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TESTIMONIOS DE LA MISIÓN DE MOZAMBIQUE





DIÓCESIS DE CHIMOIO
 

MACHIPANDA  P. Enrique Hernández Torres, M.G.
 

LLEGAR HASTA LOS MÁS ALEJADOS  P. Enrique Hernández Torres, M.G.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



DIÓCESIS DE CHIMOIO

Esta Diócesis fue creada el 19 de Noviembre de 1990, desgajándola de la Arquidiócesis de beira. Su primer Obispo es don Francisco Joao Silota, el nació en 1941 en angonia, Diócesis de Tete, Mozambique, Miembro de SVA Misioneros de África (Padres Blancos).
Fue ordenado Sacerdote el 11 de Agosto de 1974 y Obispo el 26 de Junio de 1988 (Auxiliar de Beira). Tomó posesión de Chimoio el 6 de Enero de 1991.

La Diócesis tiene 61,661 km2, de la provincia de Manica, subdividida en 10 Distritos. Tiene una población  de poco más de un millón de habitantes, con densidad de 17 km2. Aunque la lengua nacional es el portugués, poca gente la habla. Los pobladores son sub-grupos Shona de origen Bantú: manyika, Ndau, Tawara, Tonga, Utee, Barwe.

La población católica es de 63,000 (6.25%). Hay pocas Iglesias protestantes y varias de las llamadas independientes (desmembradas de otras Iglesias cristianas), también hay Musulmanes en los centros urbanos y comerciales. Por la ideología marxista se ha introducido el neo-paganismo, y más del 70% siguen su religión tradicional bantú.

La Diócesis cuenta con 17 parroquias establecidas, pero 7 de ellas no tienen sacerdote. Su personal es de 14 sacerdotes (tres de ellos diocesanos y 10 de 4 comunidades misioneras) 44 religiosas, 18 seminaristas mayores y 50 catequistas remunerados.

Entre los principales problemas y retos de la Diócesis se subraya la falta de personal misionero y vocaciones locales, la educación y la salud son dos aspectos que requiere del apoyo de todos y son prioridad para el Obispo Local: hay pocas escuelas, están deterioradas y por muchos años sujetas a una enseñanza atea  y, en consecuencia con pocas bases morales para la juventud. La atención a las pequeñas comunidades de base se requiere atención especial.



MACHIPANDA

El 28 de enero, a sólo 2 meses y medio de haber llegado a Mozambique, el señor Obispo nos destinó a nuestras nuevas parroquias. San Antonio es el nombre de mi parroquia, más popularmente conocida como "la parroquia de Machipanda".

Machipanda es una pequeña población que nació y creció alrededor de la estación de ferrocarriles; ubicada entre las montañas y en la frontera con el país de Zimbawe. En la misa de mi nombramiento como párroco yo estaba muy contento, pero al mismo tiempo tenía miedo ; sabía del compromiso que esto significaba: guiar a toda una comunidad, ¡y yo sin poder hablar bien chimanika (la lengua local)!

Los dos meses y medio que estudié chimanika no eran suficientes para realizar este trabajo. Con dificultades conseguía saludar a las personas y decir una que otra frasecita…, pero lo que mi corazón sentía no lo podía expresar. Perseguía las palabras y sólo encontraba un grito roto e inarticulado que nadie podía entender.

¿Cómo guiar a una comunidad si no sé hablar? Además, me sentía muy joven, ya que en la cultura africana los ancianos ocupan un lugar muy importante dentro de la comunidad; son personas muy respetables y sólo ellos tienen la autoridad para hablar a la comunidad.  Es inconcebible que un joven hable a los ancianos con autoridad o que diga a la comunidad lo que hay que hacer. ¿Cuál sería la aceptación de ellos hacia mí, un joven extranjero y que además no sabe hablar bien su idioma? Todas estas cosas pasaban por mi mente, cuando de repente comencé a escuchar las palabras de la primera lectura de ese domingo: "Antes de formarte en el vientre de tu madre ya te conocía; yo mismo te consagré para que fueras mi profeta ante las naciones. Mas yo respondí: ¡Ah, Señor!, mira que soy como un niño que no sabe hablar. Pero el Señor me dijo: No digas que eres un niño porque irás a aquellos a quienes yo te envíe y les anunciarás aquello que yo te ordeno. No tengas miedo de ellos pues YO ESTOY CONTIGO PARA PROTEGERTE… HE AQUÍ QUE PONGO MIS PALABRAS EN TU BOCA" (Cfr. Jer.1,5-9).

Cuando escuché esas palabras me di cuenta de la presencia del Señor y me puse a llorar en silencio. Le pedí perdón al Señor por dudar de Él y por dudar de sus palabras: "Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt. 28,20) y "No tengan miedo, basta que tengan fe". La misa terminó en medio de cantos y de alegría; la comunidad estaba muy contenta por su nuevo párroco. Todos venían a saludarme y a darme la bienvenida. Me sentía muy contento en esos momentos, pues había dejado todos mis temores y limitaciones en las manos de Dios.

