Del raizar del vocerío al desancoro en travesía:

José Morales Saravia
por Reynaldo Jiménez

 

José Morales Saravia: Cactáceas (Ruray, Lima, 1979); Zancudas (Talleres Gráficos P.L. Villanueva, Lima, 1983).

  

En los países frecuentados, los más grandes silencios; en los países frecuentados por grillos al mediodía.

 

Saint-John Perse, Anábasis, trad. Jorge Zalamea

  

¿Levantarán las raíces nuestras veredas?

(…)

¿Qué una vereda cuando nuestros domos

domados y nuestros dominios, domingos

envisillados para que ignoremos sus pies

en lo aquende? ¿No debemos ya ocuparnos

después de preocuparnos, no nos espera

la tierra en sus sonrisas, para anuestrarla,

para el domo en lo escampado?

(…)

¿Levantarán nuestras raíces en las veredas

o veremos redar nuestros apremios?

 

Suficiente observar un cactus. Silencio en sí. Silencio craso de observar. En adunada o espiralada proporción, se presienten los jugos. (Pr)esenciales a la sed. Todas las latencias en lo que entrañan de leche cordial. La savia mana las celdillas así como el rocío las espinas en absorción. ¿Una espera extrañada o un acecho de fiera, esta observancia? La incitación al tacto se detiene para de todos modos propagarse en otra conciencia del tocar. Del ser tocado en ese unánime. Trr. Las espinas están allí para señalarlo. Dimensión de lo latente que, en ciertas floraciones, sobre todo nocturnas (cuando no ocultas a las velocidades captables por el ojo antropocéntricamente adiestrado) adquiere un repentino y ojala fulminante ritmo de apertura. La flor puede ser blanca y oler a patata cruda multiplicada, sexuada; exuda a tubérculo terrestre y, sin embargo, es contraparte o receptáculo del más embriagado(r) zumbar. Dura una noche, a lo sumo dos, y es ante el ojo incrédulo que su velocidad no es alcanzable por cualquier entendimiento. (No se mensura, no se rotura sino en ese reverso del versus.) Mucho menos aquella índole de comprensión atintente a un sentimiento de dominio, cualquiera fuese de éste su nivel. Los dominios de hecho son domos domados. Tanta domesticación implícita da nacencia al alcance de ese sabor a Siempre que otorga un poder, su sensación actuante, cualquiera fuera. Entreverándose, esta voluntad podrida de anhelo de protagonismo y autocentralidad de la plaga humana por sobre otras formas de vida, incluyendo por supuesto tanto a las externas a lo específicamente humano cuanto a las variables no occidentalizables de dentro. Estos comportamientos estancos en la afirmación solipsista del Animal Superior, por más que se los quiera universalizar, tienen señas bien particulares. (Se preguntará, y con motivos de sobra, si en contextos donde se falta, en términos de justicia, igualdad y libertad, hasta a los más elementales derechos para las propias personas desde el panóptico de los Estados con sus estatutos, ¿cómo pretender, aún, algún código de respeto sensible a  las Otras Formas de Existencia?) La intolerancia en la soberanía del promedio. A Mayor Aceptación Masiva, pareciera que Mayor Existencia (pasiva): la mensura como promedio moral y la uniformidad como «unidad social» o «vínculo» (el anudamiento rector se entrena para su vigilancia por encima de las minimizadas diferencias). La poética puede ser así una espina que se desclavara (no más por esclava en la noción de alguna clave) en la infrabsorción de su conciente acechar. Una coordenada —si poetiza, lenguagujerea— ante Lo Impositivo cual fatalidad de lo ineludible (se afirma todavía, aunque a ojos vista deshilache: cierto orden moral, la paranoia de un Logos sin jugos ni Terrestres). Intraterrestre: concepto que se podría aquilatar como corporeidad conciente, ante el avance tanático de huida dentre tanto extraterrestre y tanto (fantasma) descorporizado. El empujón referencial en Cactáceas/Zancudas se permite hasta la transparencia en trance de su juego complejo, un(a serie de) viraje(s) en caliente hacia un pensar paralelo y bien diverso al de la veracidad voraz y su rango tolerante de verosimilitudes mendaces, adhesiones al status de su incendio. Posibilidad alterna (u horizonte intra) en su meollo: pues más bien sería la »poesía« un despensar. Un serpeo a la vera de las centralidades, quizá en la excentricidad —dependiendo claro está del punto de vista— de no pertenecerse sino en la variación suspendida de un hilo de aliento remotísimo, que no surge apenas de una actitud estética programable (amable progresismo) aunque tanto en aquélla se sustente o pueda sustentar. Arcobaleno. Incrustaciones de vocales aéreas, dijes de Cactáceas/Zancudas, pero graves en un medanal montés de consonantes de amplitud ondulatoria, haciendo a la modulación de un fraseo que no se apoya en un guiño a lo anterior, al acervo o al linaje —a la corrección formal en suma— sino que se instala con precisión polivalentemente musicada, para que el cuerpo en la lectura se haga nutria de un acrecentamiento fluido de la conciencia. La conciencia —noción por cierto tan ardua que requiere aquí el apenas de su roce metonímico, más que el intentar definirla— líricamente se palpa: no jugando a las escondidas consigo misma, la meditación reposa, deslumbrada, en el lenguaje. Será rasgo de notarle a toda poesía despegada de la presunción de un Realismo (que no de un Real), en tanto tanteo orgánico de la sincronicidad (entre la denotación y la connotación, entre lo connotado y lo connotante, entre lo cantado contante y el cantante descontado y la incontable aventura de los intersticios) como un cuerpo extraño, pero por entera insignificancia, por naturaleza en sí —esa revuelta pendiente desde la logósfera panoptizada— al seno inconmovible (cruel) de la Estructura[1].

 

Tentamos las corrientes del viento,

su humor obrando sobre el mar,

la tierra y nuestros movimientos o si

nos eludía con las nubes, nos preguntamos

por él, si limpideces pueden lo visible

tal el pacae o lo lácteo deviniendo

sin perder su elipsis por las pepas, (…)

 

