Los Cuervos
por Darío Durán

 

       ¡Kopf-ab!, ¡Kopf-ab!

(¡Fuera la cabeza!)

Heinrich Heine

 

 

Se acercó, trémulo. El público, abarrotado, observaba, absorto, esos torpes movimientos que cualquiera hubiera confundido con los de un anciano. En cuanto los tuvo al alcancé de las manos, tomó las sagradas escrituras  y continuó:

 

–Estamos reunidos aquí, en presencia de Dios, para unir, en santo matrimonio, a este hombre y esta mujer. Quien tenga motivo para impedir esta unión que se presenté y hable o deposite en su corazón el secreto para siempre –gritó. Casi todos se miraron, preguntándose quién era ese tipo que venía, precisamente hasta este rincón del mundo, a llevarse a Corina y si era posible, y correcto, decir algo, de alguien no conocían más de dos horas.  La novia –natural del pueblo– tampoco casi contaba con familiares, los pocos que le quedaron, abandonaron la ciudad, con la esperanza de no acabar como el resto de la familia, ajusticiado, en alguna fosa o en algún parque público; de los cuales, algunos, ahora, se habían hecho presente, como atraídos por un hechizo–. Verificado de esta manera –trató de continuar, pero los aletazos de dos aves negras, que trataban de entrar al recinto, por los vitrales, se lo impidieron. Alzó la mirada y tropezó con  los ojos grises del novio que lo observaban. Los difuntos no pueden oficiar matrimonios, pensó éste y sonrió.  Turbado, el reverendo, dejó, caer las escrituras de sus manos y se le vino a la mente una cita de Santo  Tomas: “Entre todos los pueblos y todos los hombres el bien que se garantiza por el matrimonio consiste en la descendencia (..) y además la santidad del sacramento, por razón de la cual se prohíbe, incluso después de que ha tenido lugar la separación, casarse con otro en tanto viva el primer cónyuge...” 

 

–Bueno, en vista que no hay nadie que se oponga, los declaro marido y mujer –gritó, y dos punzadas subieron de su cuello hasta sus sienes como dos certeros latigazos y sintió más insoportables que nunca el olor a aguardiente y el bochorno de la pequeña sala abarrotada, mientras todo el mundo se preguntaba por qué demonios, esos dos pajarracos de mal agüero, trataban de introducirse violentamente, a un lugar santo. Cerró su Biblia y retrocedió. Es él, a pesar de los años, es inconfundible, pensó.

 

Florencio, en cuanto acabó de recibir el saludo de los escasos familiares de Corina, y algunos amigos de la familia, trató de escabullirse y acercarse al cura. Pero éste, al reparar que el novio, pretendía ir hacia él, se fue hacia el capellán que se retiraba al despacho parroquial. No debí aceptarlo, dijo. Yo mismo lo casé hace quince años en ese pueblecito estúpido…  Cómo. Qué dice, su excelencia, preguntó el capellán. No, nada, olvídelo,  usted preocúpese en su trabajo, respondió malhumorado. Bueno, después de todo yo tampoco  he sido un santo, pensó el párroco.

 

“Yo tampoco he sido un santo”, repitió y la frase le sonó como un mero artificio verbal que lo atormentaba. Si embargo, trataba de darle un significado, sobre todo, después de los confusos y trágicos sucesos que determinaron su renuncia al puesto de Obispo Coadjutor en la capital de Departamento. Probablemente, en estos últimos años, lo único que solía deprimirlo era esa repentina y insistente afición por el alcohol; es por el frío, padrecito, le dijo, sin una pizca de vergüenza, el enfermero de la posta del pueblo, quien solía encerrarse en su oficina a tomarse un cuarto de cañazo o aguardiente, si, antes de medio día, no llegaba paciente alguno; además, como andaba todo el día desocupado llegaba a la casa de cualquier comerciante o autoridad local y se animaba a pasar la tarde charlando placidamente con un trago de por medio.   

 

Había pasado casi dos décadas desde aquel entonces. La diócesis jamás puso en duda la honorabilidad del reverendo, ni dio crédito a las acusaciones; sin embargo, para evitar echarle mas leña al fuego, se le obligó a dimitir y se le asignó una parroquia de distrito; cosa que él nunca se perdonó, pues desde aquella ocasión no volvió a ser el mismo. Como si en el mes siguiente a todo lo sucedido, hubiera pasado dos décadas por su vida, se le notó agotado y ensimismado; buscaba de cualquier forma momentos de ocio y no tenía la diligencia que tuvo mientras esperaba su nombramiento como Obispo. Cuando se le vio llegar, como el nuevo párroco del pueblo, nadie creyó que duraría más de un mes, pero, pasó el tiempo. Nunca se quejó. Incluso, a veces, se alegraba de oficiar en este lugar apartado, del que poco o nada se sabía en la capital. Después de todo, es preferible a no hacer nada, les decía a sus amigos. Además, aquí hay más almas que necesitan el calor y la misericordia del Señor, sentenciaba.

