.

Poco antes de llegar a un cruce notó que algo no funcionaba bien en la moto. Un poco más allá arrancaba un camino de tierra, si, era un buen lugar, dirigió la moto hasta aquel lugar y paró el motor. Además, estaba cansado. Necesitaba descansar. Demasiadas horas sobre la moto. Demasiados kilómetros. Ni siquiera el hermoso paisaje escocés ante sus ojos lograba mitigar el cansancio. Intentaría solucionar la avería y descansaría un poco. Tenía algo de comida y agua. Dejó la Honda recostada sobre la pata de cabra y comenzó a buscar la posible avería. Primero pensó qué había sentido. Un ruido. Un ruido que no era normal en la parte trasera de la moto. Eso facilitaba bastante la busqueda. Comenzó a revisar visualmente la parte trasera de la moto, partiendo del eje trasero. Pronto encontró el problema: uno de los tensores de la cadena, que se encargan de mantener la rueda de atrás en su sitio, se había aflojado. Descargó la moto, para que le fuera más fácil trabajar. La bolsa sobre deposito y la mochilona, mitad sobre el portabultos y mitad sobre el asiento, tanto que casi le servía de respaldo. Buscó las herramientas, comprobó la tensión de la cadena y apretó bien el eje y los tensores.

Estaba enfrascado en esa tarea cuando escuchó un petardeo lejano. Casi música. Una Harley-Davidson. Antes de que llegara a su altura, supo que era ella. En cuanto llegó a su altura, se detuvo a su lado, se quitó el casco negro, dejando a la vista su larga melena cobriza. Paró el motor –que pena, con lo bien que sonaba- puso la pata de cabra, y se acercó hasta donde él estaba.

-La primera vez que te vi estabas así, tirado en el suelo, con las manos llenas de grasa y arreglando tu moto-

Tal y como la recordaba su voz cálida, dulce, preciosa, un castellano perfecto, pero con un marcado acento escocés. Sus ojos marrones, bellísimos. Su rostro sereno y limpio. Su piel blanca y delicada.

-Pero de eso ya hace casi diez años-

-A ti te han sentado mejor que a mí. Mírame. Más años, más arrugas, más kilos-

-Pero tu magia sigue intacta. Igual que la primera vez. Sentí tu energía interior.-

-¿Lo recuerdas?-

-Como olvidarlo... aquella mañana sonreí después de muchos meses oscuros-

Un destello de luz y de alegria en un mar de desesperanza.

Recordaba la luz de la mañana y el sonido suave y metálico del motor de la Suzuki, en cuarta a fondo devorando el asfalto de aquella carretera en construcción.

Fue feliz, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sonrió, se olvidó de todo, y se sintió bien. Una mañana de marzo, la luz de la primavera, el amanecer y su moto. Y el asfalto.

Después de que murieran sus padres, sus abuelos maternos se hicieron cargo de él. Pero de eso ya habían pasado casi dos años. Sí. Al principio el dolor no le dejaba vivir, pero pronto se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que seguir adelante. Intentó volcarse en los estudios. No era mal estudiante. Medio. Del montón. De suficientes, bienes y algún notable de vez en cuando. Pero una tragedia así descentraba a cualquiera. Por eso le costó mucho acabar la EGB limpio, sin repetir. Pero lo consiguió.

Cuando supo que había aprobado, su abuelo le mostró la sorpresa que le tenía preparado. Nunca lo olvidaría. Le vio venir por la calle donde vivían, con la vieja Nissan Vannette blanca. Antes era cerrajero, estaba jubilado, pero seguía haciendo pequeños trabajos, para tal fin la furgoneta le era muy útil. Llegó donde estaba él, aparcó, y sin decirle nada abrió el portón trasero de la furgoneta. Allí estaba. Una moto. Una Suzuki Dr Big 50. De segunda mano. Blanca y azul. Preciosa. Había conocido mejores días, sobre todo a nivel estético, tuvieron que sustituir algunos plásticos que estaban rajados. En septiembre, a punto de comenzar las clases, se sacó la licencia de ciclomotor. Así ya podía utilizarla legalmente para ir al instituto, quedaba un poco lejos de casa de sus abuelos.

En marzo del año siguiente tocó abrir el motor para cambiar el pistón y los segmentos, estaban al límite de su vida útil. Aprovecharon para limpiar bien el cilindro de carbonilla y, ya puestos, su abuelo retocó un poco los transfers de admisión y escape. No estaban seguros de cómo iba a resultar, pero funcionó. Subía mejor de vueltas y se estiraba con fuerza hasta el corte de encendido. Aquella mañana se le metió en la cabeza probar un desarrollo más largo, un piñón con un diente más, a ver que pasaba, se levantó muy pronto, bajó al antiguo taller de cerrajería de su abuelo, donde guardaba la moto, le cambió el piñón y salió a probarla. Resultó. Buscó un lugar tranquilo y despejado, si, aquella autopista nueva, de circunvalación, que estaban haciendo. Quizás el desarrollo era un poco largo, pero en llano, agachándose bien detrás de la pequeña cúpula, corría más. Si. Aquel amanecer fue feliz, sonreía debajo del casco. El alba, el asfalto, el viento y su moto. Le bastaba para ser feliz.

Pero, con las prisas, dejó la cadena mal tensada y a dos manzanas del instituto se salió. Mierda. Llegaba tarde. Le tocó empujar un poco, a la hora del recreo ya miraría que había pasado. En el pequeño aparcamiento del instituto, al sol de marzo, con la moto sobre el caballete y las manos llenas de grasa de devolver la cadena a su sitio. Estaba concentrado en dejar bien alineada la rueda trasera cuando levantó la mirada y se topó con unos ojos marrones. Sintió algo extraño. Una energía poderosa. Una mujer. Bastante mayor que él, pero no mucho. No se le daba demasiado bien calcular las edades. Podía tener los mismos años que alguno de sus profesores, algo así. Bajaba de un coche, ella, y otra mujer. Lo habían aparcado junto a su moto, pero estaba tan ensimismado en el arreglo que no se había dado cuenta, hasta que levantó la vista y se topó con su sonrisa y sus ojos marrones.

