En el Pais de las Maravillas

 

EL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA ha publicado cuatro libros del eminente físico George Gamow, en su colección Breviarios. Se trata de obras que han sido reeditadas varias veces debido a su agradable lectura y a su ancha aceptación entre estudiantes y público en general. Esta doble virtud se debe a que el doctor Gamow ofrece en sus libros una sugestiva serie de relatos que tienen el propósito de encaminar al lector, profano de las ciencias o curioso por naturaleza, por diversos temas y ramificaciones de la física.

Mucho del éxito que tienen los textos de Gamow se debe a su personaje, el señor Tompkins, un hombre simpático y aventurero que se embarca en exploraciones raras y bizarras: recorre los paisajes de la teoría de la relatividad y se interna en los bosques de la teoría cuántica. Tompkins se vuelve una suerte de maestro entrañable, al mismo tiempo que uno de los mejores guías para adentrarnos en el mundo de la ciencia.

FONDO 2000 presenta aquí una selección de En el país de las maravillas. Relatividad y cuantos, donde Gamow, a través de los sueños de Tompkins, nos pasea por el campo de las nociones fundamentales de la física, como el espacio, la gravitación, la materia y la energía. Estas páginas nos confirman la claridad de sus exposiciones, y su estilo, aun con un toque humorístico, no lo aleja del rigor científico.

George Gamow nació en Odessa, Ucrania, el 4 de marzo de 1904, con el nombre de Georgy Antonovich Gamow. Estudió en la ciudad de Leningrado, que hoy se llama de nuevo San Petersburgo; en 1924 se trasladó a Gotinga y, posteriormente, estuvo en el Instituto de Física Teórica de Copenhague. En 1934 emigró a los Estados Unidos. Allí fue primero profesor de la Universidad George Washington, en Washington, D. C., y en 1956 pasó a ocupar la cátedra de física en la Universidad de Colorado, en Boulder. Gamow perteneció a las más prestigiosas academias científicas del mundo; sus teorías contribuyeron de manera significativa al proceso del conocimiento y reconocimiento del DNA, y a la consolidación de las teorías del big bang, aquellas que sugieren que el Universo se formó gracias a una megaexplosión ocurrida hace billones de años. Sin embargo, Gamow fue mejor conocido por sus libros de intención didáctica dirigidos a los legos en temas científicos, y en particular por su serie de libros en donde inventó al señor Tompkins. George Gamow murió el 19 de agosto de 1968 en Boulder, Colorado.

 

 

Prólogo

Desde la infancia nos acostumbramos al mundo que nos rodea, percibido a través de nuestros cinco sentidos; es en esta etapa del desarrollo mental cuando se constituyen los conceptos fundamentales de espacio, tiempo y movimiento. La mente no tarda en aferrarse a estas nociones, hasta tal punto que más tarde llegamos a creer que nuestra imagen del mundo externo, basada en ellas, es la única posible; imaginar la menor transformación nos resulta demasiado paradójico. Pese a todo esto el desarrollo de métodos físicos exactos de observación y el ahondamiento en el análisis de las relaciones observadas han conducido a la ciencia moderna a la conclusión de que este fundamento "clásico" fracasa al ser aplicado a la descripción detallada de los fenómenos generalmente inaccesibles a la experiencia cotidiana. Lo cual exige, para la descripción correcta y coherente de nuestros nuevos y precisos experimentos, introducir ciertas modificaciones en los conceptos fundamentales de espacio, tiempo y movimiento.

En el campo de la experiencia ordinaria, sin embargo, las desviaciones introducidas por la física moderna en las nociones tradicionales son insignificantes. Nada impide, por otra parte, imaginar mundos sometidos a las mismas leyes que el nuestro, pero con diferentes valores numéricos en las constantes físicas que determinan los límites de la aplicabilidad de los antiguos conceptos: de esta manera, las ideas correctas de espacio, tiempo y movimiento, que la nueva ciencia alcanza solamente tras investigaciones tan largas como complejas, se volverían patrimonio común, hasta el grado de que cualquier salvaje en semejantes mundos estaría, sin duda, bien familiarizado con los principios de la relatividad y la teoría cuántica, los que incluso aplicaría a sus necesidades más inmediatas o a la caza, por ejemplo.

El héroe de las historias siguientes va a parar, en sueños, a varios mundos de este tipo, en los cuales los fenómenos que suelen escapar a nuestros sentidos aparecen tan exagerados que resultan fácilmente observables, como los demás acontecimientos de la vida cotidiana. Confiamos en que las extraordinarias experiencias del señor Tompkins en estos mundos ayudarán al lector a formarse un cuadro claro del trasfondo oculto del mundo físico que nos rodea.

Como Apéndice a estas historias se incluyen tres de las conferencias* del profesor acerca de la relatividad y la teoría cuántica, dirigidas al oyente ordinario. La asistencia a esas conferencias indujo en el señor Tompkins los sueños que vamos a relatar. En estas conferencias, cualquier lector —con cierta idea de los elementos de la física clásica— encontrará un análisis de los hechos e ideas que han introducido modificaciones revolucionarias en los conceptos físicos, e igualmente la explicación de los numerosos acontecimientos inesperados que salen al paso a nuestro héroe.

Es un placer para el autor expresar aquí su agradecimiento al doctor C.P. Snow, quien publicó por primera vez estos sueños en la revista Discovery y a la Cambridge University Press por la excelente edición de esta obra.

G. GAMOW

 Universidad George Washington

 Marzo, 1939

 

 

Primer sueño:

Un universo de juguete 1

  El señor Tompkins, modesto empleado de un gran banco de la ciudad, estaba muy cansado. Su jornada, dedicada totalmente a sumar las columnas interminables de las cuentas bancarias, lo había sumido en un completo embotamiento. Indudablemente, necesitaba distraerse un poco. Cogió un diario de la tarde y buscó la página de espectáculos. Pero no se sintió atraído por ninguna película. Detestaba todas esas historias de Hollywood, llenas de innumerables romances entre los artistas de moda. ¡Con que hubiera una sola película de verdaderas aventuras, con algo extraordinario, o incluso fantástico! Pero no había nada de eso. Su mirada se posó sin querer en un anuncio pequeño, en la esquina de la página. La universidad local anunciaba una serie de conferencias sobre los problemas de la física moderna; la de aquella tarde versaría sobre el espacio, el tiempo y la cosmología. ¡Ya era algo! Recordó vagamente haber leído en su juventud un libro que describía las aventuras de un astrónomo, a bordo de una nave cohete que cruzaba el espacio interestelar y que le servía para visitar diversos planetas y hasta algunas estrellas lejanas. Iría a la conferencia; bien podría ser eso lo que necesitaba.

Cuando llegó al gran auditorio de la universidad, ya había empezado la conferencia. El local estaba lleno de estudiantes, jóvenes en su mayoría, que escuchaban atentamente al caballero alto, de barba blanca, que estaba junto a la pizarra. Precisamente en el momento en que el señor Tompkins entró, el profesor estaba escribiendo una fórmula matemática de aspecto escalofriante, que rezaba más o menos así:

Rmn -1/2 g mn R= XT mn

Como los conocimientos matemáticos del señor Tompkins se limitaban a las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética (de las cuales le bastaban dos para su trabajo en el banco), el sentido de aquella fórmula extraña quedó oculto para él. Sentía una vaga esperanza de que, después de cubrir la pizarra con fórmulas todavía más complicadas que la primera, el profesor orientaría su plática hacía cuestiones más accesibles y acabaría por describir la imagen que se hacía del universo.

No fue así, sin embargo; y el señor Tompkins no pudo sacar nada en limpio, de no ser la frase tantas veces repetida: "Vivimos en un espacio curvo, cerrado sobre sí mismo y, además, en expansión". No es que semejante expresión le resultase mucho más comprensible que el resto de la conferencia, pero al menos lo impresionó profundamente. Mientras volvía a su casa trató de concebir un espacio curvo, sin que se le ocurrieran más que cosas parecidas al parachoques de un Ford antiguo... No, nunca debió asistir a la conferencia; las cumbres de la ciencia no eran para él. En este estado de depresión mental, se desnudó y se echó las mantas sobre la cabeza.

El señor Tompkins despertó con la extraña sensación de yacer sobre algo duro. Abrió los ojos y su primera impresión fue que estaba tendido sobre una gran roca junto al mar. No tardó en descubrir que era ciertamente una roca, de unos nueve metros de diámetro, pero suspendida en el espacio sin soporte visible alguno. A trechos crecía musgo y por las grietas asomaban unos pocos matorrales. Alrededor, el espacio estaba iluminado por una luz incierta y había mucho polvo por todas partes; nunca había visto tanto, ni siquiera en las películas que representaban tormentas de arena en el desierto. Se ató el pañuelo delante de la nariz y sintió considerable alivio. Pero no faltaban a su alrededor cosas más peligrosas que el polvo. A cada momento revoloteaban cerca de su roca piedras tan grandes o más que una cabeza; algunas se estrellaban con un ruido extraño y sordo. Advirtió también un par de rocas, en todo similares a la suya, que flotaban en el espacio a cierta distancia. Mientras el señor Tompkins reconocía así los alrededores, se aferraba desesperadamente a las escasas salientes de la piedra, temiendo sin cesar precipitarse en las simas polvorientas que se vislumbraban abajo. Pronto cobró valor y se decidió a deslizarse hasta el filo de la roca, para ver si efectivamente no tenía nada que la sustentase. Al irse arrastrando, advirtió con gran sorpresa que no corría el menor peligro de caer, porque su propio peso lo comprimía contra la superficie de la roca, pese a que ya había recorrido más de un cuadrante de su circunferencia. Se asomó por detrás de un montón de piedras sueltas en el polo opuesto a aquel en que despertara, pero no descubrió nada que sostuviese la roca en el espacio. Distinguió con gran asombro, sin embargo, la silueta de un hombre alto, de larga barba blanca, que estaba de pie pero de cabeza (tal parecía) y tomaba notas en un librito. Reconoció al profesor a cuya conferencia había asistido aquella tarde.

