Elizabeth Bishop: un largo viaje hacia la poesía
Introducción, selección y notas de Luis Benítez

 

UNA DE LAS POETAS ESTADOUNIDENSES

MENOS CONOCIDAS EN ESPAÑOL

 

Bastante poco difundida en nuestro país, salvo por su esporádica aparición en algunas antologías de poesía norteamericana, Elizabeth Bishop es una de las poetas más importantes de su país. Luego de su muerte, en 1979, su fama no hizo más que acrecentarse. Para cierta crítica, Bishop anticipa el minimalismo con su indagación en los detalles aparentemente menos notables de la existencia, en los que descubre y muestra aspectos significados nuevos. Discutiendo o no esta anticipación de la Bishop a lo que vendría después, es reconocible en ella un estilo superior y una inteligencia poética que la sitúan merecidamente al nivel de de los mayores poetas contemporáneos.

 

Nacida en Worcester, Massachusetts, EE.UU., en 1911, Elizabeth Bishop murió en su país en 1979, mientras se desempeñaba como profesora en Harvard University. Antes de volver a EE.UU., había residido sucesivamente en Francia, México y Brasil.

 

Cuando aún contaba con pocos años de edad, su padre murió y posteriormente su madre fue internada en un asilo para enfermos mentales. La crianza de la pequeña Elizabeth fue confiada a unos parientes cercanos, primero en Nueva Inglaterra y luego en Canadá.

 

Graduada en Vassar, fijó brevemente su residencia en Nueva York y luego comenzó un extenso recorrido por el extranjero, para volver por un período a Key West, localidad norteamericana que abandonó para trasladarse a Brasil, donde permaneció por 16 años. Recién volvió a  EE.UU. en 1970, donde se estableció definitivamente. En ese mismo año le fue concedido el National Book Award, que se sumó así al Pulitzer Prize que le habían concedido en 1956.

 

Esta vida de traslados y cambios está recorrida por una obra establecida sobre la constante de trabajar invariablemente en unas mismas direcciones. La obra de Bishop es un prolongado ahondamiento en los detalles menos notables de la vida, que ella redescubre bajo aspectos inesperados, haciendo de lo antes intrascendente un universo de innumerables significados nuevos. De este modo, la autora se erige como un antecedente de los minimalistas. Dotada de una finísima sensibilidad, Bishop progresó desde lo sensitivamente significante hasta lo conceptualmente emocionante, lo cual no es poco mérito si atribuimos a los grandes poetas la cualidad de ganar nuevos territorios para la poesía. Enmarcada en la tradición de Nueva Inglaterra, influida visiblemente por Gerard Manley Hopkins (Stratford, 1844-Dublín, 1889) y, a través de él, por los metafísicos ingleses del siglo XVII, principalmente Johnn Donne (Londres, 1573-1631) y su discípulo George Herbert (Montgomery, 1593-Bemerton, 1633), como por otra parte lo estuvo su compatriota Emily Dickinson (Amherst, 1830-1886) antes que ella, Bishop, como la Dickinson, progresó de las fórmulas clásicas de la poesía de Nueva Inglaterra hacia los constituyentes de la poesía moderna. Dando otra vuelta de tuerca al típico ir y venir de lo macrocósmico a lo microcósmico, herencia de los metafísicos ingleses, Bishop se las arregla en su poética para tocar, con un ingenioso estilo, aquellas regiones de la percepción donde se hace visible el punto de encuentro entre ambos universos, algo que parece inabordable hasta que ella llega allí y, para colmo, lo muestra con detalle. Carente de todo exhibicionismo de lo hallado, Bishop además se da el lujo de entrecerrar la puerta, pues sabe que el detalle que ha mostrado, haciendo que parezca como al descuido, está lo suficientemente bien elegido como para demostrar el todo o, lo que es mejor en poesía, para sugerirlo congruente y acabadamente.

 

Su obra no es demasiado extensa, si hemos de compararla con lo escrito y publicado por sus pares de generación, aunque la maestría de lo que nos ha dejado le aseguró definitivamente un puesto de maestría entre todos ellos.

