Publicado en Orbe, 2009

 

 

 

 

Al límite de lo inalámbrico:

la electricidad sin cables

O. de Melo

 

 

 

Stefan Zweig, el célebre escritor austriaco la incluyó como uno de los 14 momentos estelares de la humanidad que cuenta en su famoso libro: la unión cablegráfica entre Europa y América. Cuenta el autor el extraordinario esfuerzo y la voluntad que requirió sumergir el primer cable trasatlántico desde Irlanda hasta Terranova a mediados del siglo XIX. De un buen tiempo a esta parte, sin embargo, se han estado eliminando los cables.

Todo empezó con la radio y las primeras tecnologías inalámbricas con las que se comenzó a enviar casi todo tipo de información a través del éter. Este de éter es por cierto un término que proviene de cuando no se sabía que las ondas electromagnéticas a diferencia de las olas del mar viajan sin necesidad de que alguna sustancia las transporte. Ahora ya se sabe que el éter no es nada y que no hace falta su existencia, pero ha quedado la frase “a través del éter” como una manera de llamar a lo que ahora de manera moderna conocemos como comunicación inalámbrica o también telecomunicación. Viene a ser una comunicación a través de la nada, o mas científicamente hablando a través del campo electromagnético.  Pues decía que empezaron a transmitirse primero el radio y luego la televisión; en ellos el sonido y la imagen venían por el aire y eran captados por las antenas.

Después se han sucedido las comunicaciones satelitales, los teléfonos móviles, el mando a distancia del televisor, el bluetooth, el infrarrojo, el wifi, o sea toda una avalancha de sistemas diferentes cuyo punto en común es uno: no necesitan cables. Todos ellos son medios de enviar información, o sea de enviar una señal o una secuencia más o menos compleja de señales. Todavía coexisten con los cables de cobre y sobre todo con las llamadas fibras ópticas que aún mantienen grandes ventajas en cuanto a rapidez, por ejemplo, de las comunicaciones. De hecho la historia de Stefan Zweig sobre los cables submarinos se repite ahora con las fibras ópticas submarinas que tejen toda una red en el fondo de los mares.

Hasta ahora todas las aplicaciones inalámbricas conocidas tienen otro punto en común, que transportan poca potencia. O al decir de los ingenieros eléctricos, que “no transportan potencia”. Esto se traduce en que las comunicaciones inalámbricas que se conocen hoy llevan sólo información con poquísima energía. Lo que se conoce como potencia, o sea lo que mueve un motor o enciende una luz intensa, se sigue enviando por cables.

¡Que ventaja tan grande representaría poder enviar la potencia también a través de la nada! Imagínense nada más que no hubiera que gastar en cableado de cobre, que no hiciera falta los tomacorrientes, ni las tuberías eléctricas dentro de las casas. Que simplemente colocáramos nuestro efecto electrodoméstico en cualquier lugar, sin conectarlo a nada, y ¡zas!, la energía le llegara por el aire. Que las calles no tuvieran red eléctrica, ni aérea ni soterrada, que no se necesitaran las baterías, que los teléfonos y las cámaras se recargaran sin tener que conectarlos a nada.

Resulta que esto que parece ciencia ficción es una idea casi tan vieja como la propia electricidad. Fue un famoso científico serbio, Nicola Tesla, uno de los pioneros del estudio y desarrollo de la electricidad y el magnetismo quien propuso, tan temprano como a fines del siglo XIX, un sistema para enviar energía eléctrica a todas partes desde una torre, ¡inalámbricamente! Dicen que su proyecto comenzó a realizarse, y no sabemos si por resultar impráctico o simplemente porque el patrocinador se dio cuenta de que sería complicado en aquella época cobrar un servicio ofrecido de esta manera, fue interrumpido.

Pues resulta que recientemente, unos físicos del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), idearon un sistema inalámbrico para enviar potencia. El sistema se basa, como todas las comunicaciones inalámbricas, en uno de los conceptos más importantes de la física: la resonancia. De manera simplificada este concepto tiene que ver con el hecho de que los sistemas eléctricos o mecánicos tienen una frecuencia propia o característica de oscilación. Es fácil comprobar tal cosa al observar el movimiento de un columpio, y verificar que el tiempo que demora un vaivén completo es siempre el mismo, no importa mucho si lo impulsamos más o menos. Si quisiéramos modificar ese tiempo tendríamos que cambiar el columpio, por ejemplo hacerlo más largo o más corto. Ocurre también que un sistema oscilante termina por detenerse con el tiempo si no se le repone la energía que va perdiendo a medida que se mueve. Por eso es que siempre vemos a los padres detrás de los columpios de los niños, meciéndolos. Los padres, saben por experiencia que para entregar energía al columpio eficientemente, no deben hacer un gran esfuerzo, sino dar ligeros empujoncitos con la misma frecuencia del movimiento del columpio. Están aplicando intuitivamente el concepto de resonancia: para entregar energía eficientemente a un sistema que oscila como el columpio, hay que hacerlo con una frecuencia igual a la frecuencia característica del sistema.

Estos físicos del MIT construyeron un aparato que encendía una bombilla luminosa de 60 Watts sin conectarla directamente a ningún cable, sino remotamente desde unas bobinas de alambre separadas dos metros de la bombilla. Claro que un inconveniente peligroso nos puede venir a la mente: si en vez de la bombilla soy yo el que me coloco en su posición, ¿no será que me voy a “achicharrar”? Pues no, y ahí es donde entra el concepto de la resonancia; la frecuencia de la radiación es tal que sólo da energía eficientemente a la bombilla, siendo indiferente para los demás objetos, incluyendo a las personas.

Parece que estas pruebas son el comienzo de algo todavía incipiente y prematuro, y aunque seguramente seguiremos con las espigas y los tomacorrientes todavía durante mucho tiempo,  vale la pena seguirle la pista a estos trabajos que pueden en el futuro revolucionar muy beneficiosamente la forma en que recibimos la energía eléctrica.