Javier Bello



 

Poesía que violenta la referencialidad y que, a manera de lo más primigenio, busca quedar grabada en nuestros cerebros. Es constante el anaforismo, no siempre en los versos, sino en la totalidad del texto. Las enormes prolongaciones de imágenes que sincronizan con la respiración y que casi siempre parten del prosaísmo. La gran mayoría de los textos son paréntesis dentro de otros, elementos incidentales, a veces, que vuelven al origen de lo perpetuo, a lo circular y regresivo. Poesía hecha de palabras, de paisajes y gritos: ostentosa e impúdica, «poesía de poeta» La jaula es lo inexorable en el devenir: «los que marcan los libros mueren jóvenes», dice. La sentencia tal vez se cumpla. (E.S.)


 

 

de la rosa del mundo (1996)

 

Lapidados por la luna

los muchachos de los montes conocen con sus ojos de piedra las grandes alas

       del amanecer

y frente a los libros de sardónice devoran las espinas de oro

y oyen el largo bramido del otoño como un lobo amarillo.

 

Lapidados

por los sellos que oyen crepitar mientras la música arde,

mientras la única arena de las arpas se derrama en el odre de la noche

y fluye por la voz de los pastores muertos

y largamente hiere la piel de las camadas con punzones de hierro.

 

Lapidados

los muchachos escuchan el frío dialecto de la lluvia

y beben en la víspera del mármol el laúd donde la sangre de los príncipes

gorjea como el vientre de un niño.

 

Lapidados por la luna

los muchachos se devoran los labios como si fueran de nieve

mientras la leche de los tiempos se deshace sobre el vientre del bosque y

            entera fosforece

y helada se levanta, blanca como el fuego que prometió los cánticos.


 

En tu pecho las rosas van y vienen del alcohol a la noche, heladas sobre el bosque como alas o muérdagos, cuernos que hay en los pajares condenados al frío.

 

Y tú ardes, manchados los aceites nocturnos, los espejos como bestias que saldrán de su entraña, oscuramente ebrios ante el alba y la nieve.

 

La noche está vacía como el orféon de los muertos.

 

No hay más que esas heridas que giran alrededor del corazón.

 

Nubes entre los lechos y los ángeles muertos, cielos condenados a una órbita de humo.

 

La noche está vacía como el olor de los que cantan y se destruyen sin pavor ante la boca del fuego.

 

Helado nido el corazón al llegar a la muerte, helado como fieras o jade.

 

Helado cuando orinabas el mar, su antigua bestia blanca.

 

Así me he encendido.

 

Vacío como tus ojos cuando miras mis manos, vacíos como la nieve y la turquesa, vacíos como los célibes que giran y que aúllan, vacío como los soles enterrados.

 

Así me destruyo.

 

Amarillo entre las yedras que sorben las aldeanas del vientre de los dioses.

 

En tu pecho las rosas van y vienen del alcohol a la noche.


 

 

No volverás cuando sea el tiempo de las manzanas y los establos estén repletos de labios y las aldeanas aúllen por los caminos rojos porque vieron a la muerte desnuda entre las espigas vacías y el mundo era entonces una copa llena de raíces.

 

No volverás y será sólo el viento que enciende los oteros que arden e hila una araña muy negra en la carne.

 

Tú con los hombres que dan silbidos vivos como bellos delfines te desangras sobre los párpados de los acantilados.

 

Nadie te verá morir entre las amapolas.

 

Un caballo se helará en tus heridas y te bendecirán mujeres de grandes labios.

 

A la puerta de la casa están sentados los reyes, comen mazorcas y beben un vino oscuro con mariposas de piedra.

 

Nadie los salvará de la voz de la noche.

 

Una lengua cortada en un vaso de madera, una rosa mordida por un perro blanquísimo, la maldición encerrada en las nueces ante el muro del alba.

 

Tú con los hombres que saben silbar y al amanecer devoran el frío desde los botes de pesca.

 

Sólo les deja la aurora en los labios una guirnalda de humo.

 

Las aldeanas le aullarán a la muerte. Las manos vacías en el sol de los pozos.

 

No volverás cuando sea el tiempo de las copas de fuego. Te tragará la muerte.

 

Mientras los reyes esperan envenenados por el polen del mundo.

 

Al mediodía, como un ramo brillante, sólo quedan silbidos, en silencio, temblando.