Nuestro trabajo en estos lugares apenas comienza y nuestra presencia ya despierta la simpatía y el cariño de la gente. Tratamos de recordarnos continuamente que hemos venido a Mozambique como misioneros, con la misión de anunciar a nuestros hermanos de este país la alegría de la Buena Nueva del Señor Resucitado.

Un proverbio en lengua chimanika dice: "Mwoyo muti unomera paunoda" ("El corazón es como un árbol que germina donde quiere"). Los Misioneros de Guadalupe hemos sido bendecidos al ser invitados y recibidos a trabajar en la diócesis de Chimoio, que significa: "Corazón pequeño". Nosotros esperamos firmemente poder crecer y tener un corazón capaz de amar a esta gente, mientras aprendemos su idioma, mientras podemos entender lo que no expresan con palabras, mientras batallamos para sentirnos "en casa" en medio de ellos, y, sobre todo, mientras crecemos y florecemos con nuestra presencia misionera entre esta gente que nos ha sido confiada. Que el Señor bendiga nuestro camino, que bendiga a este pueblo mozambiqueño y que bendiga a nuestro Instituto, junto con los bienhechores que elevan sus oraciones a Dios para que su obra continúe.

P. Enrique Hernández Torres, Misionero de Guadalupe en Mozambique.



LLEGAR HASTA LOS MÁS ALEJADOS

Cuando avisaron en las comunidades de Machipanda que el nuevo padre Misionero de Guadalupe visitaría no sólo sus comunidades sino sus hogares, una anciana se levantó y dijo: "No creo que un padre extranjero llegue hasta nuestras casas, puesto que nunca hemos visto que un sacerdote suba las montañas y se preocupe por llegar hasta donde estamos nosotros; pero, si es verdad que ha de caminar por nuestros cerros, yo misma me comprometo a acompañarlo aunque sea muy anciana.

Esto lo decía porque tenía la seguridad de que el padre no los visitaría, ya que nunca en sus vidas habían tenido la experiencia de que un sacerdote llegara hasta sus hogares. Eran ellos quienes tenían que caminar kilómetros y kilómetros para poder llegar hasta la iglesia; pero, que el padre llegara hasta ellos, ¡nunca!

Cuando me asignaron a mi parroquia, mi primer objetivo fue visitar las comunidades y llegar hasta los hogares de cada una de las personas, especialmente los enfermos, los más ancianos y los más alejados. Esto causó gran admiración en todas las personas, creyentes y no creyentes: "¡El padre anda visitando las familias de aquellas montañas!" decían. Mientras visitaba las familias, un grupo de católicos me acompañaba con cantos y tambores, de modo que, cuando pasábamos por las chozas de las personas, todos salían para ver de qué se trataba.

Caminar por las montañas en medio de cantos era ya una evangelización, pues despertaba la curiosidad de las personas, quienes se unían a nosotros a cantar y a rezar. Al llegar a sus chocitas hacíamos oración; luego yo bendecía a la familia, o daba la unción a los enfermos. Esta noticia de que el padre andaba visitando las familias corrió por todas partes, de modo que ya todas las personas querían que llegara a sus hogares para hacer oración por ellos o visitar a sus enfermos. Era muy grande su alegría, pues, por fin, un padre había llegado hasta sus hogares. Recordé, entonces, las palabras del profeta Isaías: "Qué hermoso es ver por las montañas los pies del mensajero que nos trae la Buena Nueva" (Is 52,7).

Cierto día, cuando llegué a una comunidad, al final de las visitas, una ancianita se me acercó y me dijo: "Padre, vengo a pedirle disculpas, pues cuando avisaron que usted vendría a visitarnos, no pensé que de verdad fuera a venir hasta nosotros a ensuciarse de lodo para poder llegar a nuestras casas…; pero, ¡aquí estoy con usted, puesto que prometí acompañarlo si llegaba a visitarnos! Gracias, padre, por traernos a Dios y por traer alegría y consuelo a nuestros hogares".

La verdad, tengo que reconocer que es un trabajo muy cansado, pues las distancias que recorro de montaña a montaña son bastante grandes; pero, ver la alegría en el rostro de la gente me motiva a seguir adelante, con mayor entusiasmo. Las personas, en medio de su agradecimiento, no saben qué ofrecerme. Así, a mi regreso, vengo cargado de maíz, jitomate, cebollas, frutas, gallinas y muchas otras cosas que me regalan con mucho cariño.  Por la tarde, cuando llego a casa, le doy gracias a Dios por otro día en medio de esta gente, y le pido que me siga concediendo fuerza y salud para continuar con esta hermosa misión.

P. Enrique Hernández T., Misionero de Guadalupe desde Mozambique


 
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