El señor Tompkins empezó a comprender. Recordó haber aprendido en la escuela que la Tierra es una enorme mole esférica que gira libremente alrededor del Sol, a través del espacio. Recordó también una ilustración en que se representaba un par de antípodas, en puntos diametralmente opuestos del planeta. Sin duda, esta roca era un minúsculo cuerpo celeste que todo lo atraía hacía su superficie y contaba con él y el anciano profesor por toda población. Estos razonamientos lo consolaron un poco. ¡Al menos no había peligro de caer!

—¡Buenos días! —dijo el señor Tompkins, para llamar la atención del anciano, sumido en sus cálculos. El profesor alzó los ojos de su libro de notas.

—Aquí no hay días —dijo— ni sol. Ni siquiera una estrella luminosa. Afortunadamente, los cuerpos exhiben algún proceso químico en su superficie. De no ser así, me resultaría imposible observar la expansión de este espacio. Dicho esto, volvió a su libro.

El señor Tompkins se sintió muy infeliz. ¡Que la única persona del universo entero fuera tan insociable! De pronto, uno de los meteoritos pequeños vino en su ayuda: con un crujido arrebató el libro de notas de manos del profesor y lo lanzó al espacio en veloz carrera, que lo alejaba cada vez más del diminuto planeta.

—Ya no podrá recuperarlo —exclamó el señor Tompkins, mientras el libro iba desapareciendo en la lejanía.

—Todo lo contrario —replicó el profesor—. Ya ve usted que el espacio que nos rodea no es de extensión infinita. Sí, sí; bien sé que a usted le enseñaron en la escuela que el espacio es infinito y que dos paralelas jamás se encuentran, Sin embargo, todo eso es tan falso en el espacio que habita el resto de la humanidad como en éste. El primero, ni qué decir tiene, es enorme; los sabios le atribuyen una extensión de más de 15 000 000 000 000 000 000 000 kilómetros, lo cual para una mentalidad ordinaria coincide ciertamente con el infinito. Si hubiera perdido allí mi libro, tendría que esperar un tiempo increíblemente largo para que volviera. Pero aquí la situación es muy distinta. Lo último que alcancé a apuntar es que el diámetro de este espacio asciende apenas a unos ocho kilómetros, si bien está en rápida expansión. Cuento con recuperar el libro de notas antes de media hora.

—¿Es que, según usted, el cuaderno va a comportarse como el bumerang de un australiano, es decir, seguirá una trayectoria curva para caer a sus pies? —se aventuró a decir el señor Tompkins.

—De ninguna manera —fue la respuesta—. Para comprender lo que realmente sucede, piense en un griego antiguo, quien no sabía que la Tierra es esférica. Supongamos que ordenase a alguien marchar indefinidamente hacia el norte, en línea recta. Imagínese su asombro al ver volver al viajero por el sur. Nuestro griego no sabría lo que es dar la vuelta al mundo (a la Tierra, quiero decir en este caso) y opinaría que el trayecto del viajero no había sido recto sino curvo. En realidad el recorrido se hizo a lo largo de la línea más recta que puede trazarse sobre la superficie terrestre, pero dio la vuelta al planeta y retornó al punto de partida por la dirección opuesta. Lo mismo le pasará a mi libro, a no ser que tropiece con alguna piedra y se desvíe de su trayectoria rectilínea. Tome estos prismáticos y vea si puede distinguirlo todavía.

El señor Tompkins miró por los prismáticos y, aunque el polvo hacía bastante confuso el panorama, alcanzó a distinguir el libro de notas del profesor viajando por el espacio muy, muy lejos. Le sorprendió mucho la coloración rosada de todos los objetos lejanos, y del propio libro.

—¡El libro está volviendo! —exclamó al poco rato—. Cada vez lo veo mayor.

—No —dijo el profesor—. Sigue alejándose. Si usted lo ve más grande, como si estuviera de vuelta, es en virtud de un efecto de enfoque peculiar del espacio esférico cerrado sobre los rayos luminosos. Volvamos al antiguo griego. Si se pudiera hacer que los rayos de luz marcharan siempre al ras de la superficie terrestre (por refracción en la atmósfera, digamos), el griego podría, usando unos prismáticos muy poderosos, seguir al viajero durante toda su jornada. Si mira usted un globo terráqueo, advertirá que las líneas más rectas posibles en su superficie, los meridianos, empiezan por alejarse entre sí, partiendo del polo, pero una vez cruzado el ecuador, convergen hacia el polo opuesto. Si los rayos luminosos viajaran por los meridianos y usted se situase, por ejemplo, en uno de los polos, vería al viajero cada vez más pequeño, conforme se alejara, hasta que alcanzase el ecuador. Desde ese momento sus dimensiones irían aumentando y a usted le parecería que se acercaba, si bien andando de espaldas. Cuando el viajero llegase al polo opuesto, lo vería usted tan grande como si lo tuviera al lado, mas no podría tocarlo, como no puede tocarse la imagen que produce un espejo esférico. Gracias a esta analogía bidimensional, puede usted imaginarse lo que sucede con los rayos luminosos en el espacio tridimensional misteriosamente curvado. Me parece que la imagen del libro debe estar ya bien cerca de nosotros.

Efectivamente, el señor Tompkins dejó los prismáticos y vio el libro a pocos metros. Pero ¡qué extraño era su aspecto! Sus contornos no eran definidos, sino un tanto desleídos, y las fórmulas escritas en sus páginas por el profesor eran apenas reconocibles. El libro entero recordaba una fotografía fuera de foco y a medio revelar.

—Como puede usted ver —dijo el profesor —, se trata únicamente de la imagen del libro, profundamente deformada por la luz, que ha tenido que recorrer la mitad del universo. Para convencerse del todo no tiene más que observar cómo se transparentan a través de sus páginas las piedras que están detrás del libro.

El señor Tompkins trató de cogerlo, pero su mano pasó a través de la imagen sin encontrar resistencia.

—El libro verdadero —explicó el profesor— se encuentra ahora muy cerca del polo opuesto del universo, y desde aquí puede usted ver dos imágenes de él. Precisamente le está usted dando la espalda a la segunda. Cuando se superpongan ambas, el libro pasará exactamente por el polo opuesto.

El señor Tompkins no atendía; estaba demasiado embebido tratando de recordar cómo se forman las imágenes de los objetos en los espejos cóncavos y en las lentes, según la óptica elemental. Cuando dejó el asunto por la paz, las dos imágenes se alejaban en direcciones opuestas.

—Pero ¿qué es lo que curva el espacio y produce todos estos efectos tan divertidos? —preguntó al profesor.

—La presencia de materia ponderable —fue la respuesta—. Cuando Newton descubrió la ley de la gravedad, creyó que se trataba de una fuerza ordinaria más, del mismo tipo, por ejemplo, que la producida por una cinta elástica tendida entre dos cuerpos. Pero queda en pie, sin embargo, el hecho misterioso de que todos los cuerpos, independientemente de su peso y dimensiones, reciben la misma aceleración y se mueven todos de idéntica manera bajo la acción de la gravedad, con tal que se elimine la fricción del aire, desde luego. Einstein fue el primero en demostrar claramente que el efecto primario de la materia ponderable es una curvatura del espacio y que las trayectorias de todos los cuerpos que se mueven en campos gravitatorios son curvas por la simple razón de que el propio espacio tiene una curvatura. Pero me parece que será demasiado difícil para usted entender todo esto, sin saber suficientes matemáticas.

—Así es —concedió el señor Tompkins—. Pero, dígame, si no hubiera materia, ¿tendría validez entonces la geometría que nos enseñaron en la escuela, y las paralelas no se juntarían nunca?

—Nunca, efectivamente —respondió el profesor—. Pero tampoco habría criaturas materiales para comprobarlo.

—Pues bien, a lo mejor Euclides jamás existió y pudo así construir la geometría del espacio absolutamente vacío.

Pero el profesor no mostró el menor interés por entrar en esta discusión metafísica.

Mientras tanto, la imagen del libro volvió a alejarse en la dirección original, y ahora volvía por segunda vez. Era todavía más defectuosa que antes y apenas podía reconocerse, lo cual, según el profesor, se debía a que los rayos luminosos habían dado ahora la vuelta al universo entero.

—Si se vuelve usted —advirtió al señor Tompkins— verá por fin volver a mi libro, cerrada ya su jornada en torno del universo.

Extendió la mano, tomó el libro y se lo guardó en el bolsillo.

—Como usted ve —dijo entonces—, hay tanto polvo y piedras en este universo, que es casi imposible distinguir claramente los alrededores. Esas sombras informes son probablemente imágenes de los objetos que nos rodean y de nosotros mismos. Pero están tan deformadas por el polvo y las irregularidades de la curvatura espacial, que no puedo siquiera decirle qué es qué.

—¿Se produce el mismo efecto en el gran universo en que estábamos acostumbrados a vivir?

—Preguntó el señor Tompkins.

—Naturalmente —fue la respuesta—. Pero aquel universo es tan grande que la luz necesita miles de millones de años para darle la vuelta. Para verse cortar el pelo en la coronilla, sin espejo, tendría usted que esperar miles de millones de años después de haber ido a la peluquería. Aunque, ni qué decir tiene, el polvo interestelar confundiría enteramente la imagen. Por este camino, un astrónomo inglés llegó cierta vez a la conclusión de que algunas de las estrellas que vemos ahora en el cielo no son sino imágenes de otras que existieron hace mucho tiempo. Pero era una broma.

