La Revolución Industrial
Generalidades
Las transformaciones ocurridas en el
siglo XVIII alcanzaron también el terreno de la técnica. Se efectuaron a
mediados de ese siglo un conjunto de cambios que modificaron la vida del hombre.
En Inglaterra, principalmente, y, más tarde, en los Estados Unidos de América la
industria fue objeto de una serie de cambios técnicos, debido a los cuales los
sistemas de producción manufacturera fueron sustituidos por máquinas que
aceleraron la producción.
Este proceso que inicialmente se limitó a Inglaterra y que, más tarde, se extendió a los Estados Unidos, Francia, Alemania y otros países ha sido denominado Revolución Industrial. Como consecuencia de la misma, el taller artesanal dio paso a la fábrica, aparecieron nuevas formas de transporte y se generaron grandes concentraciones industriales y urbanas.
El desarrollo de la
Revolución Industrial se puede dividir en dos etapas: la primera, entre 1760 y
1860, cuyas fuentes de energía fueron el carbón y el vapor de agua; la segunda,
entre 1860 y 1914, estuvo basada en la electricidad y en la máquina de
combustión interna.
Las primeras transformaciones se
produjeron en el campo de la agricultura, ya que la economía inglesa de
principios del siglo XVIII era fundamentalmente agraria, y cerca del 80 % de la
población de ese país se empleaba en labores agrícolas y ganaderas. Situación
similar se observaba en Francia y en Estados Unidos.
Los cambios técnicos que permitieron el crecimiento agrícola consistieron en la
implantación de la rotación de cultivos, la utilización de abonos de origen
animal, la incorporación de otros cultivos y el cuidado racional de la
ganadería.
Ante la creciente demanda de carne y lana los ganaderos comenzaron a realizar
los "cercamientos", es decir, el cercado de las tierras arables, las que se
convirtieron en tierras de pastoreo. Esta transformación de la agricultura
inglesa afectó sobre todo, los intereses de los pequeños agricultores, ya que
los cercados ocasionaron la formación de latifundios.
Los cercamientos se aceleraron después de 1760, momento en el que comenzaron a
crecer los precios de los cereales, lo que hizo más rentables las tierras; esta
situación animó a la burguesía y a los terratenientes a reclamar derechos de
cercado sobre las tierras comunales, lo que, por un lado, dejó sin tierras a los
campesinos y, por otro, los obligó a emigrar hacia las ciudades, en busca de
nuevas formas de subsistencia.
Los campos cercados quedaron organizados para incrementar la producción
agropecuaria, tanto para abastecer el mercado interno como el externo,
especialmente el de lana para la industria textil, materia prima de la cual
Inglaterra se convirtió pronto en el productor más importante de Europa.
La naciente industria dependía, para su expansión, tanto de la materia prima que
le proporcionaban la agricultura y la ganadería, como de un sistema comercial
eficiente que pudiera colocar sus productos.
En forma paralela a la revolución agrícola, a lo largo del siglo XVIII y
anteríores, se había ido desarrollando un tipo de comercio en el que las
plantaciones esclavistas americanas jugaban el importante papel de enlace de esa
actividad en el Atlántico.
El comercio mundial de aquellos tiempos se organizaba a partir de los países del
Mar del Norte, principalmente Inglaterra, Holanda y Francia, de donde se
transportaban armas, alcohol y artículos metálicos hasta África, donde eran
intercambiados por esclavos y marfil. Los esclavos negros se vendían en América,
a cambio de azúcar, trigo, tabaco y café que después se vendían en los mercados
europeos, en los que se compraba madera, aceite, acero sueco y artículos para la
navegación. Este circuito comercial se cerraba en las Indias Orientales y
Occidentales, con las que se intercambiaba marfil y oro por especias y otros
artículos de lujo.