-¿Se salió la cadena?- Le llamó la atención su acento. Pronunciaba cada sílaba perfectamente, pero aun así su acento resultaba extraño. Inglés quizás ...

-Si. Estaba mal tensada. Demasiado floja.-

Comenzó a apretar las tuercas del eje trasero y cuando volvió a levantar la vista ella se había alejado unos pasos, estaba junto a la otra mujer (más joven), quizás cruzando algunas palabras en voz baja. Desde donde él estaba no podía escuchar lo que decían, pero sintió que estaban hablando de él y se sonrojó.

-Hasta luego- le dijo mientras se alejaba, otra vez ese acento tan curioso

-Hasta luego-

Comprobó que las tuercas del eje trasero estaban bien apretadas –no fuera a pasarle lo mismo otra vez-, guardó las herramientas. Volvió al interior del instituto, fue al baño a lavarse las manos. Esa sensación seguía bullendo en su interior. Había percibido una energía poderosa. Intensa. Desconocida. Algo que le asustaba y a la vez le atraía.

Némesis (XI) La telépata


Abrió los ojos. Le dolía la cabeza ¿Dónde estaba? Logró ponerse en pie y abrió los ojos. La grava crujió bajo sus botas. Un universo irreal. Solo el azul del cielo sobre su cabeza y una inmensa planicie, hasta donde alcanzaba la vista, completamente cubierta de grava. Comenzó a andar, despacio, sin rumbo ¿dónde ir? Costaba caminar. Una especie de desierto, quizás. ¿Cómo había llegado hasta allí? No tenía sentido. Era una pesadilla, una pesadilla, no tenía sentido. Se detuvo. Estaba mareado así que optó por sentarse el suelo, con la cabeza entre las rodillas. Volvió a cerrar los ojos. Sólo quería despertar. Despertar.

Sintió un aliento cálido en su oreja izquierda. Una respiración pesada, dificultosa. Una voz tenue, de mujer. Una súplica

-¡Que alguien me ayude!-

El suelo vibró bajo su cuerpo, al tiempo que un estruendo enorme, metálico y compacto, lo inundó todo. En ese momento comenzó a recuperar poco a poco el sentido. Le dolía la cabeza. Mucho. Tanto que embotaba sus sentidos. Todos sus sentidos. Todos. No recordaba donde estaba ni que había pasado. Le costó incorporarse hasta quedar sentado, con la espalda apoyada en la barandilla. Estaba en una pasarela de hormigón, sobre las vías
El corazón latía desbocado en las sienes. Bum. Y con cada latido, un dolor enloquecedor. Bum. Bum. Parecía que le golpearan con un pesado mazo en la cabeza. Bum. Bum. Bum. Y sus sentidos ¡sus sentidos! Estaban aletargados. Los comunes a cualquier mortal y el resto. No recordaba que jamás le hubiera sucedido algo parecido. Sintió miedo. Así estaba desnudo. Indefenso. Se quitó la mochila y rebusó en su interior. Necesitaba beber agua. Pero la pequeña botella metálica que siempre portaba consigo estaba vacía. Mierda. Acarició la empuñadora de la daga que llevaba aquel día en el interior de la mochila -a veces la espada resultaba demasiado pesada y voluminosa- y eso le hizo sentirse mejor. Sólo un poco. Notaba la boca seca, con un sabor metálico. Y una extraña sensación en la tripa.

Alguien le había llamado. Alguien le necesitaba. De nuevo esa sensación amarga en la tripa, en la boca del estómago. Intentó desplegar sus sentidos, lentamente, pero le fue completamente imposible. Sus sentidos estaban saturados. Todo lo que consiguió fue que el dolor de cabeza aumentara.

Se puso en pie trabajosamente. Estaba atardeciendo. Aproximadamente a un kilómetro, hacia el norte, había una estación de cercanías. Le costaba pensar con claridad, pero algo se iluminó en su cabeza. En la estación seguramente habría maquinas de venta automática. Agua y quizás algo de comer. Aunque no creía que pudiera comer nada, tenía el estómago del revés. Bajó las escaleras de la pasarela, lentamente, hasta alcanzar la calle, la seguridad del suelo. Se trataba de un polígono industrial o un parque empresarial o como demonios lo llamaran ahora, que extendía sus tentáculos al borde de las vías. Enormes edificios de oficinas se recortaban bajo el azul intensísimo del cielo del anochecer. Todo estaba tranquilo, dormido. Quizás fuera fin de semana o festivo. Todavía le costaba hilvanar sus pensamientos con claridad y andar con rapidez. Por fin alcanzó la estación, también desierta, atravesó las puertas, saltó los torniquetes hasta llegar a uno de los andenes. Buscó las máquinas de venta automática, pronto las encontró. No tenía ni tiempo ni fuerzas para muchas tonterías, había pensado sencillamente romper a patadas el cristal de la máquina y así poder acceder a las botellas de agua y a los bollos y las chocolatinas. Pero estaba protegido con una rejilla metálica. Así que debía pensar en otra cosa. Se quito la mochila de la espalda y se sentó en el suelo, junto a la máquina, mientras rebuscaba en el interior de la mochila. Algo de herramienta y su “mágico” juego de ganzúas.
De rodillas sobre el frío suelo del andén comenzó a hurgar en la cerradura de la máquina. Cerró los ojos, con el sentido del tacto de bastaba. En condiciones ideales le habrían bastado menos de 10 segundos, pero con aquel dolor de cabeza, le costó varios minutos. Pero por fin pudo abrir la máquina y acceder a las preciadas botellas de agua. Agua. Vació un par de botellas en segundos, con ansia. Se sintió algo mejor. Rellenó la pequeña botella metálica que llevaba y guardó otro par de botellas en la mochila. Después hizo exactamente lo mismo con la otra máquina, que en lugar de agua y refrescos tenía chocolatinas, bollos, patatas fritas y cosas por el estilo. Quizás tardara algo menos, puesto que ya conocía la cerradura. Todavía notaba el estómago del revés, no probó bocado, pero guardó algunas chocolatinas y bollos en la mochila. Quizás alguien los necesitara.

