Del tiempo y los relojes

Osvaldo de Melo

 

Es curioso notar, cuán difícil se vuelve a veces dar definiciones precisas aun cuando se trate de los conceptos más habituales. El tiempo es uno de esos conceptos. Siempre me ha causado mucha gracia, aquella definición medio en broma y medio en serio de un galardonado con el premio nobel de física, Richard Feynman, que luego de varios intentos infructuosos de definir el tiempo, terminó enunciando esta definición inútil: “el tiempo es aquello que pasa aun cuando no pase más nada”.

Sin embargo, aunque una definición precisa sea difícil de conseguir, la medición exacta del tiempo ha sido desde tiempos remotos un gran empeño del hombre.  La necesidad de medir el tiempo provenía, en la antigüedad, de escoger el momento oportuno para las cosechas. Las primeras nociones de tiempo estuvieron relacionadas con los movimientos periódicos de los astros; de ese modo se definieron el día y el año. Ya las grandes civilizaciones de la américa prehispana habían construido calendarios, reconocían el año con sus 365 días, y también tenían subdivisiones similares a los meses de hoy, a las semanas y a los días. Por cierto, con respecto al famoso calendario maya se han tejido risibles mitos con relación al fin del mundo en el 2012, cosa que ni predijeron los mayas, ni tiene justificación desde ningún punto de vista. Pero eso es otro tema…

El día y el año, si bien eran buenas unidades para definir el tiempo de las cosechas, resultaban demasiado imprecisos para medir procesos que duraran poco tiempo. Entonces comenzaron a utilizarse relojes solares, que se basaban en la posición de la sombra de una varilla que se iba desplazando según pasaba el día. ¡Claro que tenían el defecto de no funcionar de noche! Para resolver ese problema, los antiguos inventaron otros medios de medir el tiempo por las noches. Uno de ellos fue la clepsidra, que era un recipiente lleno de agua con un orificio pequeño debajo, que comunicaba con otro donde poco a poco se iba vaciando el líquido. Tenía marcas que permitían determinar los lapsos de tiempo. También se utilizaba el reloj de arena, que tenía un funcionamiento similar al de la clepsidra, pero usando arena en vez de agua.

Un gran avance lo realizó Galileo Galilei en el siglo XVI, cuando descubrió lo que hoy se conoce como el isocronismo del péndulo. Dicen que observaba el vaivén de las lámparas de una iglesia (o también, dependiendo de la pulcritud del lugar, el de las arañas colgadas de sus hilos) cuando se dio cuenta que tanto las oscilaciones de gran amplitud como las de pequeña amplitud demoraban lo mismo. Llegó a esa conclusión utilizando como instrumento de medida su propio pulso. Poco después descubrió que el tiempo de una oscilación dependía de la longitud del péndulo y por tanto se podía modificar variando esta longitud. Aunque Galileo no llegó a construir él mismo un reloj de péndulo, sus investigaciones dieron lugar a que años después el físico holandés Christiaan Huygens, construyera los primeros de estos relojes que resultaron los más precisos por mucho tiempo. Él además cambió el péndulo por la “cuerda”, utilizando una varilla elástica enrollada en espiral y esto permitió disminuir el tamaño del reloj.

Aparecieron los elegantes relojes de bolsillo y luego los relojes de pulsera. Primero eran mecánicos, utilizando la espiral enrollada, pero luego con los avances de la electrónica, se construyeron los relojes que se guiaban por las oscilaciones periódicas de un cristal de cuarzo que tenía una frecuencia muy precisa. ¡Ya no hacía falta dar cuerda al reloj!, bastaba con colocarle una batería que alimentara el oscilador de cuarzo. Sobrevinieron los relojes digitales donde la aguja no se mueve continuamente, sino paso a paso, o simplemente presentan la hora en una pantalla de cristal líquido.

El segundo es la unidad fundamental en que se mide el tiempo, no solo en el sistema internacional de unidades que es el más difundido, sino también en otros sistemas. Para uniformar los segundos de todos los países, se definía el “segundo patrón” hasta 1967 como la magnitud que resultaba de dividir el día por 86 400. Como no todos los días son exactamente iguales, por razones astronómicas, para hacer la división se tomaba el día solar promedio en un determinado periodo.

