La conmemoración de los Niños Héroes
Origen, desarrollo y simbolismos

ENRIQUE PLASCENCIA DE LA PARRA

Este texto apareció originalmente en Historia Mexicana, vol. XLV, núm. 178, octubre-diciembre, 1995.

No saben quienes son; más mi poesía
Os cubre con amor bajo sus alas
Y su plegaria envía
A las etéreas alas
¡Porque a mi ejemplo, enternecido el hombre
Ruegue a Dios por las víctimas sin nombre!

A los Mártires sin nombre (1867),
José Tomás de Cuellar

La imagen del héroe que entrega su vida para su pueblo cumple una necesidad importante, dándole cohesión a un grupo social, una tribu, una aldea, un grupo étnico o una nación.

La creación o recuperación de figuras heroicas sirve al poder en turno, porque infunde entre los pueblos no sólo respeto y amor a la patria, sino también -- y más importante aún -- rechazo hacia cualquier conducta que atente contra la unidad de la misma. Los actos de disolvencia social o de rebelión están implícitamente condenados por los marmóreos ojos de aquellas figuras, que hacen parecer cualquier discrepancia o conflicto insignificante si se le compara con la causa suprema que las llevó al sacrificio supremo, con el fin de ver a su país libre de una tiranía o de una invasión extranjera.

De hecho, tales figuras logran con su muerte mucho más que todo lo que pudieron realizar en vida, sobre todo si consideramos que a menudo los pormenores de sus hazañas están bastante maquillados, cuando no inventados por completo. La exhaltación del sacrificio de esos individuos es más notable aún cuando éstos mueren jóvenes o casi niños; en efecto, pocas cosas hay tan dolorosas como ver un cortejo fúnebre precedido por un pequeño ataúd.

En México, el culto a los jóvenes conocidos como «niños héroes» surge tardíamente, ya que pasaron más de tres décadas antes de que se institucionalizara su celebración. El duelo por la pérdida del territorio fue general y nadie de la generación que la vivió tenía ánimos para recordarla. Fue hasta la República restaurada (1871) cuando por primera vez se recordó oficialmente la desgracia de 1847, consolidándose este proceso durante la «pax » porfiriana.

El país tuvo que sufrir nuevamente una invasión extranjera para que pudiera rememorar anualmente la gesta de 1847. Y para que ello fuera posible, esta segunda intervención debió tener un resultado opuesto a la guerra con Estados Unidos. En efecto, el triunfo sobre los franceses fue la llave que abrió el arcón del que comenzaron a salir los nombres de Xicoténcatl, Cano, Frontera, Pérez y por supuesto el de los cadetes del Colegio Militar, De la Barrera, Melgar, Escutia, Montes de Oca, Suárez y Márquez.

Los estudiosos de la guerra entre México y Estados Unidos seguramente se han preguntado por qué no se recuerdan otras hazañas, otros nombres, cuyo testimonio está mejor documentado que el de los cadetes, pues los actos de estos últimos no están avalados suficientemente por datos históricos. ¿Acaso fueron los únicos que murieron defendiendo a su país?, ¿acaso todos los demás huyeron, dejaron su puesto o no se comportaron a la altura de las circunstancias? Tenemos, por ejemplo, los casos de Santiago Xicoténcatl en Chapultepec y Margarito Zuazo en Molino del Rey, quienes, antes de morir acribillados, se envolvieron en la bandera mexicana para que ésta no cayera en manos enemigas.1

Sin pretender responder estas interrogantes, en este ensayo trataré, más bien, de señalar el derrotero que tomó este culto que pronto se volvió nacional, con las razones y sinrazones que lo respaldaron y que tiene más de leyenda que de historia. Más interesante que tratar de dilucidar cómo ocurrieron efectivamente los hechos del 13 de septiembre de 1847, me ha parecido el investigar las causas que han fomentado esta celebración.

Su primer patrocinador fue la Asociación de Excadetes del Colegio Militar, pero después fue el propio estado quien se encargó de consolidarla. Las raíces más profundas de este culto están finalmente en el poder, y es éste quien lo mantiene firmemente. El interés fundamental de la Asociación era dignificar al Colegio Militar, situándolo como paradigma de lealtad a las instituciones.

Muy cercano a este propósito está el del ejército posrevolucionario, cuyos jefes intentarán resaltar los valores del sacrificio, de la obediencia y del honor, inculcados desde temprana edad a sus miembros. Esto era necesario en un cuerpo armado que proyectaba precisamente lo contrario: un ejército que daba una imagen de improvisación, con un fuerte apego a caudillos regionales y dispuesto a protagonizar todo tipo de levantamientos y rebeliones.

Más adelante, el ejército fue profesionalizándose y, sobre todo, sujetándose al poder del estado. Fue entonces cuando los valores que los «niños héroes» simbolizan fueron poco a poco tomados por el estado para difundirlos en el resto de la sociedad. Los seis cadetes dejaron fusiles y espadas para empuñar libros y cuadernos de estudio y el mito dejó el ámbito militar y pasó al civil. Las celebraciones dejaron de ser organizadas por la Asociación y por las autoridades militares después (Secretaría de Guerra), para corresponder al Departamento del Distrito Federal (DDF) y a la Secretaría de Educación Pública (SEP).

Miguel Alemán, primer presidente civil de la posrevolución, fue quien definió claramente este tránsito. También a partir de este momento la presencia del presidente de la República se volvió indispensable y dominante en la celebración. Los nuevos «niños héroes», sin dejar sus útiles de estudio, acudieron a rendirle culto finalmente al jefe del Ejecutivo.

Cabe una última aunque fundamental reflexión sobre este mito, la que versa sobre la doble vertiente que éste siguió: aunque fue impuesto de arriba hacia abajo, del estado a la sociedad, ésta lo ha hecho suyo al correr de los años. Con esta apropiación colectiva, el mito se ha enriquecido y se ha desligado de la sujeción del estado. El camino se invierte ahora, de abajo hacia arriba, pues con esta apropiación, se ha logrado arraigar en el imaginario de los mexicanos las figuras de los seis cadetes que brindaron su sangre por el país.

Estos «niños héroes», los más auténticos, están entre nosotros; no los conocemos ni sabemos nada de ellos; son héroes anónimos, pero al igual que los de 1847, también son ejemplo de entrega y sacrificio. Antes de empezar el rastreo de esta celebración, cabe establecer, simbólicamente hablando, el lugar donde se desarrolló la gesta de 1847.