Dejó la estación. Ya era noche cerrada. ¿Cuál era el siguiente paso? Decenas de edificios de oficinas, enormes moles de hormigón y cristal que lanzaban destellos metálicos. Comenzó a caminar sin rumbo. La cabeza le estallaba. El dolor saturaba sus sentidos, sus otros sentidos. Podía caminar con relativa facilidad y rapidez, podía pensar con claridad. Pero de poco le servía. Rodeó varios edificios. Aquello no tenía sentido. ¿Quién le había llamado? ¿Cómo había hecho eso? Nunca le había ocurrido nada parecido, nunca, nunca. ¿Dónde se encontraba? Era como buscar una aguja en un pajar. Y le dolía tanto la cabeza. Quizás lo mejor era volver a casa e intentar autoequilibrarse. Recuperarse. Pero sintió una punzada de temor en la tripa. Alguien le necesitaba.

Escuchó algo. Se encontraba junto a una verja metálica. Al otro lado, una parcela de césped bastante grande, algunos aparcamientos y por fin, dos o tres enormes edificios. Y, corriendo sigilosamente por la hierba, un pastor alemán. Precioso. Se acercó a la verja, y le miró, apremiante. Esa era la señal que estaba esperando. Después echó a correr paralelo a la verja. Lo entendió. Sin duda se dirigía al punto más vulnerable de la verja, el que no estuviera vigilado por cámaras o por sensores volumétricos. Mentalmente le dio las gracias al perro mientras intentaba seguirle, con un trote vacilante. Ahora sus sentidos eran los suyos. El perro se detuvo instantes después, si, aquel era un buen lugar. Volvió a mirarle apremiante. Se encaramó a la verja. Le costó muchísimo superarla y cuando lo logró de nuevo se sintió mareado. Permaneció unos instantes tumbado en la hierba, mirando un cielo sin estrellas, con el perro lamiéndole la cara. Cuando se encontró mejor, se incorporó y acarició el lomo del animal cariñosamente.

-¿y ahora que hacemos?-

Por toda respuesta, el perro avanzó despacio por la hierba, sin duda siguiendo de nuevo un itinerario resguardado de los ojos electrónicos, hasta llegar a una estructura de hormigón que se alzaba aproximadamente medio metro, quizás más, sobre la hierba. Estaba coronada por una especie de rejillas metálicas, quizás se trataba de alguna parte del sistema de climatización del edificio pero ... ¿a ras de suelo? Se había pateado unas cuantas azoteas y allí era donde solían ubicarse las torres de refrigeración. Pero eso daba igual. El perro arañaba suavemente una de las rejillas metálicas. Estaba asegurada con varios tornillos, rebuscó en la mochila hasta encontrar la herramienta adecuada –no hay nada como la buena herramienta- para aflojarlos. Movió la rejilla con toda la suavidad que pudo. Estaba oscuro. Se le encogió el corazón. Introdujo una pierna y después la otra. El perro fue más decidido y, de un salto, se hundió en la oscuridad. Dudó un instante. En la oscuridad no podía calcular la altura de la caída. Y sus sentidos seguían igual, saturados. Se deslizó por la abertura, se dejo caer. Metro o metro y medio más abajo, una especie de plataforma metálica. Aterrizó en la oscuridad. Palpó lo que le rodeaba. Una maraña de enormes conductos de climatización. El perro le estaba esperando. Para guiarle por uno de aquellos tubos. El sentido común me gritaba que se diera media vuelta mientras pudiera. Pero esa sensación amarga seguía latiendo en la boca del estómago. Estaba cerca. El perro le guió por aquel laberinto de conductos de ventilación. En aquella oscuridad densa y pesada. Solo escuchaba las uñas del perro arañando la superficie metálica del conducto, su respiración agitada. El corazón martilleándole en las sienes. Arrastrarse por aquel lugar no apaciguaba precisamente el dolor de su cabeza.

De pronto el perro se detuvo y arañó suavemente una rejilla que se abría en el conducto. Ese era el lugar. Al otro lado de la rejilla había luz, luz tenue. Acertó a ver una camilla, una persona tumbada en ella. Diversos aparatos a su alrededor, con aspecto médico. Tanteó la rodilla, también asegurada por varios tornillos. Buscó un destornillador en la mochila y los aflojó con cuidado, intentando hacer el menor ruido posible y procurando que la rejilla no saliera disparada de su ubicación. Eso supondría un estruendo horrible. Una vez hubo sacado los tornillos retiró la rejilla de su lugar. El techo era alto, más de dos metros y medio. Mucha altura. Se estaba preguntando como bajar de allí arriba y si la sala estaría vigilada de algún modo (apostaba a que si) cuando el perro, de nuevo se le adelantó. Aterrizó suavemente en el suelo y le miró, apremiante. Descolgó su cuerpo por la abertura, y se dejó caer. Fue sencillo. Una vez más resultaba más complicado en su cabeza que en la realidad.