Causas de la Revolución Industrial
La Revolución Industrial fue generada por la urgencia de mejoras mecánicas en
determinados campos de la producción, entre las que destacan las siguientes:
La demanda de carbón de leña para la fundición de hierro; la producción de madera había disminuido hasta tal punto, que en 1700 algunas naciones de Europa occidental estaban en peligro de perder sus bosques. Hacia 1709, se encontró una solución parcial, cuando Abraham Darby descubrió que se podía utilizar el carbón de coque en la fundición.
Para la obtención de coque se necesitaba sin embargo, extraer carbón minero, proceso que se dificultaba por la acumulación de agua en las minas. Se requería entonces una fuente de energía con la cual extraer el agua, situación que generó, con el tiempo, la invención de la máquina de vapor.
El maquinismo en la industria textil se hizo necesario también, en virtud de la demanda de telas de algodón. No se podía fabricar la hilaza suficiente en los tornos de hilar rudimentarios, por lo que, con el tiempo, se inventó la máquina para hilar y el telar hidráulico.
Los grandes inventos
Fue la industria textil el campo en el que dio comienzo la era de la maquinaria. El primer invento para el desarrollo de esta industria fue el torno para hilar inventado por Jacobo Hargreaves en 1767. Esta máquina de hilar fue denominada "Jenny", en honor de la esposa del inventor.
Paulatinamente, se fue superando este invento hasta dar lugar al telar hidráulico, inventado por Ricardo Arkwright en 1769, que perfeccionaba el hilado de algodón.
Posteriormente, el instrumento para aplicar al hilado una máquina automática, fue el telar de fuerza mecánica de Edmundo Cartwright, inventado en 1785.
En el campo agrícola, cronológicamente, apareció la desmotadora de algodón, inventada por el norteamericano Eli Whitney en 1792, máquina que separaba las semillas del algodón de la fibra.
Las máquinas inventadas en esa
época eran grandes, pesadas y requerían de una fuente energética enorme, por
lo que se continuó la búsqueda de un mecanismo para producir energía por
medio del vapor. Thomas Newcomen, en 1712,
fue el primero en emplear la fuerza de vapor en la industria inglesa, al
bombear el agua de las minas con una máquina rudimentaria creada por él
mismo.
Sin embargo, fue la máquina de vapor adaptada por Jacobo Watt en 1769 y perfeccionada junto con Matthew Boulton en 1785, con la que se aplicó por primera vez el vapor para mover una hiladora, sustituyendo así a la energía hidráulica que hasta entonces había movido los telares.
La máquina de vapor permitió el desarrollo de la industria del hierro y sus derivados. El inglés Enrique Cort, ideó en 1784 el procedimiento para afinar o batir el hierro fundido, lo que hizo posible la producción de metal con mayor dureza, al que se llamó hierro forjado.
La máquina de vapor como fuente de energía también se extendió a los transportes; antes, el carbón era transportado por coches tirados por caballos, ahora la máquina de vapor fue adaptada para arrastrar una hilera de coches sobre rieles de hierro. El inglés Jorge Stephenson proyectó, en 1829, la primera línea de ferrocarril movido por una locomotora de vapor, con lo que se iniciaba la era de los trenes.
También se aplicó la máquina de vapor al transporte por agua, sus iniciadores fueron los norteamericanos. Hacia 1877, Juan Fitch construyó un barco para transportar pasajeros por el río Delawere; no obstante, el invento del barco de vapor comercial es atribuido a Robert Fulton, a principios del siglo XIX.
La construcción de ferrocarriles y de barcos provocó a su vez una gran demanda de hierro, madera, vidrio y otros productos necesarios para su infraestructura, lo que propició notablemente el desarrollo de la ingeniería mecánica y la civil.
La invención del telégrafo se constituyó en el adelanto más importante en las comunicaciones, en 1844, Samuel Morse, su creador, instaló la primera línea telegráfica entre Baltimore y Washington.
Los adelantos de la Revolución Industrial continuaron tecnificando la agricultura: se crearon mejores arados y rastrillos, y la trilladora mecánica se utilizó en todas las regiones industrializadas; fue inventada también la segadora mecánica por Ciro McCormick en 1843.
