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En la estación se apearon los que vienen

Julio Ramírez

 

 

I

 

            -Como si fuera tierra, para estornudar -dijo él.

            -No habrá más días iguales: no los habrá.

            Se mojó el pulso, la saliva rellena de terrones, escupió al bulto de boñiga en media calle y caminó seguro, chispeando las espuelas contra las piedras, hacia la caballeriza.

 

            -Tu abuelito puede dispararme un tiro que me quite la vida -le dijo ella a mi madre, que aún no pensaba nacer.

            Mi abuela Adelaida tampoco había nacido.

 

El tío Zaachila tenía el bigote cuidado, un gesto prepotente de cacique, el amor puesto en medio de las sienes y, entre sus preferidos, un caballo blanco, de larga crin, brioso, garañón.

            -Mía o de nadie -le había repetido tantas veces que ya no se acordaba cuántas.

            Caracoleando su caballo, se echó al trote por esas calles regadas con la lluvia, olorosas a tierra humedecida.

            Acomodándose el sombrero, para no perder gallardía, sonrió en sus adentros al pensar en la cara que habían puesto los padres de esa hembra de piel nívea, ojos agrisados y refinadas costumbres, cuando les dijo que la quería para mujer.

            -Usted es sólo un charrito -le dijeron.

             -Hombre de hacienda y campo -respondió altivo-. Pongan ustedes el precio y verán que sí puedo.

            Para qué llevar gallo con violines y guitarras si era mejor hablar las cosas de frente, aseguraba; ésas eran cuestiones de la gente que no sabía sostener su palabra.

            Así que, cuando el gendarme pasó anunciando: ¡Las ooocho y serenooo...!, nadie realmente podía estarlo después de la visita del tío Zaachila.

 

Los cascos del caballo palomo del ranchero, al chocar contra las piedra bola que emparejaban la galana calle, percutían ecos que se acurrucaban en la arquería del ya viejo acueducto de Xochimilco, construido por los frailes dominicos, que descendía disminuyendo su estatura desde el pueblo de San Felipe del Agua.

            De carácter alegre, el animal pajareaba echando al aire la crin, con el beneplácito de su jinete, entre calles de piedra y tierra firme, frente a casas de altos muros de grueso adobe, coronadas de tejas que lucían al sol en las techumbres.

            En señal de respeto, al pasar frente al templo de Nuestra Señora del Carmen Alto, sin descender del equino el tío Zaachila lo condujo hasta la pileta de agua sagrada; sosteniéndose sobre el estribo derecho mojó los dedos de la mano diestra y frente a la puerta principal que corriendo en su nave miraba hacia la virgen, se santiguó.

            Él no se dio por aludido de los transeúntes que lo miraban entre temerosos e indiferentes. Por dentro echaba cuentas de cuántos cabrones cristianos habrían necesitado los curitas para construir tales monumentos de cantera verde, estuco, madera, plata y oro; o los criollos y mestizos, para las enormes casas de cantera labrada que habitaba la gente principal, en el centro de la ciudad, olientes a mochería, crueldad y coloniaje.

            Continuó sin prisa, con la decisión bien afianzada a la brida. Veía de reojo, como lo observaban a él tras los visillos. Se atildaba el bigote, de vez en cuando, mientras el noble bruto se desplazaba airoso por las simétricas calles de Oaxaca; una de las ciudades mejor trazadas de México, había oído decir.

            No es tan grande como muchos piensan, reflexionó; a caballo puede cruzarse con rapidez, sin despeinarse siquiera. Aunque él prefería los alrededores donde todo era campo, frutales, pastizales, veredas, haciendas: otra forma de vida.

            Llegó hasta la catedral, en pleno centro. No le inmutó lo imponente del edificio, ni el cura despidiendo a la feligresía en la entrada frontal, después del ángelus, ni los adustos bombines, ni las olaneadas faldas. Desde los añosos álamos azuzó a su animal, después de sentir fuerte el bello traje de charro, liberó el broche del carcaj de la pistola, avanzó a su objetivo y, tomando por el delgado talle a mi bisabuela, la echó a lomos del brioso palomo, la apretujó contra su recio pecho y partió a todo galope por donde había venido.