Una mujer ocupaba la camilla. Era joven. No más de 23 o 24 años. El pelo muy corto, casi afeitado. Su cuerpo, muy delgado, increíblemente pálido, apenas estaba cubierto por un escueto camisón azul. Como los que se usaban en los hospitales. Parecía dormida Estaba asegurada firmemente a la camilla por varias correas. Piernas, brazos, cabeza. No querían que se escapara, quizás. En el brazo izquierdo tenía una vía, conectada a una bolsa de un líquido translucido que colgaba de un soporte plateado. Supuso que se trataría de algún tipo de sedante. No estaba dormida, sino sedada. ¿Por qué tantas precauciones? Parecía inofensiva y, a juzgar por la delgadez de su cuerpo, seguramente estaba débil. A parte de la vía, le habían colocado varios electrodos. En la cabeza y en el pecho. El haz de cables que salían de los electrodos estaba conectado a un ordenador que había en una pequeña mesa junto a la camilla. Sin duda querían monitorizar sus constantes vitales. Pero eso ahora daba igual. Tenía que sacarla de allí

Primero le quitó el gotero de la vía, con cuidado. Esas cosas siempre le daban dentera. Después, liberó las correas, una tras otra, de los pies a la cabeza. A la vez iba retirando los electrodos. Parecía tan frágil. La ira comenzó a bullir en su interior. ¿Quién le habría hecho eso? Mientras retiraba con cuidado los electrodos de su cabeza, ella abrió los ojos bruscamente. Sintió un dolor agudo, desgarrador, en su cabeza y se desplomó, sin sentido.

Otra vez en aquel desierto de grava. Luz, silencio y grava. No, no, otra vez no. Ni siquiera abrió los ojos. El dolor en su cabeza era aun mayor. Estaba convencido de que estallaría apenas unos cuantos latidos después. Entonces volvió a percibir un aliento cálido en su cuello. Una voz suave y dulce que repetía, lo siento, lo siento. Unas manos heladas rozaron su cabeza y el dolor desapareció por completo, y una sensación cálida y dulce inundó su cuerpo.

Abrió los ojos y se topó con una mirada cansada, pero sonriente, uno ojos grises, un rostro pálido y demacrado, unos labios finos apenas esbozando una sonrisa. La sensación cálida y dulce en su interior poco a poco se iba disipando, pero todavía podía percibirla. Entonces escuchó una voz ... ¡dentro de su cabeza!

-Oh, lo siento-

-Por favor, no hagas eso-

Esta vez utilizó sus labios, su boca, sus cuerdas vocales, para hilvanar palabras.

-Lo siento de nuevo. Debe ser desconcertante, si no estás acostumbrado. Aunque es curioso que puedas percibirlo ¿Estas mejor?-

-Si ... la cabeza ya no duele. Y vuelvo a tener mis sentidos operativos-

-¡Tus sentidos! Claro, ahora puedo entenderlo. Tu ... eres como yo ... Bueno, no igual, pero parecido. Por eso pudiste oírme, sentirme. Gracias ... de verdad ... gracias-

Y ella lloraba. Y las lágrimas rodaban por sus mejillas y volaban hasta su rostro. Cálidas y saladas. Su cabeza descansaba en el regazo de ella, le acariciaba el pelo y lloraba. De nuevo aquella sensación amarga subiendo desde la boca del estómago. Sus ojos se humedecieron. Giró levemente la cabeza. El perro estaba a su lado, tumbado, expectante.

-Por favor, no llores-

-No puedo evitarlo ... estaba desesperada. Creí que nadie podría oírme. Y mis fuerzas se agotaban. Pero tú si que me escuchaste. Siento haberte causado daño. Lo siento. No pude medir mis fuerzas. No en este estado. ¿Estás mejor?-

-Después de dormir un poco estaré bien del todo. Pero ahora no tenemos tiempo. Tenemos que salir de aquí. Vendrán a buscarnos.-

Se puso en pié despacio, se quitó la mochila y la dejó en el suelo. Comenzó a estudiar la sala. Era bastante amplia. Las paredes parecían de hormigón. Claro, estaban bajo tierra. Solo tenía una puerta, metálica, reforzada, con cerradura electrónica (había un pequeño teclado numérico junto al marco) y una pequeña ventana circular de vidrio templado. A parte de la camilla y la mesa con el ordenador y una silla, no había ningún tipo de mobiliario. Sin duda la mejor forma de salir de allí era por el mismo lugar por el que habían llegado.

Ella continuaba sentada en el suelo, seguramente agotada. Cogió la mochila, la abrió y rebuscó en su interior. Sonrió al toparse con algunas botellas de agua, bollitos y chocolatinas.

-Has pensado en todo ... tu necesitarás dormir, yo también. Claro, para autoequilibrarnos ... tal y como nos enseñaron. Yo además estoy muerta de hambre. Gracias. Descansa un instante. Todavía no vienen. Lo sé. Y tu también lo sabes.-

-De acuerdo, pero solo un momento. Debemos irnos.-

Se sentó a su lado. En el suelo. Los tres, el perro y ellos dos, sobre aquel suelo gris tan frió. Daba gusto verla comer. Lamentó no tener nada más que ofrecerle. No cocinaba demasiado bien, pero un plato de pasta, con tomate y queso rallado, si que sería capaz de cocinar. Seguro que le encantaba ... pero ... Algo no andaba bien. Lo percibió en sus entrañas y en el rostro de ella. El pastor alemán se puso en pie, con las orejas tiesas y el pejale del lomo erizado.

-Ya vienen.-

Se puso en pié. Había tenido una idea. Corrió hasta el ordenador. Estaba bloqueado, protegido por una contraseña. Probó tres o cuatro de las más usuales. Bingo. Estaba dentro. Cinco minutos después pudo acceder al sistema de seguridad del edificio, a la red cámaras de vigilancia. Un escuadrón de hombres armados se encaminaba hacia allí con rapidez. Torció el gesto: eran demasiados. También pudo acceder a los planos del edificio. Era una especie de sótano. Y estaban en el lugar más alejado de la salida. Aquello era una ratonera.

