DOCTRINA CATÓLICA

Catecismo de la 
Realeza Social de Jesucristo
del Padre Phillippe

DECIMOTERCERA LECCIÓN

RECAPITULACIÓN:

LA FIESTA DE CRISTO REY

  • 98. ¿Podría usted, para una mayor utilidad, resumir las verdades enseñadas en este catecismo?

       Por supuesto. Estas son:

       1º Dios es el Ser Supremo, sumamente independiente. Todo lo que existe fuera de El, ha sido creado por El y depende de El con una dependencia suprema y absoluta. El es el único que tenga autoridad y poder enteros sobre todas las cosas. No sólo todo depende de El, sino que todo debe volver a El como a su único fin último. En pocas palabras, todas las Sociedades, Naciones y Estados deben dirigirse a El como a su Creador y Fin Supremo.   
       2º Jesucristo, el Hombre‑Dios, de parte de Dios, ha recibido en su Humanidad todo poder en el cielo y sobre la tierra. Tiene autoridad y poder sobre toda otra autoridad. Se halla revestido de un verdadero poder real. La Iglesia y el Papa participan de este poder.
       3º Es evidente que según lo dicho, todas las constituciones de los Pueblos y su Legislación deben tener por base y cabeza a Dios, Jesucristo y la Misión de la Iglesia.
      4º Por la Declaración de los Derechos Humanos se ha suprimido de las Constituciones y Legislaciones a Dios y a todo lo que es de Dios, y se le ha reemplazado el hombre divinizado.
       5º La consecuencia de esta sustitución ha sido la abolición de todo Derecho Divino y la sola profesión de los derechos humanos. Esto significa el triunfo del laicismo, del ateismo y de todos los errores que provienen como consecuencia lógica de la Declaración de los Derechos Humanos.
       6º Consecuentemente, de derecho, el hombre es supremamente independiente. Debe gozar de todas las libertades: libertad de conciencia, libertad de enseñanza, libertad de prensa, libertad de asociación, libertad de culto... Por una rara contradicción, puede crear leyes e imponerlas por la fuerza.
       7º Si no queremos sufrir un día los castigos divinos y padecer todas las catástrofes, es necesario que lleguemos a a abolir de las Constituciones de los Pueblos el Derecho, llamado moderno, y las grandes libertades ya citadas. Para este fin, debemos usar estas mismas libertades que se nos otorgan para suprimirlas en el sentido moderno de la palabra y para poder llevar a cabo todo el bien que nos sea posible. Debemos usar la libertad de enseñanza para enseñar libremente a Jesucristo; emplear la libertad de prensa para hacer conocer la Verdad divina que salva; hacer uso de la libertad de asociación para agruparse con objeto de procurar el bien de las almas; debemos profesar de modo ostensible el culto del verdadero Dios. Debemos aprovechar estos pretendidos derechos para hacer comprender a la gente y a las almas que solamente la verdad y el bien tienen derechos, y que el error y el mal no los tienen.
       8º De este modo todo volverá al orden y a la paz, porque todo estará de nuevo sumiso a Dios y a su Cristo por medio de la Santa Iglesia. Las Naciones estarán unidas por los lazos de la justicia y caridad en Cristo y bajo la dirección espiritual del Papa. Los Pueblos se constituirán en una verdadera Liga Apostólica de Naciones: y el mundo será salvo.

  • 99. ¿Cuáles fueron las intenciones del Papa Pío XI al instituir la Fiesta en honor de Cristo Rey?

