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A confesión de
parte
Luis Enrique Sabino
Acostado en la caja de la
camioneta no me toca el viento, sólo lo adivino impetuoso por
los pelos alborotados de los agentes sentados a mi alrededor. En
cambio, el brillo del sol sí resulta molesto en los ojos
después de todo un día en la oscuridad. Al menos el
calorcito se siente rico, pues el frío por el baño a
manguerazos ya estaba entumiéndome. Nunca había cagado
tanto. Deben haber sido los toques eléctricos en los genitales o
la angustia de bucear entre la mierda del retrete, lo que finalmente
logró vencer mi estreñimiento. Hasta el compañero
de la celda de junto vomitó, no se diga los ministeriales...
Idiotas, para qué darme este trato, si les dije la verdad.
Podían haberse ahorrado los gritos y la porquería, pero
no; no hacen caso de nada, a fuerza quieren imponerle a uno su
versión de los hechos. Tuve que admitir la culpa a pesar de no
haberla matado. Dicen que debo seguir el guión al pie de la
letra, si no, van a canalizarme el recto con un tubo para meterme un
roedor en el intestino grueso. Infelices. Ojalá salieran volando
en una vuelta de curva.
Soy como Jesucristo, debo purgar las culpas de los demás, porque
la sociedad lo exige, los ciudadanos decentes y normales requieren un
culpable. ¿Quién mejor que yo para fabricar al chivo
expiatorio? No se conforman con los castigos del pasado. Seguro ya no
se acuerdan del rechazo brutal del cual fui víctima en la
niñez. Su memoria desaparece. Más bien se hacen tontos.
Deberían recordar el aislamiento al que me sometieron desde la
primaria. Tenían un lugar especial para mí detrás
de la última fila del salón; así no molestaba a
los demás infantes con mi presencia. Cualquier alumno
podía pasar al pizarrón, preguntar, ir a sacar punta al
lápiz cerca de la maestra y verle los calzones, menos yo. En el
recreo debía permanecer confinado a los corredores del segundo
piso, evitando hacerme daño si jugaba, pues nadie iría en
mi ayuda. Como sucedió el día que resbalé y me
golpeé la cabeza contra el barandal metálico:
quedé tirado, inconsciente, en medio de un charco de sangre.
Hasta suspendieron las clases con tal de alejar a los niños y
maestros del lugar y sólo en la tarde permitieron a mi madre
subir a atenderme, con la condición de limpiar perfectamente y
quemar gasolina donde había estado la sangre. Luego no quisieron
tener más problemas. De nada sirvieron los ruegos de la pobre
mujer, el comité de padres de familia consideró
inconveniente que yo siguiera con mis estudios.
Durante la adolescencia fue peor. ¿Cuántas palizas
recibí? Ni yo mismo lo recuerdo. Cualquier palo largo y fuerte
servía al propósito de golpearme y vengar así la
osadía de abordar a las hijas o hermanas. No era por
perversión la práctica de esconderme en los quicios de
las puertas y acechar a las colegialas que salían de madrugada
en espera del transporte urbano. Simplemente deseaba con todas mis
fuerzas aspirar el aroma femenino. Yo también quería
sentir el contacto incomparable de sus nalgas duras sobre mis manos
toscas y huérfanas de piel, a la par de los demás
muchachos de mi edad, a quienes ellas no les negaban nada.
Nunca fui invitado a una sola fiesta o reunión juvenil.
Cómo iban a relacionarse con el hijo de una madre soltera y
violada, enferma de muerte. Lo más seguro era que yo
también estuviera enfermo. Además, con esta apariencia
lastimosa de iguana relamida, a quién le iba importar si
presentaba los análisis donde se probaba mi buen estado de
salud. Nadie habría querido bailar conmigo de cualquier manera.
En cierta forma resulta comprensible que me supongan ser el asesino.
