Raúl Henao: Sol negro, ese pájaro embrujado
por Pablo Montoya Campuzano

Si se quiere trazar un mapa de la poesía moderna colombiana el nombre de Raúl Henao es fundamental. Cuando aparece su primer libro, Combate del carnaval y la cuaresma, en medio de una Medellín aporreada por los escándalos nadaístas y por los carrieles y  machetes cantados en la poesía de la raza, los versos de Henao llegan no sólo para estremecer cimientos, sino también para oxigenar una tradición. Esa tradición poética colombiana que, desde los días de Silva, ha bebido en las fuentes francesas del imaginario romántico, simbólico y vanguardista. Henao pertenece a esa particular tradición. Su primer libro pasó casi desapercibido en ese año de 1973.  Pero quienes estaban cansados de las retóricas tipleras, del llanto de los bambucos y las trovas de los arrieros entendieron la nueva voz. Y supieron que un camino más estético y audaz, más peligroso y profundo, era posible entre nosotros.

 

Junto al de Henao se publicaron también, en ese mismo año, dos libros que ayudaron a despejar el horizonte. Se trata de Ese lugar de la noche de José Manuel Arango y Memoria del agua de Juan Manuel Roca. Los tres, el primero más afianzado en una poesía del silencio y la insinuación proveniente quizás de sus lecturas de los poetas norteamericanos como Emily Dickinson, y los otros dos sumergidos en la lectura de la mejor poesía francesa, de la que va desde Nerval y Baudelaire hasta  Artaud y Michaux, sacudían el ambiente provinciano de Medellín y proponían algo nuevo. No es difícil concluir que estos tres libros están en el origen de la transformación que el poeta creador, el poeta lector y el poeta crítico han tenido en los últimos años en Colombia. Y si hay una nueva poesía joven, más desprendida de los cánones  impuestos por las elites, más arrojada en la dirección de los rumbos que plantea, más exigente en su factura, más ambiciosa con la reflexión no sólo del universo poético, sino de las constelaciones que le son cercanas, es porque todo esto se configuró con bastante claridad en ese año de 1973.

 

Pero José Manuel Arango y Juan Manuel Roca se han convertido en poetas aceptados y aplaudidos por la crítica. Son ellos además, de quienes publicaron en las últimas décadas del siglo XX, los que más han influido en la escritura de las nuevas generaciones. Raúl Henao, sometido acaso al aire de extravío de Nerval, uno de sus autores más queridos, ha optado en cambio la práctica de una marginalidad literaria que lo ha mantenido lejos de homenajes, discursos, premios y prebendas. No estoy reclamando, por supuesto, el calificativo de poeta maldito para Henao. Su caso es simplemente diferente. La voluntaria separación de lo núcleos de poder y casi la negación misma de esos poderes, unidos a una voluntaria opción por permanecer fiel a sus concepciones poéticas y al deseo de escribir cercano al credo surrealista, son manifestaciones que definen su personalidad. En uno de los ensayos que conforman su libro El partido del diablo (1989) Henao escribe, a propósito de esta circunstancia, que ser poeta, en la noche de la cultura latinoamericana, es “verse condenado al exilio, a la marginalidad, a la locura, al ostracismo en el propio país”. Y en Henao tales palabras no suenan a mentira. Su vida y su oficio han sido regidos por los  avatares de tal exilio.

 

 

