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Quién mató a Pantaleón Cornejo

Sabino Pérez Ramírez



“Está ahí adentro, eso dijo el Agente”, le había señalado Tanislao a mi  tío Roque quien no dejaba de mirar la foto en el periódico. Mi tío estaba asustado, por eso no quería entrar y encontrarse a su hijo Pantaleón, tirado en la mesa de cemento, con la panza rajada después de la autopsia; continuaba viendo la foto, como si le buscara una seña particular, algo que le conociera a Pantaleón para estar seguro que era él.

            “Éntrale”, le volvió a decir Tanislao. Roque se le quedó mirando, con los ojos mojados, tal vez porque le vio esa seña que lo hizo chillar.

            Yo también estaba seguro que era Pantaleón, su cara era la misma de cuando salió de su casa. No sé en qué líos andaba metido. En el rancho, todos lo conocían como un buen paisano que a nadie faltaba el respeto. Bueno, así lo conocían por allá; pero, por otro lado, aseguraban que cuando se iba de parranda era como si se le metiera el pingo en la cabeza. De esto yo no tenía conocimiento, porque nunca le supe algo malo, pues ni siquiera a su mula golpeaba cuando se iba al campo.

            El periódico dice que lo mató la mafia. Piensan eso porque le metieron varios balazos, como si le tuvieran harta  muina.

            “¿Fue la ugocé, verdá?”, mi tío agachó la cabeza cuando Tanislao le preguntó eso. Yo también creo que fue gente de la ugocé; lo creo porque ellos invadieron la parcela de Pantaleón hace como dos meses. Esa vez Pantaleón estaba encabronado, tanto, que me hizo pensar que se le iba a meter la locura, como dicen.

            Tal vez mi tío sabía lo que le pasaba, por eso le recomendó que no se hiciera justicia por su cuenta. Yo estaba seguro que no era capaz de eso, lo conocía bien, y lo seguí conociendo porque fue a quejarse con las autoridades, quienes lo hicieron dar tantas vueltas que hasta se aburrió. Y nadie hizo algo para sacar a los de la ugocé de la parcela de Pantaleón.

            Fueron dos días los que pasaron desde que salió nuevamente, tal vez como en otras ocasiones, a sentarse bajo un palo de mango, cerca de su parcela, esperando que los de la ugocé quisieran entregarle sus tierritas. “No importa que se coman toda la siembra, pero que me la regresen”, era su pensamiento.

            Roque continuaba observando la foto cuando llegó la familia. “Es él, ¿verdá?” Le preguntó mi tía secándose los ojos con el rebozo, mientras la mujer de Pantaleón y los demás entraron; luego se escucharon los gritos de la viuda. Yo sentí feo, porque estaba seguro que ellos lo identificaron.

            Hasta entonces mis tíos y yo entramos y nos acercamos al difunto. “Es él, es Pantalión.” “Sí, el mismo”, le contesté, mientras le contaba los pelos de la barba. “Es él”, le volví a decir. De eso estaba seguro, porque los bigotes y los pelos de la barba se le podían contar desde lejos. La sangre rezagada me revolvió la panza, por eso les hice señas a mis primos para que nos saliéramos. “Vamos a la Agencia, para que nos entreguen su cuerpo”, dijo Tanislao.

            El camino se alargó hasta la Agencia, a pesar de que una camioneta nos condujo. Tanislao se bajó primero, luego mis tíos, y después nos metimos todos a la oficina. “Es él, es m’ijo, Pantalión Cornejo”, le dijo al hombre mal encarado que estaba junto a la máquina de escribir. “¿Ya lo identificaron bien?”, preguntó el mal encarado. Mi tío meneó la cabeza para decir que sí. “¿Sabes quién pudo haberlo matado?” “Yo creo que fue gente de la ugocé.”  “¿Cómo puedes estar seguro de eso?”, preguntó nuevamente el de la máquina. “Por lo que tú ya sabes, ya estás entendido que Pantalión vino contigo pa’ demandar a los de la ugocé cuando le invadieron su parcela”. El hombre le siguió preguntando y la máquina sonó por mucho rato.

 

Cuando faltaba poco para que anocheciera llegamos con todo y muerto a la casa. La gente del rancho ya estaba esperándonos. Los pocillos de té con piquete se veían calientitos en las bancas, junto a los que jugaban baraja. Algunos amigos de Pantaleón se acercaron para bajar la caja y acomodarla en un rincón de la casa. La familia lloraba, y las vecinas se contagiaban mientras acomodaban las flores que seguramente cortaron en los patios de sus casas.

            La lumbre de los candiles se meneaba con el aire; hasta entonces me di cuenta que la noche se escondía entre los rincones de la casa. En el monte, las chicharras parecían como si también rezaran.

            Aquí, en el rancho, se descansa más rápido, porque la noche llega cargadita de sueño y sorprende a los campesinos en la cama; cuando se va, los deja en el campo con su faena.