       El Sumo Pontífice quiso conmemorar, en una fiesta especial en honor de la Realeza de Jesucristo, el recuerdo de todos los beneficios que el Hombre-Dios trajo a la humanidad, y especialmente el beneficio del Orden Social, que es la condición para la paz interior y exterior de los pueblos. Basta con que oigamos la voz del Sumo Pontífice al exponer él mismo su pensamiento. Todo comentario podría disminuir la fuerza y claridad de la palabra pontificia. Estos son los términos en los que el Papa Pío XI instituyó la Fiesta que el mundo entero celebra: "Para que estos deseados beneficios se recojan con mayor abundancia y adquieran una mayor estabilidad en la sociedad cristiana, es de todo punto necesario la más amplia difusión posible del conocimiento de esta regia dignidad de nuestro Salvador. Para este fin no hay medio más eficaz que la creación de una festividad propia y peculiar de Cristo Rey.
       Porque para enseñar al pueblo las realidades de la fe y atraerle por medio de éstas a los goces interiores del espíritu, las fiestas anuales de los sagrados misterios tienen una eficacia mucho mayor que cualquier otra enseñanza, aun la más grave, del magisterio eclesiástico. Porque estas enseñanzas son conocidas generalmente sólo por una minoría de fieles más instruidos que los demás; las fiestas litúrgicas, en cambio, impresionan e instruyen a todos los fieles; los documentos del magisterio hablan una sola vez, las fiestas de la liturgia, cada año y perpetuamente; las enseñanzas pontificias penetran en las inteligencias; la liturgia, en la inteligencia y en el hombre entero.
       Porque, como el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, debe quedar impresionado y movido por las solemnidades externas de los días festivos de tal manera que con la variada hermosura de los actos litúrgicos aprenda mejor las divinas enseñanzas y, convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, obtenga un provecho mucho mayor en la vida espiritual.
       Por otra parte, la historia demuestra que las festividades litúrgicas fueron establecidas, sucesivamente, en el transcurso de los siglos, de acuerdo con las necesidades o conveniencias del pueblo cristiano, como por ejemplo, cuando fue necesario robustecerlo frente a un peligro común, defenderlo contra los envolventes errores de la herejía, animarlo y encenderlo con mayor insistencia para que conociese y venerase con mayor devoción un determinado misterio de la fe o algún beneficio particular de la divina bondad.
       Por esto, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles sufrían una durísima persecución, se iniciaron las conmemoraciones litúrgicas en honor de los mártires, para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen al mismo tiempo exhortaciones al martirio'.
       Y cuando más adelante se concedió a los santos confesores, vírgenes viudas los honores litúrgicos, estos honores demostraron una eficacia maravillosa para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en la época de paz.
       Y  fueron sobre todo las fiestas instituidas en honor de la Santísima Virgen las que contribuyeron a que el pueblo cristiano no sólo rindiera un culto más religioso a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que aumentase el amor de los fieles hacia la Madre celestial que el Redentor les había otorgado como herencia
       Entre los beneficios que hay que atribuir al culto público de la Virgen y de los santos, hay que enumerar también el hecho de que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la epidemia de los errores heréticos. En esta materia es forzoso admirar el designio de la divina Providencia, la cual, así como del mal suele derivar el bien, así también ha permitido a veces el enfriamiento de los pueblos en la fe y en la piedad, o asechanzas de las doctrinas falsas contra la verdad católica, con el resultado final, sin embargo, de un nuevo esplendor para la verdad católica y un vigoroso renacer de la fe y de la piedad hacia muchos y más altos ideales de santidad.
       Las fiestas incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido el mismo origen y han producido idénticos frutos; y así, cuando sobrevino el enfriamiento en la reverencia y el culto al Santísimo Sacramento, se instituyó la fiesta del 'Corpus Christi', para que con la solemnidad de las procesiones públicas y las oraciones prolongadas durante toda la octava siguiente se reavivase en los fieles la adoración pública del Señor. De la misma manera, la festividad del Sagrado Corazón de Jesús fue creada cuando la triste  y helada severidad del jansenismo debilitó y enfrió a las almas alejándolas del amor de Dios y de la confianza en su salvación eterna. Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicisimo, sus errores y sus criminales propósitos.
       Sabéis muy bien, venerables hermanos, que esta enfermedad no ha sido producto de un solo día, ha estado incubándose desde hace mucho tiempo en las entrañas mismas de la sociedad. Porque se comenzó negando el imperio de Cristo sobre todos los pueblos; se negó a la Iglesia el derecho que ésta tiene, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, de promulgar leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a la felicidad eterna. Después, poco a poco, la religión cristiana quedó equiparada con las demás religiones falsas e indignamente colocada a su mismo nivel; a continuación la religión se ha visto entregada a la autoridad política y a la arbitraria voluntad de los reyes y de los gobernantes. No se detuvo aquí este proceso; ha habido hombres que han afirmado como necesaria la substitución de la religión cristiana por cierta religión natural y ciertos sentimientos naturales puramente humanos. Y no han faltado Estados que han juzgado posible prescindir de Dios, y han identificado su religión con la impiedad y el desprecio de Dios.