Sol negro (1985), el libro que recobra  ahora la colección de poesía de la Universidad Nacional, es sin duda la obra más emblemática de Henao. Madura lo que ya se había insinuado en Combate del carnaval y la cuaresma. Supera sus vacilaciones y consolida lo que era por instantes atisbo y premonición. Las imágenes caras al surrealismo adquieren hondura en Sol negro. La gama de los autores leídos y homenajeados se explaya con elocuencia. Y la luz de estos faros toca el tono, el ritmo y las ondulaciones del poema. Sol negro se proyecta incluso en la prosa poética que más tarde escribirá Henao. Pienso por ejemplo en su libro más logrado El virrey de los espejos (1996). Aquí el poeta se instaura con firmeza en la  tendencia que inauguró el romanticismo alemán y que el Gaspar de la noche de Aloysius Bertand y El esplín de París de Baudelaire afianzaron con fortuna. Este rasgo de comunicación de los libros de Henao, entre los cuales Sol negro es como un centro que recibe e irradia sus rayos, no obedece a un azar. Más bien explica la regularidad con que el poeta ha asumido las búsquedas esenciales de su obra. De aquí que no me parezca del todo acertado lo que el mismo Henao dice de sus libros cuando se refiere a que cada uno de ellos sea diferente al otro. Después de bordear sus obsesiones, sus grandes ejes temáticos, la manera en que las imágenes se establecen en sus poemas, nos damos cuenta hasta qué punto de elaboración y madurez llega la que resulta ser una de las expresiones más solitarias y singulares de la poesía colombiana.

 

Sol negro da fe de las obsesiones de un yo que concibe la poesía como un territorio forjado en la imagen. Aquí el valor de ella es definitivo. Es en la imagen donde surge todo el espectro y su respectivo juego de luminosidades y plenilunios. La imagen es manantial y desembocadura. Es elevación y caída. Es revelación de la palabra y también posibilidad de discurrir dentro de su ámbito. Quiero decir que la imagen se construye como principio y fin de una poética. Se parte de la imagen,  y aquí la gama es variada y los referentes y su simbología amplia y sugerente, para llegar de nuevo a ella. Una cascada de agua cae en medio de una habitación, la luna vista como lana tejida por la lluvia, la orquesta que suena sumergida en una fuente de agua, jugadores de barajas que se abanican entre las olas, el torrente es un violinista de barba encrespada, en la alberca una mujer peina sus cabellos verdes al alba. Pero en este tránsito, marcado por el agua, el viento y la noche, de lo que se habla es del hombre. O mejor de ese hombre que deambula por los versos de Sol negro. Del poeta que sale a la intemperie, o se sumerge en la radiante bruma de los sueños buscando a veces el amor; a veces los secretos de una ciudad tallada en mármol; a veces las huellas de quienes saben que todo sol ama profundamente la noche. Un hombre que, sin embargo, termina encontrándose consigo mismo, esa otra forma del extravío.  Es

decir, que termina rozando lo insondable, el silencio, el misterio de las cosas. Pero también la farsa y las artimañas del poder y su facinerosa representación.

 

En este itinerario hay señales inquietantes. Señales que se desprenden de los encuentros de ese yo que va nombrando entre el asombro, el frenesí y la melancolía. Pues la experiencia de escribir bajo los rayos de un sol negro sólo es posible hacerla bajo estos estados. En realidad,  de lo que se trata es de fijar la huella que dejan estos encuentros. Porque si en la poesía de Henao algo se intenta atrapar, esto sólo puede ser la brevedad de esa impronta. La brevedad de un relieve onírico, de una caricia amorosa, de la lluvia, o esa otra brevedad en que el ser del poeta se funde con la palabra. Y en la experiencia de este genuino estado estético que transmiten los poemas de Henao, la contundencia de la imagen poética es definitiva. Ella se torna palabra para convocar el temblor de lo enigmático, la extrañeza del tiempo y la memoria, las sinuosas y profundas barrancas del sueño. Con todo, estas imágenes, hablo de las más logradas, remiten inevitablemente a la mejor pintura surrealista –hay mucho de Dalí en la obra de Henao, pero quizás mucho más de Magritte y aún más de De Chirico quien al pintar los símbolos de una nueva melancolía, al decir de Bretón, edifica ese campo visual en donde la poesía de Henao se inserta. Porque en tanto que búsqueda propiciatoria de la imagen, Sol negro es un libro que plantea una certera comunión con los universos propios de la pintura. Poco frecuente, por lo demás, este vínculo en la poesía colombiana. Varios poemas de Santiago Mutis así como Juan Manuel Roca en su libro Un violín para Chagall y Guillermo Lineros en Cuadros de  una Exposición, por citar acaso los más representativos, van tras esta búsqueda en que los referentes de cuadros y episodios de vida de pintores conforman los pilares del poema.  Pero la relación de Sol negro con la pintura es de otra índole. La nominación pictórica no aparece en el libro, pero sí  la imagen poética como pincelada.  El trazo de ella está hecho de tal modo que la imbricación de una atmósfera, que resulta ser auténticamente plástica, con el imaginario poético logra una plenitud. Sol negro, visto desde esta perspectiva, es la expresión  de una serie de impulsos metafísicos que se dicen en el texto pero se reflejan en el lector como un sugestivo lienzo.