La primera etapa de la Revolución Industrial concluyó en 1856, cuando el inglés Henry Bessemer descubrió que un chorro de aire en el hierro fundido podía eliminar al mínimo el porcentaje de carbono, con lo que el hierro se podía transformar en acero.
Hacia mediados del
siglo XIX, se inicia la denominada Segunda Revolución Industrial, en la que el
desplazamiento parcial de vapor como fuente de energía fue consecuencia de la
invención de la dínamo en 1873, máquina capaz de transformar la energía mecánica
en eléctrica.
En el desarrollo de esta etapa, fue trascendente la utilización del petróleo como nueva fuente de energía, lo que trajo consigo la creación de la máquina de combustión interna.
La electricidad y la máquina de
combustión interna fueron acompañadas por otros inventos, entre los que
destacan el teléfono, patentado por Graham Bell (Su inventor es Antonio
Meucci) en 1876, y el telégrafo inalámbrico, creado por
Gillermo Marconi en 1899. Quedaba abierto el camino para el posterior
desarrollo de la radio y, más tarde, de la televisión.
Consecuencias
La Revolución Industrial trajo, por un lado, beneficios materiales y sociales
para los habitantes de las ciudades de Europa occidental, ya que sus adelantos
les proporcionaron nuevos bienes que elevaron su nivel de vida, y, la división
del trabajo, desembocó en un gran número de ocupaciones útiles para el hombre
moderno.
Por otro lado, también debe reconocerse que la Revolución Industrial ocasionó numerosos problemas económicos, cuyas repercusiones afectaron a la sociedad en su conjunto. El más notable de esos problemas fue traducido en términos de alimentación, expectativa y calidad de vida, servicios, etcétera, el enorme incremento de la población, la cual en Europa pasó de 175 millones de habitantes en 1800 a más de 400 millones a fines del siglo XIX, y en los Estados Unidos, de 5 millones pasó a cerca de 100 millones en el mismo periodo.
El crecimiento de la población se debió principalmente, a que al mecanizarse la agricultura y el transporte, los productos obtenidos de la tierra fueron más intercambiados y, por ende, más abundantes y variados, esto mejoró la dieta y el vigor de la población. Además, el establecimiento de hospitales de niños y clínicas de maternidad y el avance de la sanidad condujeron a la eliminación de algunas enfermedades endémicas que antes habían asolado a la población. El establecimiento de zonas fabriles, en diversas ciudades, permitió que la población, para su manutención, no dependiera exclusivamente de las actividades agrarias a que antes se dedicaba.
Estrechamente ligado al crecimiento demográfico, se dio el crecimiento de las ciudades del Occidente europeo y de la Unión Americana. El desplazamiento de la población rural se debió a que, como resultado de la mecanización del trabajo del campo, disminuyó continuamente el empleo de la mano de obra agrícola: en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XIX, aproximadamente un tercio de la población anteriormente dedicada a la agricultura se había retirado del campo. En Alemania, hacia 1840, había sólo dos ciudades de más de 100 mil habitantes, en tanto que a principios del siglo XX eran ya 48. En Estados Unidos, aunque el porcentaje de población campesina que emigró a las ciudades fue menor, hacia 1915 un 40% de norteamericanos vivían en áreas urbanas.
El resultado del movimiento poblacional - el 80 % de la población inglesa de principios de este siglo se empleaba en la industria- originó la creación del proletariado que vendía su fuerza de trabajo, con lo que se convirtió en mano de obra asalariada en el nuevo sistema industrial. Esta nueva clase no quedó exenta de los peligros de la pérdida del empleo, de un tipo de vida atropellado y de grandes carencias, sin olvidar que sus hogares quedaron ubicados en los barrios bajos de las ciudades.