Hoy tenemos una definición mucho más precisa porque existe un tipo de reloj que ni atrasa ni adelanta más de un segundo en 30 000 años. Se trata del así llamado reloj atómico. Este reloj basa su funcionamiento también en un fenómeno periódico, de una oscilación. Pero es una oscilación muy estable de los átomos. El reloj que se utiliza para definir el tiempo actualmente es de átomos de Cesio. Basado en la existencia de este reloj, en 1967 se definió el segundo como la duración de 9.192.631.770 vibraciones de los átomos de Cesio.

Pudiera uno preguntarse: ¿para qué sirve tal precisión? Pues si que es necesaria, no solo por razones metrológicas de uniformización de las unidades, sino también por necesidades de aplicaciones prácticas particularmente del sistema de posicionamiento global (GPS, del inglés Global Positioning System). Este sistema provee la posibilidad de determinar las coordenadas sobre la superficie de la tierra del lugar donde se encuentre el receptor con una tremenda precisión. Y el lector se preguntará: ¿que tiene que ver el tiempo en esto?. Es que el sistema GPS parece hacer honor a ese maestro de las letras y apasionado del tiempo que fue el argentino Jorge Luis Borges cuando dijo: “…el espacio se mide por el tiempo”.

Efectivamente para medir la posición del receptor lo que se hace es medir el tiempo que demora en llegar a él una señal transmitida desde un satélite. Luego, multiplicando ese tiempo por la velocidad de la señal (que es igual a la de la velocidad de la luz y se conoce con mucha exactitud) se determina la distancia del receptor al satélite. Como la velocidad de la luz es inmensamente grande, el tiempo que demora la señal en recorrer la distancia desde el satélite al receptor es pequeñísimo y se necesita gran precisión para medirlo. Para ello, los satélites cuentan con un exacto reloj atómico. Haciendo esta operación con varios satélites se puede calcular la posición del detector y al mismo tiempo sincronizar el receptor con el reloj atómico del satélite.

Las nuevas investigaciones sobre la medición del tiempo se mantienen en la cuerda de mejorar los relojes atómicos. El más preciso actualmente, no atrasa ni adelanta un segundo en 3 700 millones de años y se encuentra en el Instituto Nacional de Normas y Tecnología en los Estados Unidos. También las investigaciones recientes tienden a disminuir el tamaño y el consumo eléctrico de estos relojes. Hablan de convertirlos en productos de consumo; ¿un reloj atómico de pulsera funcionando con pilas? En fin, que parece que los avances en la medición del tiempo nos van a seguir asombrando, y que los relojes seguirán evolucionando.

Orbe, Año XII, No. 44, 2011

 

 

 

 

 

 

 

¿Cómo funciona un reloj atómico?

Un reloj atómico posee una cavidad en la que el elemento central (normalmente el isótopo cesio 133) se calienta para liberar sus átomos, que poseen cargas eléctricas variables. Pasan a través de un tubo de vacío donde existe un campo magnético que los filtra, dejando pasar solo a los átomos que poseen el estado energético correcto.
 


Reloj atómico de la NASA

Los átomos seleccionados (de baja energía) pasan más tarde a través de un campo de microondas concentrado, producido por un transmisor que es controlado por un oscilador de cristal de cuarzo configurado para vibrar a 9.192.631.770 hertz (ciclos por segundo). La frecuencia del campo de microondas no es siempre exacta y oscila con respecto a la vibración requerida, pero esta variación es siempre mínima y en algún punto de cada ciclo se consigue siempre alcanzar la frecuencia correcta.

Un átomo cambia a un estado de alta energía sólo si pasa a través del campo de microondas en el momento en que se alcanza la frecuencia correcta. Estos átomos, que han variado su estado energético, son más tarde detectados y controlados por un dispositivo que se encuentra al final del tubo de vacío.

En ese momento, otro campo magnético ordena y filtra los átomos para identificar a los que tienen el estado energético correcto. Si el conteo de estos átomos no alcanza el nivel de un umbral establecido, eso significa que el oscilador de cristal no está funcionando correctamente por lo que se le ajusta para que transmita a la frecuencia correcta.

En un dispositivo aparte, se convierte luego la frecuencia de oscilación a pulsos de exactamente un segundo cada uno.

La incertidumbre del primer reloj atómico de la historia era de un segundo cada 300 años. Los actuales se adelantan o retrasan un segundo cada 10.000 años.

Tomado de la WEB (N. del E.)