 

 

Por eso odiaba las festividades y las liturgias. Porque le recordaba cuánto se había esmerado para que, aquella celebración del Corpus Christi, saliera a perfección y cómo todo, se había echado a perder por un absurdo incidente que se le cruzó por el camino y del que, con un poco más de cordura, se pudo mantener al margen

 

Aquella, vez, como era costumbre, la celebración, tuvo una duración de tres días. El entonces Obispo auxiliar, veía impresionado, cómo, los participantes de las festividades iban llegando de todos los rincones del Cuzco y abarrotaban calles y plazas. Algunos con sus familias completas, otros con mercancías, que una vez transferida, se sumaban a los miles de fieles que participaban en las liturgias. El Obispo veía todo esto con asombro, descubría un nuevo rostro de aquel campesino, que él consideraba inaccesible por tradición, e iba entendiendo porque éste se dejaba envolver por la celebración y  la fiesta. Y si bien no aprobaba que, una vez realizada la festividad sacra de la celebración, se ingresara  en el imperio del caos, donde no existían reglas ni jerarquías y se permitía todo, tutelado por lo pagano, pero que sólo era realizable a través de la santidad católica de la muerte, la agonía y la resurrección de Cristo, lo importante era, para él, que no se pusiera en riesgo la fe, ni la salvación de las almas. Además, sospechaba que todo ello era parte de una unidad conformado por lo hispano y pagano y que precisamente era importante para el poblador de a pie, porque quizá era la única vez, que este hombre hermético, solitario, dejado de lado, excluido de una realidad que cada vez lo desconocía, se permitía casi todo. Éxtasis luciferinos. Comilonas. Orgías. Homicidios. Como si Jesucristo fuese un dios pagano, de aquellos que adoraban sus ancestros y que busca un cuerpo para expiar, con su sangre, los pecados de los hombres.

 

El obispo auxiliar, hasta el cierre de la festividad, el tercer día a media noche, estuvo conforme con su trabajo. Todo se había desarrollado con regularidad. Incluso, esa noche, se reunió con mayordomos, comerciantes y comuneros como una manera de socializar y ganarse la confianza. Allí, bebió algunas copas de vino –como el futuro Obispo que era–, pero que lo embriagaron son rapidez, por lo que se excusó y retiró rápidamente.

 

Cuando llego al Palacio Episcopal, lo primero que hizo fue mandar a descansar la criada, subió a  su dormitorio y se echó a dormir. Pero horas más tarde, la bulla de uno  de los capellanes del hospital lo obligó a  salir.

 

– Dispense, su Excelencia, pero es menester llevar a don Eusebio a su casa y no encontré más alternativa que venirlo a molestar. Ustedes cuentan con algunos caballos que,  vea usted, podrían servir para llevar a este pobre hombre herido a su casa.

 

– ¡Por Jesucristo! Qué le ha pasado a ese  pobre hombre –preguntó el sacerdote. Y ahora en que lío se habrá metido, pensó y recordó ver  a Don Eusebio, completamente ebrio siendo trasladado a la casa de sus primos.  Pero, en el trayecto, don Eusebio, se escabulló y corrió a beber a la primera taberna que se le cruzó en el camino. Don Eusebio, no se pudo dar cuenta, ni del momento en que pidió de beber o si lo hacía o no. Cuando alzó el rostro, sólo vio al tipo que trataba de tomar el vaso que estaba, precisamente, frente a su mano. Ladrón, gritó. El tipo soltó el vaso y trató de retirarse. Sucio ladrón, insistió. Cállese viejo, imbécil o le parto la jeta, amenazó el otro. A mi no me va robar ningún hijo de puta, volvió a gritar don Eusebio. Se hizo un breve silencio que a don Eusebio le pareció una eternidad, mientras los parroquianos volteaban a ver a quien había proferido tamaña ofensa. El primer silletazo, lo despertó, el segundo, más violento, lo lanzó a los suelos. Todos voltearon para ver quien había sido el ofendido. Era un tipo maduro, corpulento y embrutecido por el alcohol. Don Eusebio, todavía hizo el intento de recogerse, pero el furibundo atacante lo tomó de los pies y lo arrastró hacia la calle. Lo último que don Eusebio vio fue una bota sanguinolenta, golpeándole el pómulo hasta sentir como la piel se abría y la sangre caliente brotaba. Cuando la luz roja, verde y blanca apareció girando como en un ensueño, don Eusebio, sintió alivio y los tres tipos que no dejaban de golpearlo, se echaron a correr. La policía fue tras ellos, pero más se afanó en  el herido que apenas movía los labios.

