Mario Campaña


 

IV

 

            In memoria Liber Seregni                                        

  

Ninguna línea se insinúa hoy, blandiente y cándida

 

 

Emergiendo entre miasmas rotas

 

 

-Que cada noche preparan su victoria, en un fondo espeso-

 

 

Para librar a fronda abierta, fresca

 

 

El undívago combate

 

 

Y evitar que la muerte comparezca una vez más

 

-Reina emancipada, masticando el grano añejo

Y duro

Cuyo silencio encierra el grito-

 

Evitar

Que escarnezca la pura circulación, la humilde irrigación

Por la sangre, de estas sabanas, así, pacíficamente

Quisiera llamar a estos selváticos lugares

Donde un meteorito es tan leve como un silbo

Y no menos radiante.

 

Ninguna línea: en este incierto espacio acuoso

Hoy nadie transita, nada.

Desconocido su lento germinar

Desprovista de señales, sin función

Sin florear la sangre se marchita  

Y permite que la muerte advenga

En un día de asueto de la vida se instala aquella impura

Y sube a su enloquecido carro giratorio

Con su música salvífica

Ya melodía que todos tarareamos

En un parque de viejas diversiones

Con hinchado pecho adormecido.

 

Y hay una red de seda yaciendo en  el camino

Que de pronto nos levanta enhiestos

Pero al revés, colgados. Rotación baldía.

No actor sin cuerda que gira libre por el aire

Y en un instante salva su vida en un abrazo

Sino como el que ase al vuelo la gran aguja

Rota de un reloj, la arcillosa y lóbrega cornisa

De una vieja construcción.

El aspa cortante de un abismo cierto.

 

Y vemos que así será largo el tiempo

 

Como nadie pensara nunca. Falta siempre

Y ahora sobra: la muerte en su altar de cobre

Se instala con su fúnebre oratorio

Mientras afuera alguien rompe los cristales

Alguien grita en media calle, su desgracia.

 

Ingenua novia, la vida en ese instante

 

Con su ramo de flores impolutas, sus promesas.

 

Entonces evocamos la última cosa a medias

Aprendida, animal

Que siempre cae parado, félido

La vida no es: 

Resuenan en el aire sus candores

Rotos como un resorte viejo

Estirándose estridente, ya pura forma.

Mecanismo inútil

Sin energía verdadera.

 

Y así dan ganas de aplaudir

Cuando en la noche sobresale una bandera

Un grito, un cuerpo embravecido

Que se levanta ahuyentando al fin

A la intrusa usurpadora: en su último gesto

Un cadáver

Noble, noblemente retirándose

Acaso dice un nombre, en alto.

 

 

 

V                    

 

 

Excitada por los gritos, la estatua reviviendo,

 

madre que no alcanza, danzando en esta hora de aventura.

 

Con la testa gacha avanza caprichosa

 

y grande:

 

                    aquí vamos

 

rondando esta pasión que aumenta y envejece.

 

Dulce actuar: acosa un día la dicha.

La flama del mar anuncia ahora otra batalla

(con sus belfos derretidos.)

A golpe de escorfina, que los viejos servidores

no en sigilo canten

este idilio, este delirio intenso, que sueña largo.

 

La muerte con sus abanicos de paja y colorete

bate furiosamente el aire

su inofensiva guerra de frontera.

 

Respira también la vida

agrandando ese recio agujero de zoquetes

con su cabeza de forzado

su noviazgo estéril con el cepo

insistiendo en ese limbo unánime

donde el sueño pesa pese a sus deseos.

Todo es aire fresco en ese mundo imaginado.

El mar agita dulces campanillas.

Canta otra vez. Ora en su hora.

 

Conviviendo por fin junto a los otros,

los mismos en los rostros, pero ya muertos todos.

Ahí vamos: fantasmas de ocasión,

cortejando vanamente el diálogo que no cuajó

el mismo diálogo una vez más, ahora en la hora,

en la muerte, acaso,

acaso ahora en la muerte las palabras

 

 

crezcan también,

junto a esta mortalidad sin eco que estremece:

 

Cada uno muere en su batalla

y todos en la única, arando

terreno equivocado, adverso pero propio al fin:

pues

en el agua

muere el pez,

 

 

no en el aire,

 

 

de una cuerda de aire cuelga a veces un sol pobre.

 

 

Todo pájaro por su lengua muere,

 

 

canta y su lengua lo envenena.

 

 

La mosca brilla en su revuelo

 

 

platea ocultando su verdor oscurecido.

 

Viento: furia apaciguada, resonando apenas.

Una paciente marimba marca pasos leves.

Inútil el minúsculo llamado de la antena del caracol,

De los astros y sus misteriosas melodías.

Inútil el diluvio de acero líquido, el resplandor que cae verticalmente.