 

de las jaulas (1998)

 

I

 

¿Qué es una casa donde todos duermen?

 

¿qué significa el canto de una casa dormida?

 

¿una casa blanca donde uno o tres o dos duermen?

 

¿qué significan los dormitorios cuando cada uno de los invitados al fasto dialoga con su propio preferido espíritu y no habla, pero no puede callar la proliferación en los ojos y en los labios ni espantar a las hormigas de los lugares rosados?

 

¿qué significa una casa cuando en ella sólo viven dormidos?

 

¿qué rastros fosforescentes dejan los ángeles que vienen a comunicar el sueño, la oscuridad y los nombres a los que están desnudos, desnudos porque han entregado sus manos a la fuente y al cántico y en eso ya no descansan?

¿qué significa esa sombra sin líneas y qué signos quedan después regados por el piso como astros sobrantes?

¿qué dicen los que duermen en el fondo del cuarto cuando no dicen nada?

¿qué habitación es la que se va muriendo y escucha el resoplido de un árbol?

¿qué alcoba se extingue de oscuridad y signos y vierte una leche espesísima para el abandono del amanecer, como si alguno orinara, como si alguno orinara?

 

¿Quiénes son los dormidos y cuáles son sus patronos?

¿quiénes los deudos del roble de donde mana la voz y la sustancia de la luz?

¿quiénes lían la fábula de los dormidos como si fueran espejos de otras formas, lentas bestias plateadas cuyo resplandor no brilla y en la oscuridad se deshace?

¿quiénes sostienen el flujo de los que levitan sobre lechos y sábanas sin dejar en el bestiario del polvo ni siquiera un rastro de nieve muy tibia, necesaria siempre para la exhumación?

¿quiénes sostienen el mármol con las manos del sueño y siguen ese rastro por un pasillo de aceite, como a tientas, como a gatas, como con ojos fijos?

¿qué significa una casa donde todos duermen y por qué los dormidos dicen de sí mismos que no tienen espíritu?

 

¿No tiene acaso espíritu una sustancia del tamaño del mar?

¿no tiene espíritu el mar si es verdad que canta y su canto revienta en medio de la soledad del vacío, donde no hay ni un caballo ni una espiga ni un álamo?

 

Yo nunca he querido responder a las preguntas del sueño para que brillen incrustadas en mis palmas y en mis yemas se vean verdes y mis amigos las lean antes de saltar y se hablen.

Nunca he querido responder a las preguntas a las que nadie en verdad contesta y florecen en una zarza parecida a la piedra de la elocuencia.

El aire recibe la suposición de mis amigos.


 

III

 

 

Ahora están los signos en el lugar de la miseria.

 

La estrella de seis puntas se estremece en dibujos que cortan y toda su materia que gira adelanta el gemido que tiene la pobreza en los perros y la demencia en los juicios.

 

Las grandes caras de los niños toman el vino entre las flores y una porcelana blanquecina con rúbricas extrañas y cáscaras de naranja en el aguamanil y lámparas brillantes, que no les pertenecen, les hacen amarrarse a sus gestos.

 

Detrás, detrás siempre están los oficios, la arena del trabajo, los espejos extraídos del odio para que se arrepientan y sean sólo un puño quebrado.

 

Los signos se encuentran en cualquier preámbulo de la muerte como ante las máquinas los ojos de los hijos indignos.

 

La realidad, su evidencia, no ha convivido con ellos ni los ha reconocido ni les ha dado su nombre, y en vez de huir despavoridos ante la intensidad de las pruebas se someten al polvo, al silencio y la nada.

En la contemplación de la muerte se dividen las armas, las linternas indican que el ojo es un coleóptero visitado por la imaginación de la escarcha y el miedo.

 

Los actos se suceden y la ciudad se convierte en la devoración de los gestos.

 

En las tardes de otoño, cuando ha venido el viento, la estrella se dedica a la narración de los hechos de la miseria, uno a uno atados por un ciego.

 

Ya no puedo marchar, los signos están muertos, los niños los mastican como flechas que hubieran labrado ante el alcohol y la maldad de sus amos.

 

Los signos ya no nos hablan de un gesto ni de un acontecimiento de mármol ni de la muerte sentada en la corona de los únicos divididos por la presunción de sí mismos, sino de la muerte del plancton, de la muerte del frío y del chillido de las especies como un cernícalo negro en el patio de la extinción.