            Ella no opuso gran resistencia.

            Apenas faltaría, tal vez, una treintena de años para concluir el siglo diecinueve.

            Como verán, provengo de una familia de amorosos bárbaros.

 

II

 

En cochecitos de transporte público, jalados por mulas, entró a mi ciudad el siglo veinte.

            A su lado, hombres a caballo, carboneros con su funcional carga a lomos de sus burros; acasillados trabajando como burros; óperas, zarzuelas, teatro de comedia; señoritas y caballeros, finamente calzados, transitando en elegantes carretelas y carromatos; abajo el pueblo, con el estómago y los pies descalzos.

            ¡Ah, y el enamoramiento de mis abuelos, Luis y Adelaida, con siete hijos como consecuencia!

            Ella: mujer de hogar, educada en una rígida tradición, hija del caciquil tío Zaachila y su esposa del mismo nombre que mi abuela.

            Él: médico cirujano, miembro de una aristocrática familia; también amigo del buen vino, poeta, idealista, católico. Demasiado cristiano el señor, para esos tiempos en que la injusticia, los trenes atestados y los balazos, corrían en bandolera. Por su actitud viril de anexarse a las filas revolucionarias: desheredado.

 

Mientras el eco de las carabinas se revolvía con el tañer de las campanas, el arte escénico, entonces elitista, se desplegaba en las tablas del elegantísimo teatro Luis Mier y Terán -después llamado Jesús Carranza y actualmente Macedonio Alcalá-, edificación espléndida de estilo neoclásico francés, viva imagen de las absurdas pretensiones del porfiriato pero, a final de cuentas, un hermoso, aunque caro, ropaje para la ciudad.

            Obstinada en modernizarse al costo que fuera, la capital del estado admitió, frente a su palacio gubernamental, en plena plaza de armas, la construcción de un edificio con su respectivo portal, ubicado al costado izquierdo de la Catedral.

            Los intelectuales de entonces estaban demasiado ocupados en empresas más productivas para el pueblo, por lo que no impugnaron la obstrucción visual del majestuoso monumento catedralicio.

            Este hecho cambió para siempre la estructura del corazón de la ciudad: Oaxaca se convirtió, de pronto, en una de las pocas (creo tres) ciudades mexicanas (y me han dicho que también del mundo) que en su jardín central cuenta con cuatro portales: vivos comercialmente, popularmente activos.

 

Por el tercer decenio las calles, prácticamente aparejadas en su empedrado, se ungieron de un sonido diferente, hasta entonces desconocido: el ronroneo escandaloso del primer automóvil, Ford, que rodaba por las asombradas miradas de los oaxaqueños quienes salían de sus casas o asomaban, sin pudor, la nariz tras los barrotes de hierro forjado de sus ventanales.

            Y aunque había muchas mulas para jalar, el progreso empujaba más fuerte. Así el transporte se adornó con rieles y circularon tranvías movidos por el fluído eléctrico.

            Estaba dejando de lado algo igualmente importante: Las funciones de cine, aún sin voz, por supuesto, fascinaban las citadinas mentes desde las butacas del ya mencionado teatro-casino Mier y Terán, que tampoco deseaba quedarse atrás en esto de estar al día y donde, aseguran, nació a la comedia Mario Moreno Reyes, antes de ser Cantinflas, en la Compañía Artística Oaxaqueña.

            En el kiosco de la plaza central, entonces llamada Jardín Juárez, el alma de la tradición local se hacía presente en las serenatas populares. Los jóvenes galanes, alrededor, caminaban en un determinado sentido y, en dirección opuesta, las doncellas, en ramo, desplegaban donaire y coqueteos; mientras, en las confortables bancas, las miradas adultas de las madres y tías no parpadeaban siquiera con el fin de no permitir ningún desliz, fuera de tono.

 

Así siguió esta ciudad su pulso, por un buen rato, entre tianguis de nutrida concurrencia, que congregaban productos de los nacientes barrios, de los lugares aledaños y, principalmente, de las poblaciones de los valles centrales; el reemplazo de viejos teatros como el De las Delicias, el Del Recreo, el Noriega o del que fuera de gran postín en el decimonono: el Juárez; sombreros Tardán y de fieltro serrano, y de señoritas a gusto o a disgusto.