 

 

El libro está dividido en dos partes. La primera, “Figuras del amor”, asume una de las obsesiones que atraviesan toda la obra de Henao. La amorosa y erótica que se despliega como un abanico sugerente. El eterno femenino perseguido pese a su dimensión inalcanzable. La trasgresión que anida en todo vínculo sexual donde  la exaltación del cuerpo prima y no su función reproductora. La aparición de una amante como bruja milenaria que es a la vez doncella o virgen. El burdel como lugar en el que las cenizas de las hogueras se transforman en tormentas del deseo. El carnaval de la copula celebrado como festín de olores y sabores. La contemplación de la desnudez vinculada a la emoción que suscita la música. Y la certeza de que el amor no es más que estar en medio de la noche sola, ardiendo en el tibio fulgor de la espera. Estas son, entre otras, las figuraciones de ese variado y vital erotismo. En la segunda parte, “Sol negro”, aparece, en cambio, lo que hace de la poesía de Henao una atractiva trashumancia por el mundo de la cultura. Las referencias a los poetas aparecen con claridad. Los puentes entre la poesía de Henao y Apollinaire, Cocteau, Breton y Bataille se levantan a partir de elementos que no son los mismos pero que sí poseen una similar densidad. Se define el sol como tiniebla menesterosa. Como única oscuridad capaz de alumbrar los tramos sobre los que el poeta busca sus límites. El sol rabioso, loco y espumante de Henao que es un mar de vino capaz de aplacar la sed devoradora de todas las ausencias. Ese sol que, en fin, favorece la loca alegría de la noche. La poesía de Henao, en esta parte del libro, adquiere también más espesor. Busca definir el sueño. Se arroja hacia el misterio del mito. Indaga en el silencio, en la embriaguez, en el viento y las nubes porque sabe que ellos guardan la eficacia de una imagen. Aquella capaz de contener la fugacidad de las verdades poéticas. Pero también asistimos a las filiaciones espirituales fundamentales. De tal manera que es en “Sol negro” donde el halo surrealista se refleja con mayor contundencia. Un reflejo que no se da como identidad asfixiante, ni mucho menos como angosta imitación, sino como afinidad, como la necesaria continuación de una postura poética frente a la vida que aún sigue plena de posibilidades, ajena al agotamiento y a la mustiedad.

 

 

En  Sol negro el poeta, ese nadie penetrado de regocijo, nos revela entonces sus actividades primordiales. Las que sólo la poesía vuelve experiencias de la realidad. Y nosotros como lectores, testigos afortunados de este trasegar por el mundo, quedamos  bañados por su negro resplandor. Habitamos entonces la medianoche en cada gota de oscuridad. Ofrecemos al silencio nuestras palabras para que se tornen aladas. Encontramos el mar en una gota de agua. Sentimos desasosiego cuando dormimos a la cabecera de la luna. Y, sobre todo, seguimos buscando ese pájaro embrujado que, en esencia, es toda poesía . Henao nos entrega ese pájaro en la jaula de sus versos. Y después nada. O tal vez sombras luminosas. Y entre ellas, la del poeta, sumergida  de nuevo en las plazas del mundo que su palabra habita.

 

 

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