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Era todo era nada
María de Jesús Velasco

A Luis Amador,

Mario Lugos

y Yahir Alonso Ortíz



Sentada a la sombra y sobre el tronco de un árbol torcido en esa playa, yo contemplaba el eterno balanceo del yate que nos había transportado ahí, a La Entrega. Cómo sería esa bahía, allá por los años de mil ochocientos treinta y tantos, cuando zarpó El Colombo, aquella embarcación que había hecho la travesía desde el puerto de Acapulco con el caudillo de la Independencia de México, general Don Vicente Guerrero, para ser entregado en ese lugar al enemigo por su amigo, el traidor Francisco Picaluga.

De pronto salí de la historia y me sumergí en ese gran mar que se apoderó del mundo. Quien lo haya inventado, lo cierto es que nos da y quita la vida, me dije, preocupada por la italiana.

Un poco más allá de mí, volví a ver los tres cuerpos semidesnudos de Pepe, Raúl y Eduardo. Uno blanco y dos morenos. Como un sol de primavera y dos noches tropicales, pecaminosamente bellos, porque Dios se dio su tiempo para hacerles sus detalles a cada uno. Los vi y no precisamente con admiración ni lascivia, pues no había ningún movimiento del alma que aspirara a la posesión o al apetito por alguno de ellos. No era ese deseo de transgredir la frontera de su piel, esa frontera no defendida con armadura y ni siquiera, en ese momento, con bronceadores o bloqueadores. No era ir más allá de su envoltura, no era llegar hasta el árbol del bien y del mal y ni siquiera el propósito de darles amor ni muerte. Sólo una gran y pinche compasión por esos tres desgraciados.

Pobres pendejos, van a quedar como garrobos: negros y escamosos, pero antes les va arder hasta el culo, mañana se los pregunto, pensé, mientras los veía varados en las arenas como tres pangas boca abajo y de vez en cuando las olas más atrevidas les lamían los pies. Encallados, muy cerca el uno del otro, la respiración apenas se les notaba.

Como si navegaran por mi mente, los tres al mismo tiempo levantaron la cabeza viéndome y a la vez me invitaron a acostarme junto a ellos, a pleno sol.

No, gracias -contesté-, no sé si ese señor mar con su sol y su sal me inspiran miedo o respeto, la verdad es que aquí estoy bien.

Me adentré nuevamente en aquella preocupación que me traía más marisoleada por ahora y no precisamente porque se tratara de mar y sol, sino por nuestra compañera la italiana.

Se había ido a Snorkullear, aunque ahora sé que se pronuncia correctamente snorkellear, para el caso era lo mismo, porque en realidad iba a lo primero, posteriormente me enteré con certeza por ella misma.

Mi espíritu conversaba en soledad, con mi memoria, con mi imaginación, con el tiempo, sin humor pero con fatiga. Estaba ahí, una y otra vez entre aquel azulmarino infinito. Yo era sol, era sal, era barco, era ola, era mar. Era nada.

Fijaba, clavaba la vista hasta marearme con ese perpetuo y monótono vaivén de aguas azules y con la esperanza que de un momento a otro, alguna marea me mostrara que no había naufragado.

Dos o tres horas antes, la italiana se había lanzado mar adentro, nadando sin ningún equipo protector y donde cada marea la llevaba más y más fuera del alcance de mi vista, hasta que por fin la perdí.

Pero sí, dijo, hubo un momento en que las piernas se le acalambraron; ya cansada, el pánico se apoderó de ella y sintió que el agua y la profundidad del océano le ganaban el forcejeo. El Capitán del yate, asesor del grupo que snorkelleaba con equipo facilitado por el servicio del mismo barco, se percató de ello y la auxilió con chaleco salvavidas, snorkell y goggles.

Cuando la vi, primero era un solo punto sin color definido pero lleno de esperanza para mí. Después, a medida que se acercaba, pude percibir el tubo de respiración que, aparentemente, emergía de su cabeza; posteriormente sus gafas submarinas y todo lo que portaba y había usado viendo los bancos de coral.

Ella, sonriente al vernos, aparentaba una satisfacción real, que no era. Dijo sentirse cansada. Yo, nosotros, respiramos profundo y, por lo tanto, no pronunciamos ni una sola palabra.

Posteriormente las dos acordamos regresar por tierra a nuestro hotel y nos despedimos dejando a los tres jóvenes: locos apasionados, efervescentes de felicidad. Ellos volverían en el mismo yate y nos veríamos en un evento cultural más tarde.