 

 

Media hora más tarde, el joven sacristán esperaba en la puerta. El cura se acercó al muchacho y sin decirle prácticamente nada, le entregó el revólver del Obispo. Una vieja arma que el Obispo, solía llevar, por seguridad, cuando se internaba por las alturas. Luego, se acercó al animal y  probó la cabalgadura y las riendas. No va venir a despertarme a esta hora y mandar traer el caballo aparejado para nada, pensó, mientras abría la puerta del Palacete episcopal, dispuesto a volver a su dormitorio a continuar descansando.

 

Veinte minutos, después, el religioso y el joven salieron a todo galope. Recorrieron cerca de veinte kilómetros, hasta el distrito de Huanchoc. Desde allí avanzaron con lentitud sobre dos inmensos cerros. Los primeros al salir del valle. Cuando llegaron a las cimas, sujetaron el caballo, en las laderas y descendieron por la quebrada y se introdujeron en una de los pequeños pasajes del caserío de San Juan.

 

En el horizonte, las nubes amontonadas formaban un manto lila, raído que cubría por partes el firmamento violeta que se extendía como fondo. Alrededor, se distinguían motones rojizos de tierra labrada, que subían hasta la cordillera gris y en el centro, algunos campos de cebada seca, amarilla, vibraban lentamente con el viento. Hacia el  final del caserío, en la antepenúltima casa se detuvieron.

 

–Abre, Juana –gritó el religioso.

 

–Qué quiere, quién es –respondió una voz somnolienta

 

–Abre, mamita, vengo de parte de  tu padre. Lo acabamos de llevar al hospital –respondió.

 

La joven abrió. Tenía el cabello recogido, un camisón blanco y un fustán color rosado, rodeado por amarillos, violetas, verdes y rojos, adornando motivos florales.

 

–Y tú, no te muevas hasta que te llame –dijo, viendo al joven que trataba de ingresar. Luego, avanzó unos pasos y le gritó a Juana –-: Déjame entrar, Juanita, que afuera hace frío.

 

El religioso fue tras ella. En el centro de la habitación se detuvo. Alzó el brazo para encender el mechero, pero el religioso, la cogió de la cintura y le tapó la boca. Conmigo no te hagas a la santa, que ya me contaron que  estuviste como  una  putita con uno y con otro en la fiesta, le susurró y trató de alzarle la  falda, pero Juana resistió. Después la tiró al piso. Del camisón, sólo

quedó un botón, como un extraño intruso, protegiendo el pecho desnudo de Juana. El religioso se le abalanzó y le puso en el cuello, la hoja filuda del puñal que extrajo del pecho. Abre las piernas –murmuró. Te va a gustar, ya lo verás mamita… Después hasta dejarás la puerta abierta, para que vuelva… sí, así… dime si no está rico, Juanita… cholita arrecha. Anda, dime –farfulló, hipnotizado.

 

Cuando se percató que Juana observaba la puerta y dejaba de forcejear, el religioso volteó y en la oscuridad alcanzó a ver el revólver.

 

–Déjela en paz –dijo el joven. Los ojos del religioso, brillaron, su voz aflautada, parecía bronca y chillona. Parece poseído por Satanás, pensó el joven sin quitarle la mirada.

 

–Qué vas hacer, imbécil.  Guarda eso, soy un ministro de dios… si no lo sabes…

 

–Muévase le digo –volvió a hablar el joven.

 

El cura al ver que el muchacho, no se dejaba amedrentar, se levanto lentamente. Se arrodilló y comenzó a gritar.

 

–Sí, soy un sucio perro, mi vida no vale nada.

 

El joven se sorprendió, se acercó lentamente para ayudarlo a levantarse, pero el cura aprovecho para tomar el arma.

 

– Imbécil, ahora vas a saber con quien te has metido…. Te voy a mandar al infierno, carajo. Ya lo veras, ingrato de porquería –gritó.