            “Resígnate”, escuché a Rómulo decirle a la viuda que chillaba en un rincón de la casa. “Todavía estás nueva”, le volvió a decir mientras le limpiaba los mocos con su paliacate rojo, que en lo oscurito ocultaba la mugre. Rómulo siempre le ha tenido ganas a la mujer de Pantaleón, por eso estoy seguro que ahora que se murió va a buscar la forma de amarrársela. “Yo miro por los chamacos”, seguía de necio, cuando me acerqué a ellos disimuladamente.  “Ahora qué será de ti y los escuincles”, le dijo cuando se dio  cuenta de mi acercamiento.

 

Recuerdo que entradita la noche las mujeres iniciaron el último rezo de esa velada. El humito del café y el té se revolvían con el olor de las veladoras y las flores. Mientras remojaba mis galletas en el café, Rómulo aprovechó para acercarse a la viuda; me miraba de reojo, y hacía como que rezaba. Los amigos de Pantaleón se divertían con las cartas, mientras las mujeres rezaban al pie de la caja. En eso estábamos cuando oí ese grito que todavía me retumba por dentro: “¡Qué pasa aquí!” Pantaleón estaba parado en la puerta gritando y mirando hacia todos lados.

            De pronto me entró un temblorín que no sentí lo caliente del café cuando me escurría por el pecho, y no me di cuenta si lo que se me encharcaba bajo los guaraches era el café u otra cosa. Me sacó del atontamiento el alboroto de las mujeres que gritaban: “¡El muerto! ¡El alma del difunto!” Pantaleón se le quedó viendo a Rómulo y le gritó: “¡Te dije que no volvieras a molestar a mi vieja!” Rómulo abría y cerraba los ojos y la boca sin decir nada, sin darse cuenta que no podía gritar, sin acordarse que le tenía ganas a la viuda, y sin sentir que se estaba meando. Yo no entendía lo que pasaba, y creo que tampoco las mujeres, privadas en el suelo, donde también estaban la mamá de Pantaleón y la viuda.

            El papel que forraba la pared de madera comenzó a quemarse y luego luego la palma de la casa. “¡Qué chingaos está pasando aquí!”, seguía gritando el aparecido mientras se me acercaba pidiendo que le explicara algo que yo también quería saber, pero el miedo se me fue metiendo hasta los huesos, por eso salí corriendo y no supe cómo trepé al palo de zapote que estaba en el patio de la casa. Pantaleón salió entre la lumbre cargando a su mamá y a su mujer.

            La gente del rancho se llenó de coraje para quitarse el miedo y regresaron a sacar a las mujeres que se habían desmayado, pero ya no pudieron porque la casa era pura lumbre. En eso vieron a Pantaleón cuando dejaba en el suelo a las mujeres, y fue entonces que se le echaron encima, gritando: “¡El muerto tiene la culpa, vamos a matarlo!” Pantaleón cayó al suelo, por los garrotazos que le dieron, y luego lo aventaron a la lumbre.

            Ahí me quedé toda la noche, viendo cómo se consumía la casa, con el temor de que el muerto me jalara las patas. Ahí me quedé, y los demás abajo, hasta que llegó el Agente y los policías. Entonces, y después de varios intentos, me bajé del palo. El Agente le preguntó a los que lloraban quién había provocado el incendio. “Fue el difunto Pantalión Cornejo”, dijeron los paisanos. “¡Mentira, a m’ijo lo mató el mafia!”, contestó mi tío Roque. “A ver, cómo está eso, si tú ayer me dijiste que la gente de la ugocep lo mató, y ahora me sales que fue la mafia.” “Da lo mismo quien haiga sido, los dos son iguales”, contestó mi tío. Entonces se dieron a la tarea de esculcar las cenizas y reclamar cada quien a sus muertos.

            Ahí estaban los cuerpos chamuscados, como carbón. Yo los vi. Eran los cuerpos de las mujeres que se privaron, los de Rómulo y Pantaleón. Los paisanos los contaron bien, pero sobraba uno. Volvieron a contarlos y seguía sobrando uno. “¿Y este otro, quién era?”, preguntaba el Agente. Pero nadie respondió porque seguían contándose entre ellos mismos.

 


Sabino Pérez Ramírez nació en Tuxtepec, Oaxaca, en 1959. Narrador, promotor cultural, periodista. Es integrante del taller literario que coordina Antonio Ávila Galán en Tuxtepec. Es jefe de redacción de la revista cultural Plan de los pájaros. Ha publicado en periódicos y revistas nacionales como La Jornada, Tierra Adentro, Cantera Verde, y del interior de México como Manglar, de Tabasco; Plan de los pájaros y Luna Zeta, de Oaxaca. Becario de la emisión 2004 de Apoyo a obra terminada, del FOESCA, publicó su primer libro de relatos y cuentos: Escamas de luna, ed. Instituto Oaxaqueño de las Culturas.
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