            La ciudad se ampliaba como los olanes de las enaguas de las mujeres del istmo tehuantepecano. Aumentaba, para bien, principalmente en escuelas y afianzando a su casa central: el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca -hoy Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca-, al costado derecho de la catedral.

            En contraparte, por los años cuarenta, una infausta epidemia de cólera hizo que, irónicamente, hasta el panteón general también expandiera sus proporciones.

 

Fue precisamente en los cuatro años que dieron cierre a la primera mitad de este siglo, cuando la ciudad y el estado oaxaqueños hicieron notorio su crecimiento. La capital, en su sentido de urbanización, con el pavimentado y embanquetado de sus calles; la entidad, con la puesta en marcha de un activo programa de comunicaciones, previendo el desarrollo de zonas marginadas. Y algo fundamental: el real impulso a las actividades culturales y artísticas.

            Era gobernador, entonces, Eduardo Vasconcelos.

 

III

 

La ciudad siguió cambiando, al igual que muchos nombres de sus calles.

            Se sacaba punta la segunda mitad del siglo y prometía bastante: como mi nacimiento, por ejemplo.

            Sin embargo, los dos primeros años amargaron los buenos augurios: Dolida la gente, como de tantos años y luchas estaba, no soportó las injustas exigencias fiscales que, principalmente para mantener su elevado tren de vida, imponía el gobernador en turno, relevo de Vasconcelos; elevaron entonces su protesta sobre el recién estrenado asfalto y éste se coloreó de sangre, ante un alarde de represión.

            El primer cuadro de la capital oaxaqueña, de noble arquitectura colonial, fue testigo.

            Ante la ira popular, hubo ocasión en que el déspota gobernante, Manuel Mayoral Heredia, atemorizado, tuvo que escapar por uno de los múltiples pasajes secretos de los templos católicos oaxaqueños -lugar común aquí, aunque ya clausurados por el INAH, dicen-, cuya red subterránea es vasta e intercomunicada con exconventos.

            A muchas generaciones nos hubiera gustado corretear, entre la curiosidad y la sorpresa, no exenta de miedo pueril, claro, por estas otras calles apagadas, ocultas, subterráneas, de la ciudad donde nacimos.

 

Pero al fin salí a la luz, arrullado por los cantos de mi madre, de mi abuela y del radio Zenith de ondas corta y larga, cuya pantalla de sintonía tenía dos foquitos que lo hacían increíblemente impresionante.

            Mi infancia se paseó de la escuela a la magia, de mi casa a la leyenda, de la imaginación al juego.

            Crecí entre amplios espacios, con árboles frutales, rodeado de familia y de aparecidos. Cada día siguiente me urgía llegar a la escuela para contar del nuevo fantasma de la casa. Sobre todo ser el primero en narrar, antes que los fantasmas de mis condiscípulos me ganaran la partida.

            Sin embargo tenía una ventaja, o varias, según se viera: vivía en el centro, en una casa grande, antigua; entonces, por derecho zonal, espacial y de tiempo, era más lógico que las almas en pena llegaran primero ahí, a su territorio, y hasta se acompañaran alguna vez, por qué no, de la afamada Llorona, a quien juramos haber escuchado más de una noche, oscura o de plenilunio.

            Esto, a mis primos y a mí, multiplicadamente nos quitaba el sueño. Sobre todo después de platicar con la abuelita y, despertadas las siluetas nocturnas que vivían en los árboles, salir en desbandada cada quien hacia el cobijo de sus madres. Eso sí, sin perder apetencia por la cena.

 

 Aunque ya había varios cines, la mayoría (dos: el Mitla y el Reforma) eran de clasificación “C”; sólo uno para niños: el Cinelandia, insertado, destruyendo más bien, una parte del exconvento de Santa Catarina que, a su vez, albergaba por un lado a la cárcel y por el otro al Palacio Municipal. Enmedio estaba el cine para niños.