Opción desgranada desde la sensibilidad ante una luz emanando (propiajena), luciérnaga o tucu-tucu al fosforecer, reconsentida, la conscientia. Innegable (ir)radiación de los seres vivos. Y sobre todo aquellos irreductibles (no deductibles) a escalas antropocéntricas. Toda la intensidad reflexiva de Cactáceas/Zancudas, libro unitario pero en dos volúmenes de José Morales Saravia (Lima, 1954), depende (desde allí crece) en gran medida de esta insurgencia meditante, con abundancia meditabunda de resonancia. Este salto de aguda urgencia desde la altura de importancia antropocéntrica, devenida entonces catapulta o trampolín. Acción imaginaria en sentido diferente al del paracaídas altazoriano u otras verticales de salto al vacío, con o sin red. Salto de diagonales y a contrapelo del rumor del habla. No por exquisito hacerse cadáver, fuera del Mundo, sino por explorar a la margen, probando en la flexibilidad significante del lenguaje las posibilidades mismas de estiramiento o mutación de cualquier límite (entendiendo que todo mundo principia en un trazado separatista). Mucho más que convicción o consuelo, la poesía de Morales Saravia salta, no al vacío, sino al pleno: da de cuerpo a su materia. En este sentido su escritura presiente un destino —término que aparecerá varias veces en el libro— en la reunión circular con la tierra, el seno materno, la dimensión (ampliada como la conciencia que la percibe y en ella se apercibe) misma de la materia. De la condición. (Y aunque no sea refracción sino, insistamos, luz de la mirada la cual da de su lumbre —como quien dijese: dar la propia sed de beber— a un campo propicio al despensar, o al perderse linterna de sí, esas velas parpadeadas sobre el ala sobrante del sombrero de Vincent: ahí donde el espejo dilatara el mirar muro-contra-muro que lo traspasaba, entre testigos ya disuelto. Suelto de la alucinación de Yo y Mío Mí.) Salto —decíamos entre los organismos (entre ellos; entre las palabras y sus hiatos), como tantos otros— paradójico: la confianza compositora en Morales Saravia renuncia a su modo a pruritos teleológicos, a expectativas de fijación a nivel de la especie. Los seres que habi(li)tan sus imágenes, tal como en los fondos ornamentados de ciertas pinturas virreynales, no configuran una iconografía que dogmáticamente se repite para automatizar una doctrina, sino una precipitación confluyente de imágenes, que vinculan con una zona quizá adormecida de la experiencia, al menos cuando prevista sólo desde lo urbano (desde la Capital del capital donde se sienta cabeza). De ahí la rareza sonora de ciertos vocablos, tomados lo más lejos posible del azar en pro de una precisión, es decir un encaje entre los nombres y los matices de experiencia que, en efecto, designan. Están designando. Es una corriente de inscripciones que pasa por la porosidad de toda entrega, toda ella intento de integridad. Aun desde la herida abierta el ser aspira, si no ha sido violentado en su núcleo insumiso, a una integración de las partes separadas. Pero el ser —otro vocablo de variadísima acepción— no está aislado en su humanidad, ni siquiera El Humano resume o sintetiza, como cree o finge creer la occidentalidad universalizada, la infinidad de formas de vida (la innumerable vida en toda forma), por ende percepciones, por ende formas de ser. Formas del ser (estares) y seres dándose forma a sí y a la recíproca. La conciencia en su enigmática utilidad sensible oscila en ese mar de intensidades: ella misma krill. La fisura de una cultura exactamente ubicua, con sus taras (repertorios de su violencia, mandato ancestral), no merece el menor comentario en Cactáceas/Zancudas, y sin embargo el panóptico está allí, lama bajo las baldosas flojas como guaridas que tarde o temprano deberán ser abandonadas. El claro de la cultura es, con la mínima perspectiva, un manchón en la corteza. En cualquier caso este acercamiento hiperreal a lo viviente (¿quién podría, a esta altura de los acontecimientos, seguir separando los geminados gajos: materia y espíritu?) se ofrece eclipse recíproco entre lo orgánico y el lenguaje.

 

¿Pero cuál la travesía a la posesión de los emblemas y las mudas palabras?

 

Elocuencia para la introspección que algunos habrán leído, no sin exagerar, como «evasión de la realidad cotidiana», mientras que otros podrían encontrar, irradiando esta poesía, una pasión de concretud. Ésta justo se allana en el abandono del razonamiento linear pero no de un eje razonante; sí del legitimador por mera escala antropocéntrica, no del preguntar que pone una y otra vez en función exploratoria las pulsiones de la expresión verbal. Si se puede dialogar de alguna manera con las otras especies, y hacerlo precisamente desde la articulación sofisticada, tradicional en sentido sincrónico, de la composición poética, es que se está abriendo el juego referencial. Si hay un juego, éste puede consistir en un constante desplazamiento de las reglas. El libro-poema de Morales Saravia se asume y absorbe en ese nomadismo que no busca nuevas fundaciones civilizatorias y convenciones de utilitariedad, sino un arraigo a otra escala. Una escala horizontal: circulación de las energías verbales en tanto conexiones vibrátiles. En tanto compuertas a una experiencia de observación que, siendo tan humana como la conciencia (¿pero otorgada para qué?), por la distancia introspectiva que implica, se torna parahumana o, cuando menos, paraurbana. Se pierde urbanidad pero se gana en amplitudes: lo social no concentra, en Cactáceas/Zancudas, toda la preocupación de la conciencia, como parece ser la marca distintiva del promedio de las poéticas hoy por hoy más estimuladas, y en cambio queda exhibido en potencia como resistencia subliminal, resonancia metonímica, al interior de una puesta en crisis de cierta imago mundi. No se vea esto como alusión a una rebelión comportamental, la misma que cunde en los casos de las poéticas realistas —donde el sosías afirma un compromiso cuando suele estar suplantando a la imaginación, acusándola en velada instancia de evasión del recorte referencial. Se trata más bien de una insumisión de la voz en su porosidad y en su introspección: el sentido se reparte tanto en gránulos del tono como en incumbencias de la alusión. Ahí donde todo realismo pierde al fin consistencia admonitoria pues se deja de equiparar los límites a parámetros o, peor, a paradigmas. La intuición explora; hace colapsar la detentación de la última palabra (por eso quizá la insistencia de Morales Saravia en el matiz, gen de la transmutación. Por ejemplo: cuando la incertidumbre puebla sus nubes/ con tachonados azules desvirtuados.) La realidad enmarcada y espejeante del realismo entonces permite apreciar bajo el pelaje mimetizado el pliegue reduccionista, mientras la extrema cercanía a otras realidades (no-humanas: las que ningún humanismo ha concebido ni definirá) devuelve por entonación al lenguaje un particular sentido de realidad (conciencia) ampliada. Devendría un alegato, si no fuese por la extrema discreción que le confiere verosimilitud. Así lo humano, despojado de abstracciones —viendo en todo reduccionismo una evitación del matiz, es decir, una abstracción cuya distancia instala la descripción «objetiva» de cualquier figura—, también expresado o explorado desde el poema, no se clausura en un humanismo, sino que prosigue por vías (con)fluyentes la posibilidad de una conexión no estipulada. Códigos de lectura: códigos de barra (brava). Se nos acicatea en general con mendrugos y admoniciones, pero cierta poesía mira a lo negro de esa mirada que reniega de su pálpito por un pedazo de certeza. Reliquia fósil. La fuerza viva de las raíces no se atiene a los cedazos. La conciencia no atiende moldes, no es acumulable ni manipulable por las certezas, el poema estira sus antenas de bicho, deviene captación alterna. Acusar (recibo) no lleva a un enfrentamiento con la Estructura, sino a una palpación exploratoria, sílaba a sílaba —por supuesto— de interiorizaciones que pretenden suplantar a la conciencia y sólo instalan decretos. Tratase, empero, de que la certeza, con su sarta de presuntas seguridades, es, además de reversible, desmontable. Sólo que esto se da como desaprendizaje, rumia que es un roer el muro de las circunstancias, arbitrariedades, eventualidades. No apunta Morales Saravia a una entronización formalista de la perplejidad, sino a una constatación que se ofrece en el plano de la polivalencia, el corrimiento veraz de las detentaciones.

  

¡Esculpamos nuestro afán y temor,

demos serenidad a nuestro empeño

que hay veces que acantos nos llevan

al canto de las cosas, a sus bordes,

y devienen allí las aristas,

el inconmensurable desempeño desganado

que aguarda quién sabe qué

para su dinamismo! Menestereando,

con la memoria de nuestro lado

construimos bovina cabeza o fluir

como dragón para terminar menestereando.

