Diario de filmación
por Enrique Verástegui

El  sábado 8 de  setiembre de 1990, el mes de la primavera, aunque ésta, a pocas días de aparecerse, no haya llegado todavía, me levanté muy temprano, a las seis de  la mañana,   para tomar mi ómnibus -uno de  aquellos ómnibus pintados de plateado y naranja que conforman el parque automotor del Comité nº 1 de transportes Lima-Cañete- que, tras dos horas y media de viaje por una carretera transitable y bastante decente para lo que son muchas de las carreteras en el Perú, especialmente aquellas que van a la sierra, o se pierden entre  los pequeños poblados de las zonas campesinas peruanas, pudiera depositarme en Lima a donde había sido convocado por María Ruiz, la productora de cine El Pacífico, y por Edgardo Guerra, el cineasta que tiene a su cargo la filmación de algunas escenas sobre mi poesía. Efectivamente, llegué a Lima unos minutos antes de las 9 de la mañana que utilizo en adquirir cigarrillos, peinarme en el baño del Comité, leer algo de Stefan Zweig sobre Casanova –el mercantilista a quien leo desde que hace algunos meses vi por televisión, en una función transmitida a medianoche, una película dirigida por Fellini- y hacer lo que podría denominar la antesala, pues había quedado en encontrarme con Edgardo Guerra a las 9 de la mañana, hora puntual por supuesto, pues nada detesto más en la vida que la impuntualidad, lo que en efecto se cumple, porque a esa hora frena ante el Comité un Datsun rojo del que, tras abrir la puerta delantera derecha, desciende Edgardo mientras que de la puerta trasera lo hace Gianfranco Annichini. En el volante, sin descender del auto, queda Delia Ackerman, la asistente de producción, que  me recibe  con  una  lindísima sonrisa y de la

que, como me sucede con todas las chicas lindas, de inmediato quedo enamorado de ella. Edgardo Guerra me dice que la camioneta que trae los implementos de la filmación no ha llegado todavía –le ha dado la dirección exacta del Comité, en la avenida Grau, donde estamos, me asevera-, pero que no tardará en hacerlo. Delia Ackerman saca un termo y nos ofrece café caliente, pero con Edgardo y Gianfranco la invitamos a beber una taza de café en un restaurante que, a esa hora de la mañana, al lado del Comité, ha abierto sus puertas. Pedimos café para todos y nos ponemos a charlar sobre la filmación que, en unos momentos más, cuando se aparezca María Ruiz y el quipo cinematográfico, deberá empezar. El tiempo está soleado y Delia Ackerman, hermosa como siempre, dispuesta a acceder a mis pedidos (cigarrillos, por supuesto), pues esa es una de sus tareas. Sin embargo, no bien nos sirven el café humeante se aparece María Ruiz y, sin haber dado un sorbo siquiera, tenemos que abandonar el restaurante para enrumbar hacia donde será el inicio de la filmación: el parque Universitario, según el guión que, en el auto, me da a leer Edgardo Guerra, y que me parece un guión excelente –aunque al final algunas de sus escenas no serán filmadas y cambiadas por otras, pues tengo la impresión que Edgardo, sin abandonar el guión, trabaja también guiado por su inspiración. ¿Qué me suscita el parque Universitario? ¿Qué significa para mí volver a pasar por este lugar donde, hace ya veinte años, caminaba –no muy seguido, eso es también cierto- exclusivamente para leer algunos libros de literatura, o para hojear revistas literarias en las cuales pudiera encontrar algún texto interesante? A su debido tiempo concentré mi experiencia en unos poemas que describían ese ambiente movido y, en cierta forma, irreal como son todas las grandes aglomeraciones de gente, donde la humanidad deja de tener un rostro para ser sólo, si no un exclusivo espejismo, el tiempo de la ansiedad que la impulsa a