Uno de los lugares comunes de la literatura barroca declara que nada es como ha sido: el viajero busca a Roma en Roma y no halla sino sus tristes ruinas. Quevedo concluye así: "Huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura". Las ruinas de las ciudades argentinas — los supermercados saqueados, los automóviles incendiados, las ventanas rotas, los patéticos restos de modas y tendencias — son el opresivo presente.
En el pasado yace un país que llamábamos Argentina.
Yo nací en Argentina, pero no viví allí hasta los siete años, cuando mis padres volvieron en 1955, después de la caída de
Perón.
Me fui nuevamente en 1968, poco antes de los comienzos de la dictadura militar. Recuerdo aquellos 13 años con asombro. A pesar de la persistente degradación económica, a pesar de los levantamientos militares que asiduamente sacaban a la calle los paquidérmicos tanques, a pesar de la venta gradual de todas las
industrias nacionales,
la Argentina de aquellos años era un lugar extraordinario de inmensa riqueza intelectual.
Existía allí una forma de pensar única (creo) en el mundo, capaz de incluir, al mismo tiempo y en la misma idea, las grandes cuestiones metafísicas y las
realidades de la política local. Un humor particular se infiltraba en todos los tratos sociales: una cierta ironía melancólica, una mesurada y traviesa gravedad.
Los argentinos de entonces parecían poseer la capacidad de disfrutar los mínimos obsequios casuales y de sentir los más sutiles momentos de tristeza. Poseían
una apasionada curiosidad, una mirada siempre en busca del detalle
revelatorio, respeto por la inteligencia considerada, el acto
generoso, la observación iluminada. Sabían quiénes eran en el
mundo y se sentían orgullosos de su identidad (aquello que
Borges llamó "una fatalidad... o una afectación"). Todo aquello
ahora se ha perdido.
¿Qué sucedió? Esencialmente,
Argentina dejó de creer en sí misma. Toda sociedad es una
invención, un artificio, una construcción imaginaria basada en el
acuerdo entre individuos que han decidido vivir juntos bajo leyes
comunes. Estas leyes son un sistema de creencias: basta perder fe en el sistema para que la noción de sociedad desaparezca, como agua en el agua. El juramento a la bandera de los estadounidenses, la Marsellesa, el grito de "liberade o morte" de los brasileÑos, el infame "Deutschland, Deutschland über alles", el "True North Strong and Free" de Canadá, son encantamientos rituales que prestan música (si no sentido) a nuestros credos. Escritos en las altas lozas de Hammurabi, recitados por los ancianos orixás del Amazonas, grabados
sobre la entrada del templo de Delfos o impresos en los miles de volúmenes legales de las Cortes de hoy, estos acuerdos que rigen nuestras vidas conjuntas son como el sueño del Rey Rojo en el mundo de Alicia: despertadlo y nuestra encandilada sociedad se apagará, puf, como una vela.
En la pieza de Robert Bolt, "A man for all seasons", el yerno de Tomás Moro arguye que, a fin de atrapar al diablo, él estaría de acuerdo en derribar todas las leyes de Inglaterra. Y Tomás Moro, el abogado, le responde. "¿Y crees que podrás tenerte en pie en el viento que entonces soplaría?"
Tomás Moro no podía saberlo, pero estaba hablando de mi Argentina.
Lejos de la ley
Existe una cierta ideología que hemos llamado (equivocadamente)
maquiavélica, que nos lleva a pensar que, para el engrandecimiento
propio, todo es permisible, incluso el incumplimiento de la ley. Los
tiranos griegos, los césares romanos, los papas y los emperadores la
poseyeron; esta feroz ideología ha desencadenado guerras,
justificado atrocidades, causado indecibles sufrimientos; al final,
siempre ha llevado al derrumbe las sociedades en las cuales ha
echado raíz.
En la Argentina, comienza en los albores de la
República con el asesinato del joven revolucionario Mariano Moreno.
Se hace oficial a fines del siglo XIX con la tiranía de Juan Manuel
de Rosas, aceptable entre los oligarcas y terratenientes de
principios del siglo XX, popular bajo el régimen de Perón. Por fin,
durante la dictadura militar, minó todos los componentes de la
sociedad, desechó toda legalidad, hizo de la tortura y el asesinato
armas cotidianas, infectó el lenguaje y el pensamiento. A fines de
los ochenta, esta ideología se había arraigado hasta tal punto que
le fue fácil al presidente Menem perdonar a los peores criminales de
la dictadura y lícito, para la mayor parte de los argentinos,
encontrar una justificación más o menos ingeniosa a los actos
delictivos del Gobierno.
Gracias a los militares, en la
Argentina del nuevo milenio es imposible usar las palabras
"honesto", "decente", "veraz" sin un dejo de sarcasmo. En tales
circunstancias, la tarea del presidente De la Rúa fue desahuciada.
Restaurar el equilibrio a una sociedad que en realidad ya no existe
porque ya no cree en su propia integridad es un truco que ningún
mago puede realizar.
Después de Perón los robos continuaron y
aumentaron. El dinero prestado a la Argentina por el Fondo Monetario
Internacional (esa encarnación moderna del Pecado de Usura) fue
desvalijado por los rufianes de siempre: ministros, hombres de
negocios, industriales, senadores, banqueros, miembros del Congreso.
No hay argentino que no conozca sus nombres.
El
rechazo del FMI a prestar más dinero al país se basa en la certeza
(demasiado bien documentada: los ladrones se conocen bien las mañas)
de que éste sería robado una vez más. El hecho de que no quede ya
qué robar es poco consuelo para los miles de argentinos que ahora se
están muriendo de hambre. Muriéndose de hambre en un país
conocido, hace apenas unas décadas, como el "granero del
mundo".
La pregunta, claro está, es ésta: ¿y ahora qué?
¿Qué solución puede haber para un país en bancarrota financiera y
moral, con los políticos peleándose sobre los pocos huesos que
quedan, sin un sistema de justicia, sin programa económico, sin
industrias eficientes?
En nuestro poema épico nacional, el
gaucho Martín Fierro, para escapar al injusto sistema que lo ha
traicionado (que lo ha reclutado para el ejército y le ha quitado
sus tierras, su casa y su familia) se hace desertor y se convierte
en el héroe de la imaginación popular argentina.
Pero para
los argentinos de hoy no queda ya ningún lugar a dónde desertar,
no queda ya lugar seguro. El país imaginado por mis abuelos, el
maravilloso país que me educó y me hizo quien soy, ya no existe
entre sus propias ruinas.
*Alberto Manguel. Escritor argentino radicado en Canadá