La selva del espejo: la poesía de Vladimir Herrera
por Helena Usandizaga

1. El contexto generacional y latinoamericano

La sensibilidad de la generación del 70 en un ámbito general latinoamericano y la poesía de Vladimir Herrera se pueden leer con un trasfondo común. No pretendo, sin embargo,  hablar de movimientos o tendencias, pues creo que es más iluminador hablar de casos. En la poesía del 70, el trasfondo no es Cuba como en la poesía del 60, sino el movimiento beat, y dentro de éste no sólo las lecturas literarias, determinantes sin duda: la sensibilidad de esta época la determinan también las drogas, la música beat y sus grupos emblemáticos, y las presencias de Allen Ginsberg en Lima y Jack Kerouac en el Cusco; y, porque no, también en Cusco, Denis Hooper con el rodaje de The Last Film, en 1968. Como sugieren estas anécdotas, no sólo en Lima ocurren cosas: en el Cusco, el poeta Américo Yábar da un recital esposado, protegido por el cholo Nieto; Raúl Brozovich se pasea con Jack Kerouac por la plaza de Armas. De este momento, de esta sensibilidad, salen dos libros destacables, que son los dos grandes libros de la época: En los extramuros del mundo (1971), de Enrique Verástegui, y Mate de cedrón (1974) de Vladimir Herrera.

Este momento también se convierte en uno de conexión latinoamericana y europea. Acuden a Lima escritores europeos y latinoamericanos; y luego, debido al éxodo tras el primer momento de relación con la revolución peruana y sus órganos periodísticos, se genera un circuito que se amplía por la errancia latinoamericana de la época. En el caso que nos interesa, hay que hablar de los chilenos en México y Barcelona, por ejemplo, los ligados al movimiento infrarrealista: Roberto Bolaño, Bruno Montané, Mario Santiago. En Barcelona se aglutinan con ellos peruanos como Américo Yábar y Vladimir Herrera, y por un momento el propio Verástegui, mexicanos como Orlando Guillén, y españoles como Enrique Vila-Matas y Cristina Fernández Cubas. Más tarde, en México, Vladimir Herrera trabaja en un taller de poesía o comparte lectura y escritura con los mexicanos David Huerta y Alberto Blanco, y los argentinos Tamara Kamenszain y Héctor Libertella; a la vuelta a Barcelona se amplía este horizonte poético no generacional, donde estaría también Oswaldo Lamborghini. Posteriormente, en este circuito latinoamericano, hay que tener en cuenta a Reynaldo Jiménez, peruano de Buenos Aires, como alguien que aglutina sensibilidades en su revista Tsé-Tsé, y a Magdalena Chocano en Barcelona que conecta con la sensibilidad mencionada.

Este panorama dibuja una dimensión latinoamericana de la poesía y también de la crítica, recogida en algunos volúmenes de ensayos y en algunas antologías, como Medusario, antología del neobarroco. Desde la crítica, de la poesía de Vladimir Herrera se han ocupado Julio Ortega, quien selecciona su libro, junto con el de Mirko Lauer, como los dos libros de poesía peruanos del año 2000, en una selección latinoamericana y general; Américo Ferrari, el crítico peruano especialista en poesía  peruana y universal, quien le dedica un extenso y laudatorio artículo en Hueso húmero recogido luego en su último libro de ensayos; Efraín Huerta, quien comenta su poesía desde México con erudición y entusiasmo.

De esta generación, sin duda, se derivan trayectorias personales que desarrollan y trascienden la semilla inicial. Editorialmente, las trayectorias mejor consolidadas  son las de Abelardo Sánchez León en Visor, José Watanabe en Norma, Renacimiento y Pre-textos, y Vladimir Herrera con la publicación de Poemas incorregibles en la colección Nuevos textos sagrados de la editorial Tusquets, posiblemente la colección de poesía actual más cuidada e importante en lengua española.  La colección había publicado títulos de Enrique Molina, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Antonio Colinas, Juan Luis Panero, Juan Ramón Jiménez, Francisco Brines, María Victoria Atencia, Guillermo Carnero, Manuel Padorno, Virgilio Piñera... Aún así, Aurelio Major, conocido crítico mexicano y valorado consultor de editoriales, declaraba que el libro de Herrera recuperaba esa calidad de la colección tras algún otro título no mencionado que no le parecía a la altura de los anteriores.

