Estación reunida, "el grupo sin grupo":

una aventura político/poética
por José Rosas Ribeyro

José Rosas Ribeyro y Óscar Málaga

Quiero empezar este rápido recorrido por lo que fue la revista Estación Reunida citando a uno de los más ilustres representantes de mi generación intelectual, política y literaria. Se trata del historiador Alberto Flores Galindo. Les pido que antes de escucharme a mí lo escuchen a él:

           

"Las generaciones no surgen automáticamente al igual que la historia no es un mecanismo de relojería. De allí que resulte inútil discutir su periodicidad: diez, quince o más años. También es absurdo escoger una fecha arbitraria y tomarla como un hito fronterizo inamovible. Las generaciones tampoco resultan de la decisión de un grupo que se autotitula como tal en busca de una identidad literaria. (...) El término ha sido demasiado empleado, hasta el maltrato..."

 

Y etcétera... Flores Galindo analiza, pues, su propia generación en el ensayo titulado precisamente: “Generación del 68: ilusión y realidad”, publicado en el n° 7 de la revista Márgenes, en marzo de 1987.  Su ensayo es, como él mismo lo señala: “una discusión” con otro que escribió Eduardo Arroyo titulado “La generación del 68”, que apareció en Los caminos del laberinto en 1986. Estos son, en mi conocimiento, los primeros trabajos realizados en el Perú para demoler con argumentos sólidos, productos de una reflexión seria, el mito aquel de que en este país, desde mediados del siglo pasado, estarían apareciendo generaciones artísticas e intelectuales cada diez años y, además, en cifras redondas: la del 50, la del 60, la del 70, la del 80. Y a partir de la última década del siglo XX y hasta ahora, parecería que el fenómeno se acelerara, dándose generaciones cada cinco años y pronto, por qué no, cada dos años o una generación por año, qué mas da. Todo esto sería risible, parecería un chiste, si no fuera síntoma de algo más grave: la pereza intelectual, el temor a salirse de lo ya establecido, la repetición acrítica de lo que se viene diciendo, la incapacidad para abordar desde la razón y el análisis -y no desde la pasión y lo arbitrario- los acontecimientos que han marcado para bien o para mal a nuestra generación: la generación del 68.

 