 

El joven trató de salir de la habitación y deshacerse del arma. Juana, de improviso, se incorporó, cogió el puñal y se abalanzó contra el religioso. El cura se alarmó. Trató de girar y apuntar a la joven, amenazarla para detenerla, pero el joven temió que si dejaba el arma éste se ensañara con él. Cuando el sonido estruendoso del revolver  retumbo en la quebrada silenciosa ambos quedaron inmovilizados. El joven bajó los brazos y el cura dejó caer el arma.

 

–Mira lo que hiciste, hijo de puta –dijo. Mataste a la chola. Te irás a la cárcel por cojudo.

 

–Usted, disparó –respondió el joven.

 

– ¿Estas loco? Yo no he salido de casa. Tengo testigos. Además nadie te creerá. Tú la mataste, yo solo traté de detenerte –concluyó, se sacudió y salio de la choza a grandes pasos.

   

El joven se acercó a Juana. No respiraba. Pensó en escapar. Trepó la empinada para rodear la quebrada y llegar hasta el caballo, corrió, pero fue inútil. Bastó esos minutos para que varios hombres armados con hondas y fusiles lo rodearan. Gritó. El religioso ni volteó; al contrario, cogió con rapidez, las riendas del caballo, que comenzó a encabritarse con el alboroto. El joven, trató de correr tras el caballo, pero un hondazo impactó en su nuca. Hizo un gran esfuerzo y alcanzó a ver al religioso, indiferente, avanzando cuesta arriba, a sabiendas de que la rabia de los comuneros, sólo se apaciguaría, con su sangre.

   

– Maldito traidor –gritó. Palpó su cintura, alzó el brazo y disparó.  El cura rodó como un costal de piedra, pesado e inútil. Deberías agradecerme, por lo menos te he ahorrado la vileza de abandonar a un hombre herido –se burló el joven. Moriremos, juntos, pensó… mientras sentía el sabor dulce de su sangre que llegaba a sus labios.

 

  

Los comuneros rodearon al joven. Dos de ellos lo patearon con tal fuerza que el cuerpo del joven giró como si no tuviese peso. Maldito asesino, dijo uno de ellos. El tío de Juana, llegó, y lo apuntó con su fusil. Espere, compadre; este ya es finado, lo detuvo el más viejo del grupo y  se acercó al joven a comprobar si respiraba. Pero si este es el pillo que acompaña al Obispo en sus visitas pastorales, gritó. Los comuneros desconcertados se abstuvieron de hacer justicia con sus manos, pero, después de algunos azotes, lo entregaron a la policía. La diócesis trató de minimizar el escándalo, pero por mucho tiempo se corrió el rumor de que dos  miembros de la iglesia habían participado en  la violación y asesinato de una joven comunera.

       

–Estos pendejos; después de la reforma del General, creen que pueden hacer lo que les venga en gana –dijo el párroco.  El capellán, no le respondió porque se había acostumbrado a verlo hablar solo.

    

– ¿Ya me puedo retirar, vuecencia  –preguntó. Habían pasado varias horas desde que oficiaron el matrimonio. Está todo limpio y ordenado –concluyó.

     

–Claro, Gonzalo. Cierra las puertas que dan a la calle y déjame las llaves de la puerta lateral, voy a pasar del despacho directamente a mi dormitorio. No pienso dar la vuelta –respondió el párroco.

     

Después de la salida del Capellán, el párroco fue hacia la biblioteca. Allí, se  acomodó en su sillón y trató de leer, pero no pudo hacerlo ni media hora. Horas, después, el frío y el adormecimiento en las piernas, lo despertaron.  Se puso de pie y tambaleándose, se fue a su dormitorio.

    

–Terrucos de mierda, otra vez nos dejaron sin luz –gritó mientras trataba inútilmente, de encender la luz.

    

–Avance tranquilo sin hacer bulla y no le pasará nada, padrecito –le respondió una voz delgada desde la oscuridad. El frío de un fusil en la nuca lo paralizó. Oiga, no tengo dinero. Soy religioso, respondió. Cayese la boca, carajo. Nadie le preguntó por su dinero, indicó la voz, que continuaba siendo suave.

    

–Ahora arrodíllese –ordenó. Ponga las manos para atrás. Sí; muy bien, así –continuó.   El intruso, pasó una cuerda por sus muñecas y ajustó.

   

– Levántese y acérquese a la puerta, con la cara hacia la ventana –volvió a ordenar.

  

– No puedo pararme sin apoyarme. Tengo el músculo dañado –respondió el cura.

   

– ¡Ah!, vaya sorpresa. Y pensar que ustedes llevan vida de reyes… y se puede saber qué le pasó... ¿Algún accidente, acaso? –preguntó el intruso paternalmente.