 

2. La trayectoria poética de Vladimir Herrera

En este contexto, el caso de Vladimir Herrera debe sin duda incluirse en la sensibilidad del 70, pero también hay que reseguir cómo fructifican éstas y otras semillas en su poesía. Desde el inicio están las lecturas generacionales (la poesía beat, Martín Adán, Vallejo), y otras lecturas que sedimentan y fructifican: Eguren, Westphalen, Eielson. Está sin duda la gran tradición francesa -Baudelaire, claro-; española -el barroco especialmente, Góngora-; hispanoamericana (Lezama Lima, Molina, Sabines...) e inglesa, y de modo peculiar la poesía en lengua portuguesa o brasileña: Fernando Pessoa, Antonio Ramos Rosa, Haroldo de Campos, Joao Cabral de Melo Neto.

Para detectar la sensibilidad de esta poesía intentaré hacer una lectura, que es mi lectura sin duda, pero que pretende apoyarse en las huellas que el texto deja marcadas para que un hipotético lector se inscriba en su trayecto. No pretendo traducir los poemas, sino operar con el texto; se trata de una actividad sólo a medias hermenéutica y más bien semiótica, de detección de redes de significado. Me centraré menos en Del verano inculto, puesto que en estas jornadas hay otro trabajo sobre este libro, y me dedicaré más a los otros poemas, sin omitir alguna referencia a núcleos de sentido que se pueden entender a partir de algún poema de Del verano inculto. Seguiré la secuencia del libro publicado en Barcelona en el año 2000, Poemas incorregibles, si bien el orden de los libros recogidos en esta colección de poemas es a grandes rasgos el contrario de su publicación.

El conjunto titulado Últimos poemas tiene como tema de fondo, creo, el núcleo de la experiencia que genera el poema, y en consecuencia el arte; se habla de cómo ese tosco alimento de las pinturas, cómo ese océano del comienzo del poema es a la vez prisión y fluencia que el poema convierte en “himno en la fragua de los dientes”. Observamos ya en este libro algo que me parece central en esta reflexión sobre la poesía y la experiencia: no existe una supuesta meta que sería el arte puro, y que trascendería la realidad, sino que hay una continuidad con esa realidad misma pronunciada en “la sílaba de Marte”. Esta confrontación entre la realidad y el poema no postula tampoco un grado cero del sentido, la realidad como referencia, como algo que debe reflejarse, sino la experiencia de lo real como discurso sensorial y significativo que se elabora en el poema. Discurso del poema y discurso de lo real mantienen pues una relación dinámica.

El primer poema del libro habla ya de la comunicación entre la experiencia y el poema; se parte de lo ya poetizado o percibido como poético, “eso muy índigo en el estuco”, “imantado aliento de Darío”. El “tosco alimento de las pinturas” o la “granulación del tiempo” en la fotografía o la pintura son “cárcel y río”, pero acaban confluyendo y dando forma al “Himno en la fragua de los dientes” (13).  En “Come besos...” se enuncia la posibilidad de comer la realidad y luego recitar la inmensidad con una imagen destellante: “Azabache goteado/ Colige loto/ De las aguas/ Que inaugura/ El azul frondoso” (17) y que al final no es una abstracción sino “La costa del Perú/ indistinta del hado” (18). Los seres identificados en el poema como animales que tejen “de la playa sombra” (19)  o comen “en su platillo/ De nata/ Los dientes de nácar/ Del culto de ti” (21) son imágenes de la palabra que se genera en el cuerpo. En el poema que comienza “Como decoloración lenta en la glotis”, ese cosquilleo es el “desnudo océano del comienzo en el poema”; subiendo la misma escalerilla que Góngora en el poema de Martín Adán, se produce la sensación en el órgano de la palabra que deviene “Sílaba de Marte/ la que sabe de su forma” (23). La palabra, entonces, da forma a lo percibido, pero es también percepción vital seguida de la enunciación corporal. Por eso, creo, la presencia de los animales en toda la poesía de Herrera: animales a medias fabulosos cuya límpida corporalidad es un instrumento de resonancia de la palabra, que se genera no en la abstracción, sino en el pulido temple del cuerpo, morada de la imaginación, el cuerpo que ve y toca lo real para iluminarlo en el poema. Esta corporalidad de la palabra es el ritmo, el tono, el único modo de decir reviviéndolas “las palabras de la tribu”. Los animales de esta poesía son sobre todo el ciervo, el alción, el ciego pez, los caballos -alazanes quizás- la liebre, el delfín, el lebrel, el centauro, y hasta el cerdo.