Fatigado de esforzarse por entender todas estas explicaciones, el señor Tompkins miró a su alrededor y quedó muy sorprendido al advertir que el aspecto del cielo había cambiado profundamente. Al parecer había menos polvo, de modo que se quitó el pañuelo que le cubría la cara. Las piedras menores eran mucho más raras, y chocaban contra la roca con violencia mucho menor. Por otra parte, las rocas grandes, comparables con la que ocupaban y que distinguió desde el primer momento, se habían alejado tanto que apenas resultaban visibles.

—Bueno, la vida se va haciendo más cómoda —pensó el señor Tompkins— Temí constantemente que una de esas piedras voladoras me alcanzasen. —Y volviéndose hacia el profesor. —¿Puede usted explicar estos cambios en los alrededores?

—Con toda facilidad. Nuestro pequeño universo se expande rápidamente y en el tiempo que llevamos aquí sus dimensiones han crecido desde cinco hasta ciento sesenta kilómetros, aproximadamente. Desde que llegué advertí la expansión por el enrojecimiento de los objetos distantes.

—Efectivamente; yo también he notado que todo adquiere un tinte rosado cuando se halla a gran distancia —dijo el señor Tompkins—. ¿Acaso es un síntoma de expansión?

—¿Ha notado usted alguna vez que el silbato de un tren que se acerca produce un sonido muy agudo, pero que, una vez que el tren ha pasado, el tono desciende notablemente? —explicó el profesor—. Es el llamado efecto Doppler: la relación entre la altura del sonido y la velocidad de la fuente. Cuando el espacio entero está en expansión, todos los objetos comprendidos en él se alejan del observador con velocidad proporcional a la distancia que los separa. De aquí que la luz emitida por esos objetos se enrojezca, lo cual en óptica corresponde a una menor "altura". Cuanto más alejado está un objeto, tanto más de prisa retrocede y más rojo nos parece. En nuestro bueno y viejo universo, que también está en expansión, este enrojecimiento, o desplazamiento hacia el rojo, como solemos llamarlo, permite a los astrónomos determinar aproximadamente las distancias de los cúmulos estelares muy remotos. Uno de los más cercanos, la nebulosa de Andrómeda, muestra un enrojecimiento del 0.05%, lo cual corresponde a la distancia recorrida por la luz en ochocientos mil años. Pero hay también nebulosas, en los límites del alcance actual de nuestros telescopios, que exhiben enrojecimientos próximos al 15%, correspondientes a distancias de varios centenares de millones de años luz. Es de suponerse que tales nebulosas se encuentran cerca del punto medio del ecuador del gran universo, de modo que el volumen total de espacio accesible a los astrónomos terrestres representa una fracción considerable del volumen total del universo. El ritmo actual de expansión es más o menos del 0.00000001% anual, lo cual demuestra que, cada segundo, el radio del universo recibe un incremento de dieciséis millones de kilómetros. El pequeño universo en que ahora nos hallamos crece en comparación mucho más rápidamente, pues sus dimensiones aumentan en alrededor de 1% por minuto.

—¿Nunca cesará esta expansión? —interrogó el señor Tompkins.

—Claro que sí. Y entonces empezará la contracción. Todos los universos oscilan entre radios máximos y mínimos. El periodo del universo grande es bastante largo, de unos cuantos miles de millones de años; pero este universo pequeño tiene un periodo de apenas dos horas. Observamos, si no me equivoco, el estado de máxima expansión. ¿No nota el frío que hace?

En efecto, la radiación térmica encerrada en aquel universo, distribuida ahora en un volumen muy grande, calentaba apenas el pequeño planeta, y la temperatura se acercaba a la del hielo.

—Tenemos la suerte —indicó el profesor— de que desde un principio hubo la radiación suficiente para mantener cierta temperatura, incluso en este grado de expansión. De no ser así, el frío bien podría llegar hasta el extremo de que el aire que rodea nuestra roca se licuara y muriéramos congelados. Pero ya se ha iniciado la contracción y pronto hará calor otra vez.

El señor Tompkins miró al cielo y vio que todos los objetos mudaban de color, del rosa al violeta, fenómeno que explicaba el profesor suponiendo que ahora todos los cuerpos estelares se movían hacia ellos. Recordó asimismo la analogía que el profesor trazara, en relación con el tono agudo del silbato de un tren que se acerca, y se estremeció de espanto.

—Si ahora todo se contrae —preguntó angustiado al profesor— ¿no debemos esperar que, bien pronto, todas las rocas de este universo se junten y nos trituren?

—Exactamente —contestó el profesor con la mayor tranquilidad—. Pero supongo que antes la temperatura se elevará tanto que seremos disociados en átomos separados. Es una imagen en miniatura del fin del universo grande: todo se convertirá en una esfera uniforme de gas caliente. Con la nueva expansión empezará otra vez la vida.

—¡Dios mío! —murmuró el señor Tompkins—. En el universo grande contamos, usted lo ha dicho, con miles de millones de años antes que llegue el fin, pero aquí todo marcha demasiado velozmente para mí. Empiezo a tener calor, aunque estoy en pijama.

—Más vale que no se lo quite —aconsejó el profesor— porque de nada le serviría. Sencillamente, acuéstese y observe mientras pueda.

El señor Tompkins no respondió; el aire caliente resultaba insoportable. El polvo, muy denso ahora, se acumulaba a su alrededor y le pareció rodar por un lecho blando y cálido. Hizo un movimiento para liberarse y sintió el aire fresco en una mano.

—¿Es que he abierto un agujero en este universo inhospitalario? —fue su primer pensamiento. Iba a hacer esta pregunta al profesor, pero ya no lo encontró por ningún lado. En su lugar distinguió, a la media luz del amanecer, los perfiles familiares de su alcoba. Estaba en la cama, envuelto apretadamente en una manta de lana, y había logrado sacar fuera una mano.

Con la nueva expansión empieza otra vez la vida —pensó, recordando las palabras del viejo profesor—. ¡Menos mal que estamos todavía en expansión!

Y fue a tomar su baño matinal.

1 El universo descrito a continuación corresponde a una velocidad de la luz diez millones de veces menor y a una constante gravitatoria un billón de veces mayor que en nuestro universo. El radio de tal universo, en su grado máximo de expansión, es de unos 160 kilómetros, y la correspondiente densidad del polvo, de algo más de 100 gramos por kilometro cúbico. El periodo de pulsación de dicho universo es de cosa de dos horas, la densidad de las rocas es la misma que en la Tierra.

 

 

 Tercer sueño:

Velocidad máxima 1

  Al señor Tompkins le gustaban sus sueños; por eso esperaba ansiosamente la conferencia de la semana siguiente, que le daría material para sus aventuras nocturnas. Quedó muy desilusionado, pues, al averiguar que la plática sobre la teoría cuántica había sido la última, y que no se dictarían más en el resto del año. Algo se consoló, sin embargo, cuando logró agenciarse un manuscrito de la primera, a la que había podido asistir.

Aquella mañana, el vestíbulo del banco estaba casi vacío, de modo que el señor Tompkins, oculto tras su ventanilla, abrió el apretado manuscrito y trató de avanzar por la maraña impenetrable de fórmulas y complicadas figuras geométricas con las que el profesor intentaba explicar a sus discípulos la teoría de la relatividad. Pero sólo pudo comprender el hecho clave en torno al cual giraba la conferencia entera, a saber: que existe una velocidad máxima, la de la luz, que ningún cuerpo material puede rebasar y que de ello se desprenden consecuencias de lo más inesperadas y extraordinarias. Se afirmaba, sin embargo, que, como la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, los efectos relativistas son casi imposibles de discernir en la vida ordinaria. Pero lo más difícil de entender era la naturaleza de tan extraños efectos, y el señor Tompkins tuvo la impresión de que todo aquello contradecía al sentido común. Mientras trataba de imaginar la contracción de las varas de medir y el comportamiento anómalo de los relojes —efectos que eran de esperar a velocidades próximas a la de la luz—, su cabeza se fue inclinando sobre el manuscrito abierto.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró de pie en una esquina de una hermosa ciudad antigua. Sospechó estar soñando pero, para su sorpresa, no sucedía nada de particular a su alrededor: hasta el policía de la esquina opuesta tenía el aspecto que los policías suelen tener. Las manecillas del gran reloj de la torre que estaba al final de la calle señalaban casi mediodía y todo estaba desierto. Sólo un ciclista bajaba lentamente por la calle y, conforme se acercaba, los ojos del señor Tompkins se fueron abriendo desmesuradamente de asombro. Porque tanto la bicicleta como el joven que iba montado en ella aparecían increíblemente aplanados en la dirección del movimiento, como vistos con una lente cilíndrica. El reloj dio las doce y el ciclista, con prisa innegable, empezó a pedalear con más fuerza. Al señor Tompkins no le pareció que ganase mucho en velocidad pero, como premio a aquel esfuerzo, el ciclista se aplanó más todavía y pasó de largo. Parecía exactamente una figura recortada en cartón. El señor Tompkins se sintió de repente muy orgulloso, pues comprendía lo que le pasaba al ciclista: se trataba simplemente de la contracción de los cuerpos en movimiento, cuya descripción acababa de leer.

—Indudablemente, el límite natural de velocidades es inferior en esta región —concluyo—, y por eso aquel policía muestra un aire tan aburrido: no tiene que cuidarse de que nadie corra demasiado.

En efecto, en ese momento pasaba un taxi por la calle y, pese al estrépito que hacía, no avanzaba mucho más velozmente que el ciclista: no pasaba de arrastrarse. El señor Tompkins decidió alcanzar al ciclista, que parecía buena persona, para pedirle más detalles. Cerciorándose de que el policía miraba en otra dirección, se encaramó a una bicicleta que estaba arrimada a la acera y salió dándole a los pedales calle abajo.