 

Una plaza vacía en mitad del invierno es la patria en los ojos, la sutura de hierro donde avanzan campanas que no tienen sonido y no anuncian quién viene.

 

Ellos lloran por la erupción de su muerte, infectados a la hora de cantar, mientras tú eres seco y declamas ante el peso de la demostración del escorbuto.

 

Comprendo la oscuridad de tu rapto pero en mi boca cunden las manchas de la lepra, las cuentas del exterminio de una especie de cisnes enamorados de la pluma rosada.

 

Comprendo tu oscuridad pero tú eres tú cuando hay un receptáculo que define al terror, un viejo vaso de sangre.

 

En ese entonces la soledad se nos aparecía constelada y oída, un pasadizo donde estábamos regados de ceniza, pero nunca de alambres, y esparcidos en esa contemplación nos conducíamos y éramos náufragos, dichosos ante el canto de una sombra que no nos obligaba a ser esclavos bajo la carpa del circo.

 

No temimos entonces a los ecos ni al residuo de las señoras sentadas en el mármol de la ley, lo absorto ante el rocío como una hilera de dientes extraídos por otro.

 

El fulgor del vacío es una idea que se debe a lo reconocido en el territorio de la muerte y cuyo vaho es un cerco.

 

Todo lo que escucho se vierte a dentelladas, máquinas de la idiotez.

 

La aparición de los dioses ya no tiene que ver con el mármol sino con una interdicción sudorosa en la lengua.

 

El ánimo de los dioses es para nosotros un relámpago errado, un esqueleto de electricidad ebrio en la pimienta de altos fariseos con cabezas ahumadas.

 

La idea de la devoración, sin embargo, es un silencio que no tiene justicia.

 

Allí hay un cuerpo que arde y un sol definitivo de hormigas.

 

Me atrevería a los signos, ésos son y de ese modo pesan, pero nuestra sangre ya no es la misma, ni la sangre de los dioses nos ilumina ni fosforece desnuda ni triunfa cantando en los ríos.

 

Todo es un bosque como en mis manos todo es oscuro, una constelación de luminarias enfermas que conduce a lo espeso, a los días muy vivos, alambres excitados por la electricidad.

 

La lejanía está sentada en el cuarto, la lejanía está sentada en los ojos de una mujer sentada donde está sentada la muerte.

 

También tienes amigos miserables, amigos que raspan las mesas de metal con las cucharas.

 

Esta habitación fue construida con las monedas de la sed de los mamíferos.

 

El círculo más redondo de tu conciencia es una plataforma que gira soplada por los que son sorprendidos pensando en los muertos, ebrios por la pregunta de la desaparición y el sonido del viento, su materia y sus cajas.

 

Sí, el sonido es oscuro, pero en tu conciencia esa voz es un rayo, un altar sostenido por una retórica parecida a lo gris, a la demencia de los mendigos abandonados en los colectores de sobras.

 

Es extraña para mí la sustancia de los dioses y es extraña para mí toda sustancia.

 

Ya no tengo sustancia, ni siquiera aparezco en la fotografía destinada a los fantasmas ni ellos me llaman a la reunión de los pozos.

 

Los fantasmas pasean por la muerte, sedientos por la experimentación de las formas y el vicio de la velocidad en las hélices de las cafeterías.

 

«Hagan caso de mí, hagan caso de mí», dice el heraldo.

 

No pienses en nadie que esté sentado en medio de la verdad.

 

Recuerda a los leñadores furiosos, recuerda el retrato en las mesas.

 

Todo lo besaste, muchacho, hasta los anos levantados en el error.

 

Entonces brillaron los cantos.

 

Elegir la electricidad es roerse los dedos y no cambiar de alimento es peor.

 

Ahora se abren semillas de luz cuando cierro los ojos y abjuro ante el espejo y el viento del mundo.

Todo se abre hacia la luz pero el espejo se oscurece de pronto y no oscila.

 

Nadie está con sus gestos más de lo que el mundo los sostiene, lo que tarda en dejarlos caer como si vertiera una jarra de mariposas muertas en un escenario vacío.

 

Es mejor hablar en la oscuridad.

 

Lo que él dice de su lengua, lo que él dice que hace con su lengua es verdad, es la prueba de la invisibilidad de la muerte.

 

Aunque la muerte aparezca sabremos extenuar su erupción y no verla allí devorando cangrejos, en la sala contigua, en la sala, en la sala.