Esta palabra enunciada desde el cuerpo es además compartida y ritual; y se genera en la lengua vista como “larva de sol” por la inminencia que contiene (25): “Repite conmigo:”, dice el poema, “Esta larva de sol/ De mi lengua...”. Repite conmigo esta inminencia de la gloria que en el poema está tras los golpes y palmas de la muralla, “Y espera en lo ordinario/ Tras los yambos/ De animado vestigio” (25), o sea, espera tras el ritmo poético conseguido como un atisbo. Esta palabra repetida a dúo o a coro no es pues una palabra aislada del poeta en su torre, sino pórtico que hace compartir la inminencia, y es el tú el que inicia (el poema que se inicia o ella que habla, como se quiera): “Los ojos en el océano de rayos sonámbulos/ Tu inicio” (27) y esa otredad es la que provoca el acontecimiento estético, la interrupción del fluir ordinario para fijar el instante y crear otro fluir: “Surcos parajes pigmentos de luciérnaga/ Luciérnaga de palabras/ Infinitas/ A mi lado” (27). Por eso en este libro está también, aunque de modo menos opuesto a un elemento móvil y que busca que en Pobre poesía peruana, la idea del centro anhelado, de lo receptivo y abierto: “Espalda de luna inmaculada/ que se abriría/ En la glorieta” (29), o, más artera, la “Vulva celosa en la sombra de la eriaza/ Campánula sola de errados fuegos, patio de sol/ Boca filosa de capulí tinte de viento/ Junto a la rueda del beso de artimaña” (31).

Este conjunto de poemas lleva a sus últimas consecuencias la meditación del siguiente libro antologado, Kiosko de Malaquita. Se trata de una serie de homenajes a algunos de los poetas peruanos presentes en el trasfondo de la poesía de Herrera, y la clave de lectura es la peculiar percepción sensorial, sensitiva, pasional y estética de cada poeta homenajeado y cómo se juega con ella. No es posible, por cuestiones de tiempo, entra en el análisis de estos poemas, pero su lectura los revela simétricos con las preocupaciones mencionadas. 

En Pobre poesía peruana (1989) encontramos el desarrollo de un trabajo ya iniciado en Del Verano inculto (1980), y que incide en el proceso activo de la percepción y la entrada en el mundo en relación con el tema poético, que creo que tiene correspondencias con algunas actitudes de la poesía de Westphalen, repetidamente homenajeado en estos poemas: es la búsqueda a la vez abandonada y activa del poema que habla de la “Vuelta a la otra margen” y de la persecución de la Rosa grande: “Rosa grande, ¿no has de caer?”, dice Westphalen en  el poema aludido (“He dejado descansar tristemente mi cabeza...”). Lo que da forma a la experiencia que ha de elaborarse en el vacío, en  un  acto de riesgo e imaginación, es  

 la pasión, el ritmo del cuerpo, la  palabra  ritual  y  compartida  ya mencionados. Este libro, al igual que Del verano inculto y toda la poesía de Herrera, puede leerse en relación con el tema erótico, pero pienso que es pertinente darle un sentido más general. En este libro, como en los siguientes poemas reseñados, está el Perú: sin estar ausente de los libros anteriores (recordemos la presencia poética en Kiosko de Malaquita) creo que sí se puede observar una presencia cada vez más firme de ese imaginario paisajístico y temático.