Confiaba en aplanarse de inmediato, lo cual le satisfacía mucho, pues su gordura incipiente lo había preocupado en los últimos tiempos. De ahí su sorpresa al advertir que nada le sucedía ni a la bicicleta ni a él. Pero, por otra parte, el cuadro que lo rodeaba cambió completamente. Las calles se acortaron, los escaparates se convirtieron en rendijas angostas y el policía de la esquina resultó el hombre más delgado que había visto en su vida.

—¡Caramba! —exclamó excitado—. ¡Ya veo el truco! Aquí es donde encaja la palabra "relatividad". Todo lo que se mueve en relación a mí, me parece más corto, sin importar quién pedalee.

Era buen ciclista y hacía todo lo posible por alcanzar al joven. Pero no le resultaba nada fácil sacar partido de aquella bicicleta. Ya podía acelerar la rapidez con que pedaleaba: su velocidad casi no aumentaba. Las piernas empezaban a dolerle, pero al pasar junto al farol que había en una esquina vio que no iba mucho más de prisa que al principio. Parecía que todos sus esfuerzos por correr eran inútiles. Comprendió ahora, perfectamente, por qué el ciclista y el coche que acababa de encontrar iban tan despacio, y recordó las palabras del profesor, que decían que era imposible superar la velocidad límite de la luz. Con todo, se dio cuenta de que las manzanas de casas se acortaban algo más, y el ciclista que iba delante de él parecía más próximo. Después de dar un par de vueltas lo alcanzó al fin, y cuando empezó a marchar a su lado lo llenó de asombro ver que era un joven de lo más normal, con aire de deportista.

—¡Ah! —Pensó—. Esto se debe a que ahora no nos movemos en relación uno del otro.

Y, dirigiéndose al joven, le preguntó:

—¡Perdone, señor! ¿No le resulta engorroso vivir en una ciudad con un límite de velocidad tan bajo?

—¿Límite de velocidad? —preguntó el otro, sorprendido—. Aquí no hay ningún límite de velocidad. Voy adonde quiero, tan de prisa cómo me place. ¡Podría hacerlo, mejor dicho, si tuviera una motocicleta en vez de este artefacto viejo, que no sirve para nada!

—Pues iba usted bien despacio cuando pasó junto a mí hace un momento. Me di perfecta cuenta.

—¿Ah, sí? ¿De modo que se dio perfecta cuenta?, —replicó el joven, evidentemente ofendido—. Lo que parece que no ha notado es que hemos pasado cinco calles desde que usted me dirigió la palabra. ¿No le parece velocidad suficiente?

—Es que las calles se acortan —arguyó el señor Tompkins.

—¿Y qué diferencia hay entre decir que vamos más de prisa o que las calles se acortan? Tengo que pasar diez calles para llegar al correo, y si muevo más rápidamente los pedales, las manzanas se acortan y llego antes. Mire usted, ya estamos —dijo el joven, apeándose de la bicicleta.

El señor Tompkins miró el reloj del correo, que señalaba las doce y media.

—¡Pues bien! —exclamó triunfante—. ¡Sea como quiera, le llevó a usted medía hora recorrer esas diez cuadras! Cuando lo vi pasar eran las doce en punto.

—¿Y usted notó esa media hora? —preguntó el otro. El señor Tompkins tuvo que reconocer que sólo le habían parecido unos cuantos minutos. Además, al consultar su reloj de pulsera vio que no marcaba más que las doce y cinco.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Es que el reloj del correo adelanta?

—Naturalmente. O el suyo atrasa: como que viene usted de correr un buen trecho. ¿Qué es, pues, lo que le afana? ¿Es que se ha caído de la Luna? —y luego de decir estas palabras, el joven entró al correo.

Tras esta conversación, el señor Tompkins lamentó de veras no tener a su viejo amigo el profesor, para que le explicase aquellos sucesos, tan extraños para él. Evidentemente, el joven era del lugar y se había acostumbrado a semejante situación antes de aprender a andar. De modo que el señor Tompkins tuvo que resignarse a explorar por su cuenta aquel extraño mundo. Puso en hora su reloj con el del correo y, para cerciorarse de que marchaba bien, esperó diez minutos. Su reloj no atrasó. Siguió su paseo calle adelante hasta que vio una estación de ferrocarril y decidió verificar de nuevo la marcha de su reloj. Comprobó, sorprendido, que había vuelto a atrasar un poco. —Bueno —concluyó—, debe ser otro efecto relativista. Decidió entonces consultar a alguien más inteligente que el joven.

La oportunidad no tardó en presentarse. Un caballero cuarentón bajó del tren y avanzó hacia la salida. Una dama muy anciana salió a su encuentro y, con gran asombro del señor Tompkins, se dirigió a él llamándolo "abuelo querido". Era demasiado para el señor Tompkins. Con el pretexto de ayudar a llevar el equipaje, inició una conversación.

—Perdóneme si me inmiscuyo en sus asuntos familiares —empezó—, pero ¿es usted de veras el abuelo de esta encantadora anciana? Vea usted, soy extranjero, y nunca...

—Ah, ya veo —dijo el caballero, esbozando una sonrisa—. Pienso que me estará usted tomando por el judío errante o algo por el estilo. Pero la cosa no puede ser más sencilla. Mis negocios me obligan a viajar continuamente y, como paso la mayor parte de mi vida en tren, es claro que envejezco más despacio que mis parientes, que viven en la ciudad. ¡Me da tanto gusto volver y encontrar a mi querida nietecita todavía viva! Pero discúlpeme, por favor. Tengo que ayudarla a tomar un taxi.

Y escapó, dejando al señor Tompkins otra vez con sus problemas. Un par de sandwiches del restaurante de la estación fortalecieron un poco su capacidad mental. Hasta pretendió haber dado con la contradicción en el famoso principio de relatividad.

—Es claro —se dijo; mientras sorbía el café—; si todo fuese relativo, el viejo se presentaría a sus parientes como un anciano, y ellos le parecerían muy viejos a él, aunque en realidad todos fuesen bastante jóvenes. Pero lo que estoy diciendo es absurdo: ¡No hay quien tenga bigotes relativos! En vista de lo cual decidió hacer un último intento por averiguar la verdad, y se dirigió a un hombre solitario, con uniforme de ferroviario, que estaba sentado cerca.

—¿Podría hacerme el favor, señor —empezó—, el gran favor de indicarme quién es el culpable de que los pasajeros del tren envejezcan mucho más despacio que las personas que quedan en la ciudad?

—Yo soy el culpable —dijo el hombre, con gran sencillez. 

—¡Ah! —exclamó el señor Tompkins—. ¡De modo que ha descubierto usted el elixir de los alquimistas! Usted debe ser famosísimo en el mundo médico. ¿Ocupa usted una cátedra de medicina en esta ciudad?

—No, por cierto —respondió el hombre, enteramente desconcertado—. No soy sino el guardafrenos de este ferrocarril.

—¡El guardafrenos! ¡El guardafrenos ha dicho...! —clamó el señor Tompkins, sintiéndose tambalear—. ¿Quiere decir que usted se limita a poner los frenos cuando el tren llega a la estación?

—Eso es justamente lo que hago: y cada vez que el tren reduce su velocidad, los pasajeros ganan edad en relación con el resto de la gente. Ni qué decir tiene —añadió modestamente— que el maquinista que acelera el tren tiene también algo que ver en el asunto.

—¿Y eso qué tiene que ver con el conservarse joven? —preguntó el señor Tompkins, muy sorprendido.

—Verá usted —dijo el guardafrenos—. Yo no sé exactamente lo que pasa, pero así es. Una vez se lo pregunté a un profesor de la universidad que viajaba en el tren, pero se embarcó en una explicación incomprensible y muy larga, y acabó diciéndome que es lo mismo que los "desplazamientos hacia el rojo", creo que eso dijo, del sol. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de esos desplazamientos hacia el rojo?

—No... —dijo el señor Tompkins, con cierto aire de duda. El guardafrenos se alejó, meneando la cabeza. Un camarero grandulón, de aspecto sombrío, se acercó a la mesa con una cuenta en la mano, y el señor Tompkins empezó a buscar dinero en sus bolsillos. Como no encontró nada, preguntó al oscuro personaje que si podía aceptar un cheque.

—No —ladró el mesero—, lo quiero en efectivo.

—Es que no tengo dinero —explicó el señor Tompkins, empezando a alarmarse.

—¡En efectivo! —grito el otro—. ¡En efectivo!... ¡Haga el favor de cambiarlo! —repitió la voz, irritada.

El señor Tompkins levantó la cabeza de la mesa. Al otro lado no estaba el siniestro camarero, sino su viejo amigo el profesor, que le tendía un cheque.

—¡Oh, me da tanto gusto verlo! —exclamó el señor Tompkins—. Precisamente quería preguntarle si se logra vivir eternamente con sólo pasarse la vida dando vueltas.

—Lo siento, pero no tengo tiempo —dijo el profesor—. ¿Quiere cambiarme este cheque? Tengo prisa en acudir a una cita.

Indudablemente, el anciano profesor era mucho menos amistoso en la vida real que en sueños. El señor Tompkins suspiró y empezó a contarle los billetes.

 1 En este relato, la velocidad de la luz es de unos 15 kilómetros por hora; las demás constantes fundamentales tienen los valores ordinarios.

 

 

Cuarto sueño:

Más incertidumbre 1

 Una mañana gris de noviembre, el señor Tompkins dormitaba en su cama cuando cayó en la cuenta de que no estaba solo en la habitación. Mirando con mayor cuidado descubrió que el profesor, su viejo amigo, estaba sentado en el sillón, embebido en el estudio de un mapa desplegado sobre sus rodillas.