 

Dice que muerde el cielo, dice que se entromete en la máscara y gira, dice que habla con su lengua y posee un versículo, es favorito en la reunión de los cansados.

 

Los peregrinos se han puesto las gafas para convertirse en personajes, los niños los están mirando desde las balaustradas más pálidas, desde los balcones mismos de la enfermedad.

 

El escarabajo somnoliento en la garganta del gato es su joya pequeña, que han de extraer con los dedos.

 

Ellos poseen el gallo de fuego y la solapa de almirante, esperan la antorcha de sus prometidos.

 

Los niños están ciegos y dejan algo espeso en la blancura, si te acercas puedes ver que es una piedra o una aguja o una pluma o una carta perfumada de cera.

 

Ellos santifican la posesión de las vacas tras la mirada redonda de los patrones de los campamentos

 

Es mejor hablar en la oscuridad y morder la luciérnaga, apoderarse de un vagido como de un siglo entero y referirse a las rosas de hueso y al bronce de las hojalaterías y al trabajo de los matarifes y a la soledad de los vidrios y a los artesanos que cultivan miel y veneno para curar al cuerpo del demonio y la brisa.

 

Es mejor hablar en la oscuridad y concebir monstruos, monstruos que mugirán en tu cabeza como dentro de tus manos hay alfiles y copas que contienen los gritos, ánforas llenas de odio.

 

Es mejor hablar en la oscuridad y hablar así del vacío, de las pautas de música donde se descifran señales para la interpretación de la nada, la cabeza del hombre que mira el ejercicio del aire, perseguido por un astro sin tiempo, perseguido por una luminaria sin silencio y sin voz, sin día y sin noche.

 

Los signos están muertos, ya no podemos marchar por ese camino donde las madres resbalan y son fagocitadas por la verdad en penumbras, peligrosa demanda.

 

Ya no podemos marchar cuando miramos los cuerpos y los signos no hablan.

 

Resplandece el sosiego y los niños, con grandes caras dedos sin nombre, entierran su miseria en el mundo.

 

Es mejor hablar en la oscuridad.

 


 

VIII

 

La verdad es la isla donde se olvida el mar, pequeña polvareda que me ata a una piedra cautiva, un peso contenido de pechos o de amos, allí donde la yerba hace ruido al crecer, votiva yerba amarga que adormece en mi oído, allí yo dejo el ramo que los dedos cargaban.

 

No puedo sonreír entre la oreja y el pájaro, no puedo sonreír entre el niño y el ceño, la cuerda que abandona si los hombres trenzados responden a la voz del que gira, la misma enredadera que jalas en la muerte y te araña, vigías poderosos sostienen las agujas, sedientos de mi sed y mi sangre.

No sé de los señores que vigilan en paz, me describen, escriben, al amanecer mi cabeza está cansada de piedras.

 

La idea del día interior me ha permitido mirarte, cuando ordenas con pájaros el terminal de los archipiélagos, las carrozas donde encarnan las muchachas del alba.

 

Marcho hacia un infinito donde no se resuelva la verdad de la rosa, sino que en medio encarne, a paciencia del cuerpo.

 

Si te nombro tu paso está descalzo, como el humo pausado del jaguar que dormita en los pastos aéreos, si te nombro de pronto no existes, así la construcción de las parábolas hábiles se demuestra callando.

 

No tienes túnica ni cabellera azul que alargar hasta el polvo, no tienes más que la profundidad de las hojas.

 

Pasta sobre mis manos, pequeña anunciación sin condena, pasta sobre mi vientre, bestia mansa que no ofendes la noche con tu voz de ciruela, pace de mis mejillas la yerba más amarga que sacude el invierno, el cilantro más ácido que te mancha los labios de verde.

 

Pasta sobre mis manos, que la lluvia hace fila para entrar a mis dedos.