En Pobre poesía peruana (1989), la destinataria de la búsqueda, “la inquilina en/ Los trazos de grisalla” (49) -ella o la poesía- es el centro móvil que gira, lugar de búsqueda y refugio, es aire que se mece y bascula, “nido oscuro”, “inatacable seno” (49), extensión aérea y cóncava. Frente a ese centro, el arco y la flecha, el ataque de la búsqueda: “Armada en orígenes/ La hondura del arco/ La tropilla alegre/ En la terraza latina/ Y hacia su flecha/ Picante/ Su rabioso vino” (49). La mirada es también instrumento de entrada en el mundo, pero a la vez es la mirada que refleja o más bien refracta y reflexiona, creando, dando forma: “La mirada esmeralda/ En la selva del espejo” (51); mirada que camina y toca “trazando el paraíso”. Y el poema es pasión de construir, de hacer florecer “signos/ en la oquedad tomada”, en el vacío llenado por la pasión poética, que da forma en el  abismo: “Polvo de lloro/ Trenzado en el vacío/ Pero inmortal/ Resuello/ Y nunca visto/ Alivio” (53). La palabra es escritura, “pliegue de tinta”, y a la vez plegaria, palabra íntima y ritual: “De su falda/ La estrella roja del/ Vahído la/ Recitación y el rezo” (53). La percepción, que une la experiencia poética y la experiencia a secas, es conexión con lo otro por la belleza y la sensación, es beso “Aficionado bajo la/ Sombra del/ Trapecio de la belleza/ Su cálido dédalo/ Desnudo” (55). “Oscura de/ Amurallada tarde...” es el poema del centro oscuro fulgurante y su deseoso, rampante de amor: “No dejas de amor/ Que te llame rampante/ Niebla de trementina/ Que te diga/ Las comisuras de luz/ Con que la tibia/ La domeñada hembra/ Del alción te acude” (57). La actitud de búsqueda activa se combina con la de la conexión casi sonámbula con el centro que se desarrollará en libros posteriores, tal como se ha sugerido.