    Los amargos frutos que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo ha producido este alejamiento de Cristo por parte de los individuos y de los Estados, han sido deplorados por Nos en nuestra encíclica "Ubi arcano", y volvemos a lamentarlos también hoy; la siembra universal de los gérmenes de la discordia; el incendio del odio y de las rivalidades entre los pueblos, que es aun hoy día el gran obstáculo para el restablecimiento de la paz; la codicia desenfrenada, disimulada frecuentemente con las apariencias del bien público y del amor de la patria, y que es al mismo tiempo fuente de luchas civiles y de un ciego y descontrolado egoísmo, que, atendiendo exclusivamente al provecho y a la comodidad particulares, se convierte en la medida universal de todas las cosas; la destrucción radical de la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; la desaparición de la unión y de la estabilidad en el seno de las familias, y, finalmente, las agitaciones mortales que sacuden a la humanidad entera.
       Nos albergamos una gran esperanza de que la festividad anual de Cristo Rey, que en adelante se celebrará, acelerará felizmente el retorno de toda la humanidad a nuestro amantísimo Salvador. Sería, sin duda alguna, misión propia de los católicos la preparación y el aceleramiento de este retorno por medio de una activa colaboración; sin embargo, son muchos los católicos que ni tienen en la convivencia social el puesto que les corresponde ni gozan de la autoridad que razonablemente deben tener los que alzan a la vista de todos la antorcha de la verdad. Esta desventaja podrá atribuirse tal vez a la apatía o a la timidez de los buenos, que se retiran de la lucha o resisten con excesiva debilidad; de donde se sigue como natural consecuencia que los enemigos de la Iglesia aumenten en su audacia temeraria. Pero si los fieles, en general, comprenden que es su deber militar con infatigable esfuerzo bajo las banderas de Cristo Rey, entonces, infamados ya en el fuego del apostolado, se consagrarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes y trabajarán por mantener incólumes los derechos del Señor.
       Además, para condenar y reparar de alguna manera la pública apostasía que con tanto daño de la sociedad ha provocado el laicismo, ¿no será un extraordinario remedio la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey en todo el universo? Porque cuanto mayor es el indigno silencio con que se calle el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder.
       Por lo tanto, en virtud de nuestra autoridad apostólica, instituimos la festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey y, ordenamos su celebración universal el último domingo de octubre, es decir, el domingo inmediato anterior a la festividad de todos los Santos. Asimismo ordenamos que en este día se renueve todos los años la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús, que mandó recitar anualmente nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X. Este año, sin embargo, queremos que se renueve la consagración el día 31 de este mes, día en que Nos oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey y ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. No podemos clausurar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, 'Rey inmortal de los siglos', un más amplio testimonio de nuestro agradecimiento -interpretando la gratitud de todos los católicos- por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.
       No es necesario, venerables hermanos, que os expliquemos detalladamente la causa que nos ha movido a decretar que la festividad de Cristo Rey se celebre independientemente de otras festividades litúrgicas que en cierto modo significan y solemnizan esta misma dignidad regia. Baste una advertencia: aunque en todas las fiestas litúrgicas de Nuestro Señor el objeto material es Cristo, su objeto formal, sin embargo, es completamente distinto del nombre y de la potestad real de Jesucristo.   
    Y la razón de haber señalado el domingo como día conmemorativo de esta festividad es el deseo de que no sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la Misa y el rezo del oficio divino, sino que también el pueblo, libre de las preocupaciones diarias y con un espíritu de santa alegría, rinda a Cristo el grandioso testimonio de su obediencia y de su sumisión. Nos ha parecido también que el último domingo de octubre era el más apropiado para esta festividad porque con este domingo viene casi a finalizar el ciclo temporal del año litúrgico; de esta manera los misterios de la vida de Cristo conmemorados durante el año terminarán y quedarán coronados con esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Es, por tanto, deber vuestro y misión vuestra, venerables hermanos, hacer que la celebración de esta fiesta anual esté precedida, durante algunos días, de una serie de sermones en todas las parroquias, que instruyan oportunamente a los fieles sobre la naturaleza, la significación y la importancia de esta festividad, para que inicien de esta manera un tenor de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir con amor y fidelidad a su Rey, Jesucristo".

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