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Sugestión y ensayos a la ciega

 

Cuando sólo la “ceguera” permite ver

Ernesto Altshuler

Orbe, año V, No. 38, febrero del 2004

 

No quisiera revelar la identidad de cierto conocido de origen europeo que, muchos años atrás, hizo la siguiente confesión. Transcurría la segunda guerra mundial y, en su calidad de ingeniero, se le encomendó la tarea de realizar mediciones para determinar posibles fuentes de agua subterránea en la región. El primer día salió al campo con su equipamiento de prospección para comenzar el trabajo, pero todo parece indicar que el insistente silbido de los tiros a diestra y siniestra  lo persuadieron de la conveniencia de utilizar una estrategia menos arriesgada. Simplemente, decidió inventar las mediciones: entregó a sus superiores un detallado conjunto de valores de parámetros geofísicos totalmente salidos de su cabeza. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que, tras ser procesadas sus “mediciones”, se perforó en el lugar que los cálculos indicaban y...¡el agua brotó!. O bien habían tenido mucha suerte...o la región asignada era extremadamente rica en aguas subterráneas.

 

Anécdotas como ésta indican claramente lo escabroso que se torna evaluar científicamente la efectividad de una tecnología. Aún más difícil es evaluar la veracidad ó no de las innumerables afirmaciones que encontramos en la vida diaria sobre “capacidades” ó “poderes” que dicen poseer ciertas personas, ó, incluso, que se dice poseen ciertos objetos inanimados. Y no estoy hablando sólo del simple engaño (como el de la anécdota introductoria), sino de casos en los que existe la creencia honesta en tales poderes. Uno de los más ancestrales es, justamente, la supuesta capacidad de detectar agua subterránea u objetos metálicos con el simple uso de una vara de madera.

 

Considerando la enorme capacidad de sugestión y de auto-sugestión que posee el ser humano (¡consciente ó inconscientemente!), creo firmemente que la única forma válida de evaluar científicamente muchas de estas afirmaciones, es utilizando el llamado “ensayo doble-ciego”.  Muy simplificada-mente, este ensayo consiste en que ni las personas que “adivinan” ni las que “evalúan” saben, a priori,  cuál es la “respuesta correcta”. Sólo así se evita que la subjetividad de “adivinadores” y “evaluadores” distorsionen la medición ó la interpretación de los datos experimentales. Pero pongamos un ejemplo concreto, como el experimento que realizó en 1997 el investigador R. Hyman para comprobar las habilidades de cierto sujeto que aseguraba ser capaz de localizar agua subterránea u objetos metálicos escondidos usando tan sólo una vara de madera. Un grupo de colaboradores colocó 100 cubos plásticos boca-abajo, entre los cuales 10 (o sea, el 10%) tenían un objeto metálico en su interior. Para que el ensayo fuera realmente “doble ciego”, ni el adivinador ni el que lo hacía pasar al recinto donde estaban los cubos sabían en qué cubos se encontraban los objetos. Entonces, se  invitaba al adivinador a detectar un cubo que contuviera un objeto metálico. Si lo detectaba, el acompañante anotaba un éxito y, si no, anotaba un fracaso.  Nuevamente, el equipo de colaboradores cambiaba la posición de los objetos metálicos dentro de los cubos sin que el adivinador y el acompañante estuvieran presentes, y se procedía a repetir el experimento.  El proceso se repetía muchas veces. El sentido común (y la teoría de las probabilidades) indica que, si aproximadamente el 10% de los intentos era exitoso, entonces la localización había sido puramente casual, y no había tenido que ver con ningún “poder especial”. Para demostrar que la capacidad de detección era real, se debía lograr bastante más de un 10% de éxitos. Lamentablemente, el resultado del experimento de Hyman fue el siguiente: el adivinador se paseaba una y ora vez con su vara a lo largo de la fila de cubos, diciendo que “no conseguía una señal fuerte”. De hecho, nunca logró encontrar ni un solo objeto metálico. Como en ensayos anteriores del mismo tipo, el adivinador se encontraba genuinamente turbado por su fracaso –evidentemente no estaba tratando de engañar conscientemente a nadie. En verdad, hubiera sido fabuloso que existieran realmente personas capaces de detectar objetos metálicos con una tecnología tan primitiva como un palo: ¡cuántas vidas se hubieran salvado de las traicioneras minas terrestres plantadas en países pobres, cuánto se habría ahorrado en el sofisticado equipamiento científico que se utiliza para detectar yacimientos minerales metálicos, ó en simples detectores de metales en los aeropuertos de todo el mundo!.