Pues el arma para tocar la otredad no es sólo el impulso activo: es también la palabra mortal, la que “Lame la realidad”, la que “Tiende el espacio”, la que revela y consuela el brillo pobre de las espinas: “Linimento/ Señal de llanto que/ Aparece cuando amor/ Tensa cuanto amor/ Tienta o prueba el/ Brillo de luz pobre/ De espina de aquí” (61). “Fragmento...” dice la detención de lo real en la página, en su dimensión estética que lo vuelve de nuevo móvil, y se refiere con una significativa paronomasia al “Monumento a la aspirina” de Joao Cabral de Melo Neto: “El paso/ Quemado/ Que amó/ Como acidez del/ Sol de la aspirina” (63). El poema titulado “Haroldo de Campos” se convierte en una pregunta por la poesía: “¿Quién te perdió poesía/ que ni te esperan/ en el antro de dicha?”  (65). Ocurre que, evidentemente, esa conexión entre la experiencia vital y la experiencia poética no es fácil ni fácilmente comprendida. Estos temas están planteados desde Del verano inculto, y creo que referirse a algunos de esos poemas resulta iluminador. En este libro se habla de lo real como confrontación con el arte, como su validación y legitimación: “Y la idea de lo real en perspectiva de aguas da fondo/ Al artificio: un pulcro paisaje de veleros que enfilan/ En sentido opuesto al retrato movedizo del deseo” (Lucerna sum tibi –cito abreviando los encabezamientos del Himno de Argirio-, 143). En este libro se propone ya la relación entre el arte y la vida como ligados por un espejo que no refleja sino que construye: “Pero el espejo, sujeto de la cita, del que escribe cortesano/ cumple el asedio, ordena que la forma fatigue a su deseo/ que se oculte la corva en la copa de jarabe y descritas/ sean las piernas en el alma altiva/  Y/ se/ pavonee la vida” (“Triciclo de oro en el espejo”, 96). En estos poemas, la alquimia actúa como el arte que detecta diferencias y contrastes en la masa discontinua de lo real para recomponerlo con la dosificación precisa: “Y que engendra lo mismo una melografía/  Que una noche de juegos donde una mezcla/ Una diferencia componen linterna y arenas” (“Elixir para lo blanco”, 99). La alquimia, que saca oro de la materia, “Dicta su cornucopia entre las matas/ Su recitario en un lecho de polvo” (99), porque no es arribo, sino dolor de lo ausente (“No litoral pero astro de la nostalgia/ Y lento beso, de vitriolo”, 100).  También en “Figura del lebrel” se habla de la poesía como selección de cifras y confrontación con el instinto que es también poesía y belleza: “Así a veces inclinado hacia el agua sueña el limonero/ Una cabeza de oliveras tomada del oro de Bizancio/ Y despierta en la sombra de la pared meada// En que ha tentado el lebrel los pasos de su hembra muda (111). En “Il mestiere di vivere” la poesía se confronta a la muerte y al deseo: “Algo tan insular como vano mito de lejanía/ En el poema   En esto nos sorprende la muerte/ O nos hiere el amoroso deseo” (117). En “Tú movías apenas las caderas”, está la poesía como memoria y percepción oscura, una nueva conexión con la experiencia: “Los animales ciegos grabados en las paredes del solar/ en un alto de la noche transversal todavía danzan/ y se tocan la belleza herida crepitando/ con ruido de metales adverso y colorido” (125). Soledad de la manzanilla es un especial núcleo, donde se percibe la referencia de lo real por la palabra, con una especie de deslumbrado asombro: “Y de tu pelo el dorado borgoña/ Brotando con simpleza del idioma/ Vil”, 131, en Solvere volo. Salvare volo muestra lo real como legitimador del arte: lo real no es lo realista ni lo real como la vida misma, sino el discurso de la percepción de lo real. Se trata de lo poético como memoria y forma; el espejo que oculta el lado oscuro de la casa para revelarlo (133).  En Ornare volo está el arte como límite y como inminencia, como el tacto sutil de lo que huye dejando una canción triste: “Y canas de la musiquilla lenta en el ribazo” (141). En Lucerna sum tibi está la paradoja de la relación entre el arte, lo real y el deseo citada anteriormente.  En Ianua sum tibi, la metáfora es una puerta a la percepción: “La reina de piernas desiguales”, aunque sea “la metáfora en sí/ y para sí” (145) En Qui vides quod ago se manifiesta la continuidad del arte y lo real, la fijación del instante que le da nuevo impulso: “Ambos de su común azul logran el mar, de su fijeza/ Un día en que se ha comido y bebido con dispendio” (147).

Volviendo con estos precedentes a Pobre poesía peruana, “Monte adentro” y “Pobre poesía peruana” son dos acercamientos complementarios al ritmo de la búsqueda en lo poético y en lo real, a través de la música y el baile uno y de la poesía el otro, aunque mezclando ambos las armas de la búsqueda. Ambos inciden en la actitud de persecución activa y a la vez de advenimiento que es la revelación estética y vital. En “Monte adentro” la rumba, el son y la guaracha son trasunto de lo real perseguido “Abierto día de sombra/ Tatuado en el océano”, 67). La rumba es en efecto búsqueda a partir de la ausencia, “Páramo/ De confín negado”, pero luego entrada anhelante en el paisaje, persecución y a la vez entrega: “Son de las acequias vagaroso/ Errante naipe y desfloración/ A la herradura que narra su/ Valiente rosa grande/ De casamiento undívago” (68).