El proceso también ocasionó la
aparición de una burguesía industrial, compuesta por los propietarios de
fábricas, minas, ferrocarriles y otro tipo de transportes que, compartiendo sus
privilegios con la burguesía comercial ya existente, se constituyó en la clase
dirigente de la sociedad. Con el tiempo, un sector de la burguesía comenzó a
dedicarse en forma más absorbente a las actividades financieras, es decir, a la
banca; sus miembros se interesaron en realizar operaciones agiotistas y
reorganizar los negocios ya existentes, con propósitos monopólicos; de esta
forma se convirtieron en la llamada "gran burguesía".
La intensa explotación y los grandes abusos perpetrados a los trabajadores concentrados en las ciudades infundieron en la clase obrera sentimientos de solidaridad que generaron movimientos sociales como los siguientes:
Luddismo. Movimiento de inconformidad que, entre los años 1811 y 1816, impulsó a los trabajadores a la destrucción de los bastidores y telares mecánicos. El movimiento luddista se originó por el temor de los trabajadores a ser desplazados por las máquinas, temor infundado, ya que si bien una máquina hacía el trabajo de varios hombres, también es cierto que la expansión de los mercados mundiales exigía una mayor producción.
Cartismo. También en Inglaterra, durante la primera mitad del siglo XIX, se desarrolló un nuevo conflicto social entre el proletariado y la burguesía industrial en contra de los grandes terratenientes. El desempleo era ya un problema, por lo que los obreros iniciaron una serie de rebeliones en las que solicitaban, al Parlamento inglés, dictara reformas políticas, mediante las cuales los representantes de los obreros pudieran ocupar diputaciones en la Cámara de los Comunes. Las peticiones se hacían al Parlamento en forma de cartas, por lo que el movimiento tomó el nombre de Cartismo.
Socialismo utópico. Las lamentables condiciones de vida de los trabajadores, que laboraban jornadas de 12 a 18 horas por día, y la utilización de mano de obra infantil y femenil, a cambio de salarios miserables, provocaron la aparición de las doctrinas socialistas, por las que se afirmaba que para resolver los problemas del proletariado era necesario acabar con el individualismo. Los primeros representantes de estas doctrinas fueron: el inglés Roberto Owen (1771-1858), rico industrial que mejoró por iniciativa propia las condiciones de vida de los trabajadores de sus propias fábricas; el francés Enrique de Saint-Simon (17601825), quien sostenía que los problemas de la clase obrera se solucionarían explotando racionalmente las riquezas del mundo, por lo que debía ponerse al frente de los gobiernos a los hombres de ciencia; Francisco Fourier (1772-1837), compatriota del anterior, quien sostenía que la cuestión social podía solucionarse por medio de la asociación; propuso la creación de "falansterios", comunidades integradas por 1800 personas, que vivirían en un edificio común, el "falansterio". Las ideas de estos hombres no lograron aplicación práctica, por lo que recibieron el nombre de socialistas utópicos o filántropos.
Socialismo científico. El interés por las condiciones de vida del proletariado comenzó a desarrollarse a mediados del siglo XIX, con un nuevo tipo de socialismo, más práctico y sistemático que el utópico, cuyos principales representantes fueron los alemanes Carlos Marx (1818-1883) y Federico Engels (1820-1895), quienes sostuvieron que el conflicto entre capitalistas y proletarios es una etapa de la lucha de clases, desarrollada a lo largo de toda la historia de la humanidad. Estos dos alemanes, creadores de la doctrina que posteriormente se llamaría marxista, proponían la revolución social, pues entendían que la explotación de las clases sociales desposeídas era un mal al que había que enfrentarse en forma unida y solidaria.
Socialismo cristiano. La Iglesia Católica opuso a la teoría de la revolución social del marxismo la evolución social basada en el cristianismo, proponiendo algunas reformas sociales, a partir de la realidad existente y buscando su perfeccionamiento gradual. El Papa León XIII consagró esta doctrina en la encíclica Rerum novarum, publicada en 1891.
La solidaridad proletaria permitió que a fines del siglo XIX, los trabajadores obtuvieran el derecho de huelga, y las organizaciones obreras empezaran a ejercer influencia sobre la política económica y social de los gobiernos.