            Para subsanar tal pequeñez, no de situación sino más bien de espacio, varios curas decidieron adquirir proyectores de 16 milímetros, rentar películas, acondicionar salas dentro de los amplios espacios anexos a sus templos, improvisar palomiterías, capacitar a los sacristanes para que manipularan los aparatos, instruir a las beatas para que ganaran indulgencias colaborando en esta cruzada y ahí nos tienen, insatisfactoriamente instalados por un peso -para comodidad de muchas madres como la mía que así quedaba bien con Dios, divertía a su hijo y, sin perder el alma de su vástago, defendía su lana, ya que los cines profesionales cobraban tres, más lo de la torta o el refresco.

            Lo mejor de esa edad es la capacidad de adaptación. Muy pronto le hallamos su mejor lado a esos “cines”. Allí podíamos dar toda la guerra que quisiéramos sin que las buenas señoras de la hermandad pudieran contenernos. Varias veces las pobres sábanas que servían de pantalla se vieron holladas por los furibundos embates de nuestra niñez.

            En las escuelas pronto se dieron cuenta de lo provechoso de esas circunstancias y tuvimos cine en ellas, de cuota obligatoria. Sólo que ahí  nos mantenían callados, fingidamente atentos y castigados si nos salíamos del aro. Esas funciones nunca me gustaron.

 

En los céntricos barrios de El Carmen Alto y de La Soledad, cada año la chiquillería esperaba impaciente la llegada de las festividades y con ellas los juegos mecánicos, los puestos de tiro al blanco, las carpas de variedades, a la mujer araña que había quedado así por faltarle el respeto a sus padres; pero, sobre todo, a la algarabía del cotompinto, con sus plegarias desgranando a la suerte en maíces sobre las tablitas. Por poco quedo mudo la primera vez que grité antes que nadie: ¡Lotería! Mas, ay de mí, al chequear mis figuras me faltaba una: el borracho (a ése lo encontré en mí mucho después).

            A estas fechas agregábamos otras, las de diciembre en el zócalo, con sus figuras de rábanos, la rueda de la fortuna más alta del año y los puestos de buñuelos, que consumíamos hasta el dolor de estómago con la finalidad de quebrar platos gratis sin que nadie nos tirara con ellos.

            Por esos días no sabía nada de lo que era la realidad fantástica. La vivía sin notarlo.

            Una vez, ante el apacible sueño de la ciudad y de los vigilantes del artefacto, se robaron ¡una rueda de la fortuna, armada!, sin que nadie se diera cuenta ni se encontrara jamás.

            Eso fue antes de que conociera la estación del tren.

 

Inmerso medularmente en el mundo de la radio, mis tardes se hamacaban entre las intrigas policíacas de Carlos Lacroix, las ingenuas gracejadas de Tilín -el fotógrafo de la voz- y la intrepidez y el inconmensurable valor de Kalimán, de quien sabíamos -mis amigos de juegos, mis primos y yo- lo enciclopédico de sus conocimientos, de su agilidad y fortaleza hasta para arquear las cejas (por compasión a mí, dejo fuera de contexto la decepción que me causó el conocer, años después, al actor que daba sonido y vida a este personaje).

            Por ese medio escuché, también, una voz que por su encendido tono me quedó grabada, aunque aún no comprendiera del todo lo que decía. La transmisión provenía de Cuba, el orador era Fidel Castro.

 

A la salida de clases de mi secundaria, que estaba en el barrio de Xalatlaco, nuestra ruta invariable era el campo de futbol (soccer, por supuesto), las mesas de futbolito –donde quedó, gracias a mi ignorancia, la colección de monedas, tlacos, de mi abuela, que se acomodaban perfectamente por tener el mismo tamaño de las entonces vigentes de veinte centavos-; y, si alguien prendía la mecha, proseguíamos nuestra audacia hasta el colindante pueblo de Ixcotel -hoy Ciudad de las Canteras-, para atrapar tortugas.

            Olvidaba contar que por esos años, superados a medias los fantasmas, nos interesamos por algo más mundano: los tesoros enterrados en las casas antiguas.

            Sucede que muchos terratenientes, ante la inminencia del triunfo de la revolución, enterraron en lugares claves de sus predios, multiplicadas veces junto al cuerpo del escarbador, vasijas repletas de pesos oro -únicos con valor real y permanente, dados los fulminantes cambios en el papel moneda-, sin que, después, tuvieran oportunidad de rescatarlas. Fortunas que, a través del tiempo, hicieron felices a los nuevos propietarios de las fincas, cuando las descubrieron al intentar reconstruir; aunque el descanso eterno del poderoso avaro no les mereciera tan siquiera un rosario.