 

 

XIII

 

La imagen es la del que huye perseguido por el radio de la nieve y la nieve es la muchacha con antorchas que cabe dentro de su propia pequeña cabaña, la existencia de un árbol entre hocicos heridos, la imaginación de los lobos en el lento collar del invierno, único rastro tras la huella final del sonido, no el miedo a desangrarse en la escarcha, la arena goteando entre los nudos de gasa, la certeza del filo de hielo en el fruto de la congelación, el rocío en la ingle de ave, pero siempre el latido, lo que hace de la boca un cristal y del cristal una yema punzada contra un hilo de piedra, el azúcar del desangrado por el dardo de hueso y lo que ven sus dos ojos, el colmillo de las camadas ecuestres, la mano levantada del danzante ante el fuego, el teñido de tierra, la pluma poseída que hablará a los espíritus para pedir la lluvia, el mugido espeso de los búfalos que bendice los lagos del norte, el perro alucinado en la libélula cuando mira la luna y sólo se contempla en su aullido, la gran madre de leche que punza su pezón y atraviesa y cuelga del aro el gorjeo del niño, lo que escuchas llorar cuando todo es de niebla y hay párpados en los manantiales, piedras vivas en las cavernas vivas, tatuaje en el torso del árbol, el arúspice lento que devora las entrañas del joven para adivinar con la lluvia, lo que llora y es blanco y es silbido también y es alondra, el vaivén de la seda en la habitación del bambú, el bosquecillo tubario donde se cuela el dormido o la pantera brillante, la campanilla enfermiza que lloriquea en las sogas, el cascabel del que huye, el sombrero de paja que detiene al rocío, el poder de la fiebre en la garganta del héroe y la muerte que lame, la rama de tomillo que descubre el oído, el olor entonces del oído.

 

Noche, noche que no preguntas cuántos son los peregrinos sino que sabes la huella, dímelo. La imagen de quién es, la metáfora blanca del inmigrante ante los galpones del recibimiento, la fotografía del humo perdido, la llegada a los municipios de dios de las pobres manadas aullantes, el bramido del gris que representa el martillo ante las puertas del comerciante de huesos, pero también el desfile y la llegada del tren para fundar el pueblo, campamentos de esclavos en la hierba de las praderas lanares, el oficio de cobra, la sedimentación de los ancianos en lo hospitales, los viejos sentados que son sabios y aconsejan a los niños detenidos en los bancos de la difteria, los amarillentos ángeles que no deberás expulsar del portal de tu casa, que no deberás expulsar del portal de tu casa.

 

Y al fin, la imagen que recibe el que muere, herido por la lengua del caballo sagrado.


 

XIV

 

Oigo: el coito de los perros desmorona el tejado de los parques: veo: el revés de la fornicación de los hombres se tuerce del revés: toco: la ceniza cuando limpian el ombligo los días de niebla: huelo: los negros se queman despacio entre las sábanas: digo: el caballo con su mano de niño pequeño me pone una aguja debajo de la lengua: oigo: mi letanía sube las escaleras del patio:

 

del día surge el mal con su águila negra: su mirada revienta los cuerpos que se tienden debajo:

 

es que el río se queja, no lo dejan dormir
es que el río se queja, no lo dejan beber

 

es tarde: las monedas gotean al borde de mi aliento: es tarde:

 

del día surge el mal: el llanto moral de la avutarda devorando los niños del semen:

 

 

LA JAULA DE EDIPO

 

Tus ojos que vieron la luz, sólo verán tinieblas.        
                                                          Sófocles

 

No es bueno el ruido negro del animal junto al naranjo del patio,

no es bueno que el caballo negro de orejas negras cante toda la noche como si su cuerpo mismo
                fuera una lamentación,

no es bueno que componga toda la noche una canción de muerte con sus patas,

que la canción devore el sueño de los hombres

según la partitura de los árboles y la travesía que arrojan para ellos las estrellas.

No es bueno que los hombres se despierten con el gusto de la muerte en los labios

que para eso oyen sin tregua el profundo río de los agonizantes

latiendo por debajo de las camas,

latiendo por debajo de las habitaciones cerradas.

No es bueno que el caballo negro cante toda la noche en el patio

y golpee las piedras como si fuera un espía que se deja ver.

No es bueno que su canción dure toda la noche a mi lado

pues su duración no es benigna para mi alma ni menos para el algodón de mi cráneo.

 

Calla, niño de la noche, que te vengo oyendo aullar toda la noche,

calla, perro del valle, que te vengo oyendo aullar toda la noche entre las matas

cuidando la puerta del infierno con un niño en las fauces,

en las fauces un niño que no dejas morir,

y ya estoy tan cansado, y ya estoy tan cansado de todo este lamento,

de toda esta plegaria que sube por los techos y aguarda.