-Tenemos que irnos. Si me subo a la camilla y te pones sobre mis hombros, creo que podrás llegar al sistema de ventilación.-

Ella negó con la cabeza.

-Estoy demasiado débil para irme por donde tu has llegado. No podría ...-
-No voy a dejarte aquí- Apretó los puños. De nuevo la ira se desbordaba en su interior. Era un día como cualquier otro para ir al encuentro de la muerte. Y si se llevaba con él, de cabeza al infierno a unos cuantos, mejor.

-No puedes enfrentarte a ellos y lo sabes. Son demasiados. Te matarán. Pero ... quizás haya algo que yo pueda hacer. Les haré probar su propia medicina-

Una siniestra sonrisa se dibujó en su rostro. Se puso en pié y se sentó en la camilla. Le costaba caminar, pero aquella sonrisa seguía creciendo en su rostro.

-¿Puedes abrir la puerta? En el pasillo hay mejor acústica...-

-¿Abrir la puerta? Lo intentaré-

Sus dedos volaban por el teclado mientras el tiempo corría en su contra. No iba a poder. Era demasiado complicado. Se acordó de Sofía. Vamos. Sus dedos temblaban. Cuando estaba a punto de darse por vencido, la puerta se abrió con un leve zumbido.

-Llévame hasta el pasillo. Rápido-

Cogió la mochila, se la puso en la espalda, empujó la camilla hasta el pasillo. El perro les siguió con un trote casi imperceptible. Después se quedó quieto, mirándola. Expectante. Ella, sentada sobre la camilla, balanceaba las piernas y le miraba.

-Ahora tienes que protegerte. ¿Podrás? Si no podría hacerte mucho daño. Mucho. Más del que puedas imaginar.-

Podía imaginarlo. Recordó lo que le habían enseñado. Hacía siglos, se le antojaba ...

-Si, creo que podré, pero necesito tiempo ...-

-No tenemos mucho tiempo. Te necesito. Después estaré demasiado débil. No podré salir de aquí y mucho menos sacarte a ti. Te necesito. Haz lo que puedas.-

Sintió una punzada de miedo en la tripa. Volvió a mirarla y se sentó en el suelo, contra la pared, en un rincón. Llamó al perro, que se hizo un ovillo a su lado. Comenzó a acariciarle, mientras respiraba profundamente. Tenía que blindarse. Vamos. Era sencillo. Algo que, de forma casi innata, todos los que eran como él, sabían hacer. Pero requería tiempo. Sintió miedo, pero continuó el proceso. Se cubrió la cara con las manos.

Ella empezó a cantar. Despacio, dulcemente. Tenía una voz preciosa, nunca hubiera podido imaginarlo. Intentaba no escucharla, concentrarse en respirar, relajarse, bajar el umbral de sensibilidad de sus sentidos hasta no sentir prácticamente nada. Pero no podía evitar escucharla. Su voz era tan bonita. No entendía lo que cantaba. Algo emotivo pero amargo, intenso. Ella debió percibir de algún modo que le estaba escuchando e interrumpió su cántico un instante.

-No me escuches. Podría hacerte mucho daño ...-

Lo intentó, lo intentó con todas sus fuerzas, cegó sus sentidos, hasta hundirse en la más profunda oscuridad. Ya no escuchaba su voz. Ni siquiera podía sentir su cuerpo pero... Sintió miedo. Una energía poderosa creciendo cerca de él. Al principio no mayor que una cabeza de alfiler, pero fue creciendo, creciendo y creciendo hasta ser mayor que el sol e igualmente poderosa. Sintió miedo. Sintió como aquel sol negro estallaba en mil pedazos. Sintió cómo una energía poderosa se expandía en todas direcciones. Sintió cómo se estrellaba contra su improvisada coraza, haciéndola vibrar violentamente... Y se hizo el silencio. Un silencio como no lo recordaba en mucho tiempo. Un silencio espectral. Sintió miedo.

Se atrevió a abrir los ojos y los sentidos. Se puso en pie. Ella estaba tendida en la camilla, temblando.

-Sácame de aquí, por favor, no tenemos mucho tiempo.-

La cogió en brazos ¡pesaba tan poco! Llamó al perro.

-Seguro que conoces la salida. ¡Vamos!-

El perro pareció entenderle y echó a correr por el pasillo iluminado por decenas de tubos fluorescentes. Le siguió lo más rápido que podía. Comenzaron a toparse con enormes puertas de metal, todas abiertas ¿cómo era posible? Al doblar un recodo se detuvo un instante, a recuperar el aliento. El perro también se detuvo, le miraba apremiante. Se acordó de algo. La dejó en el suelo y se dirigió a una de las puertas que jalonaban el corredor.

-¿Qué vas a hacer?-

-Tardaré un minuto-

La puerta estaba cerrada, como esperaba, pero la cerradura era convencional y bastante sencilla. No le llevó más de treinta segundos. En el interior encontró varios servidores en sus racks . Su intuición no le había fallado. Buscó los discos duros y se llevó un par de ellos. Información.... para poder entender aquello.

Guardó los discos en la mochila y volvió al corredor. Volvió a cogerla en brazos y siguieron caminando a través del corredor, tras el perro.

-Ah, buscabas información. Buena idea-

Al cruzar la siguiente puerta se topó con un espectáculo dantesco. Quince, veinte hombres armados hasta las cejas, tirados en el suelo, quietos.