 

Los ensayos doble-ciego son también utilizados, por algunas entidades médicas y farmacéuticas, para comprobar la efectividad de tratamientos o de medicamentos.  Aquí el método puede consistir, por ejemplo, en fabricar píldoras reales y píldoras “de mentira” de igual apariencia y sabor que las reales (éstas últimas conocidas por “placebos”), y administrarlas a pacientes sin que éstos (ni las personas que se las administran) sepan si están tomando la real ó la ficticia. Luego, terceras personas estudian la evolución de los síntomas de la enfermedad en todos los pacientes, y deciden, mediante cuidadosos estudios estadísticos, si la mejoría o no de la enfermedades está realmente asociadas a las píldoras “reales”, ó están provocadas por efectos subjetivos. La posible mejoría ó sensación de mejoría asociada (en nuestro caso) al uso de píldoras falsas, se conoce como “efecto placebo”. En mi opinión, si bien el uso del “efecto placebo” con fines terapéuticos pudiera ser conveniente desde cierto punto de vista, también puede constituir un arma letal. Imagínese, por ejemplo, el caso hipotético en que un paciente logre mejorar su dolor de cabeza durante cierto tiempo debido a los efectos de auto-sugestión provocados por la administración de una píldora “de mentira” que “le va a resolver todos los problemas”. Meses después, el dolor de cabeza es tan fuerte que no se puede controlar mediante la píldora placebo. El paciente se somete a una tomografía, y se detecta que la causa del dolor era un tumor cerebral. Desgraciadamente, en el momento de la tomografía éste ha crecido tanto, que ya es inoperable: aquí, la ciencia ha llegado demasiado tarde para salvar al paciente.

 

Desde luego, algunos efectos curativos pueden ser especialmente difíciles de poner a prueba utilizando ensayos doble-ciegos. Imagínese el caso hipotético de que alguien afirme que se pueden sacar las espinas clavadas en los dedos colocando sobre ellas un octaedro de papier-maché orientado hacia Jerusalem durante tres horas.  En mi opinión, para comprobar la veracidad o no de ésta propuesta, se debería hacer un ensayo doble ciego que implicaría montar un experimento muy complejo, como el siguiente. Primero, se les clavan espinas idénticas, a la misma profundidad, en las mismas condiciones de asepsia, en el dedo índice de la mano derecha, a 100 pacientes de parámetros de salud lo más similares posibles. Se fabrica una pared con otros tantos orificios de tal suerte que, cuando los pacientes meten los brazos a través de ellos, no puedan ver sus manos. Entonces, un equipo de colaboradores independientes, del otro lado de la pared, coloca octaedros sobre el 50% de los dedos índices, seleccionados aleatoriamente, sin que los pacientes sepan a quién se le aplicó el octaedro. Tres horas más tarde, los pacientes sacan sus brazos de los orificios, y un equipo de médicos totalmente aislado de las personas que habían colocado los octaedros, examina los dedos, para ver en cuáles quedan espinas, y en cuáles no.  Finalmente, un equipo independiente compara la lista de los médicos con la lista de a quiénes se les colocaron los octaedros, y realizan un estudio estadístico que finalmente indica si existe una relación causa-efecto científicamente confiable entre la aplicación del “tratamiento” octaédrico, y la eliminación de las espinas. Como ser humano lleno de prejuicios, confieso que me complacería consignar aquí, descarnadamente, mi opinión sobre el resultado que arrojaría un estudio como éste, si se aplicara a muchas creencias sobre poderes curativos y otros. Pero como científico, debo controlar mis impulsos humanos: esperaré a que personas competentes efectúen los ensayos doble-ciego que creo exige el método científico en cada caso.

En él, y sólo en él, mi fe es ciega.