—¿Viene usted? —preguntó el profesor, alzando la cabeza.

—¿A dónde? —el señor Tompkins estaba perplejo al encontrar al profesor en su habitación.

—A ver los elefantes y los demás animales de la selva cuántica. Está bien claro. El propietario del billar que visitamos me reveló hace poco el secreto de la procedencia del marfil usado para hacer sus bolas de billar. ¿Ve usted esta región que he marcado con lápiz rojo en el mapa? Parece ser que en ella todos los objetos se hallan sometidos a leyes cuánticas con una constante sumamente elevada Los indígenas creen que la región está habitada por demonios, así que me temo que nos va a resultar casi imposible conseguir un guía. Pero si va usted a acompañarme, le aconsejo que se levante cuanto antes. El barco sale dentro de una hora, y tenemos que recoger a Sir Richard.

—¿Quién es Sir Richard? —preguntó el señor Tompkins.

—¿Es que nunca ha oído hablar de él? —el profesor parecía sorprendido—. Es un famoso cazador de tigres, y se decidió a venir con nosotros en cuanto le prometí una cacería interesante.

Llegaron al muelle a tiempo de ver cómo subían al barco una porción de cajas alargadas que contenían los rifles de Sir Richard y las balas especiales, hechas de plomo extraído por el profesor de unas minas próximas a la selva cuántica. Estaba el señor Tompkins ordenando el equipaje en el camarote cuando la monótona vibración del barco indicó que había zarpado. La jornada por mar no tuvo nada de notable, y el señor Tompkins no sintió pasar el tiempo hasta que llegaron a una fascinante ciudad oriental, el paraje poblado más próximo a las misteriosas regiones cuánticas.

—Ahora —indicó el profesor— debemos comprar un elefante para nuestro viaje tierra adentro. Como me parece que ningún nativo querrá acompañarnos, tendremos que conducir nosotros mismos el elefante, y de eso, querido señor Tompkins, tendrá que encargarse usted. Yo estaré demasiado ocupado con mis observaciones científicas y Sir Richard manejará las armas de fuego.

El señor Tompkins se sintió desdichado al llegar al mercado de elefantes, en las afueras de la ciudad, y ver los enormes animales, a uno de los cuales debería conducir. Sir Richard, que entendía mucho de elefantes, escogió un animal de espléndido aspecto y preguntó el precio al propietario.

—Hrup hanweck ,o hobot hum. Hagori ho, haraham oh Hohohohi —dijo el nativo, mostrando sus dientes relucientes.

—Quiere muchísimo dinero —tradujo Sir Richard—, pero dice que es un elefante de la selva cuántica: por eso resulta ser tan caro. ¿Lo compramos?

—Desde luego —explicó el profesor—. Oí en el barco que los nativos capturan a veces elefantes provenientes de las regiones cuánticas. Son mucho mejores que los demás y, en nuestro caso, representará una indiscutible ventaja, pues el animal se sentirá a sus anchas en la selva cuántica.

El señor Tompkins examinó al elefante por los cuatro costados; era un hermoso animal corpulento, pero no se comportaba diferente de los elefantes que había visto en el zoológico. Se dirigió al profesor:

—Dice usted que es un elefante cuántico, pero no me parece distinto de los demás elefantes, ni actúa de manera divertida, como aquellas bolas de billar hechas con los colmillos de sus parientes. ¿Por qué, pues, no se dispersa en todas direcciones?

—Manifiesta usted una comprensión peculiarmente lerda —dijo el profesor—. No lo hace por la razón de que su masa es considerable. Hace tiempo le expliqué a usted que toda incertidumbre en la posición o en la velocidad depende de la masa: cuanto mayor es ésta, tanto menor resulta la incertidumbre. De ahí que las leyes cuánticas no se hayan observado, en el mundo ordinario, ni siquiera en cuerpos tan diminutos como las partículas de polvo. Se tornan importantísimas en los electrones, que son billones de veces más ligeros que un grano de polvo. Pues bien, aunque en la selva cuántica la constante cuántica es considerable, no basta, con todo, para hacer que se manifiesten efectos notables en un animal tan pesado como este elefante. La única manera de apreciar la incertidumbre en la posición del elefante cuántico es examinar de cerca sus contornos. Tal vez haya usted notado que la superficie de la piel no es del todo definida, sino que aparece algo confusa. Con el tiempo, esta incertidumbre va en lento aumento, lo cual me parece el. origen de una leyenda de los nativos, según la cual los elefantes muy viejos de la selva cuántica tienen pelo largo. Espero, sin embargo, que todos los animales de menor tamaño exhibirán efectos cuánticos notables.

—Que suerte —pensó el señor Tompkins— que no vamos a hacer la expedición a caballo, pues no habría sabido si el animal estaba entre mis rodillas o andaba detrás de cualquier cerro.

En cuanto el profesor y Sir Richard con sus fusiles hubieron trepado a la cesta qué llevaba el elefante sobre el lomo, y el señor Tompkins, en su nuevo papel de conductor, se hubo instalado en el cuello, aguijón en mano, partieron hacia la selva misteriosa.

Los lugareños les informaron de que tardarían alrededor de una hora en llegar, así que el señor Tompkins, esforzándose por guardar el equilibrio, decidió aprovechar el tiempo aprendiendo del profesor más detalles sobre los fenómenos cuánticos.

—¿Tendría usted la amabilidad de explicarme —preguntó, volviéndose hacía él— por qué los cuerpos de masa pequeña se comportan en forma tan especial y cuál es, a fin de cuentas, el significado de esa constante cuántica a la que invoca usted a cada paso?

—No es muy difícil de entender —dijo el profesor—. El comportamiento divertido que observa en todos los objetos del mundo cuántico se debe, sencillamente, a que usted los está mirando.

—¿Tan vergonzosos son? —preguntó sonriendo el señor Tompkins.

—"Vergonzosos" no es la palabra justa —fue la fría respuesta—. Lo que pasa es que, para efectuar cualquier observación de un movimiento, es inevitable perturbarlo. En realidad, para percibir algunas características de un cuerpo en movimiento es necesario que éste ejerza cierta acción sobre los sentidos o sobre el aparato empleado. En virtud de la igualdad de la acción y la reacción, debemos concluir que el instrumento de medición también ha actuado necesariamente sobre el cuerpo, que ha estropeado su movimiento, por así decirlo, introduciendo una incertidumbre tanto en su posici6n como en su velocidad.

—Estoy de acuerdo —dijo el señor Tompkins— en que si hubiera tocado la bola de billar cuántica con el dedo, habría perturbado su movimiento. Pero no pasé de mirarla. ¿También eso la trastorna?

—Por supuesto. Es imposible ver la bola en la oscuridad, pero si se enciende la luz, los rayos reflejados por la bola (que son los que la hacen visible) actúan sobre ella y "estropean" su movimiento. "Presión de la luz" llamamos a este efecto.

—Pero supongamos que utilizo aparatos sumamente delicados y sensibles. ¿No puedo lograr así que la acción de mis instrumentos sobre el cuerpo móvil se reduzca hasta lo insignificante?

—Tal era la opinión de la física clásica antes del descubrimiento del cuanto de acción. A principios del presente siglo hubo que reconocer que la acción de cualquier objeto no puede ser inferior a cierto límite, representado por la constante cuántica, la cual es designada por el símbolo h. En el mundo ordinario, el cuanto de acción es diminuto; en las unidades acostumbradas se expresa por un número con 27 ceros tras el punto decimal, de modo que sólo es importante en partículas ligerísimas, como los electrones, que, gracias a su minúscula, masa, son afectados por acciones muy pequeñas. Pero vamos rumbo a la selva cuántica, donde el cuanto de acción es enorme. Es un mundo tosco, donde son imposibles las acciones débiles. Allí, si alguien intentara acariciar a un gatito, no sentiría nada o lo desnucaría al primer cuanto de caricia.

—Todo eso esta muy bien —dijo el señor Tompkins, pensativo—, pero cuando nadie los esté mirando me imagino que los cuerpos se comportarán normalmente, quiero decir: en la forma a que nos tienen acostumbrados.

— Cuando nadie mira —dijo el profesor—, nadie puede saber lo que está pasando, de modo que su pregunta carece de sentido físico.

—¡Vaya, vaya! —exclam6 el señor Tompkins. Francamente eso me suena a filosofía.

—Llámelo así, si gusta —el profesor evidentemente se había ofendido—. En realidad es el principio fundamental de la física moderna: nunca hablar de aquello que no se puede conocer, La totalidad de la teoría física moderna se funda en este principio, que el filósofo suele pasar por alto. Por ejemplo, Kant, el famoso filósofo alemán, dedicó muchísimo tiempo a considerar las propiedades de los cuerpos, pero no tal como se nos aparecen, sino como son "en sí". Para el físico moderno sólo tienen sentido los "observables" (propiedades observables, sobre todo), y la ciencia se basa en sus relaciones mutuas. Las cosas imposibles de observar no sirven más que a la especulación ociosa: puede usted inventarlas a placer, pero jamás logrará confirmar su existencia o aplicarlas a cualquier fin. Debo añadir que...

En aquel preciso instante resonó un rugido pavoroso y el elefante dio tal respingo que el señor Tompkins estuvo a punto de caer al suelo. Una nutrida banda de tigres acosaba al elefante por todas partes. Sir Richard se echó el fusil a la cara y tiró del gatillo, apuntando precisamente entre los ojos del tigre más cercano. Inmediatamente el señor Tompkins le oyó murmurar cierta palabrota que suelen usar los cazadores: había atravesado la cabeza del tigre sin hacerle el menor daño.