 

Nada saco con llorar si de nada han servido mis invocaciones,

nada saco con llorar si el huésped no ha querido irse,

si el huésped no ha querido abandonar el casco de su ruido en la piedra,

si el hedor de su canto se mete a los armarios y toda su zarza crece como loca,

si ya se derramó el aceite en la honda cuchara de los lechos,

en la piel de las mantas, en los tobillos mansos

de la mujer que sube la escalera y canta una piadosa cascada,

si ya se derramó el aceite

dentro de la mujer y la hoja del vaso,

dentro de las espinas que hierven en mis dedos manchados,

si ya se derramó mi sangre en un nido furioso de riachuelos pardos,

si ya se derramó mi sangre latiendo dentro de una arena que es mi propia sangre,

si ya se vertió la leche de los hijos sobre la misma bandeja donde fueron devorados,

si ya se vertió la leche de la noche como una cabellera quemada por esa misma noche,

la noche sin estrellas caliente en la mujer que parió a mis hermanos sin miedo.

 

No es bueno que el caballo negro que me regaló Creonte cante toda la noche junto al naranjo del
                            patio,

tarde toda la noche, tarde tanto la noche, toda la noche tarde en abrirme los párpados.


 

 

LA JAULA DE LA SENTENCIA

 

I

 

Cuídate de los viajes, hijo mío,

cuídate de los viajes y de los trenes

y del tambaleo de los barcos en la batalla del amanecer.

 

Cuídate de los trenes

y de la tierra donde baila sepultada una llama,

cuídate de los barcos y de los fuegos fatuos

como escondes tus rodillas del tormento de la tempestad.

 

Nunca entenderás el recorrido de los animales

por las veredas y los parques,

los animales malos que se comen la sed.

Nunca entenderás los ojos de los perros

que desaparecen tras el silbido de los cazadores.

No me digas que no has visto

los animales negros que tienen cara de anciano.

No me digas que no has visto

los caballos cansados que cruzan con sus patas la verdad.

 

Ten cuidado de los viajes,

ten cuidado de los trenes y de las potencias malignas

y de perderte entre tus propias aguas.

 

No dejes tu sombrero fuera de la casa,

no dejes tus guantes lejos del amanecer,

porque las hormigas te golpearán con sus antenas hasta causarte daño,

porque las piedras arderán en tus zapatos negros,

para que aprendas a no jugar con las líneas de tus manos,

para que recuerdes, hijo mío,

que el norte de las brújulas se come la cabeza de tu propio animal.

 

Cuídate de los viajes,

cuídate de los viajes y de los trenes

y del tambaleo de los barcos en los mares sin ley,

porque en los viajes va la muerte hablándote al oído,

porque en los trenes va la muerte sentada

y en los barcos va la muerte de pie.

 

 

 

II

 

Sólo miras el cielo,

conoces la intemperie,

las pedradas del sol.

Conoces lo que dices,

el olfato del perro

vuelve a ver las piedras que pisó.

 

Animal de la lluvia,

bestia de hielo y flores,

puro cuando el invierno te llamaba

a abandonar tu cuerpo, a obedecer

a la flechas calientes,

a los cepos quemados en las salas de piedra.

 

Tan soberbia es el águila en tu voz,

tan altiva la noche donde giran estrellas,

los nombres más hermosos de la yerba

que te incitan a huir, a rebelarte.

 

Miras el cielo,

es engañoso el mundo,

separas tus palabras de las demás herencias,

te rozas con la muerte

pero no puedes verla.

 

De nada servirá tu memoria,

animal parado en un rayo de sol,

tigre sin sentido que me preguntas sólo

por las leyes inciertas de la luz,

el día y su insistencia de caballo perdido.

 

De nada servirá tu memoria

contra el canto de un dios,

de nada servirá tu memoria

cuando clamen las aguas

su fervor de asesino.

 

Bestia de hielo y flores,

animal parado en un rayo de sol,

sólo miras el cielo,

y el cielo, el alto cielo, es siempre la condena de un dios.

 

 

III

 

Los que marcan los libros mueren jóvenes,

lo invisible quema nuestros actos con la fuerza del sol.

No hay libertad en la transparencia de las partituras,

no hay libertad a la hora confiscada por el cielo,

tatuamos nuestros días con el dedo de un dios.

 

Hijo de la paz y las decapitaciones,

hijo de la semilla que derrama el ahorcado,

no hay libertad en los ladrillos rojos,

no hay pureza en la palabra que dicta la noche a los patios.