   

– No. Fue una emboscada, cuando iba con la diócesis en campaña, en un camión del ejército.

    

– ¿Seguro? –peguntó la voz, esta vez, con malicia. El cura dudó, pero continuó.

    

– Así es, dispararon a mansalva, casi nadie sobrevivió. Fue, según dicen, una cédula terrorista, que venían desde Ayacucho. Mientras los soldados repelían el ataque, salté del camión y me fracturé el fémur. Prácticamente caí inconsciente, no recuerdo lo que después pasó, pero el ejército, nos sacó de allí, desperté en el hospital.

    

–Me sorprende que no le hayan dado el tiro de gracia, padrecito. Sepa usted que nosotros no dejamos a ninguno vivo. ¡Ah! y menos a un cura, pues. En fin, padrecito... Pero, oiga, no he venido a que me cuente sus desgracias. Sólo quiero saber si usted se acuerda de una niña, un angelito, una rubiecita que, aquí en el pueblo, todos le decían chinita… ¿Recuerda?

 

   

– No, no lo sé, amigo, las muchachas de estos lugares, suelen abandonar el pueblo en cuanto puedan y no vuelven sino es para las festividades o al casarse y luego no aparecen nunca más… Pero, dígame quien es usted, qué quiere. ¿Es el padre de esa niña…? Hay tantas niñas sin padre, hijos de esos encapuchados que tomaban la ciudad y violaban a las casaderas; ¡por Dios! aquí nadie sabe quién es quién....

 

– ¡Recuerde! –-volvió a interrumpir la voz.

 

– Hay una confusión, dígame quién es usted…

    

– No hay ninguna confusión. ¡Por lo clavos de Jesucristo! Sólo quiero saber si la recuerda. ¿Puede o no? –gritó y apretó con fuerza el cañón del fusil en la nuca del párroco.

     

El cura trato de avanzar hacia la puerta, pero se detuvo.

     

– Déjeme en paz, se lo suplico. Tengo dinero en el despacho. Le juro que no se lo diré a nadie. Puede llevarse todo lo que quiera.

      

– ¡Cállese la boca y avance! Pero no se apegue demasiado, padrecito que alguien puede abrir la puerta… ¡Pero muévase! ¿Por qué se detiene? La verdad no sé a quién puede interesarle que pueda pararse o no. Ande, siga, ¡arrástrese!;  después de todo, no sería la primera vez que lo hace, como el gusano que siempre ha sido –se burló. Y, descuide, padrecito, no se lo contaré a nadie. Además, le repito, no he venido por su dinero. Sólo vine por su recuerdo. La verdad quisiera que trate de recordar a mi niñita… ¡Ay! pobre, mi pequeña, cuánto sufrió…  Y ¡ah!, prométame que no gritará cuando me vaya… No, mejor no prometa nada –dijo y lo amordazó.

      

Cuando comenzó a aclarar. La voz volvió de improviso.

   

–Ya esta amaneciendo, señor cura –dijo. Veo que no se ha tomado el trabajo de pensar. Pero ya nos veremos más adelante y entonces tendrá todo el tiempo para hacerlo. Y no olvide que no pienso gastar inútilmente mis balas, así que más le vale  no dar la vuelta, ni pedir ayuda o intentar seguirme. Sólo espero que se arrepienta de sus pecados y sea un buen ministro de dios, el tiempo que le queda de vida –finalizó paternalmente  y comenzó a andar.

       

El intruso, abrió la puerta del dormitorio, se asomó al pasadizo y salió al corredor sin hacer ruido. El párroco se rindió sobre sus muslos, adormecido, pero aliviado del susto de su vida. Después de varios minutos se incorporó. Una puerta se abrió. ¡Deber ser Gonzalo!, pensó. Quiso gritar, llamar la atención y pedir que lo desaten, pero no fue necesario. La persona que hacía ruido en el pasadizo, se fue acercando al dormitorio. Empujo la puerta. Le tomó de los cabellos, tiró hacia atrás su cráneo y pasó un filudo cuchillo por la garganta del viejo cura.

 

–Esto es por hacerle cochinadas a Corina cuando era niña y por dejarme en manos de los comuneros de Huanchoc, pedazo de mierda –dijo la misma voz y salió del pueblo.

     

Su mujer, Corina, todavía feliz, por la boda y el regreso al lugar, lo esperaba, a la salida del pueblo, sonriendo, en una escuálida mula para retornar a la capital.

 

 

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