|
La ciudad Imaginada
Alberto Chimal
Piense
en la ciudad.
Y ahora, de pronto, piense otra vez pero véala
despojada de sus edificios, calles, coches, túneles,
puentes,
pasos a
desnivel, estaciones de tren o de autobús o de
avión; de
sus
intersecciones y terrenos baldíos y casas llenas; de todos
sus
comercios, cines, hospitales, burdeles, casas de cultura, gimnasios,
misceláneas, funerarias, cerrajerías, pasos
peatonales,
banquetas
estrechas, construcciones de aplicación incierta, basureros,
templos,
parques, patios, estacionamientos, teatros, comandancias, bares y
conventos. Baños tampoco, ni casas de juego, ni escuelas
secundarias,
ni monumentos ni túmulos.
(No se demore en argumentos, en explicar los hechos,
en construirse una trama plausible: fínjase un creador
caprichoso, si
quiere, o tal vez un destructor cruel o indiferente, o si no le gusta
pensar en el poder sea un mero testigo, maravillado o lleno de duda o
de temor ante lo que simplemente pasa frente a sus ojos. Así
comienzan
todas las historias.)
Hecho lo anterior, y desde muy arriba –ahora estamos
arriba, deseosos de una vista aérea, subidos en nuestro
avión o nuestra
alfombra mágica–, podríamos pensar que
no veremos
sino devastación,
vacío, nada. Pero no: aún permanece algo en el
terreno
nivelado y vacío
donde antes estaba todo lo demás. Son numerosos puntos de
colores, en
movimiento nervioso, que podemos ver mucho más de cerca si
queremos
porque (al final) esto es imaginación. Descienda y
mírelos usted, aquí,
a ras del suelo, con los pies en la línea que antes marcaba
el
comienzo
de una alta pared. Acaso lo mirarán de vuelta, aturdidos
porque
no
tienen idea de qué es lo que acaba de pasar. Descendamos y
los
veremos
de todas las edades, algunos delgados y otros muy obesos, algunos
hermosos y otros no, algunos alegres de ver despejado todo alrededor y
otros llenos de miedo.
Más de uno (más de un centenar, un millar, un
millón,
elija usted el tamaño de esta ciudad en donde estamos) se
encontraban
de paso entre un lugar y otro y están, relativamente, como
si
nada.
Caminaban del punto A al punto B, nos dirían, cuando de
pronto
no había
más A ni B ni línea entre los dos. Otro
está
desnudo porque se bañaba
cuando todo desapareció, otros dos más
están
desnudos juntos, otros
jugaban o trabajaban o peleaban o estaban en medio de cosas
terribles…
(Supongamos que nuestra deidad responsable lo era en
verdad y los que estaban en pisos altos siguen en el aire, dibujando
con sus cuerpos las formas aproximadas de los interiores que ocupaba.
[Otra opción es hacerlos descender con lentitud, que al fin
no
estamos
cortos de milagros.]
Supongamos también que los anestesiados aún no
eran
abiertos, y los que iban en coche no rodaron por el asfalto con la
velocidad que llevaban antes del cambio, y todo lo demás en
esa
vena.)
Ahora, presumiblemente, todos, los de adentro de los
paréntesis y los de afuera, están ilesos. Ahora,
miran de
nuevo
alrededor, y pasa la sorpresa pura de verse en medio de nada, y tienen
mucho miedo. Ahora, parece que se acercan el caos y los gritos y el
resto.
Pero, por favor, antes de dejarlos gritar, a todos los
millones o millares o los que sean, observe cuál es el
propósito de
este experimento.
Cuanto quitamos (las construcciones, los accesorios)
no es la ciudad. Cuanto se fue no importa. La ciudad es otra cosa. La
ciudad es carne. La ciudad es esta carne. La ciudad es esta gente
preocupada o atónita –escoja– que
solía estar
en edificios y
estructuras que ya no se ven, y que no sé cómo
vamos a
restituirles,
porque al cabo les sirven, así que empiece a pensar.
O mírelos otra vez, si quiere, repartidos en más
o
menos espacio, apiñados aquí, sueltos
allá,
dolientes en un lado,
gozosos en otro, solos o juntos aunque desde arriba todos se
veían tan
próximos.
La ciudad, dicen ahora, es un solo cuerpo enorme.
Tiene (esto lo divulgan por radio, a todas horas) las venas repletas de
automóviles, los pulmones hechos de árboles, el
corazón poblado de
viejos edificios y, casi siempre, de antros que abren y cierran tarde o
tiendas silenciosas, o iglesias que miran severas la vida de la noche.
El cerebro en la casa de gobierno. Miren un mapa (dicen) y
verán
ese
conjunto de funciones y de órganos.
Pero ¿de verdad es el único cerebro el de la casa
de
gobierno? ¿De verdad sólo hay un
corazón y es el
que está en el centro?
¿De verdad todo gira alrededor de un solo punto y un solo
sitio,
o unos
pocos, los señalados e imprescindibles?
La ciudad, digo yo, aquí junto a usted, ahora que
volvemos a elevarnos y el sol llega al cenit y tal vez usted empieza a
sacar conclusiones, la ciudad, le digo, es en verdad muchos cuerpos,
todos juntos, unidos y a la vez separados, que no se van a entender
nunca y que piensan (por lo común) las mismas cosas; que se
persiguen y
jamás se alcanzan; que siempre están muriendo y
siempre
se renuevan en
los que toman sus lugares. Que se parecen a usted y a mí.
Guardo la tarjeta en la que estaba escrito lo
anterior. Callo. Pero si ellos le parecen, otra vez desde la altura,
una masa o una turba –conjunto sin sentido–,
debería
mirar también el
valle más cercano, en donde pusimos los edificios y todo lo
demás que
removimos de aquí. El orden de las calles y las avenidas es
hueco
porque no es para nadie. No hay deseos en las capillas
vacías ni
obligaciones en los cabarets. Tal vez la gente tampoco pueda existir
sin estas cosas, estos compartimientos y estos pasillos, pero al menos
ellos pueden hacérnoslo saber. Volvamos con ellos y
escuchemos.
La
carne de la ciudad es la que nunca está en silencio.
Alberto
Chimal (1970) es
narrador y
ensayista. Entre otros reconocimientos, obtuvo el Premio Nacional de
Cuento San Luis Potosí 2002 por el libro Éstos
son los
días, de próxima
publicación en Ediciones ERA. Otros libros suyos son La
cámara de
maravillas (2003), El país de los hablistas (2001) y Gente
del
mundo
(1998). Ha sido artista residente en el Banff Centre for the Arts en
Canadá y está incluido en antologías
como Nuevas
voces de la narrativa
mexicana (2003) y Los mejores cuentos mexicanos (2000 y 2001).
|
|