—¡Siga disparando! —gritó el profesor—. ¡Reparta el fuego alrededor, sin cuidarse de hacer blancos precisos! No es más que un tigre, pero está disperso en torno a nuestro elefante. ¡Nuestra única esperanza es alzar el hamiltoniano!

El profesor cogió otro rifle y el estruendo de las descargas se mezcló con los rugidos del tigre cuántico. Al señor Tompkins le pareció que pasaba una eternidad. Finalmente, una de las balas "acertó" y, para gran sorpresa del señor Tompkins, el tigre (pues en uno se convirtió) salió por el aire con tal ímpetu que, tras describir un arco, fue a caer detrás de un palmar distante.

—¿Quién es el hamiltoniano? —preguntó el señor Tompkins cuando volvió la calma—. ¿Algún famoso cazador que trató usted de sacar de la tumba para que viniera en nuestra ayuda?

—!Oh, lo siento de veras! —explicó el profesor—. Excitado por el combate empecé a utilizar el lenguaje científico, que usted no entiende. Hamiltoniana se llama a una expresión matemática que describe la interacción cuántica entre dos cuerpos. Toma el nombre de un matemático irlandés Hamilton, quien fue el primero en aplicarla. Sólo quise decir que disparando más balas cuánticas aumentaríamos la probabilidad de interacción entre la bala y el cuerpo del tigre. En el mundo cuántico, como acaba usted de ver, por cuidado que se ponga al apuntar, es imposible contar con dar en el blanco. Como la bala se dispersa, lo más que llega a alcanzarse es cierta probabilidad finita de acertar, jamás la certidumbre. Hemos gastado aproximadamente 30 balas para lograr un verdadero blanco sobre el tigre. Lo mismo sucede en nuestro mundo de todos los días, pero en escala mucho menor. Lo que pasa es que, como ya le he explicado, en el mundo ordinario hay que investigar partículas diminutas, como los electrones, para advertir estos efectos. Tal vez sepa usted que todo átomo consta de un núcleo relativamente pesado, en torno al cual gira determinado número de electrones. En un principio se creyó que el movimiento de estos electrones en torno al núcleo era del todo análogo al de los planetas alrededor del Sol hasta que un análisis más profundo demostró que las nociones ordinarias acerca del movimiento son demasiado groseras para los sistemas de dimensiones atómicas. Las acciones que intervienen en los átomos son del mismo orden de magnitud que el cuanto elemental de acción; de ahí que el cuadro .se haga muy confuso. El movimiento de un electrón alrededor de un núcleo atómico es, en buena parte, análogo al del tigre por los alrededores de nuestro elefante: parecía estar en todas partes a la vez.

—¿Y alguien se dedica a disparar a los electrones, como nosotros al tigre?

—¡Naturalmente! El núcleo mismo emite en ocasiones cuantos de luz de elevada energía, unidades elementales de acción luminosa. Y también es posible disparar a los electrones desde el exterior, iluminando el átomo con un rayo de luz. Sucede lo mismo que con el tigre: muchos cuantos de luz atraviesan la zona ocupada por el electrón sin afectarlo en lo más mínimo, hasta que uno acaba por actuar sobre él, expulsándolo del átomo. Es imposible perturbar levemente un sistema cuántico; o no sucede nada o el cambio es decisivo.

—Igual que el gatito que no puede ser acariciado en el mundo cuántico sin perecer —concluyó el señor Tompkins.

—¡Miren, gacelas! ¡Son muchas! —exclamó Sir Richard alzando el fusil. Efectivamente, una manada de gacelas surgía entre los bambúes.

—Gacelas amaestradas —dijo el señor Tompkins para sí—. Van tan bien formadas como los soldados en un desfile. Me imagino que no se tratará de otro efecto cuántico.

El grupo de gacelas se acercaba velozmente al elefante y Sir Richard estaba ya dispuesto a disparar cuando el profesor se lo impidió.

—No desperdicie sus cartuchos —recomendó— muy poco probable hacer blanco en un animal cuando se está difractando.

—¿Qué es eso de un animal? —exclamó Sir Richard—. Por lo menos hay unas cuantas docenas.

—¡En modo alguno! Es una sola gacelita, seguramente asustada, que corre entre los bambúes. Ahora bien, la "dispersión" de los cuerpos conduce a propiedades análogas a las de la luz ordinaria, por lo cual al atravesar una serie ordenada de aberturas, como las que separan a las cañas de bambú se produce el fenómeno de la difracción, que quizá le hayan explicado en la escuela. Por eso hablamos del carácter ondulatorio de la materia.

Ni Sir Richard ni el señor Tompkins alcanzaban a explicarse el significado de la misteriosa palabra "difracción", y la conversación se interrumpió.

En su recorrido por las tierras cuánticas, los tres viajeros tropezaron con innumerables fenómenos interesantes, como los mosquitos cuánticos, dificilísimos de localizar, en virtud de su reducida masa, y también algunos monos cuánticos muy graciosos. Al fin vislumbraron lo que, según todas las apariencias, era una aldea indígena.

—No tenía noticia de que estas regiones estuviesen habitadas —dijo el profesor—. El ruido me hace sospechar que celebran una especie de festival. Escuchen el campanilleo.

sEra casi imposible discernir por separado las siluetas de los nativos que bailaban una danza salvaje alrededor de una enorme hoguera. A cada instante se alzaban sobre la turba manos morenas que sacudían campanas de todas dimensiones. Conforme se acercaban, todo, incluso las chozas y los árboles frondosos, se empezó a confundir y el tintineo de las campanillas llegó a hacerse insoportable para los oídos del señor Tompkins. Tendió la mano, agarró algo y lo tiró. El despertador dio en el vaso de agua que tenia en la mesa de noche, y un chorro de agua fría acabó de despertar al señor Tompkins. Se puso en pie de un salto y empezó a vestirse a toda prisa. Media hora después debería estar en el banco.

1 Debido indudablemente a la tercera conferencia.

 

Quinto sueño: 

El señor Tompkins sale de vacaciones

El señor Tompkins había quedado encantado con sus aventuras en la ciudad relativista, pero lamentaba de veras la ausencia del profesor, que le hubiera explicado los extraños acontecimientos que observó: los misteriosos métodos aplicados por el guardafrenos para evitar que los pasajeros envejecieran lo preocupaban particularmente. Más de una noche se metió en la cama con la esperanza de volver a aquella interesante ciudad, pero los sueños eran escasos y casi siempre desagradables; en el último, el director del banco le echaba en cara la incertidumbre que introducía en las cuentas... De modo que resolvió tomar una buena semana de vacaciones en alguna playa. Sentado en un compartimento de ferrocarril miraba por la ventanilla cómo los tejados grises de las afueras iban cediendo poco a poco su lugar a la campiña verde. Cogió un periódico al azar y trató de interesarse en el conflicto franco-italiano, pero todo era tan soso... y el vagón lo arrullaba tan dulcemente...

Cuando bajó el periódico y volvió a mirar por la ventanilla, el paisaje había cambiado considerablemente. Los postes del telégrafo estaban tan juntos que hacían el efecto de una valla, y los árboles tenían copas tan angostas que parecían cipreses italianos. Frente a él iba sentado su viejo amigo el profesor, mirando afuera con gran interés. Seguramente había entrado mientras el señor Tompkins leía el periódico.

—Estamos en el país de la relatividad —dijo el señor Tompkins—. ¿No es cierto?

—¡Caramba! —exclamó el profesor—. ¡Parece usted bien enterado! ¿Dónde averiguó esos datos?

— Es que ya he estado aquí, aunque sin poder disfrutar de su compañía.

— De modo que, por esta vez, usted va a ser mi guía —dijo el anciano.

—Me temo que no —protestó el señor Tompkins—. Vi una porción de cosas raras, pero la gente a quien interrogué no entendió mi desconcierto.

—Es bien natural —explicó el profesor—; han nacido en este mundo y consideran naturales los fenómenos que los rodean. Pero supongo que se quedarían de una pieza si llegaran al mundo en que vivimos nosotros. Les parecería de lo más extraordinario.

—Quisiera hacerle una pregunta —intervino el señor Tompkins—. Cuando estuve aquí en otra ocasión, me encontré con el guardafrenos de un tren. Pretendía que los viajeros envejecen menos que la gente de la ciudad por el solo hecho de que el tren se detiene y vuelve a partir. ¿También esto es compatible con la ciencia moderna, o es pura magia?

—Nada justifica apelar a la magia a modo de explicación. Todo eso se desprende directamente de las leyes de la física. Einstein, en su análisis de las nuevas nociones de espacio y tiempo (que, en verdad, no tienen nada de nuevas, pero fueron descubiertas hace poco), demostró que todos los procesos físicos marchan más despacio cuando modifica su velocidad el sistema en que están comprendidos. En nuestro mundo, la pequeñez de tales efectos los hace casi inobservables, pero aquí, gracias a la poca velocidad de la luz, son bien evidentes. Supongamos que en estas tierras tratara usted de escalfar un huevo y que, en vez de dejar quieta la sartén sobre el fuego, la moviera continuamente, cambiando así incesantemente su velocidad: si la operación con la sartén quieta llevara cinco minutos, el movimiento de la sartén haría que se tardara más, tal vez seis minutos, en poner el huevo a punto. De la misma manera, todos los procesos del cuerpo humano van más despacio si la persona está sentada, por ejemplo, en una mecedora, o en un tren que cambia de velocidad; en tales condiciones se vive más despacio. Pero como todos los procesos se moderan en idéntica escala los físicos prefieren decir que en un sistema en movimiento no uniforme, el tiempo fluye más despacio.

—¿Es que los científicos llegan a observar esos fenómenos en nuestro mundo?