La referencia a la rosa perseguida de Westphalen nos hace conectar con el poema siguiente, y recuerda alusiones leídas en “Poesía a sus paisanos”, en la órbita de Del verano inculto, y otras como en Últimos poemas. “Pobre poesía peruana” alude directamente al poeta y a su sensibilidad: “Westphalen tirita entre las horas/ de su felicidad de nuevo librado/ a la sombra de una rosa grande” (69). El poema registra la sabiduría poética que penetra las cosas, la inteligencia a la vez masculina y femenina en las horas crepusculares (“la afanosa sombra de la rosa/ que ya no quiere caer”), el asedio poético, las manos con las que Westphalen toca el mundo y establece la continuidad entre el poema y la vida: “Pero el viejo ordena sus manos/ mercurianas limpias calidades de iridio/ como en vitrinas de ciudades áureas”, 70. Este poema dice cierta sensibilidad de la que se ha hablado, latinoamericana quizás, con imágenes deslumbrantes: “Allí practicaba Lezama/ El arquetipo su equitación de ciego/ Allí pisaba el polvo de su amadora senda/ Alto en un patio de voces// Que han invadido las llamas/ La arcilla de las hadas/ El árbol de Ayacucho...” (70). Como en Westphalen, hay recepción y a la vez  búsqueda porque la belleza invade y huye,  y hay también un viaje hacia la quietud de la unión, que es activo porque es construcción rigurosa: “En tránsito a su enamoramiento quieto/ Aún todavía compás de eclipse/ El viejo de la rosa grande/ Toda exageración y cumplimiento/ Toda consumación de constructor/ Riguroso/  El viejo surrealista peruano” (71). En este poema, y no porque sí, está el Westphalen  constructor de lo real y lo poético que hace resonar la pasión: “Nimbos trueno son/ De su alegría fosca”. Contrariando a la crítica que interpreta negativamente la actitud de abandono (Paoli), aquí la pasión de Westphalen es la alegría fosca o la felicidad precaria (“la felicidad/ meando de puntillas en los vínculos”, 69), y al poeta se le oye pasar “Silbando espejos” (71): espejos que se silban, no que se pasean a lo largo del camino, porque será el tono del poema el que diga la experiencia, y como la mirada en la selva del espejo, el himno ayuda a refractar y reflexionar, no a reflejar. Pues el poema pretende decir lo intuido, lo deseado, lo ausente, lo lejano posible; todo aquel misterio que la superficie de lo real presenta en otro poema de este libro de Herrera como “Rastreada especie de líquido temblor” y que desde el destierro se puede percibir a través de la experiencia  que va más allá de lo mental: “Sobre la mesa lenta/ Sus plumas brillan/ Son la frontera de la mente/ La polvareda de la mente”, pero esta percepción se da gracias al deseo (“el hambre”), al ánimo “del flechador a la nube”, y la pericia poética: “Los utensilios de la sombra” (73). “Dogaresa”, con una clara lectura erótica posible (“Mira cómo respira el agua en la separación/ De los orbes tus nalgas incrustadas de arena/ Sin márgenes. Dogaresa”, 75), dice también del ya comentado carácter interactivo de la palabra, la luz que emerge como la palabra de la oscuridad o de la niebla, el oído que invade como música ritual de la naturaleza, que aluden a ese estado de receptividad parecido al del “dormido despierto” como Paz llamó a Xavier Villaurrutia: “Reza escucha elevados ríos/ Sin olfato ni cueva ni razón/ En lenguas de calor el pasto rojo y la separación/ De los orbes” (75). “Juan José Herrera Pino”, el penúltimo, conecta con los poemas añadidos al final del libro por la poetización de una figura referenciada como real: “Padre viaja/ por una edad de bronce/ de fulgor recamado/ como erguido perfume/ de raíces” (77).

En los poemas últimos de Poemas incorregibles, que en este caso sí corresponden con la cronología de su escritura, hay una mayor referencialidad espacio-temporal y en alguno una cierta narratividad. En todo caso, la espacialización y la referencialización no son gratuitas: “En Urcos en febrero el año dos mil de Chagall”, 155, “El café por ejemplo lo compramos en la calle de un convento”, 156.

 Como conclusión de la lectura de estos poemas, podemos decir que en ellos el arte es una especie de iluminación o cristalización de lo real; pero una cristalización que la luz del poema convierte en aún más móvil y fluida que la de la experiencia común: es un ritmo que altera y revela el ritmo de lo real. Hay pues una continuidad de iluminación entre ambos: el espejo no desdobla al objeto en reflejante y reflejado; no nos perdemos en la selva del espejo para olvidar lo real, sino que finalmente el arte ilumina a lo real y viceversa.

 

 

 

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