            Nuestro gambusino interés duró poco, ante las reprimendas físicas.

 

Entre primeros amores y adolescentes tragos, dos hechos reubicaron las conductas de mi generación, de las anteriores y de las futuras: la presencia en mi ciudad, por vez primera, de la televisión; y, en el mismo año, el movimiento estudiantil del 68.

            Las actitudes cambiaron, también al interior de las familias.

            Mi yo escritor, poeta, ya había nacido entonces; incluso varios años atrás. Compartía mi tiempo entre el rock and roll, las lecturas y colaboraciones precoces en el periódico local Oaxaca Gráfico (sólo había otro más que a la fecha perdura: El Imparcial) y la revista Síntesis Gráfica. Esto me hizo vivir más de cerca la otra realidad de mi país.

 

Poco después, el zócalo perdió sus bancas de granito -cambiadas por unas de metal forjado-; el parque Juárez, mejor conocido como El Llano, su efímero zoológico y se quedó tan sólo con cuatro leones de bronce en sus costados; el atrio del imponente templo de Santo Domingo de Guzmán, monumento único en América, su barda con todo y angelitos, también de bronce, emparejada a la suerte de la  de Catedral.

            Y ante tal hinchazón pavimentaria, los barrios se fueron convirtiendo en colonias, lo mismo que los poblados circunvecinos.

 

Muchos años salí y a mi regreso encontré una ciudad con caras nuevas, con calles que no había transitado. Según la zona: antenas parabólicas sobre techos de concreto, arterias viales ajardinadas; o construcciones a medio hacer con tabiques de cemento y laminas de asbesto; unidades de hacinamiento habitacional; cadenas de supermercados e infinidad de restaurantes y negocios para turistas. Casi nula respuesta a la creciente demanda de habitación. Algo más, sumamente notable: el alto costo de la vida.

            En mi recuerdo: el rojo color de tejas y ladrillos; las grandes puertas de madera con aldabones de formas caprichosas -aún, afortunadamente, quedan algunos-; los hermosos vidrios plomados de las casas del centro.

            Para bien: la remodelación del primer cuadro. En contrapartida: en esa misma área, edificaciones modernas de pésimo gusto, bisutería ante la noble cantera verde, nuestra, realizadas por afuerinos con más dinero que cultura y sin respeto alguno a la majestuosa armonía de la arquitectura de la entidad.

            Vías rápidas para automóviles, galerías de arte, universidades, centros de cultura, lugares para divertirse o para descansar, estacionamientos; los chavos con su tiempo en minutos para bibliotecas y horas interminables para discos y juegos electrónicos.

            Mas, todavía, una ciudad de mediana prisa cuyo sabor se goza al caminarse es ésta: la de mi ombligo enterrado.

            Muchos, de entonces, hemos salido y estamos de regreso. Otros, ya no podrán volver.

 

IV

 

-Oye, bisabuelo, ¿en verdad el amor es una ciudad con muchas calles?

            -Tú, ¿qué crees? Sólo sabes caminar a ciegas -me dijo el muerto desde su retrato.

            -No habrá más días iguales, no los habrá -concluyó mi abuelito incómodo en su tumba.

 

 

 

 

Nació en la ciudad de Oaxaca. Poeta y narrador, ha publicado en suplementos culturales del país y revistas americanas, caribeñas y europeas. Entre sus libros, los poemarios: Tocar el alba, UNAM, col. El ala del tigre, 1993;  Armar las palabras (Es un rufián el corazón del alba), UNAM, col. El ala del tigre, 1999; Cantos para dormir a un lobo y a otros bichos, Secretaría de Cultura de Oaxaca, col. Parajes de poesía, 2005. Poemas suyos se han traducido al holandés, al francés y al inglés. Es director general de la revista y del Fondo Editorial Cantera Verde; también fue Director Huésped de la revista Tierra Adentro del Conaculta. Es Coordinador General del Encuentro Internacional Hacedores de palabras.


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