caminar por las calles para precisamente encontrarse a sí misma en los objetos (el parque Universitario no sería sino un gran templo donde todos, personalmente desconocidos, pero terráqueamente coetáneos, nos encontramos para celebrar la dicha de existir) que puedan satisfacer sus intereses. Estaba, pues, nuevamente en el lugar de mi primera juventud para filmar ahora, en el presente, lo que había hecho en el pasado, o mejor, para revivir aquella época, la del inicio de los años 70, que, sin embargo, nunca cesó de florecer en mi corazón, pues aunque madure la experiencia de su felicidad se construye precisamente a imagen de aquello que permitió su madurez: el mundo de la espiritualidad no se haya divorciado, si embargo, de las realidades concretas pues, finalmente, aunque han cambiado las etapas históricas –y ninguna época ha poseído más cambios que ésta- las personas, y no me refiero a quienes la encarnaron (ellos deben estar de vacaciones seguramente, o escribiendo sus memorias), sino a todos aquellos que la padecieron, continúan  siendo las mismas, desde quienes trabajan cotidianamente en el Ministerio de Educación hasta el último vendedor ambulante  que,  en la puerta del  bar Palermo, todavía ofrece  sus preservativos al paseante de  esta zona céntrica de Lima.   No es que vuelva, entonces, para encontrarme  conmigo mismo -de mí nunca quise  separarme  pues, por lo demás, tampoco tuve tiempo para ello demasiado abstraído como estoy en escribir algunos versos que sean precisamente eso; la imagen de mi vida- sino que, tal vez, paso por el parque Universitario para hallar la comprobación de que quienes hemos padecido la historia podemos dejar de hacerlo sencillamente cambiando nuestra concepción de  historia: sin ideales es  imposible vivir pero, a su vez, sin vida es imposible que esos ideales florezcan alguna vez.  Aunque era sábado el tiempo de las muchedumbres apresuradas, y quizá por  eso de que “los sábados  se  descansa” no es tan cierto, era el mismo que  cualquier otro día de la semana hasta el punto que Edgardo Guerra y Juan Carlos Torrico -también perteneciente a la misma productora de cine El Pacífico, que ha escrito algunos excelentes libros de poesía, y con quien, corno me sucede muy pocas veces con algunas personas, hemos terminado congeniando, como se dice- afirman que habían esperado encontrarse con un día más tranquilo para no concentrar demasiado la atención de los curiosos en torno de la cámara filmadora.  Delia Ackerman, Marisol -la chica que hace el Script-, y Edgardo Guerra conversan con el dueño de un kiosko de periódicos para hacer la filmación allí, lo que es aceptado, pero después cambiarnos hacia otro kiosko de periódico (en verdad, era un kiosko de expendio de textos políticos y entre aparecer al lado de una diversidad de revistas políticas, lo que de todos modos me deja, indiferente, hubiera preferido mejor la torre del parque Universitario, con su bello reloj, romántico y, en cierto modo, bellepoquesco por fondo). La cámara es colocada en un trípode situado en “Colmena” mientras yo, a quien acompañan Delia y Marisol, trato de concentrarme en las  indicaciones que me ha dado el director para tratar de cumplir a la perfección mi trabajo, (“se hace lo que se puede” es una frase que he leído varias veces en distintos sitios y, aunque no termina de convencerme del   todo, la traigo a mi memoria para otorgarme el marco referencial sobre el que trabajar, ahora de actor, lo que por supuesto no lo había soñado ni deseado, pero que acepto como la posibilidad de enriquecer el conocimiento de la experiencia vital en algo que, por lo demás, ya hicieron a su debido tiempo desde Antonin Artaud, pasando por poetas  de  la  Beat Generation,