—Los observan, aunque se necesita gran pericia. Lograr las aceleraciones necesarias representa una grave dificultad técnica, pero las condiciones de un sistema en movimiento no uniforme son análogas (más bien diría idénticas) a las producidas por un aumento considerable en la fuerza de gravedad. Habrá usted notado que dentro de un ascensor se siente uno más pesado al recibir una rápida aceleración hacia arriba y que, por el contrario, parece que se pierde peso al descender. Si el cable se rompe se nota muy bien. La explicación es que el campo gravitatorio generado por la aceleración se agrega a la gravedad de la Tierra o se resta de ella. Pues bien, el potencial gravitatorio es mucho mayor en el Sol que en la superficie terrestre, lo cual hace más lentos los procesos. Y los astrónomos los observan.

—¿Se van al Sol, acaso?

—No hace falta. Observan la luz que nos llega del Sol. Esta luz es emitida por la vibración de diversos átomos en la atmósfera solar. Si todos los procesos marchan allí más despacio, se reduce igualmente el ritmo de las vibraciones atómicas, y para apreciar la diferencia basta con comparar la luz del Sol con la producida en la Tierra. Y, dicho sea de paso —dijo el profesor, interrumpiéndose—, ¿sabe usted el nombre de la estación que estamos cruzando?

El tren pasaba por la pequeña estación de un poblado. En el andén sólo estaban el jefe de estación y un cargador de equipajes, que leía el periódico sentado en una carretilla. De pronto, el primero abrió los brazos y cayó de bruces. El señor Tompkins no oyó el ruido del disparo, perdido sin duda entre el estrépito del tren, pero el charco de sangre que empezaba a formarse alrededor del cuerpo caído no dejaba lugar a dudas. El profesor tiró inmediatamente del cordón de emergencia, y el tren se detuvo con una sacudida. Al salir del vagón vieron al mozo de estación que corría hacia su jefe mientras un policía rural entraba en escena.

—Le han partido el corazón —dijo el policía, después de examinar el cuerpo, y añadió inmediatamente agarrando al mozo por el hombro de un manotazo—: Queda usted detenido por el asesinato del jefe de la estación.

—¡Yo no lo maté! —exclamó el desdichado joven—. Estaba leyendo el periódico cuando oí el disparo. ¡Estos señores que bajan del tren seguramente lo vieron todo y testificarán mi inocencia!

— Sí —dijo el señor Tompkins—; vi con mis propios ojos cómo este hombre leía el periódico en el momento en que el jefe de la estación caía muerto. Puedo jurarlo sobre la Biblia.

—Pero usted estaba en el tren en movimiento —interrumpió el policía, adoptando un tono autoritario—. Visto desde aquí bien pudiera ser que este hombre estuviera disparando en ese preciso instante. ¿No sabe que la simultaneidad depende del sistema desde el cual se observe? Vamos, ¡andando! —añadió, volviéndose hacia el cargador de equipajes.

—Perdone usted, sargento —intervino el profesor—, pero está usted enteramente equivocado, y no creo que su ignorancia hiciera buen efecto en la comisaria. Es verdad que el concepto de simultaneidad es muy relativo en este país y que dos acontecimientos ocurridos en lugares diferentes pueden parecer simultáneos o no, según el movimiento del observador. Pero ni siquiera en esta tierra es posible observar el efecto antes de la causa. Nunca habrá usted recibido un telegrama antes de que fuera enviado ¿verdad? ¿Y se ha emborrachado alguna vez antes de abrir la botella? Me parece entender que, según usted, el movimiento del tren pudo hacer que viéramos el disparo mucho después que su efecto, de modo que, como salimos del tren en cuanto vimos caer al jefe de estación, nos quedamos sin ver disparar a este hombre. Supongo que tiene usted órdenes de no creer más que lo escrito en sus reglamentos. Consúltelos, pues, y probablemente encontrará algo pertinente.

El tono del profesor impresionó profundamente al policía, quien sacó en seguida un libro de instrucciones del bolsillo y empezó a leer lentamente. No tardó en aparecer una sonrisa avergonzada en su cara, ancha y roja.

—Aquí está —dijo—; sección 37, subsección 12, párrafo e: "Probará su coartada aquel sospechoso que pueda presentar testigos probos, de cualquier sistema en movimiento, que atestigüen que el sospechoso estaba en otro sitio en el momento del crimen o dentro de un intervalo de tiempo ± ed (siendo e el límite natural de velocidad y d la distancia al lugar del crimen)". Queda usted libre, buen hombre —dijo al joven. Y agregó, volviéndose al profesor—: Le agradezco mucho, caballero, el haberme salvado de complicaciones con mis superiores. Soy nuevo en el cuerpo de policía y todavía no estoy acostumbrado a todas estas reglas. En todo caso, debo dar parte del asesinato —y se dirigió a la cabina de teléfonos. Un minuto después le oyeron gritar:

—¡Todo está en orden! Ya han pescado al verdadero asesino cuando escapaba de la estación. ¡Gracias una vez más!

—Debo de ser muy estúpido —dijo el señor Tompkins cuando el tren se puso otra vez en movimiento—, pero ¿qué enredos son esos de la simultaneidad? ¿Es que no tiene sentido en este país?

—Lo tiene —fue la respuesta—, pero sólo hasta cierto punto; de no ser así, me habría resultado del todo imposible auxiliar al mozo de la estación. Vea usted: la existencia de un límite natural para la velocidad de cualquier cuerpo o la propagación de cualquier señal hace que la simultaneidad, en nuestro sentido ordinario, se vuelva una palabra sin sentido. Me entenderá usted mejor con un ejemplo. Imaginemos que tiene usted un amigo en una ciudad distante, con el cual se comunica por carta, y aceptemos que el tren correo es el método más rápido de comunicación. Supongamos ahora que a usted le sucede algún percance el domingo y que se entera, de paso, que lo mismo le va a suceder a su amigo. Evidentemente, la noticia que usted le enviara no llegaría antes, digamos, del miércoles. Por otra parte, si su amigo llegara a saber lo que a usted le iba a suceder, le sería imposible prevenirlo a usted después del jueves anterior al suceso. De modo que, entre el jueves y el miércoles siguiente, o sea durante seis días, el amigo estaría incapacitado para influir en el destino de usted el domingo o para enterarse de lo que le sucediera ese día. Por así decirlo, desde el punto de vista de la causalidad, se pasó seis días incomunicado de usted.

—¿Y si pongo un telegrama? —sugirió el señor Tompkins.

—Sea. Acepté que la velocidad del correo era la máxima posible, lo cual sucede aproximadamente en este país. En nuestro mundo, la máxima velocidad es la de la luz, y el radio es el medio de comunicación más rápido.

—Como usted quiera —repuso el señor Tompkins—, pero aunque la velocidad del expreso que lleva el correo fuera la máxima posible ¿en qué afecta eso a la simultaneidad? Mi amigo y yo comeríamos simultáneamente el domingo ¿no es cierto?

—No; puestas así las cosas, se trata de un enunciado carente de sentido. Ésa podría ser la opinión de un observador, pero otros, que hicieran sus observaciones desde trenes diferentes, no estarían de acuerdo y asegurarían que usted comía el domingo mientras su amigo desayunaba el viernes, o cenaba el martes, por ejemplo. Eso sí: nadie podría observar a usted y a su amigo comiendo con más de tres días de diferencia.

—Pero ¿cómo va a ser posible eso? —exclamó incrédulamente el señor Tompkins.

—De un modo muy sencillo, como debería usted haber deducido de mis conferencias. El límite máximo de velocidad permanece inalterado mientras se le observa desde diferentes sistemas en movimiento, aceptando lo cual llegamos a esta conclusión....

El señor Tompkins advirtió extraños cambios en el rostro del profesor mientras pronunciaba las últimas palabras. Su cabello gris adquirió un hermoso tono dorado; sus cejas adelgazaron de repente, hasta volverse encantadores arcos. Las pestañas crecieron, la barba acabó por desaparecer y el señor Tompkins se encontró frente a una preciosa muchacha que había subido en la última estación. Lo miraba sorprendida con oculta sonrisa. El señor Tompkins recogió a toda prisa el periódico, que había caído al suelo, y se ocultó tras él por el resto del viaje. era nuy tímido, sobre todo delante de las mujeres.

1 Las condiciones son las del tercer sueño: la velocidad de la luz es de unos 15 kilómetros por hora; las demás constantes permanecen inalteradas.

 

 

Sexto sueño:

Aventura final

Una gran sorpresa esperaba al señor Tompkins a la mañana siguiente de su llegada al balneario, cuando bajó a desayunar a la gran terraza encristalada del hotel. En una mesa de la esquina opuesta del salón distinguió al viejo profesor, acompañado de la muchacha que había encontrado en el tren. La joven relataba algo al anciano, alegremente, sin dejar de echar ojeadas hacia la mesa ocupada por el señor Tompkins.

—Me imagino lo estúpido que debí parecerle dormido en el tren —pensó el señor Tompkins, cada vez más indignado consigo mismo—. Y el profesor recordará todavía la tontería que le pregunté sobre el rejuvenecimiento, en vez de cambiarle el cheque. Pero estos detalles me servirán por lo menos para relacionarme con él y poder preguntarle una porción de cosas que sigo sin entender.

Ni aun para sí quería reconocer que no era sólo la conversación del profesor lo que le interesaba.

—Oh, sí, sí, creo recordar haberlo visto en mis conferencias —dijo el profesor mientras abandonaban el comedor—. Ésta es mi hija Maud; estudia pintura.

Es un placer conocerla, señorita Maud - dijo el señor Tompkins, pensando que aquél era el nombre más hermoso que oyera en su vida -. Espero que este paisaje le dará espléndido material para sus bosquejos.