 

A cuento de esta época (dragónica) y de aquella (Cactáceas en 1979 y Zancudas en 1983, ambas ediciones con escasa tirada) en que aparecieron (y en Lima). La poesía de Morales Saravia poco y nada tiene que ver con aquello que, en su día de primera publicación (y en éste), intentaba imponerse como poética del momento. Desde ya se trata de un libro (díptico) callado, y esto dicho en sentido pleno: en el de no hacer el menor ruido, no mentar la menor provocación (según la convención rupturista) dada su índole de música del pensamiento, a la vez que en el de incantación que deviene introspectiva. No está de más poner sobre aviso que es la textura de alusiones naturales donde Morales Saravia pone precisamente el acento afectivo de sus imágenes. Así como no se percibe la flor cactácea o crasa a la manera alucinatoria en el despliegue petalar de la dama de noche, por ejemplo, también blanca pero de esparcir dulcificado en un apremio, sino en forma de saque de la continuidad. El ojo no discrimina ese crecimiento radial. Sólo interrumpiendo la fijación de la mirada es posible comprobar que la flor del cactus se abre. O que el tallo del nopal se llame penca. O que la percepción amorosa de ciertas nervaduras conduzca, al momento de escribir/leer, a un desplazamiento sinérgico de las asociaciones. Sinérgico, sincrético, sincrónico: dinámica relacional entre niveles de experiencia que se dan, en el poema, mediante una integración entre la forma y la percepción que transporta o transmite. Lo sincrético en Morales Saravia se da en una superficie erosionada (como el efecto de los gases derivados de la gasolina sobre arcaicos muros de adobe) por ese suceder de hechos y nociones de los que la introspección sólo puede dar cuenta mediante una acción parabólica. Aunque esta concurrencia no culmina en una morada segura, una estipulación, sino que propende a una especie cantante; es en esta medida que esta poesía, en su sofisticación, no deja de buscar su resonancia en la voz, en el cuerpo. No en cuanto a una oralidad linear, a un efecto inmediato en la receptividad de un lector devenido escucha, o público, sino a una resonancia igualmente introspectiva: la aventura de la voz, pese a las construcciones y los discursos en torno, aún apenas ha comenzado. Es ésa su condición, no su consigna: la de sincronizar origen y destino en el presente, siempre corpóreo, que resume y asume todas las insignificancias, todas las incongruencias. Se plantea en esto una calidad de salto al pleno, antes decíamos, pues si hay una aventura pendiente es la de la insumisión a la certeza. Sucede, no sin profunda violencia —no la de su espectacularización sino la de su reconocimiento semántico al interior de la sintaxis—, aunque sólo apreciable a partir de una lectura no controladora ni estipuladora de su densa espesura de sentidos. Y éstos no son direccionables, hay que seguir la veta de la entonación que hila a las imágenes. Los dos fragmentos del símbolo son los hemisferios cerebrales que son el lado visible y el lado invisible: esto no responde a un saber discursivo —esotérico, técnico u otro— sino que participa una praxis. Nunca estará suficientemente clara (¡y distinta!) la función revulsiva —de la certeza y sus inapelabilidades— que ejerce una cierta confianza en el poder simbólico del lenguaje, las evocaciones y las imágenes verbales, el clima metafórico —más que la metáfora como recurso llano—[2] y de la capacidad (o condición) de asociación metonímica. De la mano de la destreza formal de Morales Saravia, esta galaxia climática, esta región de climas, configura la flor anímica de su escritura. Texturas cornucópicas y sin embargo una desnudez. No una eminencia de privilegio, sino la constatación de una intemperie. Desnudez por la voz: quizá porque en el poema todo se diga a punto de la imagen: búsqueda/ del raizar del vocerío con subitada envoltura/ hacia el recibir. Receptividad: la cercanía extrema con la vida vegetal (y animal entremezclándose) permite ahondar la sobrenaturaleza (noción cara a Lezama Lima) en tanto hiperrealidad (no un hiperrealismo: una «lectura de arte» según un estilo estipulado), una entrada por estratos en estados de sutileza anímica, relacional. La experiencia poética en su plural-singular, posibilidad de lo simultáneo, incluso de lo contradictorio (o, cuando menos, de los estadios no binarios de la percepción). No un animismo (su impostación): unanimidad (su intento hasta en la elipsis, hasta en el hiato inmensurable del sentido sentido). La prestancia anacrónica en cierto modo del «lenguaje culto» de Morales Saravia, involucra una práctica de escritura instada, no instalada, por la lírica. Por el deseo en sí implicado en una voluntad, aún, quisiera recalcar, de poesía lírica. Si lírica quiere decir algo todavía, obviamente no estará remitiendo al lugar común del Poeta con Mayúsculas, la corona áurea de «dones» y «mediúmnidades», pero tampoco evade encarar ese otro lugar, no menos común, del poeta con estudiadas minúsculas, supuestamente alineado con un afirmar populista, por lo general travestido de saber popular (lo cual sería, sin embargo, muy otra cosa)[3]. Poesía lírica, de todos modos, aquí explícita en cuanto no perdida o recuperada conciencia del decir que canta. Decir no sujeto, entonces, a la concepción prosaica (no prosaísta) del poema, adonde los discursos siguieran sostenidos por un andamiaje de certezas simbólicas, corrección sintáctica e imaginativa (!), unidades de espaciotiempo, prerrogativas de género y tantas otras supersticiones posiblemente modernas. A partir de la actitud correspondiente, de esta conciencia ampliada en aras de la reciprocidad, y del encanto transformador así entonado, toda flor se danza en apertura que humildemente recibe. Percibir es recibir, pero en la escritura/lectura del poema la receptividad no se atenúa, se explaya en la intuición de otras percepciones, no necesariamente comprobadas ni fácilmente demostrables. El percipiente es receptáculo; el poema es una entonación. Negadas/ enredaderas tienen los muros vidriosos/ y sus flores de polvo en lo irremediable/ del tiempo que apenas si conoce los orvallos: Lo que da el tono, las alturas del tono, sería quizá el elemento lírico una vez despojada la poesía tanto de la ornamentación innecesaria como del prejuicio formalista hacia la ornamentación (allí donde se la tacha casi como a un crimen del gusto o, lo que sería igual, de la ideología (ajena, desde ya) cuando se le desconoce, no siempre por idénticos motivos de ingenuidad o desinformación, el carácter simbólico de sus apariciones icónico-rítmicas, donde con suerte se disuelve, sin empatar ni neutralizar las partes, la oposición Concreto vs. Abstracto).

 

Erigir experiencias con los tapices posibles,

las catleyas manando su entretanto

aún desventurado e inventurero, buganvillas

negadas a la resolución en mariposas, pistilos

arrojando su magma para las islas testudas.

Sólo el viento pasea presencia entre las cañas,

quirquinchos esperan su arcilla para representarse.

Todavía la ausencia del rasgueo del mar en las orillas,

calafateo sin las llamas olivas por condena.

 

Bien cierto es que el desprecio hacia la lírica constata hoy por hoy únicamente una actitud, una postura con su consecuente riesgo de calambres. No menos cierto es que la lírica —entendiéndola como una instancia de entonación, como una acción al interior del lenguaje, partícipe indudable de la realidad— no merezca ser defendida de nada ni, en absoluto, por nadie. Nadie es la voz que trasluce en su trance por entre los estratos del despensar. Es lo alterno a los discursos, el cauce del hiato, que hace de la precisión la más intensa polivalencia. La capacidad suscitativa y connotante de la voz lírica se desmorona de un soplo apenas se le imponen función de dar razón o misión de dar sentido. Se tenuiza en su insignificancia formal, apenas se le ata a una ilación predecible a partir de formulaciones, linajes, conductas. El pensamiento alterno en Morales Saravia acontece en el orden de una revisitación, de un continuo retorno a la espesura del origen (la orilla), al magma de la impersona. Contrario a una pretensión, este poema se presenta como el realce de una concepción introspectiva del acto literario. Hablamos de una calidad de origen, no de un aposentamiento teleológico; así, de una relación con lo orgánico y no de una clave de lectura, sea escatológica, transgresora o cualquier otra. El suficiente pudor de esta escritura inusual no exime de su confianza en la gravedad afectiva. Ningún rastro de vergüenza, como sucede en la ironía de los escépticos o en el sarcasmo lastimado de los cínicos que proliferan al pie de la Letra. La voz puede cantar todavía y lo que canta vibra absorbido en sus contenidos, no volcado a su explicitación referencial o descriptiva. De ahí la valoración de su espectro sónico en tanto enclave de la experiencia que no rehúye lo intuitivo sino que lo incorpora (hablamos también de la transmutación somática por vía verbal), sin ocultarlo, poniéndolo a la vista de un impacto leve, a consideración del lector, a través de una pléyade de figuraciones suspendidas en su rumor, hecho de preguntares, exclamares y corresponderes. Aquí no falta la falla histórica; por el contrario, se reencauza en el ensarte analógico de las combinatorias.