Claro, es más fácil echarle la culpa al que siempre fue
blanco de golpes y denuestos; y mucho más a consecuencia de mis
continuos ingresos a la cárcel por mostrarme desnudo ante las
mujeres. Aunque no lo haga por maldad, sino como resultado del
aislamiento al que me he visto sometido. Pero eso nunca lo van a
entender.
Nada más falta que también me condenen por haber usado un
remedo de mujer como compañera. Eso no lo pueden considerar un
delito. ¿O sí? ¿El haberla recogido de un muladar?
No era de nadie… Bueno, al fin y al cabo el destino está
decidido. Solamente debo concretarme a seguir el guión durante
la reconstrucción de hechos y decir “con exactitud”
las líneas memorizadas. Ridículos polizontes, dudan de mi
capacidad mental, como si el hecho de ser paria me volviera idiota.
¿Acaso no lo notan? Soy más listo que cualquiera de
ellos. Aún sin tener estudios formales, he aprendido
muchísimo leyendo los volúmenes desperdigados en la casa
de mamá. La pobre quería hacerme hombre de bien a pesar
del bloqueo contra mi persona en las escuelas y procuró rodearme
de libros antes de morir; si estos andan regados y deshojados por todos
lados, se debe a la falta de una mujer de verdad que ponga orden en ese
caserón. Obviamente mi antigua compañera no fue
diseñada para ordenar nada, ni a sí misma. Sólo
trajo la desgracia. Por haberla regresado al basurero al cual
pertenecía. Fue su manera de vengarse. La verdad, la hubiera
conservado para siempre, pero estábamos hartos el uno del otro.
Ella con su frialdad insufrible y yo con esta podredumbre de alma y
cuerpo, a dónde íbamos a dar. De poder hablar, la muy
zorra hubiera gritado insultos hasta quedarse muda otra vez; de haber
podido caminar habría huido irremediablemente de mí.
Me duele la cabeza de tanto rebote contra el piso de la camioneta. Creo
que estamos llegando a la escena del crimen. La peste y el
mosquerío apenas empiezan, más adelante es casi
insoportable. No lo sabré yo que arriesgué la vida dentro
de tal infición. Aquí es donde debo mostrar mis dotes de
actor y convencer a todos de lo que ya están convencidos. Les
mostraré cómo traje hasta este lugar a la ahora occisa a
base de engaños, ayudado por mis encantos.
(¡Estúpidos! ¿Pueden tragarse tamaña
mentira? ¿Qué mujer, en su sano juicio o no,
acompañaría a este desterrado engendro a un muladar en
las afueras de la ciudad?) Luego explicaré el método para
estrangularla con un alambre recocido mientras la violaba. Claro,
previa golpiza y maniatada, con alambre recocido también.
Soy Jesucristo antes de la crucifixión. En cuanto jalen mi
cabello y me levanten van a llover los trancazos a las zonas blandas.
Ahora es cuando empiezo a sentir arrepentimiento. No de haber cometido
algún crimen -que nada malo he hecho- sino de venir a tirar a mi
excompañera precisamente en este lugar. No por ella, que ya no
me interesa, sino por mí. Porque aquella tarde, mientras
escarbaba entre la basura para esconderla de los pepenadores,
salió el cuerpo de la difunta, la de verdad, todavía
tibio. Era hermosa, impresionante... La única oportunidad que
tendría de estar con una mujer auténtica,
indubitablemente. No podía desperdiciar la ocasión. Es
cierto que me encontraron encima de ella y apretándola del
cuello, también que fue perdiendo calor entre mis brazos,
conforme me corría, pero yo no la maté.
Nació en la ciudad de
Oaxaca, en 1967. Ha publicado en la revista Cantera Verde, en la
antología Oficio de Cantera y en periódicos de su
localidad. Es miembro fundador del taller literario de la Biblioteca
Pública Central de Oaxaca e integrante del Cuerpo Editorial de
esta publicación, encargado de la comunicación
electrónica. Actualmente es becario del Fondo Estatal para la
Cultura y las Artes, del IOC, como autor con trayectoria.
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