Esta tierra se revuelve, como perro que muerde su alma, de tristeza castigada.

 

Pálpito apenas encendido de la niña

 

 

que dibuja corazones, saltando y agachándose,

 

 

Con su tiza magna:

 

 

Una melodía naciendo en el murmullo.

 

 

El instante abierto insta a otra ventura;

 

 

Vuelve a sonar, allí en la plaza: no se apaga.

 

 

 

VI

 

                        Estoy encerrado por diecinueve puertas de hierro

                                   Sade, en la prisión de Vincenns

 

 

Este es el mismo lugar de entonces

 

 

detrás de diecinueve puertas, que se cierran una detrás de otra

 

 

con sus altos torniquetes triturando

 

 

como en salto libre después, en el descenso

 

 

como si sólo creyera en el ojo de fondo oscuro

 

 

como si sólo viera a través de ese ojo y sólo oyera

 

 

el trueno que atraviesa ese ojo, expandiendo su visión

 

 

nada más esa música, nudo de asombro

 

 

esa música acomoda las historias

 

 

ritmo lento donde todo cabe, dulce y lento

 

 

donde antes retumbaban viejas bestias de arena.

 

Ahí en el descenso, ya menguados

encadenados por la música

anoche una lluvia inundaba el sueño, reverdecía árboles secos

ahora el mismo sueño este jardín inmóvil, un festín

a solas (árboles nuevos)

en la madera la lengua clavada, la palabra

de un saber resguardado

por diecinueve puertas de hierro.

 

Afuera viento que limpia minuciosamente el aire

misteriosos movimientos sigilosos

pulso adaptado a los fuegos secretos:

 

un hombre con diecinueve cervezas bien frías

ofreciéndose como víctima

nombres de antemano borrados

un gesto antiguo y ya desguarnecido

el mismo gesto inmolador, ya inútil.

 

Afuera: cuerpos arrodillándose en el aire

que antes se escondía a la mirada

y ahora nos acogen contritos por la música

cuerpos girando así

en un rincón abierto también desprotegido

contorsionándose, contemplados.

 

Otros cuerpos aparecen desde el fondo

en la algarabía todo es más vivo, irrenunciable

y el perdón antes será olvidado que creído.

 

 

XXVI

 

 

“–Ya que me has llamado, escúchame. Te voy a decir qué hacer,

hermano. Y hazme caso…

 

–...

 

–anda al cementerio y despídete de todos.

No olvides a nadie… Lleva sus bendiciones.

 

–...

 

–...y cuando llegues, sobre todo ten

cuidado con la gente.

no te metas en problemas. No discutas.

 

–...

 

–no le toques el culo a las mujeres.

no las mires de frente, a los ojos,

a los europeos no les gusta eso.

 

–...

 

–van a pensar que estás loco:

no les hables si no las conoces.

Y si las conoces,

haz como si no las conocieras.

 

–...

 

–olvídate de piropos, que se ofenden.

Y no las persigas en la calle,

o van a llamar a la policía.

 

 

–...

 

–...no te emborraches.

Trata De Casarte Con Alguien De Allá.

 

–...

 

–piensa: haz otra vida.

 

–...

 

–...

 

–...ya que has decidido irte, hermano…,

olvídate

de este país. Y si puedes,

no vuelvas.

 

–...”

 

 

LXV

 

“Aquí”, dijo el viejo, con el dedo índice pegado

A la frente, en el centro. “Aquí fue el tiro”.

Era mediodía y el hombre llegaba

A la terraza del barrio en pijama, como si tuviera

Los hechos incrustados en los pliegues

De su rostro cerúleo y avinagrado, en su memoria

Transparente. Hablaba del hijo, de la muerte del hijo,

Un guardián nocturno.

Estábamos, ella y yo, con nuestro enfermo, con

Tres cervezas y nuestro enfermo, que había pasado la noche

Envuelto en un colchón, atendiendo la receta de una curandera

Que le había dicho que si conseguía sudar,

Sudar todo, expulsaría su mal; pero callamos

Para escuchar la historia del viejo. El sol

Se revolcaba entre las hojas, en los papeles sucios que corrían por el suelo.

Y de esas historias sólo ha quedado un comienzo, un lugar,

Dos dedos encima del entrecejo, por donde entró la muerte.


Mario Campaña (Guayaquil, 1959). Vive en Barcelona desde 1992. Sus últimos libros son: Aires de Ellicott City, poesía; Baudelaire. Juego sin triunfo, ensayo biográfico; Casa de Luciérnagas. Antología de poetas hispanoamericanas de hoy; Para una tumba de Anatole, de Stéphane Mallarmé, traducción; y, Francisco de Quevedo, el hechizo del mundo, ensayo biográfico. Los textos que publicamos pertenecen al libro inédito Lugares


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