 

¡Oh, resumen de velas, velámenes!, batir de astiles condensando historia,

el enrumbado flamenco partido del último presente que dura tanto siglo

escrito en el cielo: constelaciones expansivas, ¿hacia dónde viajan todas

las luces, cirio,

si no hay puerto ni arena que pueda ser hollada por primera vez dos veces?

 

En minutos incontables se abrió la flor-patata y el ojo no ha conseguido síntesis ni atrapado sentido. No hay cómo aplicar la limadura de la mirada, más bien ésta sabe surgir apenas merced a la flor de su arrebato. Es una meditación en última instancia en aras de un aura resinosa, bajo el caudal de arrastre de múltiples entradas a lo que, sin ambages, podríamos llamar sentimiento de presencia. Es una suerte tremebunda y tal vez ni lo sepamos. Vale saber que no nos enteramos de lo que no dejamos hacer a la intuición, ya que a un determinado nivel todo se sabe. O todo se huele. O prehuele. El olfato de la poesía es una travesía (un desancoro, dice Morales Saravia, quien polivalencia mediante alude tanto a la quita de anclajes como a la pérdida —evidentemente espiritual— de sitio en cualquier coro, corazón, color). El suceso, de habérselo con su mordisco, es evento poético en su intrascendencia. Es su concretud fuera de lo pensable fijo o creable por vías humanas lo que otorga aura al evento en sí que es, también, evento de la percepción. La extrema cercanía a la vida de los verdes también es una exploración imaginaria; la vía es imaginación pero ésta se condensa y expande a un tiempo mismo en que algo de la identidad (humana) cesa. Es con esta lid de meditaciones que alguna poesía se toca. Y este desaprendizaje de lo antropocéntrico, que las plantas, el reino vegetal, constantemente ofrecen a la avidez de tubérculo a la que se refirió otro poeta poco frecuentado, esta vez argentino, H.A. Murena, en su póstumo El águila que desaparece. No es el saber, investido de lectura botánica, sino la conmoción de un nivel de contacto no verbal, una conexión con otros reinos, con el ritmo de los ciclos y los crecimientos inherentes, los organismos vivos más acá de la conciencia. Pero en relación a ésta, el evento poético muerde la carne semántica, y la elemental, en el lenguaje: lo que se produce más acá de lo verbal alucina y alude al tamiz de la conciencia y se propaga como una introspección al seno del lenguaje buscándose en las voces.

 

Sarro, sarro en estrella marina, y no ver sarro

en naranjas pues el destemplamiento de nuestros dientes,

ni sarro en la concha de abanico pues la inconsistencia

de sus arenas; y no obstante cura la tierra sus sarros

y testimonia sus paliques con la lluvia descendiendo

las montañas hacia pueblo, cuyas plumas de arcilla

huanchacos o flamencos, o dejando escapar el recuerdo en las lúcumas truchas.

Los culantrillos y los helechos, la hierba silvestre:

todo sarro tiene afanes de cultivos y oficios a nosotros;

¡no nieguen las nubes sus palabras pues edifican

en lo interno de su fuero hacia las cosas fuera,

olvidaríamos las mucas, las comadrejas corraleras!

 

A la vez, preclaro lunar, el influjo del verano: un solo cactus es suficiente puesta entre paréntesis de cualquier residuo binario. Tampoco estamos aquí del lado de un saber asociado a la poesía, aunque fuera del orden de la compaginación simbólica y de la «traducción al logos» de ciertas capciosidades emblemáticas. Al remitirnos a la zona simbólica que Morales Saravia profundiza con soltura de explorador, y asimismo con gravedad que no es de lo inmediato, de la inmediación, de ninguna manera ancoramos allí la coraza de un capital simbólico. Son andariveles o enfoques diferentes; es menester no asociar linearmente «lírica» y «símbolo», tal como se ha instalado en las últimas décadas, sobre todo a niveles académicos de algún influjo, con conceptos perimidos cuando no aplastados por el peso específico o la fuerza bruta de los supuestos hechos reales. En otras palabras: la historia no puede excluir la microhistoria que en efecto acontece al interior de la lírica, sin riesgo de perder de vista y por ende capacidad de apreciación o análisis de aquellos eventos que están matéricamente ocurriéndole al lenguaje desde algunas escrituras. No estamos hablando de espectacularidad, sino de todo lo contrario: el plus de lo imperceptible que hace a la insumisión, precisamente, de lo que el realismo, con su óptica legitimadora, distrae de la consideración sutil. Erigir experiencias con los tapices posibles. Y este término de sutileza, sobre todo al asomarnos a una poesía como la de Morales Saravia, no debe permitirnos confundirlo con alejamiento de la reflexión ni con blandura creativa. Una poesía lírica rezuma también una actitud introspectiva. La condena a la introspección, en esta realidad de un mundo de auriculares y pantallas, es de todos modos una suerte de alegato callado: enseñanza de las mudas palabras. Algunos cactus no alucinan por su ingesta; apenas se los mira, transmiten, con su sola presencia, que es resistencia jugosa en las siempre vívidas inmediaciones de la sequedad. Todo un juego con el agua persiste detrás o junto a la enumeración de plantas, de detalles vegetales, de recorridos que son tanto del conocer como del saborear esos nombres. Al ampliarse la referencia se amplía el vocabulario y, con éste, es la experiencia la que asila abertura. Algo se relaciona con algo (alguien se miraescucha) en el emblema con la resistencia misma de la vida, y en ello asimismo liga con el suceso de la poesía: en su apuesta-presencia aun en la constante borradura, en la perpetua traza del ajuste.

 

(…) ¿Qué voluntad

asida en el apremio? Algún día poder la ruta

del gorrión a la retama o los berros volviendo

a iluminarse al regreso de alguna tarde, y no

el horizonte como el dintel de las tijeras temidas

de cruzar. ¿Habita lomas la cabuya desoladamente

para aprender las ligazones de su oficio?

 

En algunos desiertos, la referencia no deja de llegar un día u otro, prolifera unas horas esa danza irisada de las aperturas. Allí donde la aspereza da sin data el reino de la espina, la voluntad silenciosa e impersonal abre arco iris, y lo trasfunde. Algo de la esperanza humanante sería si hubiesen suficientes ojos para ver. ¿Se atisba esta esperanza? ¿Puede la poesía —bajo su actual condena al ostracismo platónico respecto de res pública, de facto ante el pacto un status— promover aún algún tipo de esperanza? ¿O San Siquiera proponerla? La intimidad con la naturaleza, hay que nombrarla, a la vez que la apelación simbólico-emblemática en Cactáceas/Zancudas, es indicio de esa esperanza, a su maniera, que se planta en tanto desafío a ciertas leyes de lo aprendido, domesticado, dividido entre afirmaciones y negaciones. Hablamos entonces de los efectos subliminales, analógicos, asociativos, que una poesía como ésta propicia. O inventa. Sacar chispas al lenguaje pero mediante una ondulación sonora montada a un interrogar (al interior de un ruego, también, por algún otro tipo de integridad que aquellas mensurables). Las chispas saltan desde debajo del asfalto: raíces que regresan y señalan conexiones aéreas, acuáticas y desde ya terrestres. La lengua es tierra que se humece al aire. Si impresiona, a manera de huellas, no de pulgares e índices sino de estados de percepción y sensación de ser, este gesto de apertura se explicita en parte paradoxa como hermetismo, aunque su condición quizá provenga más del reconocimiento de lo orgánico en la experiencia, que de una consideración legitimadora de códigos al fin y al cabo descifrables (una vez poseída la clave interpretativa). Por el contracontrario: la sola imagen —furtiva permanente— de las raíces perforando lo sólido, lo constituido en fingimiento de una incesante continuidad, es sufialiciente para suponer que al menos quepa esperanza para alguna poesía. Para su práctica, quisiera decir, en tanto intervención sensible. Que no es sobre o acerca de lo real, sino desde, entre, con y —cerca, tanto que se pronuncia en— aunque pueda acusárseme, en tal sobresalto, de resabido romanticismo, para lo real (para transformarlo en lo simbólico que sería, después de  todo,  una 