No crean que empezando de esta manera me salgo del tema tal y como está anunciado en el programa del seminario. No, para nada, estoy en el núcleo mismo de la problemática que representa Estación Reunida, una revista pobre y artesanal que nació aquí, en la Facultad de Letras de San Marcos, en noviembre de 1966 y murió aquí mismo en junio de 1968, de muerte natural. En ese periodo se realizaron cuatro entregas de la revista -y no cinco, como afirma Ricardo Falla en Fondo de fuego-, siendo el último un número doble, el canto final del cisne antes de que la realidad termine por quebrarle el cuello. Tiene razón Falla, en cambio, cuando destaca la vinculación de Estación Reunida con el ELN -Ejército de Liberación Nacional-, una organización guevarista que algunos, no yo pero sí Falla, incluyen dentro de la “nueva izquierda”. Yo dirigí la revista no por “encargo” de una persona en particular -contrariamente a lo que afirma Falla, equivocándose de nuevo- sino a pedido de la organización a la que pertenecía. Esta situación me permite precisar, pues, que Estación Reunida nació con el apoyo financiero -mínimo, por supuesto- de Cuba y con el objetivo, ampliamente reconocido por los editores, de promover en el Perú la acción de quienes empezaron haciendo poesía, literatura, y muy pronto -como lo proclamaban en aquellos años Sartre y otros intelectuales de aquí y de más allá- dejaron el lenguaje de las palabras para utilizar el de las armas de fuego. Así, pues, dos fueron nuestras figuras tutelares: Javier Heraud, poeta ampliamente reconocido entonces en el medio literario, que murió acribillado por la policía en 1963 tras la derrota de su grupo guerrillero, y Edgardo Tello, poeta y narrador que murió en Ayacucho dos años más tarde cuando integraba el foco guerrillero dirigido por Héctor Béjar, dejando la totalidad de su obra inédita. Esta vinculación explica que gran parte de lo que se publicó en Estación Reunida hayan sido textos políticos de los “padres” -llamémoslos así- del castro-guevarismo, o sea, Fidel Castro y el Che Guevara, o de  escritores simpatizantes o propagandistas de dicha corriente, como el francés Regis Debray (autor entonces del nefasto panfleto Revolución en la revolución) , el cubano Lisandro Otero (que en verdad, lo supimos después, era más estalinista que otra cosa), el chileno Jorge Tellier (que en paz descanse), los peruanos Mario Vargas Llosa y Héctor Béjar (en sus primeras vidas), Edgardo Tello e Hildebrando Pérez (que compartían la misma filiación política), el argentino Julio Cortázar (castro-guevarista tardío e ingenuo, pero castro-guevarista hasta la muerte) y otros más que ahora olvido porque en el momento en que esto escribo sólo tengo a la mano los dos últimos números de la revista. Sin embargo, Estación Reunida no hizo sólo eso ni se contentó con ser un portavoz en el medio literario de las posiciones guerrilleristas. Fue -y esto es hoy, creo, lo más importante- la revista en la que publicaron sus primeros textos poetas que hoy son reconocidos como voces importantes de esa generación que, así como a veces se nos sirve gato en lugar de liebre,  algunos -muchos, demasiados- llaman “del 70” y es, en verdad, la “generación del 68”, por la razones que precisa muy bien Flores Galindo en el ensayo que citaba yo hace un momento y que vuelvo a citar ahora: “Alrededor de ese año, antes y después de 1968, eclosionaron algunos acontecimientos cuyo impacto diferenciará a los jóvenes de entonces de sus padres y hasta de sus abuelos: la guerra de Vietnam, la insurrección estudiantil en París (y también en California, Italia, Japón)...”. Olvida, sin embargo, Flores Galindo, una de las movilizaciones estudiantiles fundamentales para nosotros desde nuestra óptica latinoamericana, la de México, que acabaría en octubre de 1968, con la masacre de cientos de estudiantes en la plaza Tlatelolco.  “Pero en el  Perú -prosigue Flores Galindo- 1968 fue también el año de Velasco Alvarado”. Aquí termina la cita y continúo yo para decirles que los poetas que publicaron algunos de sus primeros versos en Estación Reunida el año del golpe militar del general Velasco y sus compinches o un poco antes son, entre otros: Tulio Mora, Elqui Burgos, Oscar Málaga, José Watanabe y yo mismo. O sea todos aquellos a los que, en la época, los siempre apresurados y a menudo irresponsables periodistas metieron en un mismo saco al que le pusieron la etiqueta de “grupo Estación Reunida”, aunque ese grupo, en verdad, nunca existió o -recurriendo a la expresión que utilizó el poeta mexicano Xavier Villaurrutia para definir a quienes participaron en la aventura de la revista Los Contemporáneos-  fue, más bien, un “grupo sin grupo”, es decir, en el caso de Estación Reunida, una reunión, por razones más de simpatía política que de una visión común de la literatura, de diversos poetas que, cada uno a su manera, proseguían, desarrollaban, profundizaban, radicalizaban, diversas experiencias literarias que habían comenzado a manifestarse en el Perú en la primera parte de la década de los sesenta o, más precisamente, en 1964, con los Comentarios reales de Antonio Cisneros y las Poesías completas de Javier Heraud, y en 1965, con Consejero del lobo de Rodolfo Hinostroza, Casa nuestra de Marco Martos y Las Constelaciones de Luis Hernández. Dicho esto me parece que ya hay algo que queda claro: Estación Reunida fue el puente o el eslabón o la bisagra, en el campo de la poesía, entre una primera promoción de la generación del 68 integrada, entre otros, por Rodolfo Hinostroza (quien fue gran amigo de Edgardo Tello y estuvo con él en Cuba cuando realizó su formación guerrillera), Antonio Cisneros, Luis Hernández, Javier Heraud, Marco Martos, etcétera, y una segunda promoción de la misma generación del 68 que comenzó a expresarse, como ya dije, en Estación Reunida y que prolongaría luego su búsqueda, ya al empezar la década de los setenta y tras la muerte de Estación Reunida, gracias a las creaciones de diversos poetas, como, por ejemplo, Manuel Morales y Abelardo Sánchez León, que publicaron en 1969, respectivamente, Poemas de entrecasa y Poemas y ventanas cerradas, y algunos otros poetas que han asumido, en momentos, circunstancias y grados diversos, las posiciones del grupo Hora Zero, es decir, y sobre todo, Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz y Enrique Verástegui quienes publicaron entre 1970 y 1971 Kenacort y Valium 10, Un par de vueltas por la realidad y En los extramuros del mundo. En ese mismo momento, año 1971, José Watanabe publicaba su primer libro, Álbum de familia, pero ya era conocido en los círculos de la nueva poesía peruana desde que, en 1968, Estación Reunida  publicó dos poemas suyos: “Son las diez y te pregunto” y “Cuatro muchachas alrededor de una manzana”. Sí, ya lo decía antes Alberto Flores Galindo y ahora lo repito: las generaciones no “resultan de la decisión de un grupo que se autotitula como tal en busca de una identidad literaria”, a lo cual quiero añadir lo que sigue: “Las generaciones aparecen cuando  se produce     

el peculiar encuentro entre determinados acontecimientos y vivencias, por un lado, y proyectos y actitudes que cohesionan a un grupo de coetáneos”.