—Ya se los mostrará alguna vez —ofreció el profesor—. Pero dígame, ¿sacó usted mucho en claro de mis conferencias?

—¡No faltaría más! Gracias a usted estoy tan familiarizado con el universo en expansión que hasta he creído vivir en él.

—Es que vive usted en él —replicó el profesor, sin entender—. Pero ¿ha comprendido usted, por ejemplo, la diferencia entre curvaturas espaciales positivas y negativas?

—Papá —interrumpió la señorita Maud, haciendo un puchero—, si otra vez vas a hablar de física me parece que saldré a trabajar un poco.

—De acuerdo, nena, márchate —dijo el profesor, hundiéndose en una poltrona—. Veo, joven, que no ha estudiado usted muchas matemáticas, pero creo que podré explicarle muy sencillamente la cuestión, tomando, para simplificar, el caso de las superficies. Imaginemos que el señor Pozo —ya sabe usted, el propietario de las estaciones de gasolina— decide averiguar si sus estaciones están distribuidas uniformemente en cierta región; Norteamérica, por ejemplo. Con este fin, da órdenes a sus oficinas centrales, situadas hacia el centro del país (tengo entendido que se considera a la ciudad de Kansas como el corazón de Norteamérica), para que sean contadas las estaciones en superficies de radios crecientes: 100, 200, 300 kilómetros, etc. Todavía recuerda que, según le enseñaron en el colegio, el área de un círculo es proporcional al cuadrado de su radio; espera, pues, que, de ser uniforme la distribución de las estaciones, el censo dará cifras que aumentarán como la serie de los cuadrados: 1, 4, 9, 16, etc. Pero al recibir los datos quedará muy sorprendido al ver que el número de estaciones crece bastante más despacio, digamos así: 1, 3.8, 8.5, 15.0, etc. - ¡Vaya una lata! - exclamará -. Mis representantes en Norteamérica no saben lo que hacen. ¿De quién es la brillante idea de concentrar las estaciones cerca de la ciudad de Kansas? - Ahora bien ¿estará en lo cierto al llegar a esa conclusión?

—¿Lo estará? —repitió el señor Tompkins, que pensaba en otra cosa.

—No —dijo el profesor gravemente—. Ha olvidado que la superficie terrestre no es plana sino esférica. Y sobre una superficie esférica, el área comprendida dentro de un radio dado aumenta más despacio con el radio que sobre una superficie plana. ¿De veras no lo ve claramente? Bueno tome un globo terráqueo y convénzase por si mismo. Si se coloca usted, por ejemplo, en el polo norte y describe a su alrededor una circunferencia con radio igual a la mitad de un meridiano, esa circunferencia será el ecuador, y el área encerrada por ella corresponderá al hemisferio norte. Duplique usted el radio de su circunferencia y abarcará toda la superficie terrestre: el área se ha duplicado con el radio, en vez de cuadruplicarse, como sucedería en un plano. ¿Está claro ahora?

—Lo está —respondió el señor Tompkins, esforzándose por prestar atención—. ¿Y se trata de una curvatura positiva o negativa?

—Se denomina curvatura positiva y, como acaba usted de ver sobre el globo, corresponde a una superficie finita con área definida. La superficie de una silla de montar tiene curvatura negativa y no positiva como la esfera.

—¿Una silla de montar?

—Sí, una silla de montar o, en la superficie terrestre, un collado entre dos montañas. Imaginémonos a un botánico que vive en una cabaña situada en un collado y se interesa por la densidad con que están distribuidos los pinos que rodean a su habitación. Si, partiendo de la cabaña, cuenta el número de pinos que crecen en superficies con radios de 100, 200 metros, etc., descubrirá que el número de árboles aumenta más de prisa que el cuadrado de la distancia o, lo que es igual: las áreas encerradas por un radio determinado sobre una superficie de esta forma son mayores que las correspondientes sobre un plano. A semejantes superficies se les atribuye curvatura negativa. Si intenta usted desplegar sobre un plano la superficie de una silla de montar, tendrá que hacerle pliegues, mientras que si se trata de hacer lo mismo con una superficie esférica, la desgarrará, de no ser elástica.

—Ya veo —dijo el señor Tompkins—. Quiere usted decir que una superficie como la de un collado es infinita, aunque curva.

—Exactamente —aprobó el profesor—. Una superficie así se prolonga hasta el infinito en todas direcciones, sin cerrarse jamás sobre sí misma. En mi ejemplo del collado entre dos montes, ni qué decir tiene, la curvatura negativa cesa en cuanto se rebasan las montañas y se pasa a la superficie terrestre ordinaria, de curvatura positiva. Pero nada impide imaginar una superficie con una curvatura negativa en cualquier punto.

—¿Y cómo aplicamos todo esto al espacio tridimensional curvo?

—Exactamente del mismo modo. Imagine que tiene objetos distribuidos uniformemente por el espacio, entiéndase: que están separados entre sí por distancias siempre iguales. Entonces no tiene más que contar cuántos quedan comprendidos hasta determinadas distancias de usted. Si el número de objetos crece con el cuadrado de la distancia, el espacio no estará curvado; si crece más o menos velozmente, el espacio tendrá curvatura negativa o positiva, respectivamente.

—O sea que los espacios de curvatura positiva encierran menos volumen con un radio dado, y los de curvatura negativa encierran más —dedujo el señor Tompkins, sorprendido.

—Así es —dijo el profesor, sonriendo—. Y ahora veo que me ha entendido usted correctamente. Para conocer el signo de la curvatura del gran universo en que vivimos, sólo tenemos que hacer censos de objetos distantes. Las grandes nebulosas, de las que tal vez tenga usted noticia, están repartidas uniformemente por el espacio y se distinguen situadas hasta distancias de varios miles de millones de años luz. Son, por lo tanto, objetos muy apropiados para investigar la curvatura del universo.

—Y de su estudio se deduce que nuestro universo es finito y cerrado sobre sí mismo —añadió el señor Tompkins, recordando su primer sueño y el extraño incidente del retorno del libro de notas del profesor.

—Verá usted —explicó el profesor, con aire reflexivo—; así se aceptaba generalmente y, de hecho, así lo creía yo cuando di mis conferencias. Pero hace algunas semanas leí un artículo en la revista Nature donde dos jóvenes físicos sugieren que se trata de una idea equivocada y que el universo es, en realidad, influido, con curvatura negativa. Y me parece que tienen razón.

—Así que habitamos una silla de montar en expansión, que jamás se contraerá para estrujarnos hasta la muerte con nuestros descendientes - exclamó el señor Tompkins con alivio -. ¡Entonces vale la pena vivir!

Se volvió para echarse un poco de agua en el vaso, pero aunque vació en él una jarra bien grande, pareció que el vaso seguía casi vacío.

—El espacio del interior de ese vaso posee probablemente una curvatura negativa muy pronunciada —indicó la voz del profesor—, de modo que encierra un volumen enorme con una pequeña superficie. Si encuentra usted un vaso con gran curvatura positiva en su interior, bastarán seguramente unas pocas gotas para colmarlo hasta los bordes. Me imagino que van a iniciarse curiosos cambios en la curvatura espacial por estos rumbos. ¡Una especie de "terremoto espacial"¡

En efecto, a sus alrededores empezaron a presentarse transformaciones de veras sorprendentes: un extremo del salón se volvió diminuto, con mobiliario y todo, mientras el extremo opuesto crecía hasta el punto de parecerle al señor Tompkins que el universo entero hallaría cabida allí. Lo asaltó de pronto un pensamiento terrible. ¿Y si un trozo de espacio en la playa, donde estaba pintando la señorita Maud, se dislocaba del resto del universo? ¡Jamás volvería a verla! Mientras se abalanzaba hacia la puerta oyó gritar detrás al profesor:

—¡Cuidado! ¡También la constante cuántica está enloqueciendo!

Al llegar a la playa la encontró muy concurrida. Millares de muchachas corrían en todas direcciones.

—¿Cómo encontrar a mi Maud entre esta muchedumbre? —pensó. Pero enseguida advirtió que todas eran idénticas a la hija del profesor y que se trataba de una broma del principio de incertidumbre. Un instante después ya había pasado la onda de constante cuántica anormalmente elevada, y la señorita Maud apareció en la playa, con mirada aterrorizada.

—¡Ah, es usted! —murmuró aliviada—.¡Me pareció que se me venía encima una multitud! Debe ser culpa del sol. Espere un minuto, mientras corro al hotel por mi sombrero.

—¡Eso sí que no! —protestó el señor Tompkins. ¡No debemos separarnos! Me temo que también la velocidad de la luz está cambiando. ¡Al volver del hotel me encontraría hecho un viejo!

—Simplezas —dijo la joven, pero deslizó su mano en la del señor Tompkins. Sin embargo, antes de que llegaran al hotel los alcanzó otra onda de incertidumbre, y tanto el señor Tompkins como la muchacha se dispersaron por toda la playa. Al mismo tiempo, un gran pliegue de espacio comenzó a deformarse desde las cercanas colinas, curvando las rocas y las casas de los pescadores de manera muy divertida. Los rayos del sol, desviados por un inmenso campo gravitatorio, desaparecieron del horizonte, y el señor Tompkins quedó hundido en las tinieblas.

Pasó un siglo hasta que una voz muy querida lo devolvió a la realidad.

—¡Ay! —decía la muchacha—; veo que mi padre acabó por dormirlo con su charla sobre física, ¿No quiere acompañarme a nadar? El agua está espléndida.

El señor Tompkins se levantó de su asiento como impulsado por un resorte.

—¡Así que sólo era un sueño! —pensaba, bajando hacia la playa—. ¿O es ahora cuando empieza?

Celebraron su boda y fueron felices.

1 En esta historia se trastornan todas las constantes.

 

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