de las tantas formas de transformarlo) En efecto detiénese el cursor dirigible y resurge, emerge, eclosiona, brota la otra zona que estaba aquí. Nada más simple y más complejo de hacer pasar por el fraseo del versar. Las raíces femeninamente penetran, y aun al modo subterráneo, casi revancha intestina, o mejor retorno constante de la selva —selva como esencia aquí, incluso en el desierto. En la profusión se incluye la ínfima latencia; en las palabras del poema se presiente el alma anfibia. ¿Será la belleza una sutil monstruosidad, en el sentido de lo que vemos, si vemos, en la cara de un bicho o el bicherío mismo de nervaduras vistas en su inmediatez? Selva en tanto turbulencia del humus, (t)urgencia de la vida —no apenas esperar alguna cosa de la vida ni enunciar otro discurso sobre la realidad, sino el contacto, su apelación, incitación: aun a través de la fricción de las imágenes, cuando no la colisión semántica correspondiente. Donde la trama verbal en el poema es lo menos inocente, una inocencia mayor se abre paso y desp(li)ega, como la forma aun en el perfume, perfume del sentido. Incluso, como en el cactus, un tipo de llamado o llamamiento (algo de los roles se intercambia, como si fuesen órganos, al interactuar, entre la fauna y la flora) que el olfato adiestrado raramente captará. A menos que ocurra esa destitución de las prerrogativas. Esa maña de la pretensión. Esa tensión de prosa apretada. La mano se separa del puño, así como el ojo de su visión. No hay saber ni sumisión posible a un saber, ante el embate de lo orgánico. Y en ello no se descarte el empujón de lo insignicante: esa perturbación de un solo zumbido que nos pone en guardia, que nos devuelve a una corriente ancestral que se pierde en los estratos cerebrales, en la memoria de las células, en la expresión somática de los poros (quizá en la conciencia de esa porosidad). Porque es condición la materia. Y lo verbal es entrar en materia. El cuerpo sensible, con su inherente intelección, no tiene manera (o forma) de eludir aquello que lo constituye más acá de cualquier voluntad personal o divina. Ni siquiera la voluntad de los muertos logra mayor adherencia, ante la atención que al instante, por la ráfaga de la imagen poética, se suprime de cualquier apartamiento, de cualquier soledad. La incidencia de la imagen funda una insistencia. Pero son fundaciones momentáneas, el ritmo las devuelve a su espesura: si late la selva, ella debe ser el silencio que atraviesa las palabras. Es ahí donde resurge la voz, dándose a la desmentida feroz del percipiente, de sus prédicas sobre sí y las cosas —sobre todo— mientras el poema puede saltar de lo personal a lo transpersonal con la agilidad misma de la conciencia, si puede estar en sí y a la vez en relación con lo que ella, decididamente, no es (pero a lo que se hermana en aras de la compartida materialidad)… Mientras escribo esto, unos operarios están cortando, con una sierra eléctrica, las ramas suntuosas de un cedro de cien años. La obra en construcción, el Proyecto, se caracteriza por no detenerse sino en la consecución de aquella meta que le dio anclaje. Según se mire, el anca suele ser un anzuelo. La espina se mantiene aparte, realeza muda. Los cactus de la terraza se mantienen ensimismados, su erizamiento trasluce al sol: …aún a pesar del cactus/ en la otra extremidad de la isla, escribe Morales Saravia. ¿Qué guardarán las raíces, ya no del reino vegetal apenas sino las del ser conciente, allí precisamente en foco de su estar en vida, caoticósmico, eslabón disuelto en un ritmo que ningún logos sumirá?

 

La interrupción momentánea en las estancias del talud,

la sobriedad desventurada del inicio repulsivo

en las regiones donde pueblan con nubes

un pequeño cielo, despejado pero inextenso,

¿harán compulsivo el andar de los nautilos

hasta su elipsis?

(…) ¿Todo puede anudar

sus cuatro cabos y hacer resguardo contra insolación?

Nada saca de saque una astilla como muestra detenida:

las granulaciones del carbón hechas al viento

cayendo en el campo donde un río cristalino

tiñe sus almohadas de furor irreprimible.

 

Es inmensa la secuencia de vidas percibidas e interactuantes en las fulguraciones anamórficas del libro de Morales Saravia: desde la orquídea que practica sus pecas/ en la hojosa altura de semblantes ramas hasta la moteada araña marina/ tejiendo nuestro camino. Desde las enumeraciones que dan un delta de sendas a la metamorfosis, cruzando exclamaciones (una abrupta elevación del tono que aligera la umbra descriptiva de ciertas imágenes, sobre todo reminiscentes y destiladas por estratos —geología etimológica, filología subliminal—, en una lomada de sugerencias en que los mudos signos ¡! declaman una implosión, no un estallido, de significados: ¡Oh, los peces abisales, las cardas ternuras!). Preguntas hacen de la retórica un reto al vacío, o mejor al vaciamiento (sistemático: efecto y razón de un Sistema —valores, juicios—) e igualmente detonando una horadación por ironía (aunque de ninguna manera ese facilismo del guiño complaciente con que suele confundírsela, esa «camaradería» —de cámara ante la que se aprende a posar— con un lector mimetizado a su reflejo-idea en un texto. Por supuesto tampoco esa esfera intacta, jamás quebrada y por ende ignorante de su intrínseca fisura, en que la autoría se desenvuelve con tal certeza intelectual que no puede sino devenir en señorío, posesiva intelección que de tan fiada en sí misma no repara en su gradual coagularse, lacónica y lacustre (laguna en el sentido de la pérdida bien recortada de memoria). Y ese sabor del poder inteligir no es tan distinto del poder mandar, dar el Orden (los factores anímicos del poema incluidos), su llaga incicatriza es la del cinismo que atenaza los discursos de tantos autores que, si por una parte se enuncian contrarios a un Sistema —evidentemente opresivo, demostradamente represor—; por otra, se muestran todavía renuentes a renunciar a sus prerrogativas en términos de propiedad (don) (don de gentes) intelectual. Es pasmoso, al oír ese rechinar de armaduras. Sin embargo —pues no hemos de enumerar ni de lejos todos los procedimientos que traman la escritura de Cactáceas/Zancudas— cabe insistir en su abolición de la identidad elocutoria y al mismo gesto añadir, por encadenamiento afín, esa destitución del más ínfimo detentador de la voz cantante. De esto hay pruebas: la gravedad del tono de esta escritura. Si Morales Saravia se atiene a las consecuencias expresivas de asumir una tradición —la letra d moviéndose aquí como un diente de leche— ello redunda en una voluptuosidad del percibir que se aplica en capas de sentido sobre su eslabonar: sentido del rit-mar, claro está, cuando y porque eslabonar del Presentido. Y no, en fin, en pro de la presunción de un algo a develar (un algo ha de velar: un laguear, un horar sufrido), aunque sí bajo la admonitoria cenital de un cierto peso del destino. Tratase empero de una noción de destino al margen de la especie, aunque no exenta de

 

Necesitar tanta natura, tanto cielo arrebolado,

tanto color vistiendo las flores cotidianas.

Olor a fresa o a durazno en las esquinas,

siempre límite, encrucijada, partida; no parque.