A esas horas de su inútil deambular por el mundo, la italiana no sabía de ese ser de unos con otros, porque ella tampoco sabía que a nosotros no nos interesaba cuál fuera su nombre, de dónde viniera o a dónde fuera, sino que la considerábamos parte nuestra: compañera nuestra, amiga nuestra, hermana nuestra. La risa se le había roto cuando Raúl le llamó la atención por su tardanza y el pesar que nos invadió por su desaparición temporal. Sin embargo la italiana se nos volvió a desaparecer toda la noche.

Llegó a la habitación que compartíamos las dos, con el sol del nuevo día para irse nuevamente. Muy gentil, generosa, me invitó a la playa pero me negué. No debía interrumpirla, pues ahora ella iría otra vez con el mismo nauta, quien le había salvado la vida el día anterior.

No me enteré de la hora de su retorno, pero nos vimos en La Entrega, a la hora de la comida. Ella seguía nadando.

Yo, como otras veces, muy respetuosa del mar, sobre todo a esas horas del sol, me senté bajo una palapa sólo a contemplarlo.

He sido su eterna admiradora, amante apasionada y él siempre renta un cuartito en el hotel de mi corazón.

No me resistí, luego fui a su encuentro.

Es una lucha constante entre él y yo. Me seduce, me atrae insoportablemente y a la vez le temo a su misterio. Me dice mucho y me dice nada. Me da y me quita, me abraza, me habla en murmullos, me lame el cuerpo y luego me rechaza, me tumba, me revuelca… pero yo soy hija de la mala vida y cuando no estoy con él y en él, lo veo en postales, en televisión o en el cine y me arranca los suspiros más profundos. Así pasan días, meses, años y cuando lo visito, otra vez en su color, en su sabor y en su olor me revuelco, gozosa.

Volví a sentarme y a contemplarlo en la distancia, nuevamente a la deriva de mi fascinación por él.

La italiana volvió de nadar, sentándose junto a mí.

A los muchachos la fatiga les dolía, pues el día anterior, dijeron, no sólo habían regresado en el mismo yate, sino en la cubierta, a la intemperie, a todo sol, sin ninguna protección en la piel. A estas horas la felicidad se les había roto, parecían salmonetes o camarones hervidos con todas sus células cocidas. Se me acercaron. Yo no sabía de dónde sacar la sutileza, porque mis manos huesudas y fuertes no eran precisamente lo que ellos deseaban. Me pidieron les aplicara el bloqueador. Cada vez que posaba una mano sobre el cuerpo de uno de ellos, se escuchaba un ¡ay! de dolor, de ardor. Yo deseaba ser maga, para tocarlos sin tocarlos y evitar su tormento. Así pasaron uno a uno y al terminar me agradecieron muy gentiles, pero, claro, señalando a la vez la brusquedad de mi tacto.

Sí, cabrones –dije-, ayer estaban como lagartos viejos echados en el sol. Luego, no satisfechos, creyéndose el multimillonario Onassis en su crucero, retornaron al hotel en la cubierta del yate sin más ropa que el minicalzón de baño, y ahora que los tres ya tienen hasta el pito asado, quieren que yo les haga milagros. A la italiana le salió la risa a borbotones, mientras una mezcla de risa con dolor se les dibujó en el rostro a los muchachos.

No podíamos lamentarnos, tampoco mentárnosla. Pues con suculenta soleada, suculenta quemada y suculenta bañada, comimos suculentos mariscos y yo retorné a casa con suculenta y feliz salmonelosis.


Mi amiga la italiana volvió a la semana siguiente, con un mal de amor por el director de una UMAR, con quien había ligado esos días. Ella misma no sabía que lo suyo era muy otra cosa.

¡Ay de mí! ¡Ay del mar! Lo amo tanto que hasta mi pensamiento me sabe a sal.



María de Jesús Velasco

Nació en la ciudad de Oaxaca.  Narradora.  Ha publicado en suplementos culturales; en las revistas nacionales Cantera Verde, Memoranda, Oaxaca Población y Futuro, Avances y Hojas de Utopía, así como en la antología Oficio de Cantera (1993); los colectivos Tres ventanas a la literatura oaxaqueña actual (2005) y Letranautas. Escenarios de la literatura en Oaxaca; el libro de relatos Retozo de naguales (2001) y en otras publicaciones del interior del país.  Es integrante, fundadora, del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. En 1996 la Universidad Feminista de Wellesley, Massachussets, Estados Unidos, le otorgó un reconocimiento por compartir su experiencia como escritora con maestras y alumnas del Wellesley Collage.

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