-¿Están muertos?-

-No, solo sin sentido. Despertarán en unos cinco minutos. No creo que puedan olvidar el dolor de cabeza que van a tener. Vamos, date prisa. No queda mucho tiempo-

Trató de caminar más deprisa, siguiendo al perro. Aquel lugar era un laberinto. Sin él habría sido incapaz de encontrar la salida. Tras otra puerta, unas escaleras. Subió dos tramos que se le antojaron eternos. Estaba cansado. El sudor brotaba por cada poro de su piel. Y ella temblaba. Tan débil.... Otro par de puertas más y por fin, la calle. La noche. El frió aire de la noche se le antojó una caricia maravillosa. Giró sobre sí mismo. Apenas una pequeña puerta metálica en un pequeño edificio de hormigón. Se le antojaba una de aquellas subestaciones que estaban bajo tierra. De echo en la puerta había un letrero bien visible: Peligro, riesgo eléctrico.

Junto al edificio había un pequeño aparcamiento, con dos o tres coches. Se decidió por un pequeño Citroën C2 de color amarillo. Era la versión comercial, con los cristales traseros de chapa y un espacio de carga tras los asientos delanteros. La dejó en el suelo, junto al perro. Apenas le llevó unos segundos abrir el coche. La acomodó en el asiento del copiloto y al perro en el espacio de carga, dejó allí también la mochila. Arrancar el motor le llevó algo más de tiempo (malditos inmovilizadores)

-Vamos, date prisa ...-

El sonido del pequeño motor en marcha se le antojó gloria bendita. Sonrió mientras acariciaba el volante y los pedales. Atravesó el aparcamiento todo lo rápido que pudo el aparcamiento hasta alcanzar la cerca perimetral. Una garita, una barrera. Pensó en llevarse por delante la barrera, pero eso quizás dañaría el coche. Se detuvo, bajó del coche y miró dentro de la garita. Los guardias estaban en el suelo, sin sentido. Entró en la garita y accionó el pulsador que levantaba la barrera.

Estaban fuera. Sintió un alivio tremendo. Concentró todos sus sentidos en conducir rápido, pero con suavidad, cortando la noche. Volver a casa ¡estaba tan cansado! Ella temblaba en el asiento del copiloto. Paró un instante, se quitó el forro polar y la tapó con el. Sintió miedo. Tan pequeña, tan frágil, pero tan poderosa. Reemprendió la marcha.

Minutos después llegaron a su guarida. Otro polígono industrial, esta vez casi en medio de la cuidad. De aspecto decadente. Con decenas de letreros en las fachadas de cristal de los edificios de oficinas. “Se vende”. “Se alquila”. Nadie les buscaría allí. Calles desiertas y edificios vacíos. Perfecto. Se detuvo frente a una rampa que conducía a un garaje subterráneo. Bajó del coche, abrió el portón. Saludó al perro.

-Gracias, precioso, sin ti no habríamos salido de allí. Gracias.-

Rebuscó en la mochila hasta toparse con un pequeño mando. Pulso el botón mientras se mordía el labio inferior. Esperaba que funcionara. Apenas utilizaba aquella entrada, pero ahora era preciso ocultar el coche. La puerta comenzó a abrirse lentamente, en medio de fuertes chirridos –tendría que engrasarla. Pero pudo abrirse del todo. Dejó caer el coche en la oscuridad del garaje subterráneo y volvió a cerrar la puerta. Rodó lentamente por el garaje oscuro y desierto hasta detenerse en un extremo, junto a una especie de ascensor.

-¿Hemos llegado? Estoy agotada. Necesito dormir. Y tu también lo necesitas.-

-Si, ya falta poco. Solo faltan unos cuantos pisos. espero que el montacargas funcione. Espera un segundo-

Bajó del coche. A la luz de los faros buscó un cuadro eléctrico. Abrió la pequeña porteruela metálica que lo cerraba. La mayor parte de los interruptores ocupaban la posición de “apagado”. No quería llamar la atención de la empresa suministradora de electricidad, con un consumo desmesurado en unas oficinas supuestamente vacías. Le había llevado casi un día conseguir que su pequeña guarida, allí, unos pisos más arriba, tuviera electricidad. En la parte de abajo había un par de interruptores, marcados con cinta aislante amarilla. Los accionó. Se dirigió al montacargas. Había luz en el interior. Perfecto. Empujó manualmente la puerta corredera. Después volvió al coche. Abrió primero el portón (el perro estaba harto de estar allí encerrado) y después la puerta del copiloto. Volvió a cogerla en brazos y la dejó delicadamente en el suelo del montacargas. Llamó al perro.

-Vamos, ven aquí. Vamos a casa-

El perro corrió obedientemente al interior del montacargas. Cerro la puerta. Miró suplicante a la botonera que había en la caja del montacargas. Pulso uno de los botones. Con un crujido se puso en marcha. Suspiró. Latamente comenzó a ascender, piso a piso, hasta que se detuvo. Empujó de nuevo la puerta corredera. Habían llegado. Buscó una linterna en la mochila. Una de tipo frontal, de las que se colocan en la cabeza y dejan las manos libres. Ideales para ... Bueno, dejémoslo en que era muy útil.

-Espera, traeré una silla-

Si algo sobraba en aquel lugar desierto eran sillas de oficina, con ruedas. No tardó en encontrar una (literalmente se tropezó con ella). Volvió a montacargas, la cogió en brazos y la depositó delicadamente sobre la silla. Comenzó a empujarla a través de pasillos desiertos y oscuros, solo iluminados por el haz de luz de la linterna. El perro seguía sus pasos, meneando el rabo.

-Ya estamos casi ... Ah, creo que he olvidado presentarme. Me llamo Sergio.-

-Lo sé- Le costaba trabajo hablar – Sé muchas cosas sobre ti. Puedo sentir tu dolor ... Es horrible-

No volvieron a pronunciar palabra alguna hasta llegar a un extremo de la planta. Había habilitado lo que fuera un despacho como vivienda. Apenas una cama –enorme, demasiado grande para él solo, pero la había probado en una tienda de muebles, era comodísima y no había parado hasta que ha había conseguido. Subirla hasta allí fue una pequeña hazaña ... - un enorme escritorio con un ordenador y unas pocas estanterías. Todo parecía a medio hacer. A lado había una pequeña cocina y un baño. Aunque para duchase tenía que bajar tres plantas, hasta aquellos vestuarios. Y la mitad de los días no había agua ...