 

La apertura se da en el paso a lo desconocido, a la premisa conciente de ese desconocimiento o desasimiento que nutre el otro lado de la noción de sí, o de cualquier noción junto a su mundo. Es ahí donde la poesía, en tanto entona también, gradiente de temperatura o presión espiritual, emocionada por la exploración, no resuelta con sus resultados, destituye prerrogativas: ese abceso de fondo que haría a una (baja) calidad de atención, cuyo coagular nodular impediría la corriente de sinapsis que hace a la expresividad en el lenguaje. Puesto que así se pone de manifiesto la vertiginosa condición. La especie humana se ve pasto de la metamorfosis; diríase que sólo se recupera, en el vocerío del poema, para su profundización en lo matérico. No es para elogio de un materialismo a nivel de las ideas, sino para compenetración: la conciencia se alude sin dejar de saludar ese (t)alud que la separa, de algún modo, de su repertorio de imágenes previas, de su arraigo en su imagen de sí. Es donde entran a tallar las reverberaciones metafóricas, su flexuosidad acústica, en Cactáceas/Zancudas, mas no por ansia de decoración verborrágica —como a veces suele acusarse a las poéticas declaradamente barroquíes—, sino por constancia y consistencia en que el lenguaje muestre otros estratos —otras denticiones— por detrás o dentro de una narrativa particular. Inevitable (sería, además, indeseable en vistas al poema) la resolución anímica que hila, hiatándolas, a las imágenes pronunciables. Si ellas pintan es porque cantan. Ninguna tímbrica excluye la secuencia vocal y consonante que da cuerpo (y pie de entereza, no apenas de Bella Letra) a la metamorfosis, su arrebatadora definitoriedad. Emoción transmutante, muda en trance, tránsito de lo vibrátil, vibratorio, alumbra salpicando de anamorfosis la caverna de imágenes originantes, genésicas, magmáticas, mágicas en cuanto al ánimo de su hechizar inconsciente. Turbulencia ancestral: infancia que no se repliega, que prosigue, a través del verbo danzante del sentido, impacto concéntrico, su insignificar —metamorfosis.

 

Las mañanas tomen desabrochándolas

para mirar el mar, descubriremos

tristemente que se replegaban olas

sobre sí para lograr la orilla y

no ésta sino los brazos para el sostén

de las espumas; pues ignora al silencio

el mar y su voz viene del otro extremo

de las olas, donde jardines no vastos,

y la espesura que abriga una isla o

la neblina que circunda sus casas, no

otra forma, la más cercana, que el apego

a las rodillas con que sienta la tierra

sus arenas más próximas, bendecidas

por su tibieza, aún a pesar del cactus

en la otra extremidad de la isla.

 

Metamorfosis animada pero sin afincar aparte, en que la naturaleza (aunque este término connote, por ahora y aquí, la intuición de una vitalidad ajena al ente-eje antropocéntrico, aunque no excluya, de hecho, a la humanidad en lo que ésta tenga de concreto, no de idea a perseguir de sí) se asienta o mejor dicho se desbanda por la imaginación asociativa en su continuo mutar. Es heracliteano en esto Morales Saravia: cambiando, reposa. Y a otra cosa mariposa que aletea nunca en vano: de nombre en nombre y de forma en forma. Y de nombre a nombre y de forma a forma. La entonación hace a la voz, conciencia inconclusa, en el poema. Si la poesía lírica, como creemos encarna en Cactáceas/Zancudas, persiste, pese a las declamaciones de los expertos en recitar grandes finales (fin de la pintura de caballete, fin de la novela, fin de la historia, fin de la poesía lírica… ¡fin de la naturaleza!…), quizá se deba en gran medida a su elaborada desmesura[4]. Refinamiento del recurso tradicional, del Siglo de Oro en adelante, con sus mestizajes a 360 grados y para afortunada huida del Stock Permanente (y Áureo), que da el toque de protección (dicho esto en sentido de contrahechizo verbal) a esta poesía que hace de su refinamiento un retorno a otra crudeza, allí donde lo sutil no se exceptúa de la fuerza. Protección —y junto a la imagen del calor sentido o presentido— respecto de la amenaza siempre vigente de trivialidad o banalización, sobre todo a la hora de las clasificaciones literarias. Algo en el retorcimiento de las formas verbales remite a una apreciación reflexiva de lo orgánico: por ese oscilar de la escritura desde sus recursos materiales, matéricos, inmanentes, una resistencia procede.

 

La lejanía recurre a sus peces descamados,

pregunta la indiferencia de sus aletas.

No hay viento que pueda asumir las razones,

no hay nubes que quieran marinarse como un escualo

para atenciones desaprensivas y fanamente molleras.

¿Qué son las costas interrogadas por litorales?

Los jureles emprenden una vaga travesía dianera

y hay peligros de acuarios y peceras con redes.

¿Dónde flamear un estandarte lleno de reales?

 

La poesía como resistencia al orden de lo utilitario (nada más alejado del concepto funcionalista de la imagen desmetaforizada, que esta densidad que recuerda a ciertas texturas icónicas en la pintura virreynal, donde el imaginario europeo renacentista se ve inmiscuido por entre las enredaderas visuales y remotas de una flora y una fauna: de una tierra). El acercamiento al humus connota humildad, más acá de la etimología, en cuanto la voz elocutoria en el poema de Morales Saravia se despega de un protagonismo: hablan mundos que están en éste. La compenetración barroca con estos elementos, no deja de atenerse aquí al cauce arquitectónico por el que cunde la red verbal; asimismo su evitación de la simetría (nombre=real) y su levitación, aprendida de los seres que observa (y que en el lenguaje continúan siendo afectados hasta retornar parabólicamente a la conciencia en tanto arrastre analógico). En este sentido puede hablarse, en Morales Saravia, de una causa barroca. Un situar a la percepción en una puesta escénica tan cambiante como niveles de percepción son atravesados por el apremio de su exploración. Exploración no apacible sin embargo incluye una posición reflexiva, tal como se aprecia en el poema 3 de Pencas, la sección o serie que, dando fin al primer volumen del libro, inicia el segundo. Vale reproducir, por lo explícita y precisamente compacta, la integridad de la estancia:

 

Sentir las piedras removerse

queriendo ubicar sus vacíos,

saltando hacia su adecuado espacio;

pero piedras que se miran en laguna

no son piedras de decir detención y paro.

Si tomo cartabón y milímetro el horizonte,

faltan medidas menores, falta la posibilidad

de las piedras arribando hacia sollados,

falta eregimiento ante las nubes.

¡Que no rompan a crujir las lluvias ahora!,

¡que desmerezca la rotundez su liviandad!

Piedras son piedras ocupando su vacío;

y no venga de ayer la tarde con tiritación ni frío,

que nuestros pechos sonoros fragüen albor;

aunque el cartabón nos apremie milimetrando el horizonte.

 

Mezcla entre la densidad sonoro-evocativa de los versos, su espesura resinosa (pues mucho ha de haber transitado en su destilación cada verso hasta alcanzar tal insobornable misterio de lamas luciendo), y la levedad, por ausencia de protagonismos. Casi diría la ausencia misma que allí se traza y retaza (las imágenes multiplicándose: un movimiento constante y una constancia que se desplaza). Es así que no vamos a entrar en la puntualización cierta o errática de un linaje, aunque sea inevitable mencionar, a costa de reiteración, que el libro de Morales Saravia no está ajeno a la consideración arquitectural de la escritura. No se trata de un formalismo ni de una mera «vuelta» a la umbra berrueca, sino de una continuidad, señal de hilas que no se han cortado. Un cierto arcaísmo —el caso ejemplar sería, otra vez, Martín Adán— linda con el aliento neológico: una lógica no nueva ni novedosa en verdad, cosa que no se pretende (ni se aprende), sino una capacidad de atender a todo el lenguaje, a todo el tejido verbal con sus resonancias y precipitaciones de sentido(s), como encarnación de una lengua-otra. Junto a las palabras del poema, vastedades de infrapalabras, antipalabras, parapalabras, intrapalabras, extrapalabras, semipalabras. Todas las que quedan fuera del poema tejen su sombra de resonancia, en una poesía donde lo imperceptible tiene lugar. El neologismo, si manifiesta un sentimiento de los límites, es con respecto al campo (minado) de referencias que nuestra época parece querer reducir. Se da por aludida una tradición plural que allí despierta, o se mantiene en vilo, a medida que la expresión poética se interna en sí misma, no en un mero ensimismarse o autoexilarse en abismos autistas, sino en aquella metamorfosis que se da por aludida, alusiva al azar (el cual, de todos modos, deriva en correspondencias), a la concreción de intuiciones vía la meditación sostenida en cuanto disparadora en el lenguaje.