como Leroi Jones, Anne Waldman, Gregory Corso, Ginsberg, hasta el mismo Mishima, cuyo fotograma Edgardo me acaba de enseñar la semana pasada; es un fotograma curioso porque el novelista japonés aparece allí desnudo de la cintura para arriba, amarrado a un árbol, y atravesado por una serie de flechas, exactamente como, según la tradición cristiana, fue martirizado San Sebastián, el santo a quien, según su novela Confesiones de una máscara, Mishima le había dedicado  todos los poemas de su adolescencia en lo que obviamente más es una atracción patológica que religiosa o, muchísimo menos, cultural). Pero ahora el cielo está azul, hermoso, atractivo, y brilla un buen sol encima de nuestros cuerpos levantados esa mañana con todo el  ánimo de  trabajar. El trabajo es tedioso, agotador,   repetitivo, pero fascinante. Al fin hemos  terminado la escena del kiosko de libros. Y ahora, mientras me desplomo un instante en el auto de Delia para beber un vaso de café  caliente, la cámara es trasladada hacia otro  ángulo del parque Universitario para filmarme a mí inmerso en una muchedumbre  en la que debo moverme como el minotauro en un laberinto pues cada quien, a pesar de que la muchedumbre es anónima por definición, posee su propia identidad y, sobre todo, sus propios intereses hasta el punto de que podría afirmar que sin esas individualidades, en quienes encarna el proceso de la historia, no habría historia tal (esto lo diría cualquier teórico socialista de  la Europa del  Este para quien, como afirma Adam Schaff, “small is beautiful” precisamente, refiriéndose al propio jardín de  la casa  corno la metáfora de la propiedad privada que engarza a la perfección con los ideales socialistas actuales). Así, pues, me muevo en la muchedumbre como en un laberinto preocupado sólo por obtener una buena casaca de  gamuza, o un cassette de la rockera Nico, cuya voz  me suena tan deliciosa, o los Versos satánicos de Salman Rushdie, a quien deseo leer por haberme recordado que si Occidente alcanzó la irradiación de su esplendor se debió precisamente a que se planteó la libertad como fuente de todo trabajo que, aún enfrentándose a núcleos autoritarios, como la Inquisición, en siglos pasados, pudo construirse la imagen de un ideal para sí. Mientras pienso estas cosas -el jirón Lampa, su iglesia de Huérfanos, la nostalgia de lo que fue la librería de don Juan Mejía Baca quedan a mi espalda como telón de fondo en un escenario hecho de escenas vivientes- voy caminando hacia la esquina del parque Universitario para doblar, después, hacia “Colmena” y continuar unos metros hasta aproximadamente la puerta del bar Palermo. La escena se repite varias veces y Juan Carlos Torrico me indica la forma en que debo deslizarme entre la multitud -alguien, situado a cien metros de distancia del punto donde me encuentro, baja la mano después de esperar una buena cantidad de tiempo cuando el director cree que ha llegado el momento necesario, cuando la cámara filmadora empieza a soltar el lente en busca de su objetivo- sin que ésta se aperciba de mi paso para, de ese modo, filmar una secuencia natural, interesante, y perfecta. Ahora filmamos en sentido contrario teniendo a la Casona de San Marcos por fondo y a mi costado la verja, alta, pintada de verde, del parque Universitario a cuyo lado me deslizo, rápidamente, felinamente, después de rodear un grupo de gente que especta a un actor ambulante, y con ganas de concluir este trabajo. ¿Qué hora es? No lo sé, excepto que quisiera releer El elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam, y ponerme a escribir mis cosas, pero debo continuar, pues mi corazón enamorado tiembla como Pachacamac y me he comprometido además con María Ruiz, esa gran mujer enteramente dedicada a su oficio, el cine, y que ahora hace de productora, para poner lo mejor de mí en esta película cuyo título genérico se llamará Para vivir mañana, como me lo hizo saber días antes. Se filman secuencias en la plaza San Martín, en el jirón Camaná, y se graba el sonido ambiental -durante un momento, mientras eso sucede, sobre todo mientras se filma una panorámica de Lima y se graba el sonido ambiental, nos vamos al bar Queirolo, Gianfranco Annichini, Juan Carlos Torrico, y yo, para bebemos una cerveza, nada más que una cerveza, como quien se permite un momento de relajación, antes de continuar con su trabajo. Pero todo el equipo de filmación, y los chicos que trabajan aquí, desde técnicos hasta cargadores, son una docena, tienen hambre. Así que María Ruiz decide que ha llegado la hora de volver a la oficina de producciones El Pacifico, para probar un almuerzo preparado por el restaurante que funciona en los bajos de la oficina: causa limeña, lomito saltado, gaseosas, cerveza, té, café. Terminamos y nuevamente a filmar escenas en el atardecer, cuando Lima se dora, cuando el crepúsculo irradia su luz lila sobre los enamorados que se encuentran para rodar, besándose, sobre la yerba del parque de la Exposición sobre una de cuyas bancas de mármol jaspeado por el tiempo quisiera sentarme para leer un libro de poemas, pero Edgardo Guerra me dice que simplemente contemple el horizonte, que deje que mi vista desabotone la blusa de la muchacha que tengo al frente como si eso no fuese precisamente la diferencia entre poesía y poema, la identidad entre los cuerpos cuya conciencia es precisamente el poema. Filmamos secuencias dentro del Museo de Arte -un patio más bien clásico, románico- y luego hacemos tiempo para filmar de noche nuevamente en el centro de Lima; el cabaret Embassy de la plaza San Martín, lleno de prostitutas, no demasiado bonitas para lo que son las putas parisinas, que me hacen señas, jalándome por la casaca, acariciándome, pero frente a las que me mantengo distante, sin pronunciar una palabra, mirándolas, abstraído en mi trabajo. Ya en la noche los reflectores me enfocarán en el jirón de la Unión por donde hace cualquier cantidad de años que no paso y donde, ahora, me encuentro con un viejo amigo a quien no veía hace ya siete años por lo menos. Una gitana, bastante muchacha, definitivamente guapa me dice: “estás loco, loco”, pero, por supuesto, como diría Sastre: “la locura son los otros”. Una toma al cine Le París, otra -nocturna, con la cámara colocada al interior de un kiosko circular de libros- ante revistas, periódicos, fascículos. Esta es la última secuencia y por el día de hoy, primer día de la filmación, que ha durado doce horas continuas, todo ha concluido.

Me quedo a dormir esa noche en Lima, en el hotel La Perricholi, porque al otro día, muy temprano en la mañana, a las siete, el equipo de filmación emprenderá viaje hacia San Vicente de Cañete para continuar el trabajo fílmico.

El domingo amanece lluvioso en Lima, pero por el camino el cielo se mejora, soleándose, y poniéndose maravillosamente atractivo. Delia Ackerman maneja a la perfección su Datsun mientras yo, a través de la ventanilla, contemplo el paisaje. Me  siento feliz  sobre todo por la posibilidad de conversar sobre semántica, semiótica, verbalidad, significado, significante, significancia, porque Delia Ackerman, cuyos labios tienen el  color de las cerezas cuando florecen, es, también, la mejor semióloga peruana.

 

 

 

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