Encendió un pequeño flexo, lo justo para poder ver sin que ningún destello pudiera ser visto desde el exterior, aunque todos los estores estaban bajados. Volvió a cogerla en brazos y la llevó hasta la cama.

-Así que esta es tu casa. No está mal ...-

-Siento el desorden. Soy un poco desastre ...-

-No te preocupes, está bien. Aquí podremos descansar. Autoequilibrarnos. Nadie nos molestará.-

-¿Quieres comer algo? ¿Necesitas alguna otra cosa?-

-Solo un poco de agua-

-Ahora vuelvo-

El perro siguió sus pasos hasta la pequeña cocina. Él también quería agua. Miró en una diminuta nevera. Siempre tenía varias botellas de agua mineral, no se fiaba demasiado de la instalación de agua del edificio. Le sirvió un poco en un plato, cogió un par de botellas pequeñas y regreso a su “casa”.

Cuando volvió junto a la cama ella ya estaba dormida. Dejó una de las botellas junto a la cama, y bebió de la otra. En un extremo del despacho había una bolsa de deportes, rebuscó en su interior hasta encontrar un pijama limpio. Después se deslizó entre las sábanas. Ella dormía, hecha un ovillo, respirando despacio. Le gustó dormirse escuchando su respiración. Se acordó de Paula. La echaba tanto de menos. Una vez más, se durmió llorando.

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Lágrimas en la lluvia

-¿Puedo quitarme ya el pañuelo de los ojos?-

-Sí, claro, por supuesto. Antes iba a decirte que ya podías quitártelo, pero estabas dormido.-

Suavemente tiró del pañuelo negro que tapaba sus ojos. Lo dejó en torno a su cuello. Como un amuleto. Como un trofeo. Se sonrojó. Si, se había quedado dormido. En un coche. La temperatura en el interior del coche era muy agradable y ella conducía con una suavidad exquisita. Estaba cansado. No conseguía dormir bien. Sobre todo las últimas semanas. Por el viaje. Se sentía aliviado pero a la vez nervioso. Allí lo hacían casi todo por él. Tenía sus necesidades básicas cubiertas. Fuera estaría solo. ¿Y si no era capaz de valerse por si mismo? Lo había hecho durante la mayor parte de su vida, pero en aquél momento ...

-¿Estás bien?-

Una simple pregunta. Tono de voz neutro. Sin apartar la vista de la carretera. Fuera era de noche. La autovía de circunvalación estaba casi desierta. Pero llovía. Mucho. Los limpias trabajaban sin descanso. Estelas de agua, luces lejanas, reflejos. Sin apenas girar la cabeza permaneció unos instantes mirándola. Pelo castaño oscuro, media melena, casi ocultándole el rostro, los ojos de un marrón intenso, como 1.70 de alto, delgada. Toda ella, incluida su voz, transmitían calma, serenidad. Supongo que la habían escogido por eso.

-Tu ... eres especial ¿verdad? Como yo ... quiero decir ... como yo lo era ...- y una sombra de pena cruzó su rostro.

-Si, es verdad. Eres muy inteligente. Creí que no te darías cuenta ...-

-No pasa nada. Tu no tienes la culpa-

Se recostó en el asiento, cerro los ojos. No volvió a pronunciar palabra alguna en todo el trayecto. De vez en cuando entreabría los ojos, se orientaba y comprobaba cuanto quedaba para su destino.

-¿Puedes parar aquí, por favor?-

-Pero ... todavía no hemos llegado. Son solo cinco minutos-

-Se que te pidieron, te ordenaron que me llevaras a la estación, apuesto que debes verificar que subo al tren, pero coño, nací aquí, estamos a veinte minutos andando de Atocha, puede que menos y, aunque no lo parezca estoy lo suficientemente lúcido para llegar hasta allí. Necesito caminar ¿lo entiendes? Tengo que despedirme de Madrid.-

Buscó un lugar donde detenerse, junto a la acera, con la misma suavidad de todo el viaje señalizó la maniobra y se detuvo.

-Gracias por el paseo-

-De nada. Cuídate, por favor-

-Lo intentaré-

Iba a bajar del coche, sus dedos acariciaban el tirador de la puerta, pero se quedó quieto y volvió la cabeza hacia la conductora.

-Supongo que tendrás que seguirme hasta la estación, lo entiendo, es tu trabajo. Pero hazlo de un modo discreto ¿de acuerdo? Que no me de cuenta. Será fácil. Ya no soy lo que era ...-

Se le humedecieron los ojos. No supo que decir. Ni ella tampoco. Bajó del coche y abrió el maletero. Diluviaba. El abrigo tenía capucha, escondida en el cuello. Intentó sacarla, con el agua corriendo por su rostro. Agua. Fría. Dulce. Al contrario que las lágrimas que corrían por sus mejillas, saladas y cálidas, mezcladas con las gotas de lluvia.

Antes de que acabara de desplegar la capucha, ella estaba delante suyo, sujetando un paraguas abierto.

-Ten, está diluviando-

-No hace falta ...-

No acertaba a sacar la capucha. Sus dedos temblaban. Ella se dio cuenta.

-Sujeta el paraguas, te ayudaré-

Con dulzura, acabó de sacar la capucha de su escondite y cubrió con ella su cabeza.