Yo no soy tan ingenuo como para creer que, tras más de treinta años de luchas intestinas en el campo literario y en el seno de la propia generación del 68, exista aún hoy en día esa “cohesión” entre coetáneos que menciona Flores Galindo. El Perú es un país caníbal y las guerras fratricidas son un hecho permanente desde que nacimos oficialmente como país, aunque, felizmente, éstas no se cobran el precio en vidas como lo hicieron durante los años de las insurrecciones armadas guevarista y maoísta. Y en nuestra vida literaria el canibalismo, las guerras tribales, la violencia verbal, la intolerancia y la necesidad para quienes venimos de la frágil clase media de hacernos a como dé lugar un sitio en la sociedad, conseguir un status, nos ha llevado a menudo a rupturas no justificadas o, en todo caso, sólo justificadas por razones personales. Más allá de lo que hoy en día Tulio Mora piense sobre Marco Martos o viceversa, más allá de cómo considere Jorge Pimental a Antonio Cisneros o viceversa, más allá de lo que Enrique Verástegui pueda creer o decir sobre Rodolfo Hinostroza, el hecho históricamente demostrable, es que unos y otros pertenecen a una misma generación, una generación que es la de Flores Galindo, en el campo de la historia, y la de Javier Diez Canseco, en el campo de la política, por mencionar sólo dos casos diferentes, y es también la mía. Es la generación de la ruptura, la generación de la duda frente a los valores establecidos, la generación que creyó en la posibilidad de transformar radicalmente la sociedad, porque creyó firmemente en el ejemplo de la revolución cubana. La revolución de Fidel Castro y el Che Guevara y la adhesión a la lucha guerrillera en todo el continente es una referencia constante en las dos promociones del 68, y esto se percibe, para mencionar sólo algunas revistas de poesía, tanto en Piélago y Hora Zero como en Estación Reunida, como está presente también en la poesía de Antonio Cisneros y en la de Tulio Mora, por ejemplo. Ya diré después algunas palabras sobre esta adhesión política, pero antes quiero resaltar algo que ya se sabe:  en el campo de la poesía la generación del 68 introdujo el coloquialismo, la ironía, la narratividad, la apertura a los más diversos referentes culturales -siendo el más importante el de la poesía anglosajona-, la utilización poética de todos los niveles del habla, la fusión entre lo histórico y social y la experiencia individual, lo cual ha resumido muy bien Carlos López Degregori -autor del 68 que ha asumido con cierto rigor la crítica- en “Antes del fin, un acercamiento a la poesía peruana, 1975-1994”, artículo publicado en la revista Humanitas, en diciembre de 1994. Y en la poesía, precisamente, las dos promociones  que constituyen la generación del 68 la componen varios excelentes poetas, algunos ya mencionados aquí, y obras de gran calidad que ya son reconocidas incluso fuera de las fronteras  nacionales. En lo que a la poesía se refiere, pues, la generación rupturista del 68 cumplió sus objetivos y es hoy un punto de referencia ineludible para abordar la creación poética posterior, como lo hace, precisamente, López Degregori en el trabajo antes mencionado. Mi generación ha sido un terremoto, un tsunami, que hizo tambalear la adormecida caricatura de surrealismo o de compromiso en que, frecuentemente, se había convertido la poesía peruana de la generaciones anteriores a excepción de, por ejemplo, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela y Pablo Guevara y de tres grandísimos poetas impuros nacidos al comenzar el siglo XX: Martín Adán, César Moro y Carlos Oquendo de Amat. Más allá de las lapidarias y parricidas posiciones adoptadas por Hora Zero en sus manifiestos iniciales -en el Perú, lamentablemente, hay que ganarse su sitio a patadas y hay que gritar para que te escuchen-, me parece que estos poetas, y algunos otros que olvido, se inscriben en la línea de ruptura que más tarde desarrollarán de maneras diversas los integrantes de la generación del 68. Contra la poesía adormidera tanto César Moro como Jorge Pimentel, tanto Eielson como Watanabe, tanto Blanca Varela como Carmen Ollé, han asumido una poesía quitasueño. Continúan y enriquecen, pues, con sus propios aportes una tradición de la ruptura. 