 

Cirros, pretendería el flamenco envolver en vuestra albura su luna intensa

y mordida de engaño por la abisal orquídea que todavía lo persigue,

¿desengaño?, cubriendo sus hojas grasas, crásulas, cuando los eonios que sois

parecen eternos obnúbiles de visiones y vacíos sólo: enlanarse en vosotros

cuando repentinos oleajes, pero sois negantes al siglo

lo que tiene de cúmulo por vuestro propio cúmulo tumoroso de albura y no albura de

orquídeas sois.

¡Cuánto de estrellas posibles inflamaría los sueños si vuestros rostros no semblaran!

 

Sopesar cada palabra, siempre, es ensoñar despertando un ritmo. A la vez, graduar los matices (timbres del sentido, no como un total a ser develado sino como un gradual a ser experimentado) implica dar acento a un entonar. La conciencia se permite a través de las texturas y la red analógica entre lo verbal y lo vegetal es tan evidente que exime de su mención repetitiva. No hay tautología entre la voz y lo que (se) pronuncia, pues la identidad se ha disuelto en el poema, y otro nivel de percepción, por raro milagro de la condensación verbal desde cierta visión genuina, nos pone en evidencia. Nuestra capacidad de lectura no encuentra otro asidero que seguir el oleaje de las percepciones, claro está que en un juego de construcción, porque la intuición se hace palpable junto a la fuerza integradora de los elementos en la conciencia que los atiende jugar. La disposición de la lectura de un poema —si entendemos por éste a una experiencia que todavía no se descifra como acervo literario, Cultura o Arte, ahí donde o hay entrega o hay sinsentido— no ha dejado de ser un evento poético. Es eventual que libros como Cactáceas/Zancudas aparezcan, sobre todo en contextos donde nada parecía anunciarlos, donde nada, seguro, se ve confirmado. La suerte de plasticidad verbal que recorre la integridad de este libro, con todo, ha sido, con los años, su capa protectora, la de su fuerza irradiante, la de la discreción apasionada de esa fuerza.

 

¿Adónde irá tu corola cuando quiera corales?

 

Poética de la fibra, que fibrila, corazonada ante el hachazo (¿certero?) de lo real, margen para la floración de una inmensa sequedad, tan parecida a lo esencial, que no es abarcable en el espacio legible, cuya inconmensurabilidad se aferra apenas, como a la roca adánicamente el cactus. La mano desnuda (desasida) ha sido herida, las espinas o el efecto de su penetración recorren cual espías los callejones del laberinto de venas, delta de su delirio introspectivo sólo iluminado por el deseo de continuar, de hacerse uno con la respiración. El gran órgano de la naturaleza, que en las ciudades, nuestras dolientes y mártires urbanizaciones del Tercer Mundo (expresión que elude el meollo cual una espina insuficiente) sólo parece tornarse asequible a la conciencia mediante una experiencia sensible de su grey. Entrar en contacto con esa-otra-forma-de-vida ya es una inmersión en lo posible, realismo a fin de cuentas que se reencuentra en el poema. En su crecimiento orgánico, en ese tipo de aprendizaje que cierta poesía otorga al desarrollo musicante de la composición poética. No extrañe el poco interés crítico que ha suscitado un libro como Cactáceas/Zancudas, ni al momento de su aparición ni décadas después. Esa otra revancha nos toca consumarla sus lectores. No será el único ni el último caso, sobre todo al vernos en la desmentida de la poesía y más cuando ésta muestra el erizamiento —y dentro la pulpa jugosa— de un proyecto-libro-poema. Otros casos mencionables: Las armas molidas de Juan Ramírez Ruiz, Idiota del Apocalipsis de Guillermo Chirinos Cúneo, Contranatura de Rodolfo Hinostroza, Ética de Enrique Verástegui, Elogio de los navegantes de Juan Ojeda o, más recientemente, Fin desierto de Mario Montalbetti (habrá más ejemplos). Y sólo por permanecer dentro de la poesía escrita por autores peruanos. No nos extrañe, insisto, que Morales Saravia, debido a su no adscripción al mapa de las estéticas más o menos legitimadas —y en verdad su adhesión más honda y rigurosa a ciertas vetas del barroco en tanto comprensión de la composición lírica—, integre por el momento, y seguramente por un tiempo más, la marginalidad de aquellas poéticas que son marginales, no porque se anuncien en la consigna, sino porque son percibidas con total exactitud. Esa indiferencia hacia determinadas poéticas es sólo aparente: en verdad se trata de cuerpos extraños a un cierto trato con la lengua. Su clara diferencia en el lenguaje, que en el caso de Morales Saravia restituye algo del placer de su fruición a la palabra (plasticidad expresiva que es flexibilidad semántica), sitúa a este libro lejos de la ubicua constatación. No hay mapas para recorrer sus territorios ni manuales para hincarle el diente: la poesía muerde al ojo dominante, al que pretende algún dominio sobre lo que lee. Como no reviste interés hacer la glosa de esta poética, sino incitar a su lectura simplemente, baste sólo añadir que su aparición ha sido evitada, como en otros casos de experiencias poéticas inasimilables al sentido común de los pactos de lectura establecidos, porque su insumisión es del registro de lo sensible. Ya dijimos que lo imperceptible aquí tiene lugar. Es más que un acto de piedad, es un reconocimiento. Además, Cactáceas/Zancudas es un libro que no podía repetirse, no podía irse diluyendo en la fundación de una Poética a partir de entonces programática. De ahí, también, múltiplemente su rareza como evento lírico. Desde lo sensible no quedaría posibilidad de montarle prédica alguna, al nivel que fuere. Lo insumiso del cactus, porque no se pretende ni se predica, pues no obedece a preceptos sino a una mera existencia. A una forma del estar. A un devenir introspectivo, aun. Y ya se sabe que las poéticas introspectivas son castigadas con la mentada «indiferencia»; a veces porque cualquier intento de interpretación queda pinchado por las púas insonoras de una forma de vida por humildad indomeñable. Este desaprendizaje hacia lo más humilde —la pasión vegetal, diríase— informa la estructura misma, serpentina oscilación, con que el poema-libro se desenvuelve.

