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El corredor II
Víctor
Rejón
Mientras
corre, Artemio
observa
a lo lejos una mancha verde: una isla surgida en medio del lago de
cemento: el parque México. Va a la cabeza del grupo y sigue
corriendo
en la calle sin vehículos. El aire cambia, ya no seca el
sudor.
Continúa la carrera con esfuerzo, viene fatigado; mira su
zapato: lo
siente vacío, enseguida descubre la ausencia de sus piernas
y
todo se
le oscurece.
Los pies desnudos de Ollincóatl abandonan las dunas.
El olor de las marismas y el ruido de las olas emigran con
él.
Desde el
cerro dirige la mirada varias veces en dirección al mar, lo
que
ha
visto le produce inquietud. ¿Quiénes son?, se
pregunta
mientras voltea
la cara por última vez. ¿Serán dioses?
Quizá es Quetzacóatl con su
séquito, y regresa a nosotros. Traen el rayo, el trueno y
esos
perros
gigantes que los obedecen. ¿Qué
querrán?
¿Qué buscarán en estas
tierras? Si son dioses, ¿no les
bastarán los cielos
y los infiernos
para vivir? ¡Son los extranjeros de quienes hablan los
tlacuilos
en sus
dibujos! ¡Uno de ellos ha caído muerto por la
mordedura de
una
serpiente. ¡Entonces no son dioses! Debo llegar a
Tenochtitlan
antes
que ellos.
Ollincóatl corta por atajos, sube
montañas y pasa
cañadas; tiene que entregar la carga de pescado a un relevo
en
Xoxotlan, pero decide no hacerlo, se despoja de su lastre y corre sin
detenerse; se siente orgulloso de vencer al viento, de ganarle al
ocelote. Los rayos del sol no amortiguan el frío de estos
parajes
cercanos al Citlaltépetl.
Lejos quedó la nieve, ahora corre entre
sembradíos,
empuja las cañas de maíz y entra en la milpa,
avanza un
trecho y se
deja caer de espaldas entre los surcos; los tallos erectos le parecen
astas de banderas en guerra; se incorpora, come con avidez, bebe unos
tragos de agua y se marcha cruzando la sementera.
Los nopales no son obstáculo para el mensajero, y se
diría que los magueyes esconden sus espinas para no
pincharlo.
Al
acercarse a la pirámide de Cholula recibe su influjo y la
debilidad que
empezaba a invadirle, desaparece. Adelante el aire congelado le avisa
que está cerca de los volcanes. El sol ha desaparecido, el
joven
busca
refugio en el ocotal más cercano. Apoya la espalda en un
tronco,
se
sienta, engulle lo que queda del itacate, cubre su cuerpo con la tilma
y se queda dormido.
El frío rasga la cara de Ollincóatl y lo
despierta
cuando la luna está en el centro del cielo, luego parte el
sendero
trazado por los pochtecas hasta llegar a la angostura entre los
volcanes. La energía que recorre su cuerpo lo impulsa cuesta
abajo,
sabe que tiene que pasar por Amecamecan y por Tláhuac antes
de
llegar a
Tenochtitlan. En ese instante se da cuenta que no llegará en
el
tiempo
calculado y que su esfuerzo habrá sido en vano. Las ideas
salen
en
forma de gritos al bajar la pendiente: ¡Mexicas, despierten,
prendan
las antorchas, suenen las caracolas, el enemigo ha llegado!
¡Caballeros
tigre, caballeros águila, carguen los arcos y las flechas,
empuñen la
macana! ¡Huitzilopochtli, baja de tu altar,
ayúdanos!
¡Ya vienen los
hombres blancos, no son teúles, son mortales!
Ni las alimañas, ni los troncos caídos a su paso
detienen al muchacho. Una nube tapa a la luna pero él
persiste
en su
carrera. Un borde está cerca de
Ollincóatl: no lo
ve, únicamente se
escucha el golpe del cuerpo en el fondo del barranco. El conejo de los
volcanes, asustado por lo que ha visto, regresa a esconderse en su
madriguera.
Los zapatos del
maratonista golpean el suelo con fuerza. No
es la
primera vez que eso le ocurre, pero ahora fue más
vívido;
casi puede
sentir el dolor en la cabeza al caer en el barranco cercano a los
volcanes. Fueron sólo segundos pero suficientes para que
él quedara en
el grueso de los competidores.
Las fosas nasales de Artemio Dosríos se abren como
túneles dejando pasar el aire oxigenado. En ese momento
recuerda
que ha
ganado varias competencias pero nunca el Maratón de la
Ciudad de
México. Al llegar al cruce de avenida Juárez e
Iturbide,
siente rachas
de fuego que le rodean; al dar un paso, la luz del día
desaparece.
Las alpargatas de
Gregorio Canul se hunden en el lodo de la
selva;
para no caer se sujeta de la rama de un zapote chiclero. El cabello
negro y la piel morena atraen a los mosquitos; chaquistes y
tábanos se
unen al festín. Los múltiples piquetes recibidos
le
recuerdan la
matanza de Tepic, donde un sable le arrancó el brazo. El
joven
imagina
lo fácil que sería regresar al lado de Rosario
Canché, su esposa; pero
no, él tiene que llegar a la hacienda Chenchén,
ya que
prometió
entregar el mensaje de Jacinto Pat, al caudillo Cecilio Chi.