Escondes tus libros del amanecer,

no pones en ellos tu nombre,

sólo tu luz de animal,

sólo tu caballo en la casa del padre.

No estás a resguardo,

no estás a resguardo.

 

Temes más a los vivos que a todos los espectros.

Mueren jóvenes aquellos que se van,

los viejos mueren viejos en sus camas,

los que marcan los libros y los que no los marcan,

los que cantan plegarias,

también los que maldicen,

los que esperan en la paz del señor,

los que van a la guerra con traje,

todos, todos.

 

Sólo tú cuando comes el fuego,

sólo tu caballo en la casa del padre,

sólo tu luz de animal,

hijo proscrito contra mi abecedario,

hijo cojo ante el ramo del sol.

 

Los que marcan los libros mueren jóvenes,

también los que les rezan,

también los que les ladran.

Cualquier otra verdad es ominosa:

cualquier otra mentira es un campo de alambres,

la palabra que viene, va descalza.


 

LA JAULA DEL AIRE

 

El animal del polvo con sus patas de pájaro

deja huella,

con siete dedos verdes de pájaro verde

abre en la zarza un hueco

quemado por la espiga de su voz,

gira en mi pupila

el pájaro del polvo con su aliento de polvo,

con su lengua caliente

sin saber que es ciego se transforma en león

y aunque las bellas plumas lo delatan

sigue afilándose las uñas contra todas las piedras

y es serio su clamor, su rugido, su fiebre

establece ebriedad donde hay herencia,

oración donde existe verbena,

piedra donde hay agua,

ingravidez en los reos

y embarazo en las muchachas que ni siquiera han besado una sombra.

Como toda su especie

es débil, pide perdón, y se cuida.

 

Yo no lo conozco todo lo que dicen que yo lo conozco

pero tiene la fuerza para escribir un poema en una sola noche,

derribar la casa que persiste en el sueño

cuando él aparece con el sol y me habla

y me dice que sí y me dice que no

al mismo tiempo,

y se echa a reír de las tristes amarras de los hombres,

cada una de las cosas que mira

con su ojo de ave o su ojo de gato.

 

Este pájaro verde,

más verde que el silencio y el terror que provoca el silencio,

quiere que haya mutación en las cosas

y origen también,

y cuando aletea quebrando las persianas

y luego se aparece convertido en león

me pide que le escriba un poema con verdad

aunque mucho la verdad no le interesa.

 

Yo no sé qué decirle,

darte al pájaro un voto de ebriedad o de sombra,

llenarle de ceniza los oídos,

untarle los dedos con azúcar,

insultarlo al hablar,

gritarle a la cara «ey, pájaro,

hijo de pájaro,

aunque seas león

sólo serás león en la furia.»


 

JAULA DEL PADRE

 

De todos los que comen de esta mesa

el único que vive de su fuego es el padre.

Yo no sé de donde vienen estas piedras

ni tampoco conozco a quien las trajo,

pero aquí las comemos, pero aquí las mascamos.

Salvaje padre sorprendido en tu error,

enemigo caliente de mirada amarilla,

me refiero a tu casa quemada por los bárbaros,

me refiero a tu lecho marcado por un nudo,

me refiero a tu alma que sale a predicar a la calle

el domingo volcánico de los evangelios,

palabra medio rota que envenena el suburbio

coronado por la lengua de un ángel,

coronado por la lengua que has de obedecer,

el decimal que te dará la muerte.

Padre en silencio, eliges el peso de tu voz,

el exacto calibre que arma tu vergüenza,

el bastón de la rabia, el cristal de la sed

cuando el cáncer congela tu garganta

y te deja alucinar en su hueco.

Padre furioso contra un sol de neón

padre furioso contra un grito de fuego,

encerrado con la luz que no entiendes,

encerrado en la jaula del mal,

perseguido por tus bestias de piedra

ofendes la raíz de los árboles.

Los moros hablan en lengua de cascada,

llenan la calle de abejas y restos de miel,

llevan otros dioses, traen otra ley,

un tibio cascabel atado a la cintura.

Las hormigas se comen un perro,

el perro se come la cara de un hombre,

el hombre el excremento de un buey.

Bajo las mantas están tus hermanos

agazapados en la lágrima de su propio calor.

Este fuego es su fuego, y es mi fuego también,

este fuego es su hambre con las alas de mosca.

Un hombre se come la cara de un hombre.