 

Para terminar quiero referirme rápidamente a algunos puntos débiles, cojos, frustrados, de nuestra generación. Uno de ellos, en el campo de la actividad literaria, ha sido el poco desarrollo de la crítica, lo cual es muy grave, pues uno de los factores constituyentes de una posición de ruptura es el cuestionamiento, cuestionamiento incluso de uno mismo y de su propia práctica literaria y posiciones políticas. No hubo verdadera crítica en Estación Reunida, hubo adhesión, hubo protesta, hubo pasión, hubo rebelión contra la injusticia, pero nada de eso reemplaza a una auténtica posición crítica. No la hubo tampoco en Hora Zero, porque sus violentos manifiestos demostraban exaltación juvenil, furia social, voracidad poética, pasión -muchísima pasión-, pero no se asumió una postura crítica fundamentada. No supimos pensar contra nosotros mismos y ni siquiera mirarnos objetivamente  ante un espejo, y en ello fuimos, pues, complacientes y, en gran medida, seguimos siéndolo. Esto es cierto, creo, salvo excepciones, en las dos promociones de nuestra generación y abarca también a sus astros solitarios. Esta carencia crítica, esta pereza analítica, se manifiesta, además, en el campo de la política.  Nuestra generación, desde que dio sus primeros pasos a mediados de los años sesenta, asumió posiciones políticas de izquierda que se querían alejadas del partido comunista debido a la complicidad de éste con los crímenes del estalinismo, pero luego no supo siempre romper con el totalitarismo en todas sus facetas posteriores al llamado “socialismo real”. Se denunciaron las dictaduras militares del Cono Sur pero a menudo se ha sido complaciente con el régimen castrista, una parte de los del 68 simpatizó con el velasquismo olvidándose de los valores de la democracia y muchos aceptaron de manera acrítica el populismo y su demagogia. No hemos sabido tampoco asumir los valores de la tolerancia y nos hemos dejado envolver por la antropofagia que nos caracteriza como país desde los inicios de su vida republicana. Y eso, precisamente, la insuficiente adhesión a los valores democráticos, el populismo y la intolerancia, han sido, creo yo, algunos de los rasgos más negativos de mi generación, la generación del 68, los cuales la llevaron a su total fracaso político. Quiero terminar citando a otro miembro de esta generación en el campo de las ciencias sociales. Se trata de Fernando Rospigliosi, quien fue militante político de la llamada “nueva izquierda”. En La generación del 68, hablan los protagonistas, un librito publicado en 1994, dice Rospigliosi:

 

"...creo que nuestra generación es una generación frustrada desde el punto de vista de las tareas que se trazó o de las ilusiones que se hizo. Estas eran transformar la sociedad y la vida, romper radicalmente con el pasado, cambiar el país. Veinticinco años después es claro que el país no fue transformado y que está bastante peor que antes; en ese sentido no pudimos realizar las tareas que nos fijamos. Pero, además, las ideas que tuvimos, las ideas con las cuales quisimos transformar esta sociedad, se demostraron equivocadas y, definitivamente, -hoy día queda claro- no servían para cambiar ni transformar la sociedad. Es decir, aún en el caso de haber podido hacer lo que nos planteábamos -hacer la revolución y cambiar esta sociedad-, de hecho no lo hubiéramos logrado".

 

Casi cuarenta años después de la fundación de Estación Reunida asumo plenamente este punto de vista: nuestra generación fracasó totalmente en las tareas políticas que quiso asumir y fracasó porque sostuvimos de manera completamente acrítica posiciones equivocadas. No quisimos o no pudimos percatarnos de lo que había de demagógico y autoritario en nuestras posiciones que se querían de izquierda y antiestalinistas y la historia nos castigó echando nuestras ideas al basurero. Felizmente, pese al derrumbe general, ético y político, supimos mantener un buen nivel en ciertas disciplinas de las ciencias sociales -y en ello Alberto Flores Galindo es un paradigma, aunque yo no comparta necesariamente su visión marxista- y llevamos la poesía a un altísimo nivel que hoy casi todo el mundo reconoce. En ello Estación Reunida puso su granito de arena: fue un puente entre la primera y la segunda promoción del 68, fue una humilde casa que acogió en sus páginas batalladoras a jóvenes poetas, entonces desconocidos, llamados Oscar Málaga, Tulio Mora, Elqui Burgos y José Watanabe, entre otros, y fue, finalmente, en lo que a mí respecta, el lugar en que asumí por primera vez mi rebeldía. Y eso, más allá de todos los errores, es algo de lo que aún me siento orgulloso.

 

 

 

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