El sudor resbala por su perfil maya. Canul circunda
una ceiba sin mirarla de frente, no quiere encontrar fantasmas que lo
retrasen; sus ojos serpentinos se abren con regocijo al mirar el brillo
plateado de la línea de piedra caliza: el sacbé,
que lo
conducirá cerca
de su destino. Los pies, protegidos a medias por las alpargatas, rompen
la monotonía del camino blanco. Gregorio se propone entregar
el
mensaje
antes que salga el sol. El pecho recibe la brisa de la madrugada y se
reanima el corredor; entonces dice con júbilo:
“Tengo que
llegar a
tiempo, sólo así la sangre ya no
volverá a
encharcar las calles de
Tihosuco, y la gente de Mérida podrá dormir.
¡Ya no
seremos esclavos!”
Una bala se incrusta en su abdomen. Pronto escucha:
“¡Sólo es un indio
herido! Dale el tiro de gracia, con eso dejará de
sufrir.”
Artemio
Dosríos se siente débil.
“¡Vamos, vamos, ese número cinco,
vamos!”, grita el público apostado a lo largo de
la
callepista. El
corredor bebe un sorbo de jugo de fruta, levanta la cabeza, mira por
encima de los edificios y casi puede distinguir su vivienda en una
azotea: le parece escuchar a Élfega, su esposa:
“¡Tienes que ganar la
carrera, es la única forma de poder comprar las cosas que
necesitamos!”
El cinco sólo bebe un trago más de jugo, el
exceso le
restaría
velocidad. Rebasa a otros competidores y se coloca de puntero otra vez.
En la distancia observa a la multitud, y arriba de ella la manta que
dice: META. Los músculos de las piernas se estiran y encogen
sin
perder
el ritmo. En esos momentos el cuerpo de Artemio quisiera sacar todo el
sudor acumulado durante sus veinte años. El joven nota la
presencia de
una sombra en el costado derecho, la figura se mueve rápido.
La
gente
corea: “¡Cinco, cinco!” El corredor no la
escucha,
sólo oye el sonido
del tiempo que le falta para ganar; siente las pisadas del otro casi
junto a las suyas; abre la boca en el último esfuerzo de
acaparar más
aire; no espera, levanta los brazos, da varios saltos y cruza la meta.
La muchedumbre le cierra el paso: lo abrazan, lo saludan y lo
felicitan. Él camina con los hombros caídos,
busca a su
esposa; ella le
dirige, desde lejos, una mirada de triunfo pero, detrás de
esos
ojos
descubre repudio. El muchacho sacude la cabeza, ocupa de nuevo la
pistacalle y en su afán de huir corre en sentido opuesto a
los
demás;
choca con los que vienen de frente; los deportistas lo miran con
extrañeza.
Pronto lo ven otra vez por Fray Servando, más adelante
se cruza con los rezagados y no tarda en llegar a Pino
Suárez;
sigue su
propia carrera. El malestar aparece de nuevo, invade su cuerpo como un
banco de peces que boga en sus venas.
El gajo de luna permite
ver el paso de los años en
las sienes de
Artemio Dosríos. Él se mueve con agilidad, a
pesar de que
renquea en
forma discreta; sabe palmo a palmo el camino, conoce cada piedra, cada
hondonada del terreno, ya que recuerda al niño de guaraches
que
corría
bajando el cerro en competencia con el barco de papel, que navegaba
sobre los rápidos del acueducto verde, hasta llegar a la
primera
fuente
de cantera; al saberse triunfador se tiraba en la hierba en actitud de
reposo.
La sotana y el cabildo unieron sus fuerzas, tejieron
sus intereses para proteger las “propiedades” de
los
extranjeros. Los
campesinos despojados de sus tierras y los obreros despedidos se
aliaron más que antes.
El comandante Dosríos camina a la vanguardia,
desciende del cerro San Felipe, ese que tiene entrañas de
agua,
que fue
creado por la extensión de un brazo de mar y anida desde
entonces en el
corazón del cerro.
La neblina cubre la ciudad como sábana de los
caídos.
Únicamente en el otro cerro, El Crestón, se ven
antenas
pringadas de
focos que cintilan nerviosos.
Artemio ha decidido tomar el depósito de armas
sofisticadas, sabe que si lo logra, será el vencedor. El
grupo
baja en
tropel, confundido con la noche.
Los últimos
competidores arrastran los pies, sus
rodillas se
doblan, las cabezas son badajos que golpean el aire, casi no avanzan.
El tiempo termina y el tráfico vehicular se reanuda. La
amplia
avenida
es inundada de coches y camiones otra vez; el joven tiene la mente en
el porvenir; decide en ese momento regresar a su tierra a luchar con su
gente. Enseguida intenta atravesar la calzada, el cordón del
zapato que
viene suelto queda atrapado entre la llanta y el pavimento en el
instante de dar un salto; Artemio cae, el chirrido a destiempo de los
neumáticos lastima los oídos de los
transeúntes.
Las gotas rojas
manchan el automóvil blanco que pasa sobre una pierna del
corredor
quien, antes de cerrar los ojos, piensa que el futuro aún es
largo.
Víctor
Rejón nació en
Xcalak, Quintana Roo, en 1941. Reside en la ciudad de Oaxaca. Ha
publicado en suplementos y revistas nacionales. Autor del libro de
cuentos Itinerario al cielo (1993); de la novela Sólo para
varones
(1997); coautor en las antologías Oficio de Cantera (1993),
De
amores
marginales, en México; y de Reverberaciones, ediciones de
Arnaldo
Giraldo, Sao Paulo, Brasil, 2001; El naufragio del sol,
Garzón
ediciones, Argentina, 2001. Es miembro del Consejo Editorial de esta
publicación y ganador de cinco premios nacionales de Cuento,
de
1990 a
1993.
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