 

Bishop publicó en 1946 North and South, seguido en 1955 por A Cold Spring. En 1965, Questions of Travel y en 1969 The Complete Poems, que precedió a Geography III, de 1976. Luego, New Poems, de 1979, el año de su muerte.

 

 

Elizabeth Bishop es muy poco conocida en nuestra lengua. Del mismo modo en que no lo son Allen Tate  (Winchester, 1899-1976),  Robert Lowell (1917-1977), Robert Duncan (1919-1988), Richard Wilbur (1921), Theodore Roethke (1908-1983) -de quien hay una excelente versión de Alberto Girri, editada por Fraterna en Buenos Aires, en 1979- o John Ashbery (1927), abarcando así un largo período de la poesía moderna norteamericana. La razón de esta falta de difusión me parece bastante clara. Estos autores devienen de una línea que, zigzagueando por otras influencias menores, ciertamente, llega hasta el mismo Edgar Allan Poe, padre de la corriente de una poesía estadounidense culta, que no dudó jamás en abrevar en el caudal de la cultura grecolatina a través de sus contactos con Europa, mientras se gestaba, paralela a la línea trazada por Poe, otra rama que resulta para nosotros la más conocida, aquella que tiene sus orígenes en Walt Whitman. Esta segunda corriente, a la que con cierta prisa podríamos llamar “vitalista” -sin que ello desmerezca los logros alcanzados en su largo recorrido, por lo menos tan largo como el de la primera- posee elementos de mayor espectacularidad, de golpes de efecto más contundentes sobre el lector, de mejores contactos con la cultura del mass-media que se desarrolló mucho después de Whitman y que permitió, en gran medida, que autores como los enrolados en la poesía beat -el más conspicuo de ellos: Allen Ginsberg- fueran más difundidos y conocidos en nuestra lengua, siendo para los numerosos lectores de traducciones al español casi el único menú posible de la poesía norteamericana del siglo XX. Sin embargo, los autores de esta corriente no son los únicos y la idea es mostrar también a los demás. En este sentido, la poesía de Elizabeth Bishop es un magnífico exponente de lo que ocurría mientras tanto “en la otra orilla” de lo whitmaniano, que desde luego no niega sino que completa lo más difundido, para dar una lectura más real de lo sucedido en la poesía norteamericana del siglo pasado.

 

Obras de Elizabeth Bishop

North and South (1946)

A Cold Spring (1955)

Questions of Travel (1965)

The Complete Poems (1969)

Geography III (1976)

New Poems (1979)

 

 

 

DURMIENDO EN EL TECHO

 

 

¡Se encuentra todo tan tranquilo en el techo!

Esa es la Place de la Concorde,

Las luces de la pequeña araña apagadas

y la fuente allá en lo oscuro.

No hay un alma en el parque.

 

Abajo, donde el empapelado está desprendido,

el Jardin des Plantes ha cerrado sus puertas.

Aquellas fotografías son animales.

Las poderosas flores y el follaje susurran,

bajo las hojas los insectos cavan.

Debemos ir debajo del empapelado,

conocer al insecto gladiador,

combatir con una red y un tridente

y dejar la fuente y la plaza,

pero oh, si pudiésemos dormir allí...

 

  

 

DE VISITA EN SAINT. ELIZABETHS[1]


 

 

Este es el manicomio.

 

Este es el hombre trágico

que yace en el manicomio.

 

Este es el tiempo

del hombre trágico

que yace en el manicomio.

 

Este es un reloj pulsera

que dice la hora

del charlatán

que yace en el manicomio.

 

Este un marino

usando el reloj

que dice la hora

del afamado hombre

que yace en el manicomio.

 

Este es el muelle de madera

adonde arriba el marino

que usa el reloj

que dice la hora

del viejo hombre de coraje

que yace en el manicomio.

 

Estos son ahora los años y los muros del salón,

los vientos y los nubarrones del mar entablonado

gobernados por el marino

que usa el reloj

que dice la hora

del irritado hombre

que yace en el manicomio.

 

Este es un judío que bailotea sollozando

con un sombrero de papel de diario por todo el salón,

sobre el crujiente mar de las tablas del piso,

allí... más allá del marino,

que le da cuerda al reloj

del cruel sujeto

que yace en el manicomio.