 

Y tú, viento pincelero, pones tonos orientales en la tarde que reclina su bellota,

pincelero luego de poner estucos, el lugar abierto en cien lugares,

espacios y colores, hay un fin previo, y tiene anudo el viento, el mar y el sol, oh, estratos,

vuestros los ocasos y crepúsculos, vuestra la luz cuando pierde su unidad

y mostraros quiere cada una de sus gratas hebras y trilladas, iniciáis los bordes y orillos,

vuestra cercanía os conduce por el viento hacia los nimbos cuyo vientre oscuro

y luciente sierpe pronta. ¡Oh, nimbos!, último peldaño de esta historia

que culminará aquí para volverse sobre sí y repetir recuerdo;

difícilmente procesional con genealogía en vosotras, nubes, no albergáis siquiera el rayo,

(…)

 

Hay algo del orden de lo vegetal que ha traspasado a las ramificaciones y reciprocidades significantes al seno mismo de la escritura. Es el reino de la connotación. No en sentido imperial, sino en sentido de lo vivo: un reino vegetal. Lo que vive más acá de la más mísera intención, lo que no depende de ningún humanismo para ser (aunque una mirada allí se detenga y «traiga» en el fraseo de su red). Lo que no confirma una imagen del mundo sino que llama al contacto, a la conexión con lo que no da ni refleja centralidad. El silencio de las plantas es un silencio activo, atrae presencia y sentido(s) de la presencia a quien se le atreva. La percepción se amplía en la conexión. Será evidente cuando no haga falta decirlo. Un llamamiento a esa integridad que en los seres callados (no mudos) pero no menos sensitivos se expande, a la manera de una continua implosión acorde a un desplazamiento. El de las plantas es un estar moviéndose que no fija un espacio (éste sólo atañe a la conciencia) y por eso su efecto calmante una vez tolerada la sola sospecha de que algo, que no es conciencia en sentido humano (y menos aun antropocéntrico) sin embargo, de algún modo, «nos intuye». O «nos acepta» sin esperar reciprocidades. La desbancada identidad es de por sí una experiencia poética. En ello, lo que persiste como lírica es una modulación, una entrada otra vez en materia desde la práctica compositiva. La conciencia remirándose (y al cantar: no vale olvidarlo al repetirlo) a partir de esa hilacha encendida, implosiva, deja de recitar una realidad para trasmigrar una serie infinita de realidades. Asociar: imaginar: reflexionar: incantar. Salirse de la contienda entre las estéticas tiene, por supuesto su precio, pues se trata precisamente de que la poesía no responda al imán de su declaración. No es una cuestión de voluntades y menos aun de detentaciones. La presencia de un autor como José Morales Saravia ha sido hasta ahora la de una perduración secreta. Es cierto que ello habla de una mediocridad ambiente, basada por demás en un gran temor. Ya estaba dicho: las poéticas más inasibles a primera vista suelen ser las que hacen trastabillar innumerables andamiajes, incluso —y en su escala— a la hora de considerar qué estamos haciendo a nivel de sociedades: ya no apenas de la poesía, sino de la experiencia sensible (por ende insumisa) del lenguaje en sí. Pero en esta resistencia la poesía, y aun con toda su insuficiencia, de continuo a su acción como posibilidad en movimiento de percibir alterno se restituye.

 

Perdido el corzo de los colores por escorzo,

paso tras paso sin peso ni piso con pozo de qué.

(…)

No nuestros dedos recorridos por la cinta extensa

pues todo retaza aun voluntarios de hilván.

 

El mismísimo cierre del ciclo Cactáceas/Zancudas, no podría haber sido menos intenso a la hora de redondear este recorrido espiralado. Aun cuando algunas palabras se escapen de referencia inmediata o se escurran del Diccionario Real. O también y justo por eso.

 

¡Oh, interioridades compulsivas de afueras!, negadas las casas ensimismadas,

oh, pasajero lavar de tortugas!, las crisálidas rompiendo sus hojas,

los grandes helechos y musgos, aligatores y salamandras abandonando sus húmedas moradas,

los molges finados contemplando nocturnas estrellas: las antares, las ceifas,

¡oh, arquitectura estelar!, relatan otras palabras, las almas leyendas de la fratría,

un desancoro en los bajeles mientras las islas hunden sus pectos: travesía.


NOTAS

[1] Si es la cruel la hipocresía, cruel la mediocridad que significa resignación en la medianía estipulada, en la gestación de un alma inconclusa por exclusión del caos propio a la corporeidad. Alma, se dice, en tanto zona inverificable, en tanto aspecto cordial pero indemostrable a la razón excluyente. La abstinencia al cambio —he ahí un signo de crueldad toda vez que las contradicciones y turbulencias obviadas o negadas golpean duramente a la rostridad de una Cultura. Uno se preguntaría, pues, ¿cuál sitio o escala para tal oficio, sino la gradual o abrupta entrada en materia: en lo que constituye la dimensión misma en que tal oficio —la escritura/colectura de poesía—  se hace? Inutensilio —palabra varias veces vista en uso por algunos poetas de Brasil hoy día—, toda la lumbre o residencia de la poesía pasan por una apertura del órgano entero, que no sabe resignar su acción a una superstición sólo estética —la trascendencia del estilo— ni adherirse a la crueldad de un refinamiento nada más formal. Asociar la indiferencia, pues, habrá podido implicar disfunciones liberadoras, arrasamientos repentinamente abridores. Todo el tiempo, en efecto, habrá que permitirse este estar afectado, esta infección (este topetazo contra la Aduana que escuda a la Estructura) de las conexiones y los vínculos. Es a pesar —o en propio andarivel— de la podredumbre hipócrita de los Humanismos que una simplicidad se aguza y eclosiona la espina, a la que es ineludible asociar con el perfume.

[2] Aunque la actual contienda, por parte de alguna crítica muy respetable, contra la metáfora, su destitución de recurso privilegiado de la poesía, asociada al encubrimiento y la elusión, no merezca del todo nuestro acuerdo, pues estamos por la opción incorporativa más que por la discriminativo-jerárquica, de manera que el desprecio por la metáfora (creciente rechazo, en las últimas décadas, que involucra a la asociación imaginativa liberada por el surrealismo, pretendiendo ver en éste a una impostación del «libre flujo», lo cual, al menos en las escrituras de algunos «surrealistas latinoamericanos» —es decir, con toda la suspicacia de su excentricidad, de su heterodoxia incluso involuntaria, pensemos, entre otros, en César Moro, Westphalen, Sánchez Peláez, Molina o Madariaga—, es más que discutible). Esto viene en relación al desarrollo imaginario o imaginativo que hace Morales Saravia en su libro: el estiramiento de las imágenes necesariamente trama un nivel de densidad metafórica, ya no atinente a una preceptiva o a un comportamiento mecánico de asociación verbal, sino a una integración somática del lenguaje con las imágenes surgidas del vínculo con lo no-humano, es decir la naturaleza, que pone bordes a la Estructura. Allí la voz deambula en pos de su precisión, dejando en la estela de su desplazamiento un haz de percepciones encontrándose, desde el roce a la fricción, desde la apelación a la reminiscencia.

[3] De nuevo ante el tópico del poeta latinoamericano políticamente correcto (por lo menos restaurador constante del referente antropocéntrico a través de los supuestos de lo contestatario, lo maldito, lo marginal, lo experimental a secas), variedades de modelos a que el libro de José Morales Saravia no responde sino con una inmersión en la delicadeza elemental de las palabras. Habla esto de una insumisión, y de la soledad que desde luego, y por propio peso, le corresponde en la distribución de valores culturales. No es casual que Cactáceas/Zancudas no haya recibido, hasta ahora, las lecturas críticas que tan sólo por su riqueza formal —sin siquiera entrar en mayores honduras— ya se le adeudan. Nos corresponde, por el momento, llamar la atención sobre esta poesía no marginal sino marginada, no maldita sino ignorada. Es lo que acontece con toda poética que se descarrile del reclamo realista de la burguesía y sus demandas de un arte referencial, que, para colmo, en este caso adquiere visos de desantropocentrismo. Y aunque, sí, lo acontecido en el libro-poema siga siendo acontecimiento de lenguaje… Algo similar se percibe, aunque con otras características de escritura —claro está— en la obra de Armando Rojas, fallecido tempranamente y cuya poesía poco y nada se deja agrupar con lo que estaba escribiendo, a la hora de publicar sus libros, lo más publicitado o arengado de nuestra «generación».

[4] Esto recuerda otra vez el comentario de Chateaubriand, citado por el cineasta francés Robert Bresson, acerca de unos poetas de su siglo: «No les faltaba naturalidad; les faltaba naturaleza.»

 

 

 

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