-Gracias-

Sacó el equipaje del maletero, una especie de bolsa de deporte muy grande, de color negro. Con ruedas en un extremo y un asa en el otro. Así era más fácil llevarla. No se despidió de ella. No le dijo nada. Sólo se dio la vuelta y comenzó a caminar. Subió a la acera. El asfalto, las aceras, todo brillaba bajo la luz anaranjada de las farolas. Su último recuerdo de aquella ciudad. Recorrer calles desiertas bajo la lluvia, en la noche. Solo su respiración, sus pasos, el sonido áspero de las ruedecillas de la bolsa de viaje sobre las baldosas de la acera. Y la música de la lluvia ...

Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

Estación terminal

El viaje se le antojó muy largo. Mucho. Al primer tren, modernísimo y ultrarrápido, le sucedió otro, más modesto. Y a éste un diminuto tren de vía estrecha, casi de juguete, que serpenteaba entre las montañas. Cuando se detuvo en el pequeño apeadero ya era noche cerrada. Bajó un par del peldaños hasta alcanzar el andén. Enseguida dejó la enorme mochila en el suelo, pesaba demasiado. Afortunadamente tenía unas pequeñas ruedas en uno de sus extremos, lo que facilitaba su transporte. Arrastrarla era mucho más fácil que cargar con ella. El tren apenas se detuvo unos instantes, después volvió a arrancar, pesadamente y se perdió en la noche. Quedó completamente solo en el andén, apenas iluminado. Hacía frío. Parecía a punto de empezar a nevar. Suspiró y comenzó a andar lentamente hacia el edificio de la estación. Atravesó el pequeño vestíbulo y se encontró a las puertas de la estación. Un pequeño aparcamiento. Apenas quedaban coches. Rebuscó en los bolsillos del abrigo hasta toparse con un manojo de llaves. Supuestamente una de ellas era de un coche, si esa, tenia toda la pinta. Azul. De un Fiat. El único Fiat que había allí era un pequeño Panda, de color blanco. Se acercó a el y se dio cuenta de que era la versión 4x4. Algo más alto, con ruedas más grandes. Parecía robusto. Recordó que ... bueno, digamos que en su vida anterior había conducido un coche como aquel. Abrió el coche y dejó la mochila en los asientos traseros y se puso al volante. Al dar el contacto se iluminó la pantalla del navegador. ¡Vaya! Aquel trasto que casi parecía de juguete tenía navegador y todo. Ajustó el asiento, los espejos y arrancó el motor. Maniobró lentamente para salir del pequeño aparcamiento. Entonces la voz femenina, pero metálica, del navegador comenzó a guiarle. Volvió a suspirar. Antes su instinto le hubiera bastado, sus sentidos, pero ahora era uno más, un humano común y corriente y sólo podía ver lo que tenía delante de los ojos. Volvieron las ganas de llorar casi irresistibles, respiró despacio y trato de concentrarse en conducir. No no, mal, mal, no podía ir todo el rato en primera, aceleró y puso segunda y después tercera.. El apeadero estaba en las afueras de un pueblo, mediano, no demasiado pequeño. Pronto alcanzó sus calles, y el navegador le guió por ellas. Le condujo a las afueras del pueblo. Se dejó llevar. Pronto abandonaron aquel lugar y se internaron en una carretera de montaña. Tenía buen piso aunque era estrecha y con muchísimas curvas. Conducía despacio, con cuidado. Todavía estaba débil. Los kilómetros se le hicieron largos, aunque apenas fueran quince o veinte. Llegaron a otro pueblo. El nombre le era familiar, si, era ese. Ese sería su hogar. A la entrada divisó un edificio bastante grande. Tenía pinta de instituto. Tras detener el coche bajó y echo un leve vistazo. Si, era un instituto. Allí estaría su nuevo trabajo. Pero era viernes, las siete de la tarde, y estaba cerrado a cal y canto. Volvió al coche. Hacía muchísimo frío fuera. Subió un poco la calefacción. Reemprendió la marcha y el navegador le llevó hasta las afueras del pueblo. Se detuvo ante una pequeña casita, aislada, parecía nueva, o quizás restaurada. No era muy grande, pero se le antojó bonita, planta baja y primera, tejado muy inclinado y una especie de garaje anexo.

-Ha llegado a su destino, muchas gracias-

Le sobresaltó la voz metálica del navegador le sobresalto. Bajó del coche y rebuscó otra vez en el manojo de llaves. Le costó encontrar la que abría la puerta metálica del garaje. Buscó algún interruptor, se veía incapaz de meter el coche allí solo con la luz de sus faros. Palpando lo encontró, se encendieron varios fluorescentes en el techo. En el garaje vio una caldera de gasoil, varios armarios ... y algo que le hizo sonreír. Una bici de montaña y una moto de campo. Habían pensado en todo. Acomodó el panda en el interior de la estancia, paró el motor y cerro la puerta. Dentro se estaba más a gusto. La calefacción estaba encendida. Alguien la había encendido para él ¿quién? No lo sabía. Un miembro de la organización. Alguien de la familia. Sacó la mochila de viaje del coche. Una pequeña puerta comunicaba el garaje con la casa. Avanzó arrastrando la mochila de viaje, y encendiendo luces. Todo era agradable y acogedor. Supuso que el dormitorio estaría en la planta de arriba, así que abrió la mochila y rebuscó en su interior, sacó un pijama, un neceser y un mp3. Subió lentamente las escaleras. El dormitorio no era muy amplio pero si muy acogedor. Un escritorio, muchas estanterías con libros, un armario. Era bonito. Lo que más le gustó fue la cama, enorme. Estaba agotado, así que se desvistió y se puso el pijama. Supo que le costaría dormirse. Rebuscó en el interior del neceser. Mitad neceser mitad botiquín. Un poco de todo. Por supuesto con pastillas para dormir. Le costaba dormir. Se tragó un par de ellas, sin agua y entonces se acostó. La pena volvió lentamente, como una marea amarga y húmeda, antes de que pidiera dormirse estaba llorando. Pronto llegó el sueño, un sueño artificial, pesado. Se durmió llorando.

 

 


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