 

Este es un mundo de libros derruidos.

Este es un judío con sombrero de diario

que bailotea sollozando por todo el salón,

sobre las tablas del mar crujiente

del piradísimo[2] marino

que le da vueltas y vueltas a las manecillas del reloj

que dice la hora

del muy ocupado sujeto

que yace en el manicomio.

 

Este es un muchacho que patea el piso

a ver si sigue allí y continúa siendo chato,

para el judío viudo con sombrero de papel

que bailotea sollozando por todo el lugar,

valseando a todo lo largo de un listón que sube y baja,

al lado del silencioso marino

que ahora está atento sólo al tic-tac del reloj

que dice la hora

del hombre aburrido

que yace en el manicomio.

 

Estos son los años transcurridos y los muros y la salida

que se cierran sobre el muchacho que patea el piso

para comprobar si continúa allí y sigue siendo chato.

Este es un judío con sombrero de papel

que bailotea ya por debajo del salón, con deleite,

atravesando las divididas olas del mar de tablas,

más allá del marino

que sacude su muñeca con la vista fija en el reloj

que dice la hora del poeta y el hombre

que yace en el manicomio.

 

Este es el soldado que volvió a casa de la guerra,

Estos son los años y los muros y la puerta

que se cierran sobre un muchacho que patea el piso

para comprender si la tierra es redonda o chata.

Este es un judío que usa un sombrero de diario

mientras bailotea meticulosamente por todo el salón,

caminando sobre la tapa de un féretro

con el marino chiflado

que exhibe su reloj,

el que dice la hora

del hombre desgraciado

que yace en el asilo de los dementes.

 

 

SONETO

 

 

Necesito de la música que pueda flotar

Sobre las inquietas puntas de mis dedos,

Sobre mis amargos y manchados, temblorosos labios,

Con melodía profunda, clara y lentamente líquida.

Oh, el curativo balanceo, viejo y humilde,

De alguna canción que sonó para el descanso del alma agotada,

Una canción que se derrama, como agua fría, sobre la cabeza

¡Y sobre estremecidos miembros, los sueños salen a caminar!

 

Hay algo mágico creado por la melodía:

Un hechizo de tranquilidad, una quieta respiración

Y un corazón fresco que se sumerge atravesando colores marchitos

Hacia la honda, sumergida tranquilidad marina,

Y que flota siempre en un charco, verdoso por la luna,

Alzado en brazos por el sueño y el ritmo.

 

 

 

LA REPRIMENDA

 

 

Si tú saboreas lágrimas muy seguidamente, lengua inquisidora,

Encontrarás que ellas tienen algo que tú tomas en cuenta:

Saliendo infantilmente fuera, a tocar el propio fenómeno de los ojos,

Retornan dentro de tu elemento. Las lágrimas

Pertenecen solamente a los ojos; su profundísimo lamento separaron

Del agua. Donde lloraron el agua ha desaparecido.

Ese residuo es la pena, salada y enfermiza,

Tu amarga enemiga, que deja la cara atravesada de palidez.

Las lágrimas, degustadora, tienen una pública dignidad,

Regalan un antídoto a lo desecado.

No son aptas para ser saboreadas a propósito;

Los que fruncen la cara soltándolas terminan gritando.

Oh curiosa, chiflada y agrietada, ¿ahora dirás,

Lengua, “el dolor no es mío“ y doblándote sobre ti misma, suspirarás?

 

 

 

UNA FRÍA PRIMAVERA

 

Para Jane Dewey, Maryland

 

“Nada es tan hermoso como la primavera”

Manley Hopkins

 

Una fría primavera:

la violeta fue dañada en el césped.

Por dos semanas o más dudaron los árboles,

las pequeñas hojas aguardaron,

indicando cuidadosamente sus características.

Finalmente un grave polvo verde

se asentó sobre las grandes colinas sin sentido.

Un día, con una efímera ráfaga de sol,

al costado de una de ellas nació un becerro.

La madre se detuvo, mugiendo,

y demoró un largo rato para comerse la placenta

(una bandera miserable)

pero el becerro se levantó inmediatamente

y pareció inclinado a sentirse contento.