Yo, mi padre, el padre de mi padre.


 

JAULA CON PAISAJE

 

Si tuviera un paisaje más que este fuego que devora mis brazos,

si tuviera un paisaje más que esta luna que atraviesa la garganta del río

y lo hace gemir solo contra sus propias piedras

y es el fulgor de un dios el que me ladra

desde el fondo del miedo su demencia.

 

Si tuviera un paisaje más que el dragón de mis manos,

si tuviera un paisaje encendido por la luz de una escama,

no sólo este excremento que guarda el calor de la sangre,

no sólo este excremento que se parece al oro, pero que no lo es,

no sólo este excremento que tiene el resplandor de la cal

encima de los muros rojos, vivos,

encima de los muros colorados por los fusilamientos

yo acerco mis labios hasta tocar la piedra

y oigo su gobierno de reyes expulsados,

oigo su pared sin madres y sin sábanas,

su estercolero oigo del tamaño de un hombre,

su república de manantiales muertos,

su envergadura de torrentes helados,

el espejismo roto de la atmósfera

y las sustancias solas que me hacen llorar.

 

Entonces digo que esta aguja que tengo no es llama,

que esta aguja que tengo es hambre que comulga en el fuego,

que esta piedra que habita mi cabeza me obliga

a decir lo que digo en los huesos que guardo,

a decir lo que veo contra mis propios padres,

a desatar la rosa contra el acantilado,

a predecir racimos verdes en la aurora,

a decir, a desatar, a predecir,

a predicar el fuego.

 

Vehemencia amarilla de las casas desconchadas por el sol

ante los ojos ebrios del invierno,

vehemencia blanca del sol sobre una tierra estéril de cabreros

que ha desaparecido con sus siervos y sus amos,

en los establos secos, en los pasadizos del bosque quemado por los pasos,

vehemencia negra de los ojos que caen en su raíz sin lecho,

en el hueco que abandonan a mi lado los hombres,

vendedores de vino que deja borra en el vaso, todo un pueblo enterrado

viene a temblar a mis huesos con palabras heladas.

 

No es el dios de la lluvia que se acerca con sus anchas vocales,

no es el dios de la lluvia que me habla con su voz de madera,

es una lengua negra que cae sobre la leve profundidad del llano,

allí donde el cuerpo se transforma en animal, agua con las uñas heridas,

y el fuego no tiene un establo que fecundar con sus labios,

una casa de palo para que baile la soledad de la llama,

hoguera, leña húmeda del bosque de mis padres,

hoguera, árbol ebrio para erguir en la frente

con las manos metidas en el alba,

con las manos metidas en un río sin fuego, en su luz ignorante

el cepo de la lluvia que viene a comerciar con mi lengua.

 

Voy por una ceniza que mi pie no conoce,

voy por una vereda con baldosas marcadas,

mi ojo interroga al farol más absorto,

mis dedos sucumben en la rosa del aire

y no entiendo su fuego, no entiendo.

 

Éstas que están aquí no son mujeres, ni éstos son muchachos,

tampoco hombres que esperan bajo el péndulo insomne de los dioses cristianos.

Carne de los mercados, carne de las letrinas, carne de los apeaderos mordida por los gatos,

carne en los mingitorios de la ciudad sitiada,

carne ritual de los grandes leones que vomitan ante la cruz de los náufragos,

súbita carne de los leones blancos que orinan al amanecer en mis manos,

carne inmensa que han vendido por igual al soldado y al tísico,

al cura y al infectado,

carne de las esquinas descalzas en la niebla,

carne de las iglesias donde mienten los labios,

carne sin vestiduras para dar a los borrachos del muelle,

carne roja sonando con cascabeles sucios,

carnaval de navajas abiertas.

 

Miro el sol del invierno como un dios ofendido y pequeño

con largas calzas rubias y un odre en el morral y un báculo de palo,

me hereda su sonrisa el árbol de las fábulas

y en cada cicatriz una piedra enterrada,

este paisaje negro que se muerde en mis brazos,

esta tierra sin amo que no cabe en su herida.


 

Javier Bello (Concepción, 1972). La noche venenosa (Concepción: Letra Nueva, 1987), La huella del olvido (1989), La rosa del mundo (Santiago: Lom, 1996), Las Jaulas (Madrid: Visor, 1998), El fulgor del vacío (Santiago: Cuarto Propio, 2002).


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