El día siguiente

fue mucho más cálido.

Flores de un blanco verdoso aparecieron en el bosque,

cada pétalo, aparentemente quemado por colillas de cigarrillo,

y el desdibujado arbusto permaneció

junto a esto sin moverse, pero siendo casi

más movimiento que dotado de algún placentero color.

Cuatro venados practicaban salto sobre tus cercas,

infantiles hojas de roble nadaban en el sobrio follaje.

El verano dio cuerda a los pájaros cantores,

sobre el árbol de maple el complementario cardenal

chasqueó su látigo y el dormilón despertó

extendiendo millas de verdes ramas hacia el sur.

En su gorra las lilas blanquearon,

la que un día sintieron como nieve.

Ahora, en el atardecer,

viene una nueva luna.

Las colinas crecen suavemente

De a mechones, la hierba alta muestra

dónde yace el ganado.

Las ranas-toro cantan,

descuidadas cuerdas pulsadas por dedos pesados.

Debajo de la luz, contra tu blanca puerta principal,

las pequeñísimas bocas, como abanicos chinos

se aplastan sobre sí mismas, plata y plata-dorado

sobre pálido amarillo, naranja o gris.

Ahora, desde la espesa hiedra, las luciérnagas

comienzan a elevarse:

arriba, luego abajo, de nuevo arriba,

iluminadas en el vuelo ascendente,

moviéndose al unísono hasta la misma altura,

exactamente como burbujas de champaña.

Luego llegan mucho más alto con su vuelo.

Y tus penumbrosos pastos serán capaces de ofrecer

esos tributos particularmente brillantes

cada atardecer, a través del verano.

 

 

ARGUMENTO

 

 

Los días que no pueden traerte cerca

o no quieren,

la distancia intentando aparecer

como algo más que obstinada,

discuten, discuten, discuten conmigo,

interminablemente,

sin lograr demostrar que eres

menos deseada ni menos querida.

Distancia: recuerda todo ese país

debajo del avión;

esa costa de borrosas playas

profundas en la arena,

estrechándose indistinguiblemente

todo el trayecto,

¿todo el trayecto hacia

donde mis razones terminan?

Días: y piensa

de todos esos confundidos instrumentos

uno al efecto

cancelando cada experiencia de los otros;

cómo fueron,

cómo algún espantoso calendario

“cumplidos de Nunca & Para Siempre, Inc.“.

El intimidante sonido

de esas voces,

nosotros podemos, por separado, encontrar

que pueden y serán vencidas:

Días y Distancia desbandados nuevamente

y arrasados ambos por buenos

y desde el tierno campo de batalla.

 

 

CARTA A NUEVA YORK

 

 

En tu próxima carta quisiera que me dijeras

a dónde estás yendo y qué estás haciendo.

Cómo son los teatros y después de los teatros

qué otros placeres estás persiguiendo:

 

tomando taxis en medio de la noche,

manejando como para salvar tu alma,

donde el camino dobla y dobla por el parque

y el parquímetro brilla como una lechuza moralista

 

y los árboles lucen tan raros y verdes,

parados y solos en grandes cuevas negras

y súbitamente estás en un lugar diferente

donde todo se ve pasar en olas,

 

y no puedes atrapar la mayoría de los chistes

como palabras sucias borradas de un pizarrón

y las canciones suenan fuerte pero en cierto modo apagadas

y eso nos alcanza tan terriblemente tarde,

 

y saliendo de la casa cuya puerta está

bajo el nivel de la acera gris, a la mojada calle,

un lado de los edificios se levanta con el sol

como un reluciente campo de trigo.

 

...Trigo, no avena, querida. Estoy asustada:

si esto es trigo no es nada de tu siembra.

Aún así me gustaría saber

qué estás haciendo y a dónde estás yendo.

 

 

 

UN PRODIGIO PARA DESAYUNAR

 

 

Esperábamos el café a las seis en punto,

esperábamos el café y el piadoso mendrugo

que iba a llegar hasta nosotros desde cierto balcón,

como si fuésemos reyes del pasado o como un prodigio.

Estaba oscuro aún. La planta del sol

afirmaba el pie sobre un bucle del río.

 

Terminaba de cruzar el primer ferry del día.

El frío tan intenso nos hacía aguardar un café

bien caliente, comprendiendo que el sol

no podría abrigarnos, y que el mendrugo

que nos tocara a cada uno fuera un pan entero,

por un prodigio, bien cubierto de manteca.

Un hombre se asomó al balcón a eso de las siete.

 

Allí permaneció un rato, a solas en el balcón,

la vista tendida hacia el río por encima de nuestras cabezas.

Un sirviente le alcanzó los ingredientes de un prodigio,

constituidos por una sola taza de café

y una factura que empezó a desmigajar,

con el pensamiento perdido entre las nubes y el sol.

 

¿Se trataba de un loco? ¡Qué intentaba hacer bajo el sol,

allí en su balcón! Cada uno recibió un pedacito bastante seco,

que varios de un manotazo arrojaron desdeñosos al agua,

y también en una taza una gota de café.

Algunos de nosotros permanecimos por los alrededores,

esperando el prodigio.

 

Puedo hablar de lo que vi después, de aquello que no fue un prodigio.

Una bella propiedad se alzaba bajo el sol

y de su entrada llegaba el aroma del café caliente.

Del frente sobresalía el yeso de un balcón barroco,

decorado con pájaros de los que anidan a orillas del río

-eso lo vi espiando por encima de mi mendrugo-

 

y vi también galerías y habitaciones de mármol. Mi mendrugo,

mi mansión, operó para mí un prodigio

a través de las épocas, empleando insectos, pájaros y el agua

horadando la roca. Cada día, bajo el sol,

cuando es tiempo del desayuno me siento en mi balcón,

piernas arriba, y me bebo galones de café.

Nos comimos los mendrugos y nos tragamos el café.

Del otro lado del río una ventana recibía el sol,

como si el prodigio estuviera sucediendo en el balcón equivocado.

 

 

CRUSOE EN INGLATERRA

 

 

Un nuevo volcán hizo erupción,

dicen los diarios, y la semana pasada leí

cómo, desde cierto barco, presenciaron el nacimiento de una isla:

primero una bocanada de vapor, diez millas a lo lejos;

y entonces un punto negro -basalto, probablemente-

subió en el catalejo del compañero

y se presentó en el horizonte como una mosca.

Le dieron un nombre. Pero mi pobre y vieja isla

todavía sigue sin catalogar y sin un nombre.

Ninguna bitácora la tomó jamás en serio.

Bueno, yo tenía cincuenta y dos miserables

y pequeños volcanes, podía subir

con algunas resbaladas y a mal tranco

a esos volcanes muertos como montañas de ceniza.

Acostumbraba sentarme en el borde del más elevado

y contar desde allí los otros,

desnudos y plomizos, con sus cabezas humeando.

Pensaba que si ellos eran la medida

que los volcanes debían tener, entonces

yo tenía que convertirme en un gigante;

y que si yo me transformara en un coloso,

no podría soportar el pensar en qué tamaño

tendrían las cabras y las tortugas

o las gaviotas o aquellos solapados rodillos...

-un relumbrante hexágono de rodillos

cerrándose y cerrándose, sin nunca desaparecer,

brillaba y relumbraba aunque el cielo

estaba habitualmente encapotado.

Mi isla parecía ser una suerte

de vertedero de nubes.

Todas las nubes fugadas del hemisferio

llegaban y se colgaban encima de los cráteres

-las abrasadas gargantas eran

demasiado ardientes para rozarlas.

¿Era por eso que llovía tanto?

¿Y por eso a veces todo en su extensión silbaba?

Las tortugas se desplazaban pesadamente:

altas cúpulas silbando como teteras

(y yo hubiese dado años de mi vida, entonces,

por cualquier clase de tetera, por cierto.)

Las capas de lava, corriendo hacia el mar

podían silbar. Yo volvería. Y entonces

ellas demostrarían ser más y más tortugas.

Las playas eran todas lava, abigarradas,

negras, rojas y blancas y grises;

los marmóreos colores hacían su magnífica ostentación.

Y yo tenía tornados. Oh, media docena

al mismo tiempo, transgresores[3],

ellos venían y se iban, avanzando y retrocediendo,

sus cabezas en las nubes, sus pies

en movedizos terrenos de un blanco removido.

Chimeneas de vidrio, flexibles, de un color atenuado,

criaturas sacerdotales de cristal... yo vi

las espirales del agua subir por ellas como la humareda.

Eran hermosas, sí... pero no demasiada compañía.

Algunas veces tomaba el rumbo de la autocompasión.

“¿Me merezco esto? Yo supongo que sí.

Yo no hubiese podido estar aquí de otra manera.”

“¿Era aquello sólo un momento, cuando hoy elijo esto?

No recuerdo, pero en aquel lugar así pudo haber sido.”

¿Qué hay de malo en la autocompasíón, después de todo?

Con las piernas colgando, confianzudamente,

sobre el borde del cráter, me dije a mí mismo:

“La pena va a comenzar cuando regrese.” Y así fue:

la mayor de las penas que sentí, la sentí en casa.

El crepúsculo sobre el océano; el mismo sol

sin par subiendo de las aguas,

y cada vez había una sola vez de aquello

y para ello una sola vez en mí.

La isla tenía una sola variedad de cada cosa:

un tipo de caracol arborícola, de resplandeciente azul violáceo

sobre un delgado caparazón, deslizándose

sobre cada cosa y sobre la única variedad de árbol,

un hollinoso, refregado asunto.

Conchas de caracoles cruzando sobre éstos como a la deriva,

y desde lejos, podías jurar

que eran un gran banco de ojos en movimiento.

Había también unas bayas de color bermellón.

Las probé. Una y otra vez, en diferentes momentos.

Semiácidas y no tan malas, sin efectos intoxicantes:

entonces hice con ellas cerveza casera. Bebía

la espantosa, burbujeante, escasa cosa

que iba derecho a mi cabeza

y tocaba mi flauta hecha a mano

(estimo que sacaba de ella el más extraño sonido de la Tierra)

y mareado, soltaba alaridos y bailaba entre las cabras.

¡Hecho por mí, todo fabricado por mí mismo!

Pero, ¿somos nosotros todo?

En la isla sentía un profundo afecto

hasta por la más pequeña de mis obras.

No, no tan así realmente, partiendo de que

la más pequeña era una filosofía miserable.

Porque yo no sabía bastante.

¿Por qué no conocía lo suficiente de cada cosa?

¿De dramas clásicos o astronomía? Los libros

que había leído estaban llenos de lagunas;

los poemas -bueno, intenté

recitar uno a mis bancos de ojos:

“Ellos se iluminaron dentro del ojo,

quien es la felicidad....” ¿La felicidad de qué?

Una de las primeras cosas que hice

al volver fue releer esos versos.

La isla olía a cabra y a guano.

Las cabras eran blancas, tanto como las gaviotas,

y ambas tan mansas, que parecían creer

que yo era una cabra o una gaviota.

Bee, bee, bee y shrik, shrik, shrik,

bee, shrik, bee... Todavía no puedo sacármelas

de mis oídos; los están lastimando ahora mismo.

Los preguntones chillidos, las equivocadas réplicas

sobre el suelo de la susurrante lluvia

y las silbantes, vagabundas tortugas

habitan para siempre mi cabeza.

Cuando las gaviotas se alzaban todas de una vez,

sonaban como un enorme árbol bajo un viento poderoso

y dejaban el lugar desierto.

Yo cerraba mis ojos y pensaba en un árbol,

un roble, siempre, con una sombra auténtica en alguna parte.

Hasta oía entonces el mugir del ganado,

enfermo y harto como estaba de la isla.

Pienso que eran las cabras.

Había un gran macho cabrío que aguantaba

permanecer en el volcán que yo había bautizado

Monte de Esperanza o Monte Desesperanza

(entonces yo tenía bastante tiempo

para jugar con las palabras);

balaba y balaba y olfateaba el aire.

Yo lo aferré de la barba y lo miré fijo.

Sus pupilas alargadas no decían nada

o quizá se asomaba en ellas apenas un poco de malicia.

¡Yo estaba tan harto de los mismos colores!

Un día pinté a un cabrito de rojo

con el jugo de las bayas, sólo para ver

algo de un color diferente.

Y desde entonces su madre no lo reconoció.

Lo peor eran los sueños. Por supuesto,

yo soñaba con comida y con sexo, pero ello

era lo más placentero entre tantos otros temas...

Por ejemplo soñar con degollar a un niño,

confundiéndolo con un cordero. En mis pesadillas

otras islas se apretaban contra la mía;

infinidad de islas engendrando otras,

como huevos de sapo conteniendo renacuajos de islas,

creyendo yo que iba a tener que vivir en una tras otra,

por épocas, registrando su flora,

su fauna, todas sus geografías.

Justo cuando pensaba que no podría

permanecer allí un solo minuto más,

fue que Viernes llegó

(los pormenores brindados sobre su arribo

son absolutamente erróneos).

Viernes era lindo.

Viernes era lindo y nos hicimos amigos,

¡pero si él hubiese sido una mujer!

Yo quería propagar mi especie y entonces

lo hubiese hecho, pienso, pobre muchacho.

El adoptaba corderos algunas veces

y corría con ellos y los alzaba en brazos...

algo bonito de ver, pues tenía un bello cuerpo.

Y entonces un día vinieron ellos

y nos llevaron consigo de la isla.

Ahora vivo aquí, en otra isla que no parece

ser una, pero ¿quién decide sobre algo?

Mi sangre estaba llena de islas; mi mente

creó más. Pero aquel, aquel archipiélago

se ha esfumado para siempre. Soy un anciano.

Me aburro, tomando té de verdad,

rodeado de trastos viejos.

Mi cuchillo sobre la repisa

apesta a significados, como un crucifijo.

Estuvo vivo. Cuántos años

le supliqué, le imploré sin pausa.

Conozco cada muesca y rasguño a conciencia,

el azulado filo, la rota punta,

cada veta de madera de la empuñadura.

Ahora él no quiere mirarme,

lo vivo del alma se ha desvanecido.

Mis ojos se posan en él y siguen de largo.

El museo local me solicitó

donarle estas cosas:

la flauta, el cuchillo, las sandalias,

mi traje de piel de cabra

(meses han estado con lo del pellejo)

el parasol... y me tomó un largo tiempo

recordar dónde estarían olvidadas sus varillas.

Todavía podría servir de algo pero, hecho una ruina,

semeja una desplumada, desnuda ave de corral.

¿Cómo alguien puede querer estas cosas?

Y Viernes, mi querido Viernes, muerto de sarampión

hace diecisiete años, llegando marzo.

  


NOTAS

 

[1] El poema hace referencia al hospital siquiátrico donde la bonhomía del gobierno norteamericano encerró durante más de dos décadas, cuando ya contaba casi sesenta años, a Ezra Pound (1885-1972), acusado de colaborar con el fascismo italiano. Luego de entrar en Italia, los aliados capturaron al poeta y lo exhibieron públicamente, durante algunos meses, en una jaula de hierro diseñada expresamente para que no pudiera ponerse de pie.

 

 

[2] La casi siempre refinada Bishop emplea aquí una expresión muy poco usual en su poesía, “batty”, que pertenece al slang de Nueva York. La convierto en este otro vocablo, habitual en el habla coloquial más reciente de la Argentina, creyendo encontrar el mismo tono. Los términos “demente” o “chiflado” estimo que no llegan a él, desde un circunspecto español que no toca las alturas (y las honduras) expresivas de ningún caló, lunfardo o germanía. Mucho menos correcto me parece emplear el adjetivo sustantivado “psicótico”, reservado para las traducciones perpetradas por las almas buenas al tono de nuestra época.

 

 

[3] La expresión utilizada por Elizabeth Bishop aquí es “far out” y corresponde al slang neoyorquino, con el significado de “extremadamente anticonvencional”. No tengo un equivalente para dar el tono que sea entendible para todos los giros locales del castellano y por ello empleo este tan vapuleado vocablo, confiando en que el lector, independientemente del lugar donde esté leyendo este poema, sabrá